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¿Debemos negociar con la dictadura?

Opinión
Tiempo de lectura: 14 min.

El desafío permanente de la coordinación

Durante mucho tiempo, los sectores democráticos nos dividimos entre aquellos que sostenían que participar en elecciones bajo un régimen autoritario carecía de sentido y quienes argumentaban que era fundamental involucrarse en todos los eventos electorales, sin importar lo desfavorables que fueran las circunstancias. Esta divergencia de opiniones dificultó mucho la resolución del problema de coordinación, es decir, la tarea de alinear todos nuestros recursos y esfuerzos en una coyuntura específica y dentro de una estrategia única para avanzar en nuestra lucha democrática. Sin lugar a duda, nuestra experiencia de coordinación más exitosa, aquella que ha creado la “tormenta perfecta” en la que se halla la dictadura, ha sido, hasta ahora, la que nos condujo a la resonante victoria del 28 de julio. Participamos en una elección, pero no de cualquier manera; lo hicimos mediante la ejecución de una estrategia que se está convirtiendo en un referente sobre cómo enfrentar a una autocracia.

Recientemente, ha surgido un tema con cierto potencial divisor, el cual es el foco de este artículo. Lo planteo como una pregunta que quizás muchos de nosotros nos hemos formulado y que en este momento resulta crucial intentar responder. Tenemos que reconocer, ante todo, que se trata de un asunto complejo, al punto de que incluso especialistas en negociación y políticos experimentados no pueden ofrecer respuestas categóricas. En él se solapan, entre otras cosas, consideraciones políticas, psicológicas y morales. En el manejo de esta complejidad, es fundamental evitar que nuestras diferencias de opinión se desborden y afecten la unidad de propósito que hemos alcanzado.

Mi respuesta a la pregunta de si se debe negociar con una dictadura es tanto sí como no. Permítanme explicarme.

Un sencillo marco conceptual

En principio, podemos diferenciar entre dos tipos de conflicto. El primero surge del choque entre quienes defienden posiciones antagónicas, es decir, posiciones que se excluyen mutuamente. A este tipo de conflicto lo llamaremos “esto-o-aquello”, y su desenlace implica que la posición de una de las partes prevalece sobre la de la otra. Por otro lado, el segundo tipo de conflicto se refiere a una situación en la que las partes tienen intereses distintos, pero no necesariamente antagónicos. Este es un conflicto del tipo “más-o-menos”, en el que cada parte puede hacer algunas concesiones con respecto a sus aspiraciones para lograr así un acuerdo mutuamente satisfactorio. (Utilizo la distinción propuesta por A. Hirschman. Véase: Hirschman, Albert (1996). “Tendencias autosubversivas. Ensayos.” Fondo de Cultura Económica: México.)

En el primer caso, no existe un punto intermedio entre las posiciones en conflicto, ya que el tema no es divisible. En cambio, en el segundo caso, se abre una zona de posibles acuerdos, algunos de los cuales pueden concretarse mediante una negociación. Por lo general, consideramos que el primer tipo de conflicto es indeseable, ya que el intento de cada parte por imponerse sobre la otra puede llevar a la violencia. Esta actitud, se piensa, va en contra de la política y del entendimiento civilizado. De manera similar, se asume que es poco razonable que las partes involucradas en un conflicto del segundo tipo pretendan quedarse con todo y dejar al otro sin nada. Sin embargo, a pesar de estos juicios éticos, estas son posibilidades que, en ciertas circunstancias, resultan inevitables.

Ahora bien, en la práctica, la distinción entre estos tipos de conflictos, aunque fundamental, no siempre es nítida. En un conflicto relacionado con problemas divisibles, existen componentes no negociables que damos por sentados. Uno de ellos es, por ejemplo, el respeto a los derechos humanos. De modo semejante, en ocasiones, detrás de la posición que un sector defiende en un conflicto del tipo “esto-o-aquello”, podemos descubrir una diversidad de intereses. Si ese fuese el caso, el conflicto entre posiciones antagónicas podría derivar, al menos para algunos subsectores de una de las partes enfrentadas, en negociaciones con la otra parte. 

Usaré estas nociones básicas para analizar la actual situación política venezolana.

Lo no negociable

La situación en Venezuela puede describirse, a primera vista, como un enfrentamiento entre dos sectores con posiciones antagónicas con respecto a los resultados de un evento electoral. Un sector sostiene: “deben entregar el poder, pues perdieron la elección”, mientras el otro afirma: “no perdimos la elección y, por tanto, no entregaremos el poder”. Este conflicto se presenta como un dilema de “esto o aquello”, según lo he definido anteriormente. 

