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Ciudad del pecado

Artículos de opinión
Tiempo de lectura: 5 min.

Las diversas versiones de King Kong, tienen cambios argumentales sutiles, pero el centro de la historia es el mismo, pese a la distancia de fechas. La ciudad malvada, burlona, rica, frívola, mujeres cubiertas de pieles y hombres vestidos de etiqueta en el teatro, inferiores humanamente a la Bestia que da la vida por un sentimiento sublime. Se sacrifica como Dido, Werther, Romeo o Madame Butterfly, el acto romántico por excelencia de seres superiores, morir por el objeto amado. Se inmola en el mero símbolo del mal, dos veces en el Empire State (Cooper-Schoedsack 1933 y Jackson 2005) y una en las Torres Gemelas (Guillermin 1976), de las que más tarde se ocupará Bin Laden. Babel recibe el castigo bíblico, confundida por lenguas diferentes e irguiendo una torre blasfema para llegar al cielo, antro de minusválidos morales y vanidades pecaminosas. Kong yace entre el llanto de la Bella y la curiosidad mediocre de paseantes que se fotografían con el héroe muerto, indiferentes a la tragedia. Pese a sus maravillas creadas, la civilización urbana se considera a sí misma el mal. La ciudad en el infraconsciente se asocia a una “profesional”, el mito de “la prostituta de Babilonia”, cualquier ciudad en cualquier época: alcohol, “mujeres”, vida fácil, perdición. El Diluvio fue para ahogar los pecados al comienzo de la civilización urbana. Juvenal identificaba a Roma con “sus mujeres de entrepierna húmeda y caliente” (se comprende su saudade en el exilio)

Rousseau piensa que la fuente de corrupción humana son las ciudades, donde las artesanías dejan de servir a las necesidades simples y “honestas” y se convierten en vanidades para el hedonismo de los ricos. El primer movimiento revolucionario con una filosofía, el Romanticismo alemán del siglo XVIII, reivindicaba el folk, la tradición, la religión, el campo, la vida simple, contra las influencias disolventes del cosmopolitismo, la ciencia y la Razón. Contamina la palabra “pueblo” con la carga metafísica que hoy tiene, síntesis de las virtudes y los sufrimientos. Tanhausser de Wagner, una especie de Ulises del siglo XIII que enfrenta las tentaciones de la muelle ciudad de Venusberg (Monte de Venus, no por casualidad) que lo seducen a abandonar su vida de vengador errante. La revolución se entendió como lucha contra la modernidad urbana hasta que Marx en el Manifiesto Comunista se quitó de tonterías y encumbró las ciudades, la industria, el comercio y la clase obrera. Definió a los campesinos como “bárbaros” de “vida reptante”, celebró la colonización y consideró payaso al héroe antiespañol Simón Bolívar. La prédica bárbara sólo caló en el tercer mundo, mientras más brutales, primitivas y anacrónicas fueran las revoluciones. Ya Lenin había hecho su alianza entre “obreros, campesinos y soldados” y Mao sostiene que “el campo tome las ciudades” contra las concepciones de la Tercera Internacional.

Pese al heroísmo del levantamiento de Shanghái, al triunfar la revolución, la ciudad recibe un brutal castigo, un genocidio llamado “Cacería del Tigre” en 1951, al costo de cientos de miles de vidas. Era el símbolo de la corrupción “capitalista”, el comercio en el que se había basado desde siempre y se basa hoy China. La Revolución Cultural en 1960, otro millón de víctimas, comenzó en la gran Shanghái, tal vez porque ahí trabajó como actriz y prostituta “La manzana azul”, Chiang-Chig, la esposa de Mao. Pol Pot, acompañado de muchachos harapientos, toma la capital Phon Phen, asesina un tercio de su población, destruye la ciudad, convierte las escuelas en cámaras de tortura. Y el Che Guevara se burlaba de los revolucionarios urbanos, despreciables “pequeñoburgueses”. Como Juana la Loca, los posmos abrazan el cadáver del comunismo con el sueño de darle vida, ahora identitaria. Donde hubo bares, restaurantes, colores, ahora, dice Neruda, “la noche, madre madrastra, sale con un puñal en medio de sus ojos de búho­/ un grito, un crimen, se levantan y apagan, tragados por la sombra”. Mohamed Atta estrelló los aviones contra las Torres Gemelas en 2001, un arquitecto egipcio obsesionado en retroceder la historia, que aborrecía la modestísima modernización del mundo musulmán. Se doctoró en Hamburgo con un proyecto contra natura: regresar un barrio en la ciudad siria de Aleppo a su origen, sin autopistas ni edificios altos. 

