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Opinión

Enrique Larrañaga

X es de Caracas. Desde que está en Miami siente la calma plana de este horizonte extenso en que todo es horizontal. Añora el pezón de la montaña que le anunciaba el valle al subir desde Guarenas para ir a visitar a su abuela en La Guaira o, ya en la Católica en la camionetica, buscar el Metro para atravesar el valle navegándolo a contracorriente y por debajo. Se casó, se mudó a Los Teques y mitigaba el hastío de esas colas imaginando que se sumergía en la ciudad a la que antes emergía. Vive en Broward, trabaja en Doral, ejercita en Hialeah y visita a los nietos en Kendall. Se pierde entre tanta autopista, todas eficientes pero ausentes. Aquí los carteles los escriben, pero en Caracas las señales se viven.

Z vive en Barquisimeto desde hace quince años. Comenzó a administrar la hacienda de su tío cerca de Cocorote justo cuando se casó. Iban a la ciudad cada dos semanas, a comprar o comer algo distinto. Nació el bebé y buscaron cercanía a médicos confiables. Se propuso explorar el negocio maderero cuando los expropiaron y solo les quedó la fruta. Pasa la semana entre los campos de Yaracuy, los galpones en Acarigua y los bancos sobre la Avenida 20. Cada día lo agotan más las malas carreteras, la inseguridad y las matracas. Las cuentas no dan para cambiar de carro. La camioneta se ha convertido en su resguardo, como la concha para el caracol. Pero ya no sabe quién lleva a quién ni a dónde ni a qué.

T siempre ha vivido en Valencia. La pieza en casa de su mamá era pequeña, el barrio ruidoso y la zona peligrosa, así que cuando quedó embarazada metió los papeles para uno de esos urbanismos bonitos del comandante. «Van a hacer un tren y repartir neveras». No hubo tren ni neveras, ni más calma ni seguridad. Se levanta a las cuatro de la mañana y prepara algo. El marido desayuna antes de salir hacia Mariara, la hija mayor recalienta lo de los chamos y ella come al llegar al trabajo en San Diego o, los miércoles, en El Trigal. Se le va casi todo lo que gana en transporte, que pasa lejos y siempre va lleno. Pensaron volver al barrio cuando la hermana se fue a Perú, pero por lo menos esto es suyo. Lo malo es la caminadera. Y el dolor en la pierna.

W alquiló un cuartico en San Antonio cuando la empresa redujo personal y le quisieron subir el alquiler de la casa en Ureña. Total, desde que se complicó el paso a Cúcuta por lo del puente, la mujer y las hijas no bajan desde San Cristóbal a comprar y la casa era demasiado grande. Ahora se rebusca como chofer y como conoce los trucos y paga, igual pasa, hace mercado, levanta una platica y cada sábado lleva algo a la casa. Se para en Capacho a visitar a la vieja y dejarle sus cositas. Casi mejor que ya no carga el camión de la compañía porque en su carcacha la guardia no lo fastidia tanto. Ahora que la mayor se va a Mérida y la menor termina el liceo, quizá las convenza de venirse a San Antonio y hasta consigan una casa. Quizá.

Como todos y cada vez más, X, Z, A y W viven en ciudades diversas y dispersas que, conurbadas o no, son también continuas y la misma.

Esta ciudad de ciudades integra lo edificado, lo rural y lo agreste como episodios entrelazados. Abundan los quiebres físicos, sociales y formales, pero solo las alcabalas o los peajes diferencian los vecindarios, municipios, estados y naciones, pues los límites jurisdiccionales no limitan enlaces reales percibidos y ejercidos con el vigor del día a día. Aun si se quisiera, pudiera o debiera confinar esa experiencia múltiple y abierta a alguna de sus piezas, sería casi imposible precisar cuál contiene esta forma y escala urbana que definirá la ciudad desde el siglo XXI.

En lo territorial, esta dinámica agrupa en sistemas de ciudades asentamientos de distinto tamaño, rango y carácter, cuya espacialidad la define lo geográfico y su carácter, los intercambios entre ellas, que amplían lo que cada una podría ofrecer por sí sola al desarrollo personal, familiar y social. Para aprovechar este brío se requiere proponer ideas y producir herramientas de gestión, coordinación y producción, tan audaces y novedosas como el propio fenómeno. Y para garantizar abastecimiento, comunicación, ordenamiento, interrelación y administración eficaces y coherentes de estas agrupaciones sin reducir las virtudes de su diversidad, esas propuestas pudieran incluir pero no limitarse a la creación de instancias de gobierno adicionales. Por años, la continuidad discontinua entre Boston y Washington se presentaba como ejemplo paradigmático de un sistema de ciudades, pero lo distinto y distante de sus circunstancias dificultaba la comprensión de una realidad que, como ha documentado Marco Negrón, está ya entre nosotros.

A pesar de la crisis y sus múltiples efectos, existe y crece entre Guatire y Puerto Cabello una megalópolis que incluye Caracas, Maracay, Valencia y sus áreas de influencia.

Sobre ella se han realizado (y archivado) proyectos, repetido (y olvidado) promesas, iniciado (y abandonado) obras, invertido (y malversado) recursos y desarrollado (y agredido) tierras. La dilapidación de este potencial revela, además de torpeza, inmediatismo, pereza, zancadillas y corrupción.

Una ignorancia del peor tipo, pues indica falta de conocimiento y de interés, que ya es casi endémica. Con la complicidad de autoridades, inversionistas, profesionales y ciudadanos, sólo ha demostrado ser capaz de convertir oportunidades en calamidades y sumas en restas.

En lo urbano, la complejidad de algunas ciudades o de la interdependencia entre varias, genera áreas metropolitanas. En ellas se congregan personas, instituciones, actividades e instancias administrativas tan variadas como los actores y factores que en ellas disfrutan y alimentan opciones de vida diversas e intensas. Pero esa variedad de propósitos y enfoques incrementa también las posibilidades de conflicto, y toca entonces concebir e implementar mecanismos políticos, técnicos, económicos, prácticos y ciudadanos de relación, mediación y encuentro entre esos agentes para impulsar las virtudes y mitigar los problemas de esos intercambios cotidianos.

Aunque en el mundo hay tantas áreas metropolitanas como modelos para su gestión, en Venezuela solo contamos con la propuesta del “congresillo” como previsión metropolitana. Tan mezquina que desoyó varias y variadas ideas de distintos sectores; tan confusa que equiparó Caracas y el Alto Apure pero obvió la existencia de otras áreas metropolitanas en el país; tan ineficaz que solapó e invadió competencias municipales y dejó otras al control central; tan lerda que desmontó instancias sin definir metas ni tomar previsiones económicas ni técnicas; y tan inútil que ni siquiera ha esclarecido su nombre, pues aún muchos llaman “Mayor” a la Alcaldía Metropolitana. Sin ser excusable, es hasta comprensible que tanta ineptitud promoviera gestiones tan fallidas y que, como nunca se pensó en la ciudad más que para acumular poder sin afirmar, teórica y prácticamente, el poder de la ciudad, al perder control sobre ella se la ahogara hasta abolirla.

Un Plan Ciudad necesita entender —y atender— la lógica, problemas y ventajas de los sistemas de ciudades y las áreas metropolitanas.

Y más cuando asistimos a una nueva confrontación entre quienes pretenden dominarlo todo y quienes reaccionan reaccionariamente. Así se elude la discusión profunda de un tema fundamental para la vida de un país quebrado desde hace ya demasiados años. Cada parte y con igual desdén, busca invadir o simula defender espacios que asume como su coto, azuzando miedos y manipulando medios. En la esterilidad de este proceso, cada una reduce su planteamiento a un feroz pero vacuo enfrentamiento. De este modo, y con banalidad alarmante si no criminal, se evita —por ejemplo— siquiera mencionar el vaciamiento físico, moral, intelectual y emocional del país por las migraciones y el confinamiento, referirse a cómo ese vaciamiento ha cambiado y seguirá cambiando nuestra concepción y uso de la especificidad física y la porosidad práctica de los lugares que habitamos y, más grave, asumir todo lo que toca pensar y acometer para manejar condiciones ya presentes y otras previsibles.

En lo más práctico, comprender y asumir esta escala de interdependencia metropolitana es indispensable para garantizar que funcionen plenamente tanto cada componente y ciudadano como esa otra entidad que conforman al integrarse, con más y mejores virtudes que las individuales.

En lo fáctico, para ordenar la conectividad física y digital en, desde y hacia la región, la suficiencia de servicios, la previsión de mercados, la disposición de desechos, la existencia de centros médicos aptos y cementerios dignos y el fomento de la cultura en todas los niveles, expresiones y medios.

En lo social, para que cada familia sea libre de elegir dónde vivir entre una variedad de enclaves con carácter propio y provisión equitativa de modo comparable y según su plan de vida, sin que su capacidad de pago la destierre a destinos que solo inducen violencia pues no producen arraigo alguno.

En lo vocacional, para que cada sector defina y ordene su desarrollo según lo que entiende que la identifica, pueda concentrar sus recursos y esfuerzos en alentar esa especificidad, y la complemente con otras ofertas en la región que comparte y a la que aporta los matices de su particularidad.

En lo económico, para que, promocionando ese concierto de especificidades, se estimule la competencia entre actores públicos y privados, y su dedicación a construir ambientes de mayor calidad y mejor diversidad, que atraigan actividades e inversiones, generen empleo y apuntalen el crecimiento.

En lo político, para que los mapas reflejen las escalas de organización, con entidades a escala regional (llámense estados, departamentos o provincias), en las que los sistemas de ciudades y áreas metropolitanas (como distritos, condados o cantones) contengan secciones de menor escala y mayor especificidad (¿municipios, concejos, ayuntamientos?), cada una con comunidades (parroquias, barrios, comunas) física, funcional e históricamente reconocibles, todo para articular y reforzar la descentralización mediante instancias conceptual, legal y realmente obligadas a concertar.

Para, como objetivo ético, estimular las interdependencias coordinadas como sustento, fomento y manifestación de una cotidianidad ciudadana, definida por el respeto sincero a los derechos y por el cumplimiento cierto de los deberes de todos y con todos, para operar así como vivencia concreta y diaria de la fluidez democrática.