En teoría, el asunto se resolvería si se determinara de manera incuestionable quién ganó. Esto es lo que todos los demócratas del mundo exigen y a lo que los demócratas venezolanos han respondido publicando digitalmente copias de más del ochenta por ciento de las actas generadas por las máquinas de votación. Pero el régimen dominante no ha podido probar su posición y se ha limitado a declarar resultados sin pruebas y emitir sentencias sin validez, mientras reprime, encarcela y hasta asesina a quienes se atreven a solicitar lo elemental: que se publiquen las actas y se auditen de manera transparente. Es evidente ya, incluso para militantes y simpatizantes del partido gobernante, que el régimen no tiene cómo demostrar su supuesta victoria. Y, si luego de varias semanas de realizada la elección, el poder electoral finalmente presentase unas actas, la duda sobre su autenticidad será universal. Estamos, pues, ante un burdo intento de desconocimiento de un resultado electoral por parte de un grupo gobernante. Esta interpretación, sin embargo, aunque correcta, sería superficial. El conflicto, en realidad, se plantea en un nivel más profundo.

Una democracia se basa en un principio simple pero esencial: gobierna quien el pueblo elija soberanamente, mediante el ejercicio del voto. Los demócratas defendemos, en tal sentido, un principio básico, el que define la manera en que se transfiere pacíficamente el poder. Es un principio que sintetiza una concepción de la vida en sociedad, un principio existencial y no negociable. La dictadura, de manera paradójica, también defendería ese principio en la medida en que se empeña en mentir respecto a la victoria del dictador. Pero esto es solo algo aparente, pues hay razones y evidencias suficientes para pensar que la dictadura nunca ha cesado en su pretensión de imponer otro principio de legitimidad política: solo debe gobernar la revolución. El conflicto venezolano consiste pues en el choque, finalmente evidente, entre dos principios legitimadores: el principio democrático versus el principio revolucionario.

Es por eso por lo que repetir las elecciones, como ha sido sugerido, no es una opción válida para los demócratas. Esto implicaría violar precisamente lo que pretendemos defender: la soberanía popular que ya decidió. A ello se suma el hecho de que la dictadura está haciendo todo lo posible para desmantelar los mecanismos y equipos humanos que lograron vencerla y exponerla en toda su vileza. En este sentido, repetir las elecciones podría ser una opción solo favorable para la dictadura, ya que no habría manera de que las perdiera. Aun así, cabe preguntarse, de manera hipotética y asumiendo una enorme dosis de pragmatismo, ¿acaso aceptaría la dictadura convocar a un nuevo evento electoral en el que participara otra vez Edmundo González como candidato, pero en esta ocasión con una auténtica observación internacional, sin inhabilitaciones inconstitucionales, sin presos políticos, sin partidos secuestrados, con la garantía del voto de millones de venezolanos que viven fuera del país y con un Consejo Nacional Electoral renovado e imparcial? Obviamente, no: la revolcada electoral que recibiría el dictador pasaría a los anales de la historia política. De manera similar, no tiene mucho sentido pensar que la dictadura acepte compartir el poder con los sectores democráticos. Se trata de una mezcla absurda, dado el carácter discordante de los principios que cada sector defiende.

Por todo ello, es injustificable y casi ofensivo que aún se sostenga que el problema venezolano se reduce a una simple polarización entre dos sectores intransigentes que batallan por el poder en un “juego de suma cero”.  (El término proviene de la teoría de juegos, una rama de la economía y de la matemática que se dedica al estudio de las interacciones estratégicas).

La realidad es mucho más compleja. El conflicto actual enfrenta a la abrumadora mayoría de la sociedad venezolana, que se ha convertido en pueblo político, contra una minoría tiránica que busca perpetuarse en el poder. De un lado, encontramos un liderazgo político legítimo, respaldado por la decisión soberana del pueblo venezolano; del otro, una élite autocrática que ha corrompido las instituciones públicas para su propio beneficio. En definitiva, se trata de una lucha entre la verdad, la libertad y la democracia, por una parte, y la mentira, la opresión y la tiranía, por la otra. Esto o aquello.

… y lo negociable

A pesar de lo dicho hasta aquí, si pasamos de las posiciones enfrentadas a los intereses que subyacen en ellas, podemos ver o presumir que cada sector está compuesto por subsectores o grupos, civiles y militares, que persiguen intereses diferentes, aunque todavía coincidan en satisfacerlos dentro del mismo marco. 

