Son pasadas las 6 de la mañana y comienza a clarear en este domingo caraqueño de invierno. El sol aparece tímido, pero potente, iluminando el Ávila, reverdeciéndolo. Se atisba un día de temperaturas y ánimos elevados. De talente primaveral. La capital venezolana despierta, aunque los caraqueños llevan horas en vela. A esta hora toman, si acaso, su tercer café. El sueño se les espantó hace tiempo.
De acuerdo con la legislación electoral vigente, los centros de votación, localizados en escuelas, institutos, bachilleratos y colegios, deben abrir sus puertas en punto de las 6. Casi todos lo hacen durante las siguientes dos horas, sin mayores contratiempos ni irregularidades. Los electores se forman en fila desde antes del amanecer afuera de su local designado para votar; algunos, incluso, desde las 9 o 10 de la noche anterior.
“El voto electrónico (en Venezuela) funciona perfecto, está blindado y es secreto. No ha lugar a dudas”, me confía, enfática, mientras tomamos un té de Jamaica la tarde del viernes, Fifi Pantin, directora ejecutiva de la Red de Observación Electoral de la Asamblea de Educación, única organización civil no afiliada al gobierno madurista a la que el Consejo Nacional Electoral (CNE), máximo arbitro de los comicios, ha permitido observar el ejercicio en las urnas.
Las colas para ejercer ese indisputable derecho ciudadano crecen, se ensanchan y alargan en diferentes rincones de Caracas conforme la mañana avanza. Nadie quiere perderse la oportunidad de cumplir su prerrogativa como venezolano, de participar, de votar, de decidir. La confianza se deposita en ese voto electrónico que defiende Fifi, en las filas interminables a la entrada de las casillas, en el ejercicio ciudadano de participación, en el conteo. En todo lo que contravenga el escepticismo, el cansancio, la incredulidad, la desidia, la propaganda, la desinformación.
“Yo vine a votar, porque cada voto cuenta y más este domingo, más en esta elección”. El jueves, Juan Cristóbal de 38 años e ingeniero de profesión, residente desde hace una década en Dallas, aborda conmigo en Panamá el avión de Copa con destino al Aeropuerto Internacional de Maiquetía, en La Guaira, Venezuela. Viaja con su esposa Marivi, sus niños de 8 y 11 años y sus padres. Solo por el fin de semana. Solo a votar, porque en la circunscripción consular que le corresponde en Estados Unidos no podrá hacerlo. Como tampoco lo harán millones de otros venezolanos residentes en el exterior ante los intrincados, confusos y contradictorios requerimientos para empadronarse en embajadas y consulados. De los cerca de 5 millones de venezolanos con derecho al voto en el extranjero, solo alrededor de 69 mil fueron habilitados para votar, el 1% del total. En el vuelo de Copa, en el que no cabe un alfiler y que aterriza en Caracas una hora y 45 minutos después de despegar de Panamá, soy el único foráneo, el resto, pasajeros venezolanos, como Juan Cristóbal, Marivi y los padres de este. Todos, como ellos, vienen a votar.
A las 7 y media de la mañana del domingo electoral, en el sobrio comedor del hotel Cayena, en el distrito caraqueño de Chacao, el equipo de camareros, que porta rigurosos uniformes oscuros de saco y corbata, se apresta a servir el desayuno a las cuatro o cinco mesas de huéspedes, todos extranjeros. En la terraza para fumadores, el expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero departe con un par de colaboradores. Dentro, al extremo derecho, un ruso calvo, musculoso y tatuado que no quita la vista de las pantallas de sus tres teléfonos móviles. Al izquierdo, un alto y elegante funcionario cubano conversa sin mucho disimulo con un par de colegas a través del altavoz de su celular. Visitantes extranjeros a cuentagotas. No sorprende. En los últimos días, el régimen madurista se ha dado a la tarea de desinvitar, deportar o prohibir el ingreso al país de observadores internacionales y periodistas previamente acreditados para atestiguar la jornada electoral, de exmandatarios y representantes legislativos de diferentes países de Hispanoamérica convidados por los partidos de oposición. Serán pocos los ojos foráneos que desde la imparcialidad registren lo que sucede este domingo en Venezuela. Un puñado de especialistas electorales del Centro Carter, cuatro representantes del secretario general de Naciones Unidas y el excanciller brasileño Celso Amorim, enviado exprofeso por el presidente Lula. Para lo que pudiera ofrecerse, la mediación y negociación entre las partes como mejor salida ante el peor escenario posible. No reconocer la derrota, de uno u otro lado.