Toca a los ciudadanos contrarrestar el extravío del discurso proselitista —y su obstinación en seguir imponiendo sumisiones, profundizando divisiones y negando realidades— con ideas quizá atrevidas pero claras, cuya prioridad sea no solo la preservación de lo que hay sino la procura de lo posible.

El reto es lograr que esos territorios crecientemente permeables, de modos profusos y orden difuso, se intensifiquen y se amplíen, pero sin deshacerse en el desconcierto confuso de fatigas vejatorias, segregaciones vergonzosas y amasijos anónimos que nos va resignando, abatidos, al fracaso repetido.

Sabemos que evitarlo es tan mandatorio como complicado, pero ¿sabemos qué hace una ciudad?

6 de febrero 2021

Cinco8

https://www.cinco8.com/perspectivas/en-cual-ciudad-vivimos/

 8 min


Américo Martín

El estilo es el hombre


Conde Buffon

Mi cordial amigo Enrique Aristeguieta se pregunta por qué y hasta cuándo estaré cometiendo el error de llamar “adversario” al franco enemigo. Enrique me habla a título de amigo, razón por la cual no sugiere que mi supuesto error esconda alguna oculta perversión política. Se dirige a mí como amigo y como amigo le respondo.

El propio oficialismo, crea o no en la solución pacífico-electoral y, hasta hoy —en medio de contradicciones— no ha mostrado simpatía por esa fórmula, no deja de acusar a la oposición legítima de ser la causante del infinito retardo de las partes interesadas.

Volver a la coherencia perdida no le hace mal a los que la asuman. En cambio perjudica profundamente a los renuentes, porque a falta de fantasías guerreras podrían obtener mucho uniéndose al mundo en exigencia pacifico-electoral.

Verdad es, a quienes nadie puede jurar, que Maduro o mi propio amigo Enrique hayan dado claros indicios de abandono de su reiterada renuencia electoral.

Mientras más sólida, tenaz y universal sea la presión por el sufragio, Venezuela puede encontrar una salida a la tragedia que la oprime.

Nuestro país es hoy la nación más pobre de América del Sur, condición que por momentos empeora. Estallan sobre su superficie problemas inéditos y de consecuencias desastrosas que tienden a cambiar el perfil de la policrisis. Sin embargo, no mueven la sensibilidad del poder ni la feble argumentación de quienes juran por este puñado de cruces que ante el temor a una muy probable derrota, el oficialismo cerrará con piedra y lodo la ruta del voto libre.

El punto es que estas cerradas posiciones no admiten sino dos eventualidades: la primera, que se equivoquen porque la megacrisis no soporte más condimentos explosivos, se multipliquen las fracturas que menudean en el bloque oficialista, conforme al criterio de su jefe. La segunda, irse a una lucha caótica de resultados impensables.

Observo que para hablar de veras de salidas prácticas hay que recuperar la extraviada coherencia. Si en 1957 Venezuela amaba la unidad cívico-militar —de allí que alentara la unidad nacional, incluso con algunos “adversarios civiles y militares de la dictadura”—, sostener esa tesis y tomar la iniciativa de tales acercamientos por fuerza tenía que incidir en su estilo y su lenguaje. Es cosa de sentido común.

En 1957, estando yo aún en libertad, se me acercó un amigo adeco de atrabiliaria militancia, Enrique Chacón Mogollón, quien ya no está con nosotros. Sabía de mi militancia juvenil universitaria y sin pensarlo dos veces me soltó con urgencia:

—Hay una conspiración militar probablemente conducida por el comandante de la Fuerza Aérea. Han leído los documentos opositores y comparten la idea de una solución sin retaliaciones ni venganzas, con miras a las elecciones libres.

—¿Han leído los planteamientos de la oposición?

—Por eso vengo a hablarte. Confían en ustedes, los jóvenes, más que en los viejos líderes.

Le respondí que estaba listo para ese encuentro. Decidí correr el riesgo porque parecía confirmar la tesis de la Junta Patriótica y la importancia del lenguaje y el estilo. Por eso, amigo Enrique, mi asentimiento fue acompañado con un lenguaje amistoso, capaz de reforzar el inesperado contacto:

—Diles que ratifico los documentos que han leído y paso a considerarlos compañeros de causa.

No sé cuántos seguirían reprochándome por no calificarlos como enemigos del pueblo, traidores o asesinos. Solo sé que un desplante de esa índole hubiera roto la posibilidad que tenía a la vista.

Más que nunca me aferré a los inteligentes mensajes de la Resistencia y por sobre todo a la coherencia que más tarde muchos perdieron, pagando un precio alto y demasiado largo. Y, por cierto, el 1 de enero de 1958 estalló un alzamiento de la Aviación, tal como me lo había anticipado Chacón Mogollón.

¡Coherencia, coherencia, cuántos crímenes se cometen cuando te pierdes o extravías!

Twitter: @AmericoMartin

 3 min


Carlos Raúl Hernández

Según los biólogos evolutivos, pese al llantén del fundamentalismo ecológico no hay que deprimirse por las especies que desaparecen, pues es la ley de la supervivencia del más apto, e incluso lo consideran una “astucia de la naturaleza” que sobrevivan los fuertes. Los países desarrollados destinan recursos para salvar algunas en vías de extinción, pero eso tiene límites.

Para Darwin el hombre existe porque durante millones de años,desaparecen los animales que lo extinguirían y cuando apareció, se posesiona de las demás especies. No hubiera sobrevivido entre los dinosaurios, por ejemplo. La ley de la selva predominó por miles de años también en la vida social, y la fuerza era casi la única relación

Pero la racionalidad del homo sapiens, la semilla de Moisés y luego el cristianismo, minan la barbarie y van creado los valores para proteger a los débiles (no matarás, no robarás, amarás al prójimo y temerás Dios). La razón, capacidad, destreza en la vida pública desde Maquiavelo, es cambiar nuestra posición en la cadena alimentaria, de depredables a depredadores y eso obliga a desarrollar instintos, habilidades y fortalezas.

Príncipe por un día
En otras palabras, para Maquiavelo un gafo difícilmente podría ganar ser el Príncipe salvo por azar y por momentos y tendría un mal final. Pese a la protección que crea la democracia, representación proporcional, sistemas electorales confiables, métodos de adjudicación de bancas, fuero parlamentario, etc., quien no tiene con qué, no sobrevive. No es lugar para débiles dijo Javier Barden mientras disparaba su pistola neumática.
Pero lo que natura non da, Salamanca no lo presta y si carecemos hasta del más mínimo sentido común (en el buen sentido de la palabra) uso de razón o mero instinto para conservarnos, nos devoran. Veamos: una fuerza que en 2015 se hizo mayoría política amplia en la AN, conquistada con votos, y que con más o menos refriega ganaría las elecciones posteriores, decide tirarse al barranco por el que tenía 98% de probabilidades de desnucarse.
La cadena culminó en uno de los episodios más ridículos de la historia política nacional abstenerse en elecciones de 2018 y 2020 (lo hicieron en 2005 y no aprendieron nada) en las que el gobierno rechazado por 80% de la ciudadanía gana todo. Desataron a través de sus palangristas una campaña desaforada, inclemente, feroz contra la convivencia política, las reputaciones de otros.

Gobierno organillero
Lo que es más grave: contra el voto como tal y el diálogo, únicos mecanismos reales para resolver las crisis políticas. Me he esmerado en buscar ejemplos de puerilidad comparables, pero necesito ayuda, “solo no puedo”. No los destruyeron en una confrontación, masacres brutales, estilo Videla, paredones como el Che, sino simplemente con darle al organillo y ponerlos a bailar.
Así se extinguieron como cualquier especie frágil. Invocan que “la dictadura quitó a los partidos sus directivas legales”. Y da ganas de llorar que alguien no tenga el instinto de conservación de un grillo como para saber que en medio del drone de la Av. Bolívar, la invasión frustrada del 23F, la autoproclamación, el golpe de la autopista y Gedeón, vendría una respuesta de la dictadura totalitaria, que hace sonar el organillo y los deja en libertad.
Me pregunto si algún gobierno en el mundo, después de semejantes eventos, hubiera procedido así pero los datos evidencian que les conviene activa semejante comparsa. Según encuesta que circula en las redes, 88% desaprueba gestión de Guaidó, 7 puntos de rechazo más que Maduro, quien aparece con 81%. El desagrado por los políticos (todos) repite 88%, y a 84% solo le interesa que se enfrente la situación económica y la crisis de los servicios. Cero política.

El grupo mantequilla
50% no se identifica con gobierno ni oposición. Después de provocar semejante naufragio, los enconados anti colaboracionistas, anti apaciguadores, los que sacarían la usurpación, menean la colita y dicen que ahora si hay que participar en las elecciones de gobernadores. Como si se tratara del desliz en una partida de dominó y no de un debate en el que se jugaba la suerte del país, dicen coquetamente: “¡me pelé darling!” y preparan sus candidatos.
“!Qué mantequilla!” comentó una amiga y a partir de ahí los llama el grupo mantequilla. Por si fuera menuda la paliza electoral recibida el 6D, ahora surge otro error comparable con abstenerse: ir a una megaelección a finales de año. El equivalente de que alguien, luego de un accidente con poli fracturas, decida participar en el maratón de N.Y en unos cuantos meses
He oído los argumentos más surrealistas: que la mega permitiría mayor capacidad de acuerdo entre los partidos porque hay más cargos para negociar, que los activistas “están cansados”: elecciones en 2018 y en 2020 los agotaron. La mala noticia es que con los resultados del 6D, la oposición céteris paribus, no ganaría ni un solo alcalde ni un solo gobernador.
Y esas negociaciones satisfactorias sería el intercambio de elefantes rosados, por unicornios azules, cronopios y pegasos, una feria de criaturas imaginarias. Más bien, cualquier entrenador medianamente apto recomendaría “haz todo lo que puedas para defender las gobernaciones que tienes, gana otras y prepárate para competir el año que viene por las alcaldías”.