Es innegable que detrás de la postura de “no entregaremos el poder” existe un grupo extremista que se ha propuesto no ceder jamás, pues ya no conciben otra forma de vida. No menciono nombres, aclaro, ya que no tengo certeza acerca de lo que cada integrante de esta minoría dominante tiene en mente. Quizás ninguno de ellos tampoco lo sepa. Varios, me temo, pueden ser tan extremistas que estarían dispuestos a dejar tras de sí “tierra arrasada”, si tuviesen que abandonar el poder. Sin embargo, incluso una posición tan firme en apariencia puede flaquear cuando el poder de fuego que la sostiene, su último bastión, se debilita o colapsa de alguna manera. No es exagerado afirmar que, con relación a este grupo, lo único negociable serían los términos de su salida pacífica y ordenada del poder.

Pero también existen otros grupos, entre ellos empresariales, que entienden que la continuidad de la dictadura será incapaz de crear un contexto apropiado para sus actividades y se plantean la posibilidad de cambiar su posición, en defensa de sus propios intereses. Un tercer grupo, en fin, no desea acompañar a la revolución en su deriva autoritaria y represora, pero teme tanto a las represalias por parte del régimen como a la incierta situación en la que se hallaría en un orden democrático. Es crucial entender entonces que la dictadura no es un bloque monolítico y que seguramente existe un amplio margen para negociaciones, en el plano del “más o menos”, con diversos grupos. 

Por otro lado, quienes defendemos la posición de “deben abandonar…” también tenemos opiniones e intereses diversos. Los más radicales aspiran, con justificada indignación, a que todos quienes han sido parte del orden dictatorial no solo abandonen el poder, sino que también sean juzgados y encarcelados. Imaginan un país en el que el chavismo desaparezca por completo de la escena política. Sin embargo, existe otro grupo, mayoritario, que centra su atención principalmente en la recuperación de la democracia y en un futuro de bienestar. Este grupo asume que el chavismo seguirá existiendo como actor político. Esta perspectiva es la que, en mi opinión, comparten quienes lideran actualmente nuestra lucha por la democracia y la libertad: ellos ciertamente no son como aquellos a quienes se enfrentan. No obstante, aclaro que, con respecto a unos cuantos integrantes del régimen no cabrá, en un renacido Estado de derecho, una opción distinta a la recta aplicación de la justicia.

En la actualidad, múltiples conversaciones y negociaciones aun ambiguas probablemente están en marcha, en diversos ámbitos y niveles. Es posible que integrantes de la dirigencia de los sectores democráticos estén dialogando con integrantes de la dictadura, así como personas y grupos dentro de ambos bandos. Además, militares podrían estar negociando entre sí, con sectores democráticos y con representantes de otros países. Empresarios e inversionistas, tanto nacionales como internacionales, también podrían estar involucrados en estas conversaciones, junto a figuras de ambos lados del conflicto. Estaríamos ante un entramado de conversaciones y negociaciones que apenas vislumbramos en su magnitud, complejidad y sigilo. 

Los temas en discusión deben ser variados: desde amnistías hasta el resguardo de activos, pasando por cuotas de poder en un eventual gobierno democrático y acuerdos de exilio. Las preguntas subyacentes serían similares: ¿Qué me sucederá si la dictadura abandona el poder?, ¿quién garantizará que no saldré perjudicado? Y, por otro lado, ¿qué me ocurrirá si la dictadura, a pesar de estar aislada y asediada, se mantiene en el poder? No está de más, en tal sentido, que los demócratas realicemos un ejercicio imprescindible en cualquier negociación seria: ponernos imaginariamente en las circunstancias de las personas o grupos con los que estamos tratando. Esto nos permitirá comprender mejor las condiciones bajo las cuales abandonarían el proyecto dictatorial.

En síntesis

¿Debemos negociar con una dictadura? La respuesta es dual. Como mencioné al principio, nuestro conflicto político primario se reduce a dos posiciones antagónicas: el desconocimiento o la aceptación de la soberanía popular. En este contexto, lo único negociable son los términos bajo los cuales la dictadura abandonaría el poder, un proceso que no necesariamente debe ser traumático. Por otro lado, sin embargo, existe la posibilidad de que grupos actualmente alineados con la dictadura reconsideren su posición si perciben que sus intereses no se verían gravemente afectados en un orden democrático viable. Aquí se abre un amplio espacio para negociaciones y acuerdos, los cuales contribuirán a fortalecer la gobernabilidad en un futuro orden democrático.