A las 9, los noticieros de los dos únicos canales de televisión abierta del país, el oficialista TeleSur y Venevisión, las redes sociales más recurridas por los venezolanos y la radio bolivariana dan fe de lo que puede verse en las calles. Una nutrida participación y un ambiente pacífico, sin incidentes que reportar. De Maturín a Valencia, pasando por Barquisimeto, Mérida, Maracaibo, Barcelona, Puerto Ordáz y, por supuesto, Caracas, Venezuela entera decide. Media hora más tarde, sobre la Avenida Rómulo Gallegos, al oeste de la capital, los cinco centros electorales que recorremos en motocicleta a lo largo de menos de un kilómetro entre el Marqués y el Parque del Este están rebosantes de gente. Jóvenes y adultos mayores, hombres y mujeres, pero también muchos niños, bebés de brazos, incluso. Familias enteras. Sombrillas para taparse del sol, que pega con fuerza, sillas plegables para acompañar la espera, arepas y tequeños para distraer el hambre. Un vendedor de banderas venezolanas de diversos tamaños y efectivos de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), parte del denominado Plan República, cuyo propósito es resguardar el orden y la seguridad en los comicios, hacer respetar la inviolabilidad de las casillas, disuadir posibles fraudes.
A las 10, minutos más, minutos menos, el candidato único de la oposición, Edmundo González Urrutia, emite su voto en Las Mercedes, municipio caraqueño de Baruta. Solo aparece en la boleta de votación tres veces, contra las 13 de Maduro y el pelotón de pseudo candidatos incluidos, los utilitarios, los distractores, los espurios, al servicio del poder en turno. Los alacranes y enchufados, como les llaman en Venezuela. “Yo estoy aquí para cooperar en lo que pueda, que es mi voto, para tener una Venezuela mejor, por mis hijos, mis nietos y mis bisnietos. Por los que vienen, porque nosotros ya vamos de salida”. Doña Teresa tiene 94 años, una envidiable cabellera de canas plateadas, dos luminosos ojos azules y la sonrisa más cautivadora que haya visto en años. Junto a ella, cientos de personas ejercen su derecho a votar en la misma casilla que González Urrutia. La mañana madura.
Una docena de kilómetros al oeste, en los confines de la región metropolitana, está Petare, que nació como asentamiento colonial en el XVII y para mediados del XX se convirtió, con el crecimiento urbano y la migración interna atraída por la bonanza petrolera, en la barriada menos planificada, más grande y más pobre de toda Venezuela. Hoy sigue siendo un sector de bajos recursos, habitado por familias de emprendedores pequeños o dedicadas al comercio ambulante. “Yo ya voté, desde primera hora, porque tengo mucho de lo que ocuparme y el gobierno, siga o cambie, tampoco me va a arreglar la vida, pero mi trabajo sí”. Fernando, afable y regordete joven de 28 años, me ofrece un café en el local que regenta, La Minita, Fundado en 1928 por los padres de Amelia Rodríguez, quien, a su muerte sin descendencia a los 93 años, en abril pasado, heredó la propiedad al peluquero de formación. Es todo un referente en Petare, donde, entre sus gruesos muros de cal y su techo colonial, pueden comprarse alpargatas, guitarras, maracas, pan de dulce o café. El viejo mostrador de madera desde el que despacha Fernando está flanqueado por una máquina registradora tan vieja como el local y una gruesa plancha de cristal a cuyo resguardo pueden distinguirse una colección de billetes de bolívares de distintas denominaciones, varias estampitas del Niño Jesús y propaganda electoral de González Urrutia y María Corina Machado, ausentes notables en el paisaje urbano de Caracas, fuera de los espectaculares firmados por el régimen que les acusan de fomentar las sanciones estadunidenses contra Venezuela y de ser agentes “del imperio”. Una propaganda a la que acompaña la omnipresente figura de Maduro, siempre a la sombra de Chávez, en mantas, murales, carteles, pintas y anuncios espectaculares que inundan la ciudad, esquina a esquina.
“Por lo que logró (Hugo Chávez), por su legado, para que no se destruya, para que siga siendo presente. Por la Revolución”, declara con solemnidad Sebastián, un cadete de 18 años que trabaja como jardinero en el Cuartel Militar de la Montaña, también conocido como 4F, desde donde Chávez lanzó su intentona de golpista en 1992 y donde yacen sus restos mortales en un mausoleo que recuerda a los de la familia gobernante norcoreana en Pyongyang. (Nadie puede contármelo, yo he estado en ambos.) “Tu presidente, tu presidente, tu presidente”, le hacen burla sus amigos que le acompañan en la cola del centro de votación en las entrañas de Petare. “Mi Comandante”, responde el joven venezolano, tan mecánico y memorizado como a mi pregunta sobre su intención de voto. “Nicolás”, le reviran con risas y desparpajo los compañeros, “ese no se gobierna ni a sí mismo”, continúan. La gente en derredor les sigue el juego, Sebastián termina cediendo. Nadie demuestra el temor que uno y otro nombre infundían hasta hace poco tiempo. El miedo, en Petare, al menos, ya se perdió.