@CarlosRaulHer

 4 min


John Keane

Comienzos

Hace cuarenta años, la mera mención del sintagma sociedad civil causaba una mezcla de desconcierto, malentendido y confusión. Las dos pequeñas palabras servían para detener la conversación. Parecían ultramundanas, fantasmales y estériles: no parecían ni palabras. Eran excepciones. Hablar de sociedad civil tenía un valor de antigüedad para pensadores e historiadores políticos conscientes de que en otra época designaba una entidad política bien gobernada estructurada por leyes, como ocurría cuando la usaban desde filósofos como Aristóteles (koinōnía politikē) hasta escritores políticos europeos de la primera modernidad como Hobbes y Locke, o que aludía a un espacio de asociación para ciudadanos propietarios que vivían en una monarquía constitucional o una república, que era el significado que pensadores modernos posteriores como Adam Ferguson, Hegel y Tocqueville contribuyeron a popularizar durante las convulsiones revolucionarias del periodo de 1750 a 1850. Otra excepción era la forma en que estudiosos y activistas japoneses y latinoamericanos presentaban los argumentos para mantener con vida las ideas de Antonio Gramsci sobre la importancia estratégica de las “fortalezas y casamatas” de la società civile. Pero hasta hace cuatro decenios eran excepciones locales. Cualquier mención del sintagma sociedad civil provocaba un alzamiento de cejas y un silencio confuso. En algunos contextos, la expresión causaba desagrado y rechazo, como en Alemania, donde hasta comienzos de los años ochenta bürgerliche Gesellschaft se entendía como un término con fuertes connotaciones de “sociedad burguesa”, utilizado con propósitos diferentes por Marx y Hegel. El sintagma apestaba y, por eso, en la escena política berlinesa, al final se sustituyó por un neologismo que sonaba mejor, Zivilgesellschaft.

Había también contextos como Checoslovaquia, donde aprendí de primera mano que había cosas que se perdían en la traducción y la gente se quedaba callada porque literalmente no tenían palabras en el diccionario para captar el significado de la sociedad civil. Pero, pese a las dificultades, el término sociedad civil, espolvoreado y espoleado por numerosas fuerzas, se convirtió en lo que los alemanes llaman un concepto básico (Grundbegriff), un término que atraía una gran atención, provocaba controversias públicas en la calle y en el mundo de los periódicos, los libros y los panfletos y, de manera más dramática, que contribuyó a producir resistencia política y convulsiones políticas importantes en varios continentes.

La nueva conversación en torno a la sociedad civil era, en cierto sentido, la resurrección del viejo significado del término de los siglos XVIII y XIX. Preservaba la distinción entre instituciones estatales y el dominio no estatal de la sociedad civil. Pero tenía una nueva potencia marcada por un sentido definido de urgencia que atravesaba las fronteras como nunca antes. Se rompieron sus dolorosos vínculos con la clase media y la propiedad privada. Ayudada por la obra de activistas clandestinos, intelectuales públicos, periodistas, obreros, creyentes religiosos, think tanks, fundaciones filantrópicas y representantes electos de varios continentes, la sociedad civil se convirtió en el grito aglutinador y un arma letal en manos de ciudadanos que se defendían contra el poder arbitrario. Su popularidad en una amplia variedad de contextos era llamativa, incluyendo Rusia, China, Turquía, México y el mundo islámico. Cuando pensamos en esos años, vemos que la sociedad civil tenía un significado común para millones de personas. De manera simple y ecuménica, el sintagma aludía a un vívido mosaico de iniciativas no gubernamentales, redes e instituciones: pequeñas empresas, sindicatos, casas, ciudades y comunidades rurales, clubes deportivos, plataformas mediáticas, lugares de veneración y otras instituciones sociales no gubernamentales, a través de las cuales los ciudadanos, con una medida de autoconciencia, civilidad y valiente autoconfianza, viven su vida, “unos frente a otros”, se transforman “a través de la interacción mutua” (en palabras de Claude Lefort) y resuelven sus conflictos entre sí y con los mecanismos del gobierno que sirven para definir, constreñir y posibilitar sus actividades.

¿Entonces por qué se popularizó el término sociedad civil? De manera especialmente obvia, el sintagma se reveló descriptivamente atractivo. Las palabras parecían adecuadas para designar a grupos socialmente interconectados, asociaciones y redes que operan de forma clandestina, resistencia de las bases al gobierno postotalitario en los regímenes unipartidistas de socialismo de Estado de la Unión Soviética y China. El nacimiento y el florecimiento en catorce meses de la sociedad civil en Polonia (1980-81) mostró que había una realidad que no podía desdeñarse como un asunto “liberal” o “burgués” de clase media. El sintagma describía de forma plausible los esfuerzos de ciudadanos que intentaban derribar dictaduras en América Latina y África. La sociedad civil era un término que resonaba de igual manera con la irrupción de nuevos movimientos sociales como el feminismo, el empoderamiento negro o la política verde. El sintagma también servía como recordatorio de la importancia factual de lo que Karl Polanyi, C. B. Macpherson y otros estudiosos habían enseñado muchos años antes: que un límite básico de los proyectos de privatización a lo Thatcher es que los seres humanos no nacemos como bienes ni vivimos nuestra vida como objetos a los que poner un precio en el mercado. Toda la idea de la sociedad civil reiteraba la observación elemental de que la sociedad existe. Representa un desafío sociológico descriptivo a la afirmación de Friedrich von Hayek de que hablar de “sociedad” y “justicia social” es “absurdo, como el término ‘piedra moral’”. Las comunidades de gente, decía el razonamiento de la sociedad civil, no se forman de manera espontánea, solo regateando entre multitudes de individuos en escenarios de mercado mutuamente beneficiosos y protegidos por la ley y el gobierno limitado. El individualismo metodológico del razonamiento de mercado es un fraude. No lograba entender los múltiples modos en que la gente, libre de la subyugación autoritaria y violenta, se reúne en grupos, asociaciones y redes al margen de los grandes negocios y del poder estatal.

Durante los años 1980 y 1990, la precisión descriptiva del sintagma sociedad civil ayuda a explicar por qué ofrecía ventajas estratégicas. Tenía verdadero potencial organizativo. En Europa Central y del Este, en los márgenes del imperio soviético, el sintagma era una estrofa en la poesía de la resistencia práctica y no violenta al poder total del Estado. Era el tema de la Carta 77, la idea central de Solidarność en Polonia y el idioma de la resistencia local al gobierno unipartidista en varias ciudades de Yugoslavia, y, durante los meses de final de verano y comienzo del invierno de 1989, golpeó las calles, alimentando protestas que culminaron en las llamadas revoluciones de terciopelo que derribaron el imperio de la Unión Soviética. La sociedad civil también se convirtió en un lema del vocabulario de las Naciones Unidas, el Banco Mundial, Amnistía Internacional y otros organismos globales. Ricas organizaciones filantrópicas, como la Fundación Ford y las Open Society Foundations, financiadas por George Soros, se unieron. Contribuyeron financieramente a sostener esfuerzos que buscaban la reducción de la violencia, mayor fiscalización pública y justicia social, y el reconocimiento de los grupos que sufrían discriminación.

La conversación en torno a la sociedad civil cambió definitivamente el pensamiento convencional sobre cómo alcanzar la democracia. Figuraba en el nuevo campo de estudios latinoamericanos acerca de la “transitología”, la cual investigaba el arte de desmantelar las dictaduras militares. Algo similar ocurrió en Europa Central y del Este, donde se consideraba que la democracia requería esfuerzos no violentos para defender una pluralidad de asociaciones de ciudadanos contra el gobierno de los Estados y los efectos corruptores de los mercados. Mucho más que luchas para elecciones periódicas libres y justas, la democracia en la práctica requería esfuerzos estratégicos diseñados para detener todas las formas de poder arbitrario en sus pasos, para poner fin a la humillación, el abuso y la violación de los ciudadanos en cada dominio vital. Probablemente fortalecía este razonamiento una profunda reflexión sobre el significado del poder y el empoderamiento. Por azar, más o menos al mismo tiempo que Michel Foucault subrayaba la necesidad que tenían el pensamiento político y la estrategia política de “cortar la cabeza del rey”, los amigos de la sociedad civil en Europa Central y del Este estaban reimaginando la definición del poder. Que yo recuerde no habían leído a Foucault, y sin embargo sus sentimientos eran más o menos idénticos. “Deja de pensar en el poder como en una entidad fija, como que se encuentra ‘ahí arriba’, como sinónimo de un Estado todopoderoso armado hasta los dientes”, instaban. El poder político no brota en último término de los cañones de ametralladoras, tanques o las pistolas de la policía secreta. Los Estados armados no pueden sentarse en sus bayonetas. La ley marcial no puede producir gobiernos duraderos basados en el consentimiento de sus súbditos. El poder es omnipresente y viene de todas partes. Circula profundamente en el interior de la gente. Mora en el lenguaje que hablan, en la ropa que llevan y en la comida que comen. Como el poder da forma tanto a las vidas internas como externas de sus súbditos, los individuos y los grupos, en una amplia variedad de escenarios, son capaces de rechazos e inversiones de sus fortunas.