Sentía por las mujeres un incontrolable asco, en particular por las preñadas, y por eso rechazó dar la mano a una profesora del jurado académico y nunca se le conoció un romance. En el testamento pide que ninguna mujer toque su cadáver ni visite su tumba, deseo ampliamente satisfecho al vaporizarse en la explosión. Como su jefe Bin Laden, tenía animadversión hacia la vida, incluso la suya. Quienes tuvieron contacto con él -hotel, aeropuerto, autobús, taxi- no olvidan esa llamarada gélida de ira contenida y arrogancia que lo envolvía, crispado, lívido, con un aura de desprecio por lo humano que según un profesor “daba escalofrío”. Los fundamentalistas en vez de cerebro y corazón tienen manuales con estrafalarias utopías y suelen destripar seres humanos, para bien de los mismos seres humanos. Sufría además una de las patologías más aciagas, el moralismo, que “habla con labios fraudulentos y con doblado corazón” (Salmos 12-3). Las ideologías terroristas de izquierda o de derecha, reniegan de la vida urbana, “occidente”, la globalización, que un apolillado lenguaje llama como Marx “capitalismo”. El culto al pasado, “lo originario” y el rencor hacia la sociedad abierta, el cosmopolitismo, la modernidad, que rompe los lazos de la pequeña comunidad, la tribu freudiana, donde todos se conocen y se prestan una cabra. El padre del nacionalismo vasco, Sabino Arana, aborrecía las oleadas de gente inferior que caminaba por Bilbao o San Sebastián, “la invasión maketa”.

Abimael Guzmán rechazaba la influencia europea para regresar a la vida indígena de los Andes, y Andrew Mac Donald, inspirador del terrorismo gringo en los 90, quería que sacaran negros, morenos y amarillos de los E.E U.U. Donald Trump, el renacido candidato, dijo el año pasado que los inmigrantes ensuciaban la sangre norteamericana”. Pero el gen está en las más antiguas raíces culturales de la civilización. Yavhée le prometió a Abraham que perdonaría Sodoma y Gomorra si le mostraba apenas diez justos que no consiguió, y para colmo una turba quiso violar a dos ángeles enviados por El a buscar a Lot. Ambas ciudades sufrieron fuego purificador. Luego Kafarnaún y Jerusalén arrasadas a sangre y fuego en castigo a sus perversiones, New York necesitaba escarmiento. En aquel momento, su Quinta Avenida era la expresión más perfecta del hedonismo, el espacio donde los seres de un día han llegado a niveles más altos de libertad, riqueza, ostentación, resplandor, centro de todo lo diabólico: mercado de capitales, confluencias étnicas, teatro, danza, sexo, gastronomía. Sayyib Qutub (ejecutado por extremista en 1966) ideólogo fundamental de la Hermandad Musulmana, fue a EEUU a estudiar inglés a fines de los 40 y asqueado le aplicó el concepto de “jahiliyya”, nueva barbarie. Se convenció de que los musulmanes debían arrancar cualquier influencia externa pecaminosa. En Arabia los seguidores de Wahhab e Ibn Saud, los wahabitas, entre ellos Osama Bin Laden, decidieron pasar a la acción: destruir occidente. 

@carlosraulher

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