“Todos los que fuimos chavistas, los que construimos con él (Chávez), estamos desencantados. Este señor (Maduro) no nos representa. Han acabado con Venezuela y es momento de que acabemos con ellos”, se sincera conmigo Jessica el viernes por la noche mientras comemos un ceviche con leche de coco en un restaurante de la zona de Altamira. La sexagenaria mujer, académica convertida en funcionaria pública con la Revolución bolivariana y encumbrada por Hugo Chávez a altos encargos en los ministerios de Medio Ambiente y Relaciones Exteriores, verbaliza el sentimiento de muchos, dentro y fuera del gobierno actual. Parece conocer el resultado a priori, ella misma contribuirá con su voto, aunque teme que el régimen no lo reconozca.
A las 2 de la tarde, el sol preprimaveral de Caracas no da tregua, ni siquiera a las faldas del imponente y ubicuo cerro del Ávila, donde un grupo de cerca de 200 personas, entre vecinos de Los Chorros, votantes y el contingente completo de corresponsales extranjeros cubriendo la elección, de CNN al New York Times y de Folha de São Paulo a El País, espera la llegada de María Corina Machado al Instituto Elena de Bueno, donde votará la líder del movimiento opositor de los últimos dos años. “Sí se puede, sí se puede, sí se puede”, grita entusiasmada la muchedumbre al vislumbrar la llegada de Machado. Una marabunta de cámaras de televisión, micrófonos y teléfonos celulares la rodea. Se detiene a recibir el abrazo de una señora mayor que le esperaba paciente al borde de la banqueta. Deja que le cuelgue un rosario al cuello y que le dé la bendición. “Y va a caer, y va a caer, este gobierno va a caer”, corea la gente de forma espontánea a su paso. ¿Qué significa para usted Venezuela el día de hoy?, le pregunto. “Hoy, Venezuela es el futuro, es el país de todos nuestros hijos”, responde. Momentos antes, Nicolás Maduro Moros votaba en su respectiva casilla. “Es difícil que alguien renuncie a sus privilegios sin recibir algo a cambio”, me dijo Jessica la víspera.
Cerca de las 3, me siento con Omar, el motociclista que me ha llevado y traído de un centro de votación al otro a lo largo de la jornada, en una panadería de Chacaito para almorzar algo. Cachito de jamón para él y empanada gallega para mí, dos cocacolas heladas. Las panaderías caraqueñas se popularizaron a mediados del siglo pasado, gracias a la buena mano repostera de migrantes portugueses de Madeira y españoles de Canarias, atraídos por la prosperidad económica venezolana, fruto del petróleo, hoy, en gran parte, dilapidada. “Yo ya tuve suficiente, ha sido demasiado. Tengo todo listo para irme, para migrar (a España), para salir del país y buscar una nueva vida. No importa lo que pase hoy o mañana, quién gane. Yo, de cualquier forma, me voy a ir, eso ya lo tengo decidido”. Treintañero, recién divorciado y sin hijos, Omar no ha superado económica, física ni emocionalmente el secuestro del que fue objeto hace un par de años y del que salió, apenas, con vida. Su propósito es llegar a Madrid porque ahí tiene amigos, que migraron recientemente. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, durante los últimos diez años, 7.7 millones de venezolanos, casi un tercio de la población, han abandonado su país, buscando protección y una vida mejor.
“La migración duele, la separación familiar mata. Para los que nos vamos, pero también, y sobre todo, para los que se quedan”. Ana Rosa parece pensar en voz alta, como si reflexionara más que hablar conmigo. Tras 8 años en Bolivia, la contadora de 50 años decidió volver a Caracas, de la que huyó por la debacle económica y la inseguridad, para garantizarle a su única hija, entonces de 6 años, una vida con mayor certidumbre, tranquila, en paz. Conversamos en la fila de su colegio electoral en el céntrico barrio de La Candelaria, un bastión chavista de años. Estamos a espaldas del Centro Comercial Sambil, expropiado por Chávez en 2008 y símbolo de una fallida política económica, ideologizada. “Lo más difícil fue dejar a mi mamá aquí sola, ella ya está mayor, ¿sabes?”, dice que no sería capaz de volver a hacerlo. El drama de la separación de millones de familias, repartidas en medio mundo, es una de las fibras más sensibles del tejido social venezolano y tema central del debate electoral.