La nueva forma de pensar sobre el poder y el empoderamiento se ensamblaba con la presentación de la sociedad civil como ideal normativo opuesto a todo tipo de metafísica y dogmatismo. El ideal de sociedad civil exigía el rechazo inflexible a utopías de armonía social, un orden políticamente implementado y la posterior muerte de la vida pública y la política. Desde el punto de vista normativo, hablar de sociedad civil requería un respeto público y privado por el pluralismo ético y los desacuerdos vividos sobre las normas. Llamaba a los ciudadanos a seguir el principio de vivir y dejar vivir, de dar y tomar activamente y ver el mundo como si fuera “una buena obra” en la que “todo el mundo tiene razón” (para citar las palabras bien conocidas y en la época muy citadas del dramaturgo alemán Friedrich Hebbel). La sociedad civil implicaba el derecho a ser diferente. La visión normativa de una sociedad civil vibrante también iba contra el viejo y mal hábito socialista de suponer que la igualdad requería la desaparición de las diferencias y la homogeneización de las identidades. En cambio, sociedades civiles vibrantes tienen sistemas innatos de alarma temprana para detectar Grandes Ideologías metafísicas que reivindican respuestas comprensivas a todas nuestras preguntas sobre cómo vivir en nuestro planeta. Las sociedades civiles rechazan las ideologías porque nos distraen del aquí y ahora, nos impiden apreciar la belleza y complejidad de la vida; peor todavía, las ideologías actúan contra la aceptación de las diferencias y por tanto tienen consecuencias potencialmente autoritarias, violentas y despóticas. El filósofo británico de origen checo Ernest Gellner capturó esta idea sucintamente en un importante texto de la época, Conditions of liberty (1994). La gran ventaja normativa de la visión de una sociedad civil, señalaba, es que alentaba a los individuos, grupos y redes a vivir pacíficamente, libres de la humillación, con dignidad. Al construir “tantas escaleras independientes”, una sociedad civil permite “que la gente crea estar en lo alto de la escalera” y suponer que su escalera “es la que de verdad importa”.

También había algo de especial importancia ética sobre la recepción de la sociedad civil durante este periodo: se hacían esfuerzos filosóficos para inyectar el concepto de sociedad civil en la noción e ideal de democracia. La consecuencia era que la democracia, como mínimo, acabó refiriéndose normativamente a una entidad política y toda una forma de vida en la que el poder potencialmente abusivo de gobierno y empresas predatorias podía controlarse y equilibrarse a través de una sociedad civil cuyas relaciones de poder estaban simultáneamente sometidas a los contrapesos y al escrutinio de gobiernos e instituciones de evaluación nacidas de la sociedad civil. Como intenté explicar en Vida y muerte de la democracia (2018), el ideal normativo de la democracia monitorizada estaba entre los frutos de este movimiento teórico. Pero había más. El sintagma sociedad civil hacía que toda la idea de democracia mostrara sus fundamentos metafísicos. La democracia ya no podía concebirse como una forma espléndida de vida originada en las creencias en Dios, la historia, la verdad y otras bases metafísicas. A partir de entonces la democracia se consideraría como la condición de posibilidad de vivir sin la metafísica, los empujones y tirones, la subyugación y la violencia típicamente asociados a la creencia en los Absolutos. Eso también significaba que es una forma de política que democratiza el principio del Pueblo Soberano. No siente ninguna urgencia de arrodillarse y adorar un cuerpo ficcional imaginario llamado “el Pueblo”. La política democrática rechaza el populismo. Solo tiene consideración por la gente de carne y hueso en toda su heterogeneidad vivida. El ideal normativo de la sociedad civil presenta un desafío formal a los dogmáticos de todas las persuasiones. La democracia se convierte en el guardián de la diversidad y el pluralismo, la humildad y la heterarquía (Warren McCulloch). Es toda una forma de vida equipada con conjuntos de instituciones de gobierno y sociedad civil diseñadas para compartir el poder, para proteger a la gente de la humillación y la explotación en manos de unos pocos, y para permitir que vivan juntos como iguales, sin deshonra ni degradación.

Eclipse

Desde más o menos el año 2000, le ocurrieron dos cosas a la conversación en torno a la sociedad civil: el sintagma empezó a perder poco a poco su visibilidad pública y (la cara B) se convirtió en un marchito sinónimo del llamado “tercer sector” filantrópico, ubicado fuera de las fronteras de mercados y Estados.

¿Cómo es que el ideal de sociedad civil quedó arrinconado y se convirtió en una pálida sombra de su ser anterior? Había numerosos factores convergentes, el más obvio de los cuales era el esfuerzo por prohibir el uso público de la expresión, como ocurre desde 2013 en la República Popular China, donde un comunicado de la Oficina General del Partido Comunista Chino (llamado Documento 9) denunció la expresión (gōngmín shèhuì) como un arma política utilizada por varias “fuerzas occidentales antichinas”. Había, también, esfuerzos por revelar la expresión como fallida o puro absurdo. Foucault alegaba que el discurso en torno a la sociedad civil estaba infectado de “una especie de maniqueísmo que aflige a la noción de ‘Estado’ con una connotación peyorativa mientras que idealizaba a la ‘sociedad’ como algo bueno”.

Pensadores republicanos preocupados por definir y proteger las virtudes públicas y el bien común argumentaban que la ética de la sociedad civil esquivaba “el desafío de determinar lo que comprende una sociedad buena y no meramente civil” (Amitai Etzioni). Había argumentos que decían que la sociedad civil era una frase que sonaba bien y justificaba la dominación neocolonial occidental. El historiador y activista pacifista Edward Thompson me dijo varias veces que al emplearse del lado de los “disidentes” en la Europa Central y Oriental el sintagma sociedad civil corría el riesgo de cuestionar los logros del “socialismo” en el bloque soviético. La Liga Yugoslava de Comunistas me acusó oficialmente de ser un apologista burgués. Intelectuales neomarxistas como Ellen Meiksins Wood decían que todo el parloteo sobre la sociedad civil servía como ideología del capitalismo contemporáneo, mero camuflaje retórico de órdenes políticos dominados por la clase y la llamada democracia parlamentaria. En un extraño giro del destino, esos ataques sumaron sus fuerzas a las del principal enemigo de la sociedad civil, el neoliberalismo. Think tanks, ONG, ejecutivos empresariales, académicos, periodistas, políticos y gobiernos se convencieron de que la privatización de las funciones estatales y el fortalecimiento de los procesos mercantiles eran necesarios y correctos y que esto, a su vez, requería una reflexión sobre cómo las relaciones entre el Estado, la sociedad civil y la cooperación pública y privada podían regularse mejor a través de acuerdos de “gobernanza”. La gobernanza, normalmente mal definida, se convirtió en el mantra de los diseñadores de políticas en muchos escenarios distintos. Describía y recomendaba procesos de toma de decisión acometidos no solo por Estados sino por empresas, asociaciones profesionales y redes. “La gobernanza difiere del gobierno en que se centra menos en el Estado y sus instituciones y más en prácticas y actividades sociales”, escribió Mark Bevir, uno de sus principales analistas, a quien le gustaba señalar la afinidad entre el término gobernanza, entendido como “todas las formas de coordinación y patrones de gobierno” y la preocupación neoliberal por la reforma del sector público diseñada para “promover mercados, subcontratación, redes y gobierno coordinados frente a la jerarquía burocrática”. El término estaba marcado por una vaguedad y vacuidad unidas a fuertes connotaciones de la necesidad de gobiernos, negocios y cuerpos profesionales para conjugar sus demandas competitivas y trabajar para armonizar las normas, reglas y procesos de toma de decisión que regían sus interacciones. La gobernanza significaba resolver problemas, una conducción estable y armoniosa, y una administración competente. Sus variantes eran designadas con lemas como “gobernanza colaborativa”, “gobernanza participativa” y “gobernanza multinivel”. En cada caso, la “buena gobernanza”, una expresión preferida, aludía a una gestión clara y coherente, políticas factibles y su implementación fácil y mensurable por sujetos no específicos. En consecuencia, asuntos que tenían que ver con los actores que deciden públicamente cuánto, cuándo y cómo, y si deberían hacerlo, así como cuestiones de poder y de la forma en que se pueden prevenir públicamente sus abusos, se perdieron. También lo hizo la categoría de la sociedad civil, que en el mejor de los casos se veía como el mero apéndice de la cooperación gubernamental y empresarial, los acuerdos públicos y privados entre “accionistas”, mecanismos de mercado y burocracia gubernamental de arriba a abajo guiados por “marcos analíticos de gobernanza”.

La jerga entumecía, pero surtía efecto. La degradación del concepto de sociedad civil posiblemente convenía a la era antipolítica del neoliberalismo. Durante un tiempo, consolidaba la tendencia general hacia el desmantelamiento de las instituciones estatales de bienestar, la desregulación de los mercados, el poder creciente de los bancos y las instituciones crediticias, y el énfasis público en la provisión privada, la adquisición de dinero, el enriquecimiento y el consumo doméstico alimentado por la deuda. El impulso organizado hacia un capitalismo levemente regulado pero extremadamente agresivo lubricado por el crédito barato amenazaba con la extinción del lenguaje de la sociedad civil. El sintagma se vio obligado a retroceder. Donde sobrevivía, lo hizo de manera reducida, disminuida, como un sinónimo de actividades voluntarias, sin ánimo de lucro, de caridad.

Al ver cómo se produjo esa reducción, cuando analizamos de forma retrospectiva, resulta claro que esos defensores de la sociedad civil que pensaban en ella como equivalente al “tercer sector” eran cómplices voluntarios o inconscientes del neoliberalismo. También estaban implicadas las contribuciones de intelectuales destacados como Jürgen Habermas, que consideraba a la sociedad civil como el equivalente del “mundo de la vida” (Lebenswelt), un espacio de acción comunicativa que no pertenece al Estado ni al mercado y donde los ciudadanos crean significado juntos y se forman a sí mismos en la deliberación pública. El énfasis en las esferas públicas en esta concepción limitada de la sociedad civil mantenía vivos los ideales de la política no violenta y la participación ciudadana en los asuntos públicos. Pero, desde el punto de vista teórico, la geografía conceptual del enfoque habermasiano tenía defectos. Se concedía demasiado espacio al poder estatal y a mercados movidos por el dinero, guiados por la producción de bienes y el intercambio, como si esas lógicas de subsistemas “superiores” de capitalismo organizado por el Estado fueran imperativos irrompibles sometidos en el mejor de los casos a las presiones de la sociedad civil de manera “solo indirecta”, en palabras de Habermas. El monitoreo público del poder en esos sectores a través de tribunales, parlamentos, comisiones anticorrupción, sindicatos, organizaciones de mujeres, redes ecologistas y otros cuerpos de vigilancia fue públicamente desdeñado. También se perdió la riqueza y relevancia continuada de la descripción originaria de la primera modernidad que presentaba a la sociedad como algo que incluía los mercados.

