Javier Milei es un fenómeno. Digo fenómeno, pero no en el léxico de los argentinos para quienes fenómeno es sinónimo de fabuloso, de piola, de macanudo. Lo digo más bien en idioma kantiano. Para Kant el fenómeno es lo que aparece ante nuestros sentidos. Luego, lo que en un objeto está más allá de nuestros sentidos (y sus artefactos) es «la cosa en sí», tesis que después retomó el trío filosófico formado por Husserl, Heidegger y Arendt.
Para el primero la esencia del fenómeno nos está cerrada, para el segundo –ahí sigue a Hölderlin– el lenguaje no dominado por la razón, que es el de la poesía, podría abrir algunas compuertas a lo que yace en los umbrales del “en sí“ kantiano. Para Arendt, el fenómeno nos anuncia (ilumina) con su aparición –lo compara con un milagro– el mundo desde donde proviene. El común denominador en los tres grandes fenomenólogos, es que el fenómeno (en este caso, hablaremos del fenómeno Milei) carece de determinación. Simplemente aparece, y con él hemos de confrontarnos. Y aquí termino con la parte filosófica del tango. Punto.
Pasemos al fenómeno político
No hace todavía un año, si alguien hubiera pensado que Milei podía ser presidente de la república, habría parecido un despropósito. Incluso, antes de las elecciones primarias llamadas «Paso», Milei era visto como el personaje cuya única tarea parecía ser la de poner algo de colorido al certamen electoral. Y ahora lo tenemos ahí, a punto de sentarse en el sillón presidencial. ¿Cómo llegó a ese lugar? Pues con votos propios, más los que le prestó la dupla Macri-Bullrich: una perfecta alianza de derechas, dicen algunos. Tal vez no es tan cierto.
Lo que está claro es que las elecciones de noviembre recuperaron el orden que había perdido el país en las de octubre, cuando el peronista de centro, Sergio Massa, punteó con un considerable 37% por sobre el 30% de Milei.
Una anomalía, dijeron muchos. ¿Como podía ganar las elecciones un ministro de economía que en su hoja de servicio anota una inflación de 150% y un 45% de pobreza generalizada? El fenómeno Milei nos ilumina en este punto: En octubre Massa agotó todas sus reservas políticas, y ganó. Y lo que logró no fue poco: unificar al peronismo en torno a su persona fue una verdadera proeza. Pero en la recta final, Massa debía unificar a la nación en torno a su persona y eso demostró ser el 19-O una tarea imposible de cumplir. O dicho en breve: La bronca al peronismo pudo más que el miedo a Milei.
Massa, según la escala que construyó Freud entre el temor, el miedo y el horror, intentó ganar para sí y en contra de Milei a las dos primeras categorías. No lo logró. Milei, a su vez, en la escala formada por el enfado, el enojo y la bronca, ganó en las tres categorías. Las elecciones finales demostraron así que Argentina había dejado de ser un país peronista, por lo menos durante un trayecto de su historia. Si volverá a serlo como ocurrió después de Alfonsín, o después de Macri, no lo sabemos todavía. En el futuro de esta historia no hay nada escrito. Lo único que sabemos por ahora es que Massa cerró las grietas del peronismo pero no logró cerrar las que separan al peronismo del resto de la nación. Ese resto que, al votar por Milei (55,7%), votó en contra de todo (léase, todo) el peronismo (44,3%). Pues aunque parezca rimbombante decirlo, es cierto: en noviembre fue derrotado el peronismo histórico.
No pocos creían que Massa iba a ganar las elecciones. Político curtido, de vasta experiencia, de palabra fácil, canchero, por momentos simpático, parecía ser la antítesis necesaria al antipolítico y estrafalario Milei. Pero, recién lo sabemos, ese cálculo estaba mal hecho. La bronca al peronismo eligió a un rabioso radical, y es lógico. Eso quiere decir: Las masas antiperonistas eligieron a Milei no pese a sus excesos sino gracias a ellos.