“Esta elección no va a ser como las anteriores. Estamos frente a algo visceral. Hay un dolor ahí que no existía, para el que el régimen no tiene más paliativos”, me escribe Michel el viernes, por correo electrónico, desde Berlín. No podrá votar, como el 99% de sus compatriotas en la diáspora, pero afirma que seguirá el proceso a detalle, con todo y las seis horas de diferencia entre Venezuela y la capital alemana, donde trabaja como investigador en la Universidad Libre. Porque Caracas, estos días, trasciende y, por mucho, sus fronteras naturales y geográficas, desde El Ávila y el Caribe, para abarcar España, Francia, Italia, Australia, Estados Unidos, Colombia, Brasil, Ecuador, Perú, Chile, Argentina y, también, México.
A las 6 de la tarde el sol comienza a esconderse, guacamayas amarillas y azules (Ara ararauna) surcan los cielos de Caracas, como cada crepúsculo. De acuerdo con la ley electoral vigente, las casillas deben cerrar, a menos de que haya aún personas esperando votar. El ambiente en la casa de campaña del Comando ConVzla, en la Cuarta Avenida de Altamira entre la Novena y la Décima Transversales, es optimista, contagia. Los representantes de la oposición, presentes en prácticamente todos los centros electorales, vieron lo que pasó. Esperan que los funcionarios de casilla les entreguen, como dicta la ley, una copia de las actas del cómputo electoral que han de enviarse al CNE. A las 7 pasadas, la noche se asienta sobre el distrito capital, mientras que en los alrededores del palacio presidencial de Miraflores se prepara un gran festejo para celebrar el “triunfo del pueblo”, coincidente con un aniversario más del natalicio de Hugo Chávez. A las 9, la tensión es notoria, de uno a otro extremo de la ciudad. Comienzan a registrarse incidentes en algunos estados: irrupciones de la Policía Nacional Bolivariana en varios centros de votación, robo de actas por parte de militantes del Partido Socialista Unido de Venezuela (ariete de Maduro), amedrentamiento con disparos y armas blancas a los testigos de la oposición y observadores civiles que esperan el cierre de casillas y el correspondiente cómputo, por parte de colectivos prochavistas motorizados.
Dan las 11 de la noche y las familias permanecen reunidas en sus casas y departamentos, en las barriadas y en las colonias residenciales, con las manecillas del reloj avanza la ansiedad. El CNE permanece callado. Edmundo González Urrutia y María Corina Machado llaman a la ciudadanía a no abandonar los centros de votación, a hacer una vigilia para defender el voto, a documentar cualquier acción que tenga visos fraudulentos por parte de actores exógenos al proceso ciudadano. La televisora del Estado descalifica como “prensa buitre” a los medios y corresponsales extranjeros que cubren la elección. El ministro del Poder Popular para la Defensa de Venezuela, general Vladimiro Padrino López, declara en cadena nacional que el pueblo ha hablado, sin ahondar en detalles. A la media noche, Elvis Amoroso, presidente del CNE, a la vez que Contralor General y presidente del Consejo Moral Republicano (sic), anuncia que con el 70% de las actas escrutadas, Nicolás Maduro Moros es reelecto como presidente de la República Bolivariana de Venezuela, con 5,150,092 votos contra 4,445,978 para el candidato opositor. Denuncia un presunto ataque tecnológico contra el CNE, al que califica de “terrorismo”, con el que justifica la tardanza en el anuncio de los resultados. Lo que en mexicano se traduce como una caída del sistema, versión 1988.
Así termina, oficialmente, el domingo 28 de julio en Caracas. Pero se extiende, a lo largo de toda la madrugada del lunes, en la que Venezuela insomne, estupefacta e incrédula, no puede ir a la cama. Jugaron con sus reglas, pero se los jugaron a ellos. Se extiende a la mañana del lunes 29 en que Caracas amanece nublada, de luto, en silencio absoluto, de protesta, de inconformidad, de frustración y descontento. Se extiende a los cacerolazos que se generalizan en varias localidades del país, a los piquetes ciudadanos en calles y avenidas confrontando a la Policía Nacional Bolivariana al grito de “libertad, libertad, libertad”. El domingo 28 de julio se extiende a las primeras horas de la noche del día siguiente, con la caída de las estatuas de Chávez, el clamor de la calle y del mundo, la violenta represión a los venezolanos que se resisten a que les roben su voto. Se extiende hasta el día de hoy, hasta que el chavismo caiga, el régimen de Maduro se extinga y el Bravo Pueblo de Venezuela viva, como merece, libre de nuevo. Siempre. ~
31 de julio 2024
Letras Libres
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