La “experiencia de mercado” (Robert E. Lane) y otras instituciones de la sociedad civil tienen en común ciertas reglas sociales y hábitos del corazón en común. Los procesos del mercado de producir, comprar, vender y consumir bienes están incrustados en un habitus social anclado en el trabajo no remunerado del hogar. Los mercados también tienen ciertos efectos socializadores o “civilizadores” (como el propio Marx señaló al analizar la “socialización de la producción” bajo condiciones capitalistas). Las sociedades civiles estructuradas por procesos de mercado requieren funcionalmente la no violencia; el dinero y la capacidad del cálculo monetario; la contención de los actores y su amor propio cuidadosamente definido (que también se llama compasión); y una idea de responsabilidad equiparable para las acciones individuales, incluso la idea de que los fracasos tienen castigos, de que hay un precio que pagar por los errores. Del mismo modo, ni la sociedad civil ni los mercados pueden funcionar sin la cultivada capacidad de los actores para negociar con los desconocidos (como en el mundo empresarial), para confiar en los demás y para entenderse juntos. Las sociedades civiles están marcadas por una impersonalidad definida: el desconocido es una figura común a los mercados y otras instituciones de la sociedad civil.

Signos de renovación

Hay una creciente evidencia de que la visión práctica de las interacciones no violentas y civiles de la gente protegida por la ley frente a los negocios predatorios y los gobiernos hambrientos de poder está de regreso. La depredación y los fallos de mercado están entre los impulsores clave de este renacimiento. Los esfuerzos intelectuales para construir muros descriptivos entre la sociedad civil y los mercados capitalistas no solo fracasaron a la hora de entender los elementos de “capital social” que funcionalmente requieren y comparten. El intento de definir a la sociedad civil como una esfera independiente del mercado de relaciones sociales olvidaba lo que el casi colapso de los sectores de banca y crédito de la región atlántica en 2008 nos volvió a enseñar: los mercados no regulados tienen consecuencias sociales y ecológicas perjudiciales y por tanto requieren más de un “ligero toque” de regulación gubernamental con dosis de filantropía de la sociedad civil. Los mercados tienden a dañar y quebrar las instituciones de la sociedad civil. Generan efectos inciviles: las miserias cotidianas documentadas, digamos, en las películas de Ken Loach I, Daniel Blake (2016) y Sorry we missed you (2019). Los mercados son fuentes de desigualdad social y dominación de clase, además destruyen virtudes y prácticas de la sociedad civil como la cortesía, el reconocimiento mutuo y la igualdad social.

Los resultados inciviles son en la actualidad mucho más evidentes en la mayoría de las democracias capitalistas, por ejemplo en Europa Central y del Este, donde las concepciones “puristas” de la sociedad civil se estrellaron contra los arrecifes de las realidades del mercado poco después de que se produjera la transición política a partir de regímenes monopartidistas. El ideal de sociedad civil entendida como una zona “del tercer sector” de emancipada sociabilidad no podía competir con la implementada privatización de la propiedad estatal por medios múltiples: el influjo de capital extranjero, la repatriación de propiedad estatal a sus propietarios anteriores (o sus sucesores), y el apoyo estatal a los nuevos ricos del capitalismo. El lado positivo es que las sociedades civiles en la región llevan los cortes y cicatrices de la desigualdad social, la deuda doméstica y ricos “poligarcas” como Sebastian Kulczyk, Viktor Orbán y Andrej Babiš, el actual primer ministro de la República Checa, que juega al juego político neoliberal populista.

Esas dinámicas inciviles ayudan a explicar por qué hay una conciencia creciente, amargamente disputada y distribuida de manera desigual, de que los mercados requieren corrección, no solo a través de políticas de nueva “guía” y “desmercantilización” sino también por medio de los esfuerzos directos de ciudadanos que trabajan y viven en las sociedades civiles. Vale la pena recordar que la lucha por encontrar nuevas formas de domesticar socialmente el poder de las empresas y volver a colocar los mercados en el tejido de las sociedades civiles es por supuesto un tema perenne de la política moderna. En el apogeo de un siglo de debates sobre la sociedad civil, que empezaron a mediados del XIX, hubo pioneras innovaciones sociales como cooperativas, clubes de amistades, círculos científicos y literarios, editoriales, capillas, gremios, uniones de artes y oficios y partidos políticos. Las palabras socialismo y socialdemocracia nacieron de esas innovaciones. Desde el punto de vista histórico, servían como palancas para el empoderamiento, lugares de la sociedad civil donde los que no tenían poder, a base de pequeños pasos, podían alcanzar grandes cosas frente al poder de rapaces predadores empresariales.

Hoy, llamados análogos a la desmercantilización de la sociedad civil y a la socialización de los mercados están de nuevo en la agenda política. La lista de iniciativas sociales reales o propuestas es larga y creciente. Incluye plataformas colaborativas de servicio público y esfuerzos por construir una “economía relacional” que crea valor a partir de las relaciones sociales, como en la colaboración entre pares de los esquemas Airbnb. Los ejemplos se extienden a innovaciones sociales y ciudades sin huella de carbono y apoyo social a servicios de atención domiciliaria en asuntos como el cuidado de la tercera edad o la acogida de refugiados. Campañas para obligar a las empresas a cumplir sus obligaciones sociales y prestar atención al expolio ambiental que causan empujan en la misma dirección que los esfuerzos por fortalecer los derechos de los accionistas, los comités de empresa, los derechos de sindicación, la reducción de la jornada laboral y la defensa social de los permisos de maternidad y paternidad.

Motines digitales

Estos tipos de experimentos sociales han ayudado a traer la idea de sociedad civil de regreso al mapa político. Sus esfuerzos por insuflar nueva vida a la sociedad reciben apoyo y fortaleza de conflictos sociales alimentados por la inacabada revolución comunicativa de nuestro tiempo. Cierto, hay preocupaciones acerca de sus perjudiciales efectos sociales, sobre todo porque esta revolución digital penetra con mayor profundidad en las vidas íntimas de los ciudadanos como ninguna transformación histórica previa de las fuerzas y relaciones de comunicación. Marshall McLuhan señaló una vez que la amplificación y extensión de los sentidos humanos producidas por esas turbulencias, por ejemplo la llegada de la emisión electrónica, se parece a una “enorme cirugía colectiva efectuada sobre el cuerpo social con una indiferencia total por los antisépticos”. La revolución digital conectada que se desarrolla en nuestro tiempo también produce víctimas: por ejemplo, en la veloz expansión de plataformas que hacen circular materiales, como los deep fake, el bullshit, las mentiras y los mensajes intolerantes, diseñados para agitar la confusión pública y el odio. Esa revolución de las comunicaciones digitales también se alimenta de la cosecha y almacenamiento, con el objetivo de anunciar y vigilar los materiales visuales, auditivos y textuales más íntimos que producen los ciudadanos. Crece el temor de que estamos entrando en una nueva era de capitalismo de vigilancia.

Pero estas dinámicas, que amenazan con destruir la sociedad civil, no son la historia completa. Las tendencias antidemocráticas encuentran la resistencia de los esfuerzos ciudadanos por mostrar que la inacabada revolución digital de las comunicaciones está marcada simultáneamente por la decadencia y, desde el punto de vista de las sociedades civiles, poderosos efectos habilitantes. La facilidad para copiar y difundir la información en modos multimedia, sin las restricciones de barreras espacio temporales permiten el crecimiento de públicos en múltiples ubicaciones, incluyendo la esfera de la sociedad civil, donde los motines ciudadanos contra el poder arbitrario son comunes. La dinámica se percibe en Rusia, China, Arabia Saudí y otros despotismos, donde por lo demás la sociedad civil es acosada o directamente está prohibida, así como en supuestas democracias, donde los llamamientos para defender a la sociedad civil contra los abusos y el autoritarismo de los poderosos están de nuevo aumentando. El espíritu y la sustancia de la democracia monitorizada están vivos y coleando. Estos motines digitales, a veces llamados “insurgencias” (Benjamin Arditi) o “everyday making” (Henrik Bang), adoptan muchas ubicaciones y estilos distintos y se centran en una variedad de asuntos asombrosamente grande. Pero ninguno sería concebible o factible si los ciudadanos no tuvieran acceso a las herramientas y estructuras de flujos informativos canalizados en redes digitales dentro de una sociedad civil de asociaciones y redes que se gobiernan a sí mismas.

Un ejemplo llamativo es el carácter verde de las sociedades civiles actuales. La tendencia carece de precedentes. Las iniciativas verdes hacen algo más que movilizar los valores de la sociedad civil contra el arbitrario poder destructivo de corporaciones y Estados predadores. Alarman de la posible autodestrucción del Homo sapiens. En consecuencia instan a la gente a reimaginarse como seres humildes profundamente imbricados en los ecosistemas en los que viven, de los que dependen, y de los que necesitan ocuparse, frente a la visión de que los seres humanos son el apogeo de la creación, señores y señoras del universo, “el pueblo” que es (según las definiciones estándar de la democracia) la última fuente de poder soberano y autoridad sobre la tierra. Esta reimaginación de la sociedad civil se ve impulsada por una plétora de iniciativas sociales, como los proyectos de ciencia ciudadana, planes para recuperación natural, y think tanks verdes o academias verdes. Otras iniciativas incluyen documentales independientes y fotografía (podemos pensar en las imágenes de la “oscuridad que viene” de Todd Hido) y osadas insurgencias cívicas multimedia como las campañas “Di la verdad, y actúa como si fuera real” (Extinction Rebellion) y “No tengas esperanza, siente el miedo”, de Greta Thunberg, llamamientos sobre el clima realizados por escolares jóvenes que actúan como ciudadanos. Esas y otras iniciativas de la sociedad civil facilitan el camino, por primera vez en la historia de la democracia, para la representación activa de la biosfera en la vida política de las sociedades civiles por medio de espacios públicos híbridos que Bruno Latour ha denominado sabiamente “parlamentos de cosas”.

