Nos acostumbraron a imaginar los grandes autores del pensamiento y la literatura como si en vida hubieran sido lo que son hoy, espíritus puros, fantasmas benevolentes (o terribles), ilustraciones sin carne ni sangre. Enseñamos de ellos pensamientos secos, descontextualizados, sin conexión con la vida real, y tienen tanta que palpitan en nuestros días y por eso son clásicos. Goethe escribió, refiriéndose a Sófocles, que dramas y pasiones humanos son siempre los mismos: amor, odio, violencia, celos, nostalgia, traición, envidia, y todo autor es hijo de sus sacudidas. Hoy mismo los siquiatras denominan “síndrome de Odiseo” casos de melancolía profunda. Durante el sitio a Troya, el héroe pasaba días enteros en la playa con la mirada en dirección a su querida y remota Itaca, mientras allá Penélope tejía y destejía.
En el siglo IV a. C no existía el término populismo, que surge en los finales de la Rusia zarista, pero Platón, Aristóteles, Aristófanes y otros crearon “demagogo”, que significa adulante del populacho. En fechas recientes hay un enredo con la noción de populismo por falta de rigor al elaborarla y su uso para cualquier cosa, hasta vaciarla de contenido. Conocemos las imágenes de Evita, rodeada de cientos de miles de trabajadores ante la Casa Rosada, decretando asuetos por el Día de San Perón y aumentos de salarios gigantes que lanzaron Argentina a la miseria. Al populista tipo, en cualquier país del mundo, no le preocupan los efectos de su irresponsabilidad, sino pulsar las cuerdas más primitivas de la ciudadanía enfebrecida para arrancar ovaciones. Su discurso trasuda xenofobia, patrioterismo, resentimiento social, odio a blancos, negros o latinos, la Iglesia cómplice, las clases medias, los explotadores.
Sorprende la actualidad de Platón en La República sobre el personaje: “su única enseñanza es devolver a las masas las opiniones de la masa misma, que se manifiestan cuando se reúne colectivamente… Los demagogos actúan exactamente como quienes crían una bestia vigorosa, y aprenden sus instintos y deseos para poder acercársele y acariciarla. Aprenden los secretos de su ferocidad y astucia, los sonidos que emite en diversas circunstancias, y aún más, los ruidos necesarios para calmarla o alterarla. Sabido esto por experiencia y una larga costumbre, lo convierten en técnica sistemática, en materia de enseñanza, e ignoran todo lo de bello y de feo, de bueno y malo, de justo e injusto que pueda haber. Así para el demagogo, el bien es lo que agrada a la bestia, y el mal lo que la molesta […]”.
En la cultura griega el epítome del demagogo es Cleón que nos recuerda a varios patanes contemporáneos y, solo por su estilo de relación comunicacional, entre otros a Trump, Pinochet, Velasco y Fidel Castro. Aristóteles lo presenta “él, primero, explota en alaridos e insultos desde la tribuna, y se dirige al pueblo (demos) vistiendo un delantal, mientras que todos los demás oradores se comportaban respetuosamente”. Hemos visto muchos como él, cuyo atuendo es deliberado para evidenciar su menosprecio por la dignidad de las instituciones. Platón y Aristóteles eran desafectos al régimen político de su tiempo y aquél cuestiona lo que hoy llamamos la antipolítica, con argumentos que reaparecen en el siglo XX en Walter Lippman y Joseph Schumpeter. La antipolítica no considera la política como un saber específico sino un oficio residual, refugio de los que no dominan otros más complejos y útiles, y por eso “el líder somos todos”. Cualquier persona educada puede gobernar mejor que los políticos.
Pero Platón dice que “un niño de quince años puede ser un gran matemático, pero no un buen político” (porque) la política es un “saber práctico” producto de la experiencia, como la medicina y otras. En otro diálogo contra el facilismo de los demagogos interroga sobre a quién preferiría un grupo de niños: al médico que le causa dolor para curarlos o al pastelero que les da golosinas. Solo durante el siglo XX a medias –no olvidemos precisamente a la antipolítica- se ha conceptualizado la relación demos-polis-politeia, y el líder en esa ecuación. Líder no es cualquier político, sino el estratego, el que ve más que los demás, prevé las consecuencias y corre riesgos para corregir la marcha. Paradójicamente esa relación aparece clara en el siglo VIII a.C en La Ilíada, muy anterior a Platón y Aristóteles.
El máximo jefe de los ejércitos griegos es Agamenón pero Odiseo, apodado “el de los múltiples senderos” era quién señalaba cuál seguir, como el ardid del Caballo de madera que decidió la guerra. Agamenón comete la torpeza de decir en la asamblea que pronto regresarían a casa y los guerreros se abalanzan a los barcos. Odiseo se dirige a cada uno de los jefes “con palabras amables” pero enérgicas para convencerlos, tranquilizarlos y exponer el plan. Luego habló a la asamblea en un tono duro increpando al tumulto. Odiseo ahí el antidemagogo, el líder que siempre desafía la estupidez colectiva y hace prevalecer la razón, el interés general de todos cuando no lo ven. No le interesan los aplausos inmediatos sino ganar. Cleón se hunde, Odiseo triunfa.
@CarlosRaulHer