Me atrevería a decir que Milei fue un invento del antiperonismo del mismo modo como en el pasado Perón fue un invento de las masas marginadas y empobrecidas del país.
En ese sentido, Milei -nos habría dicho quizás Ernesto Laclau- fue un candidato simbólico surgido del imaginario populista. Sí, populista. Con Milei, el antiperonismo, en todas sus versiones, «entendió» que para derrotar a un populismo era necesario crear otro populismo.
El estado peronista
El populismo mileísta fue la reacción políticamente organizada surgida en contra del populismo peronista. Pero no solo en contra del movimiento populista –esto es muy importante– sino en contra del estado peronista o, lo que es muy parecido, en contra del peronismo en su forma de estado. Solo así se entienden las invectivas de Milei en contra del estado de su país. No estaban dirigidas, por cierto, a la idea de estado hegeliana, al estado como abstracción, o al estado como la nación jurídica y políticamente constituida, sino a un tipo de estado muy particularmente argentino: el estado peronista. Así nos explicamos por qué Milei se apropió de consignas antiestado que en el pasado reciente habían sido del anarco sindicalismo, de los movimientos libertarios e, incluso, de los partidos marxistas.
Cuando Milei decía, hay que terminar con la casta, se refería a la casta peronista. Cuando gritaba, «que se vayan todos» decía: que se vayan todos los peronistas. Cuando planteaba liquidar al Banco Central, proponía destruir la fuente de ingreso del estado subsidiario que es el peronista.
No. No se trataba en el discurso de Milei de sustituir un gobierno por otro, como ocurrió con Macri, sino de destruir la maquinaria del estado (como decían los leninistas ayer), en este caso del estado peronista y así cambiarlo por otro estado al que nadie, Milei tampoco, le ha puesto nombre. Que lo vaya, o que lo pueda hacer, esa es otra cosa. Pero si no hubiese levantado su promesa antiestado, difícilmente Milei habría podido concitar el apoyo de millones de votantes que por a, b, o c razones, odian tanto al peronismo. De tal modo que Milei desencadenó, a través de la vía electoral, un movimiento antiestado peronista del cual –no sé si Milei, se ha dado cuenta de eso– él es su líder absoluto.
Para explicarnos mejor: el peronismo es una trinidad no cristiana. En primer lugar es un movimiento histórico nacional. En segundo lugar, es una confederación de tendencias doctrinarias, incluso contradictorias entre sí, las que en la mayoría de los países se encuentran separadas pero en Argentina se mantienen enlazadas gracias a un «significante vacío» (Lacan/ Laclau), un nombre totémico, un nombre del hombre, un nombre llamado Perón. En tercer lugar, durante su larga permanencia histórica en el poder, ha terminado por configurar un estado: el estado peronista. Y bien, este último es el blanco de los disparos de Milei, erigido por cuenta propia en el anti-Perón, en el anti-Kirchner y por culpa de las elecciones, en el anti Massa.
El estado peronista es el estado de los peronistas y los peronistas son para Milei, una clase: la casta. Para derribar a esa casta, hay que demoler el estado, lo repetía Milei emulando otra vez el discurso leninista. No siempre estaba equivocado. El peronismo en el estado es, efectivamente, si no una clase social, una clase política. Para alcanzar la meta de la libertad, en el lenguaje de Milei, esa clase debe ser expropiada de su principal medio de reproducción, el estado y sus aparatos, sobre todo del aparato económico, el Banco Central. Por lo mismo, la expropiación de la clase dominante pasa por la privatización de la economía expropiada por el estado. Un marxismo-leninismo con las patas para arriba, si se quiere. Pero pega, y eso era lo importante para la maquinaria electoral que trabajaba detrás de Milei.