Vigilancia

En prácticamente todas las llamadas democracias, los motines de la sociedad civil se encuentran con leyes relativas a la asamblea pública y los daños a la propiedad. También se enfrentan a fuerzas policiales equipadas con armas nuevas y más amenazadoras. Han pasado los días en los que los manifestantes se enfrentaban a policías sin casco, armados solamente con megáfonos, escudos, porras y esposas. Ahora a menudo a los manifestantes se les trata como al enemigo interior. Oficiales en equipo de combate y armados con pistolas paralizantes, cañones de gas lacrimógeno, spray de gas pimienta, rifles de francotirador, camiones blindados, drones y tanques se convierten en la nueva normalidad de la vigilancia de la sociedad civil. Los ejércitos reforzaron la tendencia vendiendo o transfiriendo sus armas usadas o excedentes a agencias policiales, como ocurre en México y Estados Unidos, donde está más avanzada la militarización de la policía.

Los datos estadounidenses muestran que anualmente se realizan alrededor de cincuenta mil operaciones SWAT (equipos de armas y tácticas especiales), ejecutadas por grupos con equipamiento y armas militares, incluyendo granadas que se tiran antes de iniciar la operación. Los equipos policiales de estilo militar también están activos en las manifestaciones callejeras y en comunidades urbanas, donde se despliegan de manera desproporcionada contra las comunidades afroamericanas. (Las estadísticas recopiladas mucho antes del nacimiento de #BlackLivesMatter muestran que en Estados Unidos un persona negra muere a manos de alguien empleado o protegido por la policía cada veintiocho horas; que las personas trans o de género no binario tienen muchas más posibilidades de experimentar violencia policial que los demás; y que unidades enteras de departamentos policiales se dedican a vigilar a musulmanes.) Frente a las afirmaciones de comandantes policiales, los equipos swat no aportan beneficios mensurables en términos de seguridad para los oficiales o reducción del crimen violento. Los supuestos beneficios para la sociedad civil también son dudosos. A menudo se dice que hay un intercambio necesario entre la salud pública y las libertades civiles, pero las evidencias son contrarias a eso. En la práctica, la vigilancia de estilo militar erosiona el apoyo público a la policía y agita miedos y percepciones de que las sociedades civiles locales están bajo asedio. Las comunidades de la sociedad civil empiezan a parecer zonas de guerra. El resultado: un vínculo reforzado de los ciudadanos con las normas de la sociedad civil de no violencia, dignidad, libertad de asociación y asamblea pública, respeto a la diferencia y apoyo a la dignidad de ciudadanos que consideran a los demás iguales.

El populismo y sus patologías

La resistencia de la sociedad civil es evidente en Brasil, Estados Unidos, Filipinas, la República Checa y otros países que sufren el nuevo populismo. El significado del término populismo es tan intensamente disputado como sus efectos sociales y políticos, pero en todas partes hay un acuerdo de que parasita sociedades civiles intranquilas, desafectas y enfadadas. El populismo es mucho más que una “ideología delgada”, como han afirmado estudiosos como Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser. Se entiende mejor como una enfermedad autoinmune de la democracia, un estilo de política seudodemocrático que aprovecha una parte de la sociedad civil para debilitarla o directamente destruirla. La sociedad civil se convierte en su peor enemigo. En nombre de un “pueblo” imaginado, que se define como si fuera un demiurgo, algo similar a un regalo metafísico a los terrícolas por parte de los dioses, el populismo tiene una “lógica interna”, o lo que Montesquieu llamó “espíritu”, que lo impulsa para que robe la vida de la sociedad civil y de la democracia basada en el reparto de poder y comprometida con el principio de la igualdad.

El populismo es un ventrilocuismo político. Su discurso metafísico de un pueblo requiere para funcionar a demagogos habladores como Bolsonaro, Erdoğan, Orbán y Kaczyński. Extiende un pacto diabólico con líderes que desempeñan el papel de avatares terrenales y redentores (Enrique Krauze) del “pueblo”. Su consecuente hostilidad a la complejidad de las cosas y a los valores del pluralismo se ve en el apoyo que dan a los ataques a periodistas y medios independientes, expertos, jueces que defienden el Estado de derecho y otras instituciones que monitorean el poder. No es cierto que la elección para un cargo sacie la sed de poder de los populistas. Atrapados por un impulso interior que les pide destruir pesos, contrapesos y mecanismos para el escrutinio y la limitación pública del poder, los líderes y partidos populistas tienen poca o ninguna afición por la política institucional del toma y daca. En su empeño por amasar una reserva de poder, confrontada por sus oponentes, los populistas típicamente atacan con dureza a aquellos a quienes definen como Otro. El populismo promueve hostilidad a los “enemigos”. Extiende un lenguaje incívico y entabla luchas políticas con aquellos que define como desviados, disidentes y protagonistas del desacuerdo y la diferencia. No es sorprendente que el nuevo populismo esté poseído por una mentalidad territorial que favorece reglas más estrictas de visados e inmigración y Estados naciones protegidos en sus fronteras contra “forasteros” e influencias “extranjeras”. Tampoco es una sorpresa que los populistas se sientan atraídos por la oscura energía de la violencia, o que la alienten o practiquen contra la gente que se juzga como escoria indigna.

La política local siempre define quién está exactamente bajo presión, pero la lista de expulsión se suele leer como un manifiesto de la sociedad incivil. A musulmanes y “extranjeros” y antipatriotas personas de ninguna parte se les considera ciudadanos sospechosos. También lo son las minorías étnicas, los “liberales”, los activistas ecologistas, y el “establishment”. Todos esos marginales desechados del “Pueblo” se ven como gente que “no es ni siquiera gente” (Eric Trump). De ahí la resistencia de varios de esos grupos en defensa de una sociedad civil protegida por la civilidad, buenas leyes y gobiernos representativos comprometidos con la inclusión social.

La agitación antipopulista contra el acoso sexual, la lucha por las ciudades santuario, los grupos de monitoreo de la policía, redes queer, plataformas de redes sociales pagadas con crowdfunding, apoyo público a mezquitas, sinagogas y otros espacios de culto son, de distintas maneras y con diferentes grados de efectividad, normativa y estratégicamente significativos. No solo alertan de los efectos antidemocráticos del populismo y de la forma en que sus apologías de la incivilidad, la avaricia, la riqueza concentrada y la violencia pública amenazan profundamente a las instituciones de la sociedad civil. Las campañas sirven como advertencia de que el nuevo populismo puede señalar, empujar y arrastrarnos hacia un nuevo tipo de “democracia fantasma”, que tiene bastantes rasgos –como expliqué en mi libro The new despotism (2020)– en común con esos nuevos despotismos de Rusia, China, Hungría, Turquía y Singapur.

El gobierno de emergencia

Para la considerable sorpresa de muchos observadores, la resiliencia de la sociedad civil bajo presión del despotismo se ha convertido en un asunto públicamente pertinente desde que empezó la disrupción del orden global a causa de la pestilencia de la covid-19. A medida que se extendía el virus, las estructuras superiores del reparto de poder y la democracia monitorizada empezaron a archivarse. Se impuso el gobierno de emergencia. Se limitaron las reuniones públicas. Ciudades enteras se convirtieron en vastos espacios vacíos. Los cierres escolares mandaron a más de quinientos millones de niños a casa, según la UNESCO. Parlamentos que podrían haber funcionado como detectores tempranos y representantes del estrés ciudadano se cerraron. También se cerraron cines, restaurantes, bares, clubes, gimnasios, mezquitas, sinagogas, iglesias y templos. Los aeropuertos se convirtieron en instituciones fantasmales. Se cancelaron actos públicos. Se suspendieron mítines electorales. En los cielos del sur de California, drones de fabricación china equipados con cámaras y altavoces garantizaban que los ciudadanos se quedaban encerrados dentro de sus casas, salvo para salidas esenciales. Métodos más anticuados se emplearon en países como Italia, Francia y España, donde cientos de miles de policías y soldados patrullaban las calles. El gobierno de Uttar Pradesh en la India utilizó la Ley de Enfermedades Epidémicas de la era colonial para reprimir a los disidentes. En Kenia, toques de queda del atardecer al anochecer recibían el refuerzo del gas lacrimógeno y las porras. El referéndum previsto para cambiar la constitución de Chile, que databa de la era de la dictadura, se pospuso. Y en casi todas partes, parecía que había llegado la era de los organismos no electos encargados de la gestión de crisis y adornados con nombres bélicos. En Australia, cuyo parlamento nacional quedó suspendido cinco meses, la pestilencia inicialmente dio nacimiento a la Comisión Nacional de Coordinación Covid-19 (NCCC), un cuerpo no electo que dirigía un exmagnate minero y que solo respondía ante el primer ministro. Tras la negociación de las élites políticas, fue reemplazada por el Gabinete Nacional, un cuerpo que incluía a los principales representantes de los gobiernos federal, estatal y territorial. Y en casi todas partes parecía que había llegado la era de los organismos no electos encargados de la gestión de la crisis y adornados con nombres bélicos.

El virus que se extendía aumentó la lista de procedimientos del estado de emergencia. Pero también produjo agitación pública contra estas formas de gobierno. En más de una docena de ciudades estadounidenses, por ejemplo, los manifestantes, algunos de ellos armados, en su mayoría defensores de un presidente populista que prometía redención, salieron a la calle, enarbolando carteles, bloqueando carreteras y tocando el claxon en defensa de “la libertad” y “la reapertura de la economía”. En otros muchos lugares, millones de personas fueron seducidas por un fuerte sentido de solidaridad social, de lo que los sudafricanos llaman ubuntu, una ética de la interdependencia (“Yo soy porque tú eres”). Se golpeaban cacerolas y sartenes, y se entonaban canciones de solidaridad en balcones y aceras. La pestilencia impulsó mucha bondad y generosidad ciudadana, y por eso la expresión “distanciamiento social” es confusa. El distanciamiento social era la realidad, pero a causa del amplio uso de los medios digitales se produjeron saltos y vínculos sociales, a veces de maneras inesperadas. Había una mayor conciencia de la importancia del “bienestar” y mucha especulación de que nos esperaban sociedades civiles más robustas, menos impulsadas por la aspiración a conseguir bienes o dinero. Se hablaba mucho de la necesidad de aumentar de forma permanente la remuneración y el respeto público para los trabajadores esenciales –enfermeros, médicos, profesores y limpiadores, conductores de ambulancias, repartidores, trabajadores del turno de noche en almacenes– que se encargaban de que las sociedades civiles enteras sobrevivieran a la pestilencia. La gente pedía a los gobiernos y recogía comida y apoyo para los hambrientos y acosados en Twitter, organizaba reuniones sociales a través de Skype para beber con los amigos, se conocían y se casaban por Zoom. Había movilizaciones contra la intolerancia racial y la violencia policial, llamados para un ingreso ciudadano básico; y se hablaba mucho de la necesidad de ralentizar de forma permanente la vida cotidiana, de cortar las emisiones de dióxido de carbono y dejar que los pájaros siguieran cantando.

