Durante poco más de un siglo la economía y la sociedad venezolanas tuvieron como eje la producción petrolera. Después de una sensible caída de los precios del crudo a comienzos de la segunda década del siglo XXI, dio inicio un reordenamiento geoeconómico del territorio nacional. En 2011, el entonces presidente Hugo Chávez anunció la delimitación del Arco Minero del Orinoco como parte de lo que él llamó una política integral para el desarrollo económico. Se trataba de una nueva fase de un modelo económico y social que no atiende a las necesidades del mercado local, pues se limita a la explotación de grandes volúmenes de recursos naturales destinados al mercado mundial.
El Arco Minero del Orinoco es un territorio de casi 112,000 kilómetros cuadrados con una población indígena de cerca de 55,000 personas. La porción que abarca hace parte de la Amazonía y posee una inmensa y compleja variedad de ecosistemas y una extensa cobertura vegetal con sabanas y tupidas selvas tropicales. También cuenta con grandes ríos, entre los que destaca, por supuesto, el Orinoco, principal fuente de agua dulce del país y tercer río más caudaloso del mundo. Hablamos de una zona con un gran valor escénico –dada su belleza–, una elevada vulnerabilidad ecológica y una importancia central para la regulación climática continental y global. Una parte considerable del área se encuentra bajo protección: el Arco Minero abarca siete parques nacionales, veinte monumentos naturales y tres reservas forestales que incluyen dos reservas de la biósfera. La población indígena ubicada en la extensión del Arco Minero pertenece a una gran variedad de pueblos con diversa organización social, lenguas, visiones del mundo y vínculos con la naturaleza de un extraordinario valor.
No obstante lo anterior, en 2016 Nicolás Maduro promulgó el decreto 2048 y creó la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco, violando disposiciones constitucionales que obligan a realizar consultas previas e informadas a las comunidades indígenas, además de estudios de evaluación de impacto ambiental y sociocultural. Diversos actores académicos, sociales, políticos y de la sociedad civil denunciaron las consecuencias socioambientales del desarrollo del Arco Minero. En mayo del mismo año, un grupo de ciudadanos introdujo un recurso de nulidad del decreto 2048 en el Tribunal Supremo de Justicia, el cual fue admitido. Luego de tres años de silencio institucional, se anunció que el recurso había sido desestimado. Desde entonces, no se ha adelantado otra acción ante tribunales.
Al acto de promulgación del decreto 2048 asistieron representantes de ciento cincuenta empresas nacionales y transnacionales que fueron invitadas a firmar memorandos de entendimiento para la exploración, certificación y explotación de minerales. El decreto establece una amplia variedad de incentivos públicos a corporaciones mineras: flexibilización legal, simplificación de trámites administrativos, mecanismos de financiamiento privilegiados y un régimen especial aduanero con preferencias arancelarias para importaciones. Además, ofrece un régimen tributario con exoneración total o parcial del pago de impuestos.
Casi tres años después, apenas dieciséis de esas empresas habían suscrito convenios y solamente se crearon cuatro empresas mixtas, de las cuales solo una cuenta con presencia visible. Luego, los anuncios se hicieron más ocasionales. En la actualidad no se dispone de información transparente, completa y detallada sobre la producción de minerales en la zona, pues no se rinden cuentas desde las empresas estatales, los ministerios involucrados, ni desde el Banco Central de Venezuela, entidad custodia del oro extraído. Tampoco se responde a la información que han solicitado organizaciones de la sociedad civil y comunicadores sociales. En todo caso, consta que se exporta oro y otros minerales a países como China, los Emiratos Árabes Unidos y Turquía.
La actividad minera ha traído como consecuencias la fragmentación de importantes ecosistemas y una sensible pérdida de biodiversidad. Son especialmente graves la contaminación de suelos y aguas con cianuro y mercurio, la afectación de los cauces de varios ríos, así como la deforestación de miles de hectáreas de selva. Se trata de la peor debacle socioambiental de la historia de Venezuela.
Las consecuencias humanas son igualmente estremecedoras. A consecuencia de la actividad minera en gran escala, la población indígena es víctima de la coacción militar y policial, el alcoholismo, el tráfico de drogas y las violaciones de mujeres y personas menores de edad. Ante las movilizaciones y protestas, el gobierno ha respondido con la criminalización. Las acciones emprendidas por cuerpos militares y policiales en contra del pueblo pemón han sido particularmente representativas de los atropellos a la población indígena: allanamientos ilegales, detenciones arbitrarias, torturas y migraciones forzadas hacia territorio brasileño. Líderes indígenas han revelado que los cuerpos de seguridad y algunos grupos de militares se han apropiado de las minas de oro ubicadas en sus territorios ancestrales.
En materia de salud el panorama que se aprecia en la zona es especialmente calamitoso. Los servicios del sector, al igual que lo que ocurre en todo el país, se encuentran en un virtual estado de quiebra, incapaces de atender las múltiples enfermedades y dolencias que aquejan a la población. La deforestación ha favorecido la aparición de lagunas de agua estancada, propiciando el incremento de la población de mosquitos transmisores del paludismo y la malaria. Esta situación afecta a sectores vulnerables de la población, sobre todo a la indígena, que también padece de VIH, difteria, hepatitis B y sarampión. Ante la falta de medicamentos, muchos emigran hacia centros urbanos o países fronterizos.
Las fuerzas armadas venezolanas participan activamente en servicios de seguridad privada prestados a los dueños de las minas ilegales, así como en el contrabando de combustible y de minerales. La guerrilla colombiana cobra vacunas a los pequeños mineros y acosa a las comunidades indígenas. Bandas criminales organizan a mineros (en su mayoría ciudadanos muy pobres) en “sindicatos” que ocupan lugares que fueron anteriormente asiento de comunidades indígenas. Controlan, además, toda una maraña de actividades ilícitas, que incluyen tráfico de drogas, trata de personas, lavado de dinero, extorsión y contrabando. La violación de derechos humanos y las masacres de mineros e indígenas son constantes en este territorio.
El Arco Minero del Orinoco constituye, así, un intento de reconfiguración territorial timbrado por la violencia, las injusticias y la exacerbación de un modelo de explotación minera inviable en el contexto del colapso de un Estado petrolero. Antes de que los daños sean irreversibles, la sociedad venezolana y su liderazgo deben tomar las decisiones necesarias. Se imponen urgentes medidas de reforestación y rehabilitación de suelos. También resulta indispensable tanto el apoyo económico y social a las comunidades indígenas animadas por el rescate de su hábitat, como el diseño de modos de vida viables para las poblaciones mineras. Además, el Estado venezolano tiene que recuperar el control del territorio, a merced de las fuerzas irregulares que actúan en la región.
Venezuela forma parte de una de las regiones más biodiversas del mundo y su modelo económico minero y petrolero se opone a las iniciativas de mitigación del cambio climático que el propio gobierno ha suscrito. Nicolás Maduro ha insistido públicamente en la necesidad de alternativas de desarrollo sostenible, pero sus políticas en el Arco Minero indican que tales afirmaciones son meramente propagandísticas.
Es hora de un cambio de rumbo.
17 de mayo 2024
Letras Libres
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