No tenemos por qué plantearnos pues un dilema en esta difícil situación, sino distinguir entre lo que es negociable y lo que no lo es. Necesitamos, sobre todo, evitar que se creen entre nosotros dos bandos enfrentados: por un lado, el de los negociadores (que podrían tildar al otro de radical) y, por otro, el de los no negociadores (que podrían acusar al otro de vendido o algo así). Cuidar la unidad de propósito y convertirnos en una alternativa de poder real es imprescindible en nuestra lucha por la democracia y la libertad.

Comentarios adicionales: sobre “puntos muertos”, acuerdos que podrían haberse suscrito y apaciguadores

Algunos opinadores han argumentado que el conflicto político venezolano entró, a partir del 28 de julio, en un “punto muerto”. Otros hablan, de modo similar, de un “empate catastrófico.” En tal sentido, quiero destacar de entrada lo prematuro que resulta caracterizar de esta manera a la actual situación política, dada la fluidez e imprevisibilidad de acontecimientos que están “en pleno desarrollo”. Estas opiniones reflejan un llamativo caso de “cierre precoz”, desde un enfoque cognitivo. 

Lejos de estar en una situación de inmovilidad, podemos afirmar que los sectores democráticos, desarmados y perseguidos, hemos avanzado y avanzamos en nuestra gesta. Contamos hoy con la legitimidad de representar a la soberanía popular y con el apoyo de prácticamente todos los gobiernos democráticos. No está sucediendo “lo de siempre”. El hecho es que el 28 de julio los demócratas obtuvimos una victoria histórica, una que selló históricamente al proyecto chavista. Un proyecto al que, sin carisma alguno y con poco dinero limpio, solo le resta el uso de la fuerza para sostenerse en el poder.

En esa misma línea de argumentación, tales opinadores sostienen también que era una ingenuidad suponer que la crisis política venezolana se resolvería mediante un evento electoral. ¿Quién sostenía tal cosa? Era evidente, para cualquier ciudadano medianamente informado y sin duda para nuestro liderazgo, que la elección presidencial sería un hito fundamental en nuestra lucha democrática y pacífica, pero no el definitivo. 

Estos opinadores sostienen, además, que lo que, desde su perspectiva, estaría ocurriendo era previsible. En la prepotente actitud del “yo se los dije”, declaran que lo mejor habría sido alcanzar un acuerdo con la dictadura antes de concurrir a la elección presidencial. ¿Quién es el ingenuo realmente en esta historia? ¿En verdad era razonable suponer que la dictadura habría entregado apaciblemente el poder a un candidato opositor “potable”, suponiendo que alguien así hubiera podido liderar la gesta ciudadana que requería vencer a la dictadura en su propio juego? La dictadura hizo de todo para lograr que el candidato democrático fuese uno que no le supusiese mayor riesgo. Eso fue lo que pensó haber logrado, pero se equivocó. Su arrogancia no solo le hizo subestimar las capacidades de la actual dirigencia democrática, sino que le impidió reconocer su grado de desconexión con la mayoría del país, sobre todo de los sectores populares, a los que solo puede tratar de mantener sometidos mediante la acción de “sapos” y esbirros.  

Quizás algunos de estos opinadores consideren, en su fuero interno, que la mejor estrategia frente a una dictadura sea apaciguarla y, mientras tanto, ocupar solo los espacios de poder político y económico que no representen una amenaza directa para ella. La idea subyacente es que, con el tiempo, la comodidad en la que vivirían los dirigentes y sus familiares los iría transformando gradualmente, haciéndolos menos propensos a la confrontación y convirtiéndolos en una nueva élite socioeconómica. Esta visión, supuestamente evolutiva y no disruptiva, plantearía la posibilidad de regresar poco a poco a la democracia, sin mayores traumas. Esta es, por supuesto, una simple especulación que me permito hacer. Mas si fuese cierta, reflejaría una grave incapacidad, si es que se trata de eso, para reconocer la verdadera naturaleza del régimen que mantiene secuestrado al Estado venezolanos desde hace mucho. O, tal vez, se trate, en el fondo, de una forma de racionalizar una emoción tan básica como el miedo a la confrontación, miedo que tantas veces ha llevado a la sumisión.

No descarto, para finalizar, que algunos opinadores estén buscando abrir o mantener abiertos canales de comunicación entre sectores democráticos y sectores de la dictadura. En este sentido, quiero afirmar sin dudar que no todos aquellos que establecen puentes con la dictadura deben ser etiquetados como traidores a la causa democrática. Asimismo, no todos los que rechazan esos puentes deben ser automáticamente considerados demócratas genuinos.

2 de septiembre 2024

https://lagranaldea.com/2024/09/02/debemos-negociar-con-la-dictadura/