El futuro

Todo eso está muy bien, pueden decir los lectores escépticos, pero, en el llamado mundo real, ¿cuál es el futuro probable de las sociedades civiles cuando las vivimos o anhelamos en esta tercera década del siglo XXI?

Mi predicción es que en el futuro los ideales poéticos y los hechos desagradables de la sociedad civil permanecerán en cada punto del planeta. La solidaridad civil en tiempos de pestilencia, estado de emergencia, políticas populistas y rechazos a la violencia estatal, así como los esfuerzos ciudadanos para socializar mercados y proteger biomas, son algunas de las poderosas fuerzas que trabajan para garantizar que la idea y práctica de una sociedad civil no muera fácilmente en las nieblas del pasado. La visión práctica de interacciones no violentas, civiles entre individuos y grupos organizados, redes extendidas y asociaciones informales de gente con convicciones diferentes, pero que se considera con el mismo derecho a ser protegida por la ley contra empresas predadoras y gobiernos rapaces, seguirá atrayendo a gente contrariada y abandonada que desea una vida mejor o que es explotada por empleadores abusivos, que sufre insultos raciales y otras formas de violencia, acoso sexual o discriminación religiosa, o que está sin dinero, sin casa, hambrienta, o con una vivienda en malas condiciones. Los actos de la sociedad civil seguirán produciéndose: la política contemporánea estará salpimentada de protestas ecológicas, manifestaciones en los parlamentos, sorpresas electorales y rechazos a la violencia criminal.

Eso está claro. Mucho menos claro resulta hasta qué punto en estos tiempos difíciles la idea de sociedad civil puede sobrevivir a las intensas presiones que sufre. Y así esta breve historia de la vida y tiempos de la sociedad civil termina con un tono de precaución y una sobria advertencia: las experiencias pasadas nos dicen que las sociedades civiles pueden ser pulverizadas y eliminadas, y que su destrucción ocurre típicamente con mucha más facilidad y muchas veces más deprisa que su construcción a cámara lenta y paso por paso. La observación dispara una alarma y es una llamada a la acción: solo los ciudadanos y sus representantes electos, ayudados por tribunales, agencias anticorrupción y otras instituciones de control público pueden garantizar la vida de las sociedades civiles. Si es así, la supervivencia y el florecimiento de la sociedad civil es en último término una cuestión política. Requiere que los ciudadanos y sus representantes electos se preparen para lo peor de manera que puedan beneficiarse de lo que tienen, y de lo que aparece en su camino, para construir un futuro mejor para todos, en todas partes. Pero la sociedad civil también es un asunto de aclarar y afilar el lenguaje que utilizamos para describir, interpretar y actuar sobre el mundo, en la vida cotidiana y en las instituciones que mueven y transforman nuestras vidas. “Cuando una sociedad se corrompe, lo primero que se gangrena es el lenguaje”, escribió Octavio Paz. “La crítica de la sociedad, en consecuencia, comienza con la gramática y con el restablecimiento de los significados.”

Letras Libres

1 de febrero 2021

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Ideas editadas sobre la resurrección del concepto de sociedad civil preparadas para el VII Congreso Nacional de Ciencias Sociales, Universidad Autónoma de Nuevo León, Monterrey, 11 de noviembre de 2020.

https://www.letraslibres.com/mexico/revista/el-regreso-la-sociedad-civil

 34 min


Ramón Piñango

Comienza haciendo lo que es necesario, después lo que es posible

y, de repente, estarás haciendo lo imposible

Francisco de Asís

Con renovada fuerza, reaparece la discusión sobre si la oposición debe ir a elecciones o no. Como ya ha ocurrido unas cuantas veces, se plantea la discusión en términos amargos. De nuevo, llama la atención la seguridad, sin abrigar la más mínima duda con que unos y otros plantean sus posiciones sobre ese tema tan importante para el país.

¿Cuáles son los argumentos principales en que se fundamentan cada una de las posiciones? Es importante tenerlas claras sin juzgar las intenciones de sus defensores sino sus razones.

Se debe ir a elecciones

Los argumentos más importantes que suelen plantear quienes están a favor de votar en las próximas elecciones regionales y locales, son:

El país sufre una crisis profunda en lo social, lo económico y lo político.

Los esfuerzos hechos por quienes plantearon la idea de un gobierno interino no han dado ningún resultado y la crisis se agrava día tras día. No se ha logrado pasar a las fases de “gobierno de transición” y “elecciones libres” porque no se culminó el “cese de la usurpación”.

El apoyo de otros países no ha tenido ningún efecto para provocar un cambio político de ningún tipo.

La vía para generar un cambio político debe ser la electoral.

Si se logra una gran convergencia de esfuerzos de los grupos opositores, pueden lograrse elecciones competitivas.

No se debe ir a elecciones

Por su parte, quienes plantean que no se debe ir a elecciones fundamentan su posición en los siguientes argumentos:

Sin duda, el país sufre una grave situación que exige un cambio en la conducción del gobierno.

No tenemos un gobierno democrático dispuesto a apoyar elecciones confiables.

Ir a elecciones en las condiciones que imponen quienes detentan el poder sólo garantiza que el régimen las ganará y se afianzará. En tal sentido, una y otra vez se recuerda la frase que le atribuyen a Stalin: “No importan los votos sino quienes los cuentan”.

Se podría aceptar ir a elecciones si se cumplen, entre otras, las siguientes condiciones: Revisión y actualización del Registro Electoral; designación de un Consejo Nacional Electoral (CNE) imparcial mediante acuerdo con la oposición; vigilancia internacional en todas las fases del proceso; restitución de las autoridades de los partidos políticos intervenidos; despenalización de los inhabilitados políticos.

Sin embargo, porque quienes tienen el poder no tienen vocación democrática, esas condiciones jamás serían aceptadas.

Hay que seguir buscando apoyo para que haya elecciones legítimas.

Sin duda, votar en elecciones libres, transparentes y creíbles es un objetivo fundamental en un país democrático.

En un tuit reciente el politólogo Jorge Lazo Cividanes afirmó:

Votar en elecciones libres y transparentes es el objetivo, no un medio. Una elección puede ser, dependiendo del contexto y el tipo de régimen, una ventana de oportunidad. Y para aprovecharla se necesita mucho más que buenas intenciones y deseos de entenderse.

Tanto la posición de quienes llaman a votar como de quienes se oponen a ese llamado, si no se cumplen las condiciones fundamentales para que haya elecciones transparentes, enfrentan la dura realidad de un país que sufre una crisis tan seria que muchos ciudadanos han hecho de la supervivencia su más alta prioridad; perdiendo interés en lo político, como lo muestran estudios recientes del Centro de Investigaciones Populares. Por esta y otras razones, quienes defienden una u otra posición en relación con la participación en elecciones tienen que conversar para acordar cuál es el primer paso que debe darse para promover el cambio político necesario que conduzca al país hacia un futuro de desarrollo.

Hoy se habla de diálogo entre gobierno y oposición. Es dramático y lamentable que no se ha logrado establecer un diálogo fructífero entre las distintas facciones opositoras. Hoy no podemos eludir una pregunta: ¿Qué hay que hacer para que ese diálogo ocurra y sea eficaz? Contribuir a responderla constituye un reto fundamental para el liderazgo, tanto del ámbito político como el de la sociedad civil. No responderla sería una clara demostración del vacío de liderazgo que estamos sufriendo. Y los vacíos de liderazgo tienden a ser llenados, no siempre de manera feliz.

5 de febrero 2021

La Gran Aldea

https://lagranaldea.com/2021/02/05/votar-o-no-votar-he-ahi-el-dilema/

 3 min


Kenneth Rogoff

Igual que las vacunas contra la COVID‑19, la distribución mundial de la recuperación económica durante los próximos dos años no será pareja. Pese al enorme apoyo provisto por las políticas de gobiernos y bancos centrales, subsisten profundos riesgos económicos, y no sólo para las economías fronterizas con problemas de deuda inminentes o para los países de bajos ingresos que experimentan un aumento alarmante de la pobreza. La situación sigue siendo precaria, ya que para domar el coronavirus todavía falta mucho, cunde el populismo, el endeudamiento mundial está en niveles récord y la normalización de las políticas promete ser desigual.

Esto no implica negar las noticias de los últimos doce meses que en general son positivas. Se han obtenido vacunas eficaces en tiempo récord, mucho antes de las previsiones iniciales de la mayoría de los expertos. La vasta respuesta monetaria y fiscal tendió un puente hasta el ansiado final de la pandemia. Y la gente aprendió a convivir con el virus, con o sin ayuda de las autoridades nacionales.

Pero aunque las cifras de crecimiento en todo el mundo han resultado muchísimo mejores de lo que se esperaba en los primeros días de la pandemia, la recesión actual todavía es catastrófica. El Fondo Monetario Internacional prevé que Estados Unidos y Japón no regresarán a los niveles de actividad económica prepandemia hasta la segunda mitad de este año. La eurozona y el Reino Unido (en caída una vez más) apenas alcanzarán ese punto bien entrado 2022.

