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Dedo

Opinión
Artículos de opinión
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Tiempo de lectura: 3 min.

Con toda razón, son muchas las carencias de las cuales nos quejamos los venezolanos: medicamentos, alimentos, seguridad personal y económica, etc., pero hay una que siendo la madre de todas las demás parece no ser percibida por las grandes mayorías: la ausencia de democracia real, verdadera y tangible.
A riesgo de parecer irreverente, me atrevo a dudar públicamente del contenido verdaderamente popular y democrático de los gobiernos que se iniciaron en enero de 1958 y que vieron su ocaso cuarenta años después, con la llegada de Chávez al Palacio de Miraflores.
Los mismos que lideraron la política durante esas cuatro décadas, llegaron a admitir que estaban al frente de una democracia formal, es decir, de un régimen que priorizaba las formas sobre lo sustancial, que cuidaba más el «qué dirán» nacional e internacional que el ejercicio diario de un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como orara Lincoln en noviembre de 1863.
El nutriente de la democracia es el ejercicio de sus principios, que sirvan de ejemplo y brújula a los que vienen detrás en el tiempo; las formas sin contenido, oscilan entre el teatro bufo y el trágico, entre la verdad a medias y la mentira completa, entre la artería y el despropósito.
No se puede ser demócrata si no se cree en la democracia ni se ejercitan sus principios. No basta la auto etiqueta ni el gesto dirigido a la galería intelectual. El verdadero demócrata debe creer en la democracia y entenderla más como forma de vida que como régimen de gobierno. La actividad humana que no sea reverente ante el derecho ajeno a disentir individual o colectivamente y ante la suprema potestad del pueblo a determinar su destino, como real expresión de su soberanía, está más cerca del delito que del mérito.
Estas reflexiones vienen al caso ante la grave situación política de este 2016, venezolano. Por un lado, observamos un gobierno que ha convertido la Constitución en un librito azul sin contenido ni propósito; por el otro, una confederación de partidos políticos que prioriza el interés de sus dirigentes y no los populares, mostrándose como un grupo de hombres ávidos de poder personal, dispuesto a irrespetar cualquier regla que señale la decencia para obtener sus fines; siempre listos a pactar con el diablo para mantener sus canonjías y preservar sus intereses mezquinos.
Ante tan difícil realidad, tan llena de peligros e incertidumbre, surge un especial deber para el pueblo venezolano: la sagrada obligación de no dejarse engañar nunca más, por quienes llevan décadas cambiándonos el oro de nuestro futuro por los espejitos de promesas vacías y ofertas sin sentido. No debemos permitir más engaños, ni admitir que en nuestro nombre y representación se repartan la República con la gula propia de niños tirados en el suelo para embolsarse el mayor número de caramelos desprendidos de la piñata rota.
Debemos jurar ante nosotros mismos, por nosotros mismos y por nuestros hijos y nietos, que no permitiremos más burlas; que rechazaremos a quienes han convertido la política en medio de asaltar la cosa pública, ya desde el gobierno o desde una fingida oposición.
Cada voto debe ser valorado como una acción de esta gran empresa llamada Venezuela. Como accionistas responsables, debemos rechazar vehementemente los conciliábulos y los acuerdos a escondidas; ejercitar nuestro derecho a la abstención ante cualquier designación de candidatos a cargos de representación popular que no haya sido sometida a elecciones primarias, transparentes y universales; que rechazaremos, por perversa, la actividad de «el dedo», esa fuerza omnímoda y omnipresente que todo lo decide y que es el verdadero detentador de la soberanía, a que se refiere el artículo 5 de nuestra Constitución.
Nosotros, los ciudadanos de a pie, casi treinta millones, somos los propietarios de la patria que nos legó Bolívar. Si por indolencia permitimos su desguace, que sus malos hijos le quiten su antiguo esplendor y la suman en la miseria moral y material, no solamente seremos apátridas, sino que habremos perdido el derecho de mirar a los ojos con fijeza a los hombres de los pueblos libres.
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