Con su cinta métrica al cuello, rodeado de fotografías con Juan Pablo II, el cardenal Castillo Lara, las bendiciones de Benedicto XVI, de Francisco, con el testimonio de aprecio de obispos y el afecto de su “patrona” Margott y de sus hijos, murió Antonio Posa, más que un sastre, un hombre de bien, un ejemplo de laboriosidad, que cultivó la amistad y el trabajo artesanal en su pequeño y acogedor local de Chacao.
Lo conocía hace casi 30 años y aunque no tuviera ningún encargo, muchos sábados visitaba a Antonio, quien solo descansaba el domingo para cumplir con sus deberes religiosos y compartir en familia.
Allí, en esa pequeña sastrería, grande en afectos, coincidían religiosos, políticos, médicos, empresarios, banqueros, abogados y modestos parroquianos que solo requerían el pequeño arreglo de un traje o la modificación exigida por un cambio de medidas.
Antonio trabajaba, opinaba sobre lo divino y lo humano, daba sabios consejos de paciencia y perseverancia en las buenas acciones y, sobre todo, se constituía en ejemplo de la más amplia convivencia y del culto a la amistad.
A la entrada de su local, una fotografía de Andrés Galarraga, en plan de tomarse las medidas, iluminaba el ambiente; y no era raro encontrar trajes vistosos de algún presentador de la farándula que requería sus servicios, confundidos en un sinnúmero de etiquetas con los nombres de sus clientes a la espera de retirar sus encargos.
No me es extraña la presentación de alguien que me comunicaba con complacencia que compartíamos el mismo sastre, quien, en el momento de la vida de las grandes decisiones, entre la carrera de futbolista y su afición al oficio, optó por este hasta el fin de sus días.
Hasta el sábado por la tarde lo hallaba en plena faena y no era extraño encontrar a algunos de sus amigos –como el presidente del Banco Central, para el momento– en amena tertulia familiar con Antonio, que no por ello abandonaba sus tareas.
Hombres como Antonio, italianos que dejaron su tierra para convertir a Venezuela en su verdadera patria, han contribuido eficazmente a sentar las bases de una sociedad que, lamentablemente, ha extraviado su rumbo.
Muchos amigos darán testimonios del afecto, del trabajo y de la dedicación de Antonio Posa. A mí me queda su recuerdo, sus trajes y el calor de una amistad, gracias a la recomendación de un juez de otros tiempos, que me dijo: “¡Tengo un amigo sastre, con precios muy razonables y un gran corazón!”.
La Venezuela de hoy requiere de muchos hombres como Posa, quien a sus 89 años, a las 7:00 de la mañana, ya estaba en su sastrería para atender a todos con una sonrisa y un buen consejo.
Sin duda, Antonio, ya habrás presentado tus cuentas personales, exhibiendo, entre otros recaudos, esos libros en los que todo lo anotabas y nadie entendía, con nombres, abonos y medidas, testimonio de un mundo de afectos. Y no me olvidaré que al hacer algún pago, siempre ajustado, con un cheque que sacaba de mi cartera, tu encomienda, como sastre, no era otra que la de planchar el instrumento de pago, por las evidencias de manifiestas arrugas.
30 de mayo 2016