La economía china es un caso aparte: se prevé que a fines de 2021 haya crecido un 10% respecto de fines de 2019. Pero en el otro extremo del espectro, es posible que a muchas economías en desarrollo y emergentes les lleve años regresar a las trayectorias prepandemia. El Banco Mundial calcula que cuando termine 2021, puede haber otros 150 millones de personas en la pobreza extrema como consecuencia de la pandemia de COVID‑19, en un contexto de amplia inseguridad alimentaria.

Las divergencias en los pronósticos económicos tienen mucho que ver con el cronograma de administración de las vacunas. Se espera que a mediados de este año la vacunación esté muy extendida en las economías avanzadas y en algunos mercados emergentes, pero es probable que los habitantes de países más pobres deban esperar hasta 2022 o más.

Otro factor es la enorme diferencia en el apoyo macroeconómico provisto por los países ricos y los pobres. En las economías avanzadas, la combinación de aumento del gasto público y rebajas de impuestos durante la crisis de la COVID‑19 ha rondado en promedio el 13% del PIB, a lo que se suma otro 12% en provisión de préstamos y garantías. En cambio, esa misma combinación en las economías emergentes llegó a alrededor del 4% del PIB, y la provisión de préstamos y garantías suma otro 3%. Las cifras comparables en los países de bajos ingresos son 1,5% del PIB en apoyo fiscal directo y casi nada en garantías.

En vísperas de la crisis financiera de 2008, las economías emergentes tenían balances relativamente sólidos en comparación con los países desarrollados. Pero esta crisis las encontró con una carga de deuda pública y privada muy superior, lo que las torna mucho más vulnerables. Si no fuera por los tipos de interés casi nulos de las economías avanzadas, muchos de esos países tendrían graves problemas. Y esto no impidió una serie creciente de defaults soberanos que incluye a Argentina, Ecuador y el Líbano.

De hecho, uno de los mayores riesgos es que se produzca un «berrinche de los mercados 2.0»; y si sucede (o cuando suceda) no afectará solamente a los mercados emergentes. El berrinche de 2013 se produjo cuando la Reserva Federal de los Estados Unidos comenzó a preanunciar una normalización de la política monetaria, lo que provocó inmensas salidas de capitales desde los mercados emergentes. Pero ahora la Fed se esforzó en transmitir señales de que no tiene planes de subir los tipos de interés en mucho tiempo, e incluso presentó un nuevo marco monetario que básicamente equivale a una promesa de mantener el pie en el acelerador hasta que haya un nivel extremadamente bajo de desempleo.

Es una política totalmente razonable. Como he sostenido muchas veces desde 2008, permitir una inflación transitoriamente superior a la meta del 2% de la Fed implica mucho más beneficio que daño en un entorno de niveles de deuda elevados y actividad económica inferior al potencial. No hay que olvidar que hoy en Estados Unidos hay nueve millones de desempleados más que hace un año.

Pero si Estados Unidos alcanza sus metas de vacunación a mediados de este año y las mutaciones del coronavirus no se descontrolan, es muy posible que se empiece a hablar de una suba de tipos de interés por parte de la Fed, sobre todo si se tiene en cuenta la inmensa reserva de ahorros en poder de muchos estadounidenses, debida en parte a un alza de precios de los activos y en parte a que muchas personas que recibieron transferencias del Estado optaron por ahorrarlas.

Las políticas expansivas en todo el mundo están ayudando a evitar daños permanentes, pero hay muchas empresas más grandes (entre ellas, las megatecnológicas) que no necesitan un apoyo que está llevando la cotización de sus acciones por las nubes. Todo esto no puede sino alimentar la rabia populista (de lo que se tuvo un atisbo en las reacciones de algunos políticos estadounidenses a la reciente guerra de cotizaciones con las acciones de GameStop).

Aunque por ahora la inflación se mantenga en niveles obstinadamente bajos, una explosión de demanda suficiente puede provocar un alza que obligue a la Fed a subir los tipos de interés antes de lo planeado. Las repercusiones de esa decisión en los mercados de activos separarán al fuerte del débil, y afectarán sobre todo a los mercados emergentes. Además, tarde o temprano las autoridades (incluso en Estados Unidos) tendrán que permitir más quiebras y reestructuraciones. La recuperación es inevitable, pero no será igual para todos.

5 de febrero 2021

Traducción: Esteban Flamini

Project Syndicate

https://www.project-syndicate.org/commentary/covid19-uneven-global-recovery-emerging-market-risks-by-kenneth-rogoff-2021-02/spanish

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​José E. Rodríguez Rojas

Las universidades públicas han sido parte del reparto de la renta petrolera. Sin embargo, la conformación de un Estado Fallido ha presionado por el surgimiento de un nuevo paradigma, que ha sido asumido por actores claves de la vida universitaria como el movimiento estudiantil. La presión de estos, ha posibilitado la convocatoria a reiniciar actividades. Pero las dificultades para instrumentar clases virtuales y la oposición de los docentes, mantienen a la mayoría de las facultades paralizadas. Los salarios de hambre de los docentes generaron la deserción de la mitad de la planta profesoral y ha obligado a recurrir a la Unesco por una intervención humanitaria. El panorama de las universidades post pandemia es poco alentador.

Las universidades públicas se desenvuelven en medio de diversos dilemas que condicionan la política universitaria en la coyuntura actual. Por un lado los estudiantes, en especial los que están en los últimos años de la carrera, no pueden esperar mucho tiempo a que las universidades reinicien sus actividades. Debido a la presión de los mismos los Consejos Universitarios han decidido reiniciar las actividades. Es el caso de la Universidad Central (UCV), la Universidad de Carabobo (UC) y la Simón Bolívar (USB). Las dos últimas lo hicieron en enero de este año.

Las universidades han sido parte del reparto de la renta petrolera, pero la destrucción de la industria petrolera y la condición de Estado fallido del actual régimen ha culminado dicha etapa; y ha hecho surgir un nuevo paradigma; en el contexto del cual las universidades públicas deben seguir el ejemplo de las privadas, desarrollando una estrategia de diversificación de ingresos a fin de disminuir su dependencia del presupuesto del Estado.

Actores claves del mundo universitario han asumido el nuevo paradigma, como se revela en el caso de la Universidad de Carabobo (UC). El presidente de la FCU de la UC planteó, en entrevista reciente, que la reducción de las asignaciones presupuestarias a las universidades no es un fenómeno reciente. Comenzó en el año 2014. La UC tiene siete años desarrollando una política de generación de ingresos propios para compensar la caída en los aportes del Estado. Lo que hay que hacer ahora es perfeccionar la política que se ha seguido en los últimos años. A su juicio lo que se impone es que a través de las actividades de investigación, los laboratorios y las pasantías vender servicios que generen ingresos para la universidad, que puedan permitir a su vez financiar los estudios de los alumnos que cursan la carrera de medicina. En el caso de la UC el presidente de la FCU presentó una propuesta que recoge la posición de los alumnos de quinto año de Medicina que laboran en la Ciudad Universitaria Enrique Tejera Paris. La propuesta plantea un retorno gradual a las actividades bajo una combinación de clases virtuales teóricas y actividades presenciales en los hospitales para la realización de prácticas y exámenes.

Otro elemento que presiona por el reinicio las actividades es el deterioro de la infraestructura y el abandono en que se encuentran los campus universitarios. El caso de los núcleos de Maracay Y Cagua de la UCV ha sido noticia en la prensa. También el caso del colapso del pasillo de Humanidades en la Ciudad Universitaria en Caracas. Para esto último existen recursos cuyo uso es necesario priorizar por haber sido designado patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco.

Como lo hemos señalado, las presiones estudiantiles han provocado el llamado a reiniciar las actividades en varias universidades. El reinicio ha sido conflictivo y ha enfrentado diversas dificultades. En primer lugar, como lo señala el presidente de la FCU de la UC, plantear el reinicio en forma virtual se enfrenta con las carencias de profesores y estudiantes que no tienen los equipos requeridos para la educación a distancia. Tampoco pueden contratar un servicio de internet mejor al de Cantv, que es lento e intermitente. Debido a ello el llamado a clases virtuales no ha sido realista. La mayoría de las facultades de las universidades permanecen paralizadas. En el caso de la UCV el Secretario Amalio Belmonte reconoció en entrevista reciente que solo 3 facultades han reiniciado actividades y un poco más de 40% de los estudiantes se encuentra vinculado a alguna actividad. Un reciente reportaje del diario El Nacional ratificó la parálisis de las universidades lo cual reivindica la necesidad de combinar clases virtuales con presenciales, como lo plantean los estudiantes de la UC.

Otro elemento que ha complicado el reinicio de las actividades es que éste ha sido rechazado por los profesores y sus gremios, debido a los salarios de hambre que reciben; lo que les impide adquirir la canasta alimentaria, y los obliga al desarrollo de actividades como la venta de tortas, pastelitos y repuestos para sobrevivir. En el caso de los jubilados, el salario es insuficiente para la compra de los medicamentos que requieren y financiar el tratamiento médico que muchos necesitan. Como consecuencia de estas carencias, especialistas con una elevada experticia en áreas claves han muerto de mengua. Debido a ello la Asociación de Profesores de la USB, la Federación Venezolana de Maestros (FVM) y la ONG Aula Abierta se han dirigido a la UNESCO, a fin de exponer la crítica situación del sector educativo y la necesidad de una intervención humanitaria por parte de este organismo.

La hiperinflación y el deterioro de la capacidad adquisitiva de los docentes, así como la disminución de la calidad de vida, han empujado a muchos profesores a emigrar hacia otras latitudes. Se estima que un 50% de la planta profesoral de las universidades ha emigrado. Ello crea un panorama sombrío sobre las universidades que encontraremos una vez que pase la pandemia. Una universidad sin recursos, con una infraestructura en el suelo y descapitalizada, sin la mitad de su planta profesoral, plantea serios interrogantes sobre la posibilidad de recuperar la universidad pública en tales condiciones.

Nota: la entrevista al Secretario de la UCV Amalio Belmonte se llevó a cabo en el programa Univérsate de Unión Radio el 24 de enero de este año y la del presidente de la FCU de la UC se realizó en el mismo programa el 13 de diciembre del 2020..

Profesor UCV

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