Donald Trump será el siguiente presidente de Estados Unidos. El resultado de la elección ha supuesto un aval sin matices al proyecto de restauración y retribución del expresidente de Estados Unidos.
Las consecuencias serán graves e inmediatas.
Trump y su círculo de asesores –esta vez, más leales y radicales– interpretarán el triunfo como un mandato universal para aplicar una agenda de alarmante severidad. Con el control del Senado y, quizá, de la Cámara de Representantes, Trump avanzará la agenda delineada en el llamado “Proyecto 2025”.
Estarán en riesgo derechos civiles y las conquistas de igualdad ante la ley que marcaron la segunda mitad del siglo pasado y el principio del actual.
La salud pública, incluida la libertad reproductiva, caerá en manos de activistas conservadores cuya ilusión es, como explicara uno de ellos hace un par de meses, “borrar el siglo XX”.
Comenzará un capítulo particularmente agresivo en la guerra comercial con China y otros actores que Trump y sus radicales consideren inconvenientes, incluido –por supuesto– México.
Para la comunidad inmigrante, se viene la noche. Quizá más que en ningún otro asunto, Trump no encontrará incentivos para la contención. Trump colocó en el centro de su campaña una política migratoria punitiva, comenzando con lo que ha llamado “la mayor operación de deportación de la historia estadounidense”. Los votantes le respondieron otorgándole carta blanca. Deportar a millones no implicará, al menos en un principio, ningún costo político. Eso es lo que parece querer el electorado estadounidense, incluidos (dolorosamente) millones de hispanos.
Para Ucrania y Europa, el resultado augura años de oscuridad. Trump y su candidato vicepresidencial J.D. Vance hicieron campaña prometiendo un nuevo aislacionismo. Anunciaron la retirada de Estados Unidos del escenario geopolítico. Sin los fondos de apoyo estadounidenses, la valiente causa ucraniana contra la Rusia imperialista de Putin seguramente estará destinada al fracaso. No es imposible que Trump fracture la OTAN, dejando a Putin a las puertas de Europa.
La agenda ambientalista puede darse por muerta durante al menos cuatro años, una etapa tristemente crucial en la batalla para detener el calentamiento global, que ya de por sí se antoja irreversible.
Todo este catálogo de derivas autoritarias y excesos es lo que ha votado el electorado estadounidense. Y las elecciones tienen consecuencias.
Muchas cosas explican el triunfo de Trump.
El triunfo de la política del agravio, exitosa en otras partes del mundo.
La permanencia de Trump como líder único de la oposición durante los cuatro años de Biden, manteniendo una presidencia opositora de facto, en las sombras (en esto, como en otras cosas, Trump parece haber aprendido muy bien las acciones de su amigo López Obrador).
El atractivo del caudillo, del hombre fuerte. Hace años, cuando Trump apenas llegaba al escenario político, le propuse a un editor en Estados Unidos un texto que explicara la figura de Trump desde el espejo de los caudillos latinoamericanos. Me argumentó que exageraba. Hace poco me llamó para darme la razón. Estados Unidos nunca había tenido que lidiar con una figura que, para el universo latinoamericano, resulta tan familiar. Hoy está claro que la sociedad estadounidense no ha sabido digerir el virus del populismo carismático y mesiánico
Y, por supuesto, el triunfo de Trump no se puede explicar sin la intervención de oligarcas corporativos y gobiernos autocráticos, encabezados por Rusia. Duele decirlo, pero la reelección de Trump confirma que los primeros veinticinco años del siglo XXI corresponden a Vladimir Putin. La maquinaria de propaganda rusa y sus aliados en Estados Unidos crearon el caldo de cultivo ideal para un clima de polarización, agravio y resentimiento. Trump, presidente soñado por lo que Anne Applebaum llama la “autocracia incorporada”, es la culminación de una estrategia de erosión de la sociedad estadounidense y de Occidente en general. El Kremlin ha ganado una partida muy importante.
Tras su debacle, el partido demócrata ahora enfrenta una disyuntiva de desenlace incierto y riesgoso. El fracaso de la candidatura de Harris seguramente tentará al partido a moverse a la izquierda. Ya hay voces que argumentan que la única manera de contrarrestar el populismo de derecha es su equivalente en la izquierda.
Es la lección equivocada.
El camino de regreso para los demócratas está en el centro del espectro político, dándole la espalda a esas batallas culturales tan nimias, que no han servido más que para irritar al resto de la sociedad. La política woke merece el basurero de la historia.
Desde ahí, los demócratas tendrán que reinventarse como el partido de esos derechos esenciales que Trump atacará de manera frontal. Ante la oleada de injusticia y crueldad que vendrá, tendrán que ofrecer un paulatino regreso a la cordura y la decencia. Será una brega larga, pero los demócratas tendrán que confiar en que el arco moral de la historia de verdad se incline, como sugería la promesa de Luther King, hacia la justicia.
Finalmente, una nota sobre el periodismo.
Para quienes hacemos periodismo en Estados Unidos –y más siendo periodistas hispanos e inmigrantes–, los años por venir representarán un reto extraordinario.
La libertad de prensa seguramente se verá amenazada en un nuevo periodo de Trump. El periodismo encabeza su lista de venganzas. Trump ha nutrido un clima de linchamiento contra la prensa crítica e independiente. Es probable que en esto, como en otras cosas, interprete su victoria como un mandato de retribución.
Lo sensato será esperar años de opacidad y corrupción en los que la prensa enfrente escollos y amenazas nunca vistos en la historia estadounidense.
En ese contexto, el periodismo jugará un papel fundamental.
Será nuestra obligación cotidiana informar, revelar, exponer lo que vendrá, siempre con la convicción de lo que importa es la luz y los valores esenciales: libertad, democracia, tolerancia, igualdad ante la ley.
La democracia muere en la oscuridad. Se avecinan sombras. Habrá que iluminar el camino.
6 de noviembre 2024
Letras Libres
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