Lo que probablemente no ha entendido todavía Milei, es quizás lo mismo que no entendieron nunca los revolucionarios de izquierda del pasado, a saber: que el Estado no está solo «arriba», como en el Castillo de Kafka, sino también «dentro» de ese cuerpo amorfo al que los sociólogos denominan sociedad. El Estado, el peronista también, es una maraña de relaciones muchas veces inextricables que, formado desde las instituciones, pasa por los partidos y llega a las regiones, se enraíza en alcaldías y gobernaciones, en mandamases y en caudillos de mucha y poca monta, e incluso en mafias, en fin, en toda esa selva de relaciones múltiples a la que ni siquiera los líderes peronistas pueden conocer del todo. Y bien, si no entendemos esa particularidad del estado peronista, no vamos a poder entender un segundo punto: el peronismo no es solo una casta sino también, si se quiere seguir usando el término, un conjunto de subcastas.
La casta peronista
La casta peronista, empero, no es una nomenklatura soviética, no es un partido de robots como el de Cuba o China, ni siquiera es un conjunto de grupos corruptos en el poder como los formados en Venezuela o Nicaragua, sino, nótese, una clase política internamente democrática.
El secreto de la persistencia peronista reside precisamente en este hecho: las diversas fracciones que viven dentro de la casa peronista están obligadas a con-vivir, y esa convivencia que conviene a todos, está garantizada por el mantenimiento de determinadas reglas de convivencia.
Eso se llama, democracia interna. Ahora bien, para practicar la democracia interna, el peronismo se ve obligado a practicar, obviamente, la democracia externa. Y justamente ahí reside el peligro que porta consigo Milei: que en su guerra declarada al estado peronista, no solo intente derrocar a la casta, sino también al orden democrático sobre el cual se sustenta esa supuesta casta.
Las alusiones positivas de Milei a la sangrienta dictadura de los militares de Videla debe haber producido un frío muy helado en el alma de los demócratas argentinos. En contra de esa posibilidad autoritaria está por cierto el hecho objetivo de que Milei no habría podido alcanzar la presidencia sin el concurso de la derecha tradicional, representada sobre todo por Juntos por el Cambio de Macri y Bullrich. Razón que ha llevado decir a muchos que el verdadero ganador de la elección fue Macri. Hay algo de verdad en esa afirmación. Por un lado, Macri prestó a Milei los votos que necesitaba. Por otro, le lavó la cara, es decir, lo adecentó un poco, para que al menos pareciera un político y no solo un antipolítico desatado, frente al potencial de electores indecisos. Gracias a Macri, el horror a Milei se transformó en un simple temor.
El futuro dirá si el empréstito electoral de Macri significó la moderación del proyecto Milei o simplemente la capitulación de la centro- derecha frente al autoritarismo que anida en el mileísmo. De lo que pasará en el futuro inmediato nadie puede estar muy seguro. Puede llegar incluso el momento en que Milei no necesite tanto del macrismo.
Recordemos, por ejemplo, que los republicanos moderados norteamericanos creyeron tener bajo control a Trump, y hoy el trumpismo controla casi totalmente a los republicanos.
El mileismo «hacia afuera»
El ejemplo que hemos puesto no es casual. Intentamos usarlo con una intención: la de señalar que pese a sus particularidades muy argentinas, Milei y su La Libertad Avanza no constituyen un fenómeno puramente argentino. Más bien parece ser, la de Milei, una versión argentina de un fenómeno Inter occidental, una que lleva a la formación de nuevos partidos proveniente de las derechas tradicionales pero que no se dejan regir totalmente por el denominativo derechas, esto es, que están situados más allá de la clásica confrontación izquierdas y derechas.
Partidos que sin duda no pueden ser estudiados sin considerar las profundas modificaciones experimentadas por la sociedad postindustrial y la aparición de masas digitalmente conectadas entre sí, no adscritas directamente a los sistemas predominantes de producción.
Partidos y movimientos que, de algún modo alientan una insurrección constitucional en contra de la llamada democracia liberal y sus representaciones políticas. En Europa abundan (acabo de enterarme del resultado de las elecciones holandesas) y ya impera la opinión resignada de que no solo los partidos democráticos deberán competir con formaciones políticas anti políticas, sino aceptar que, en muchas naciones, estas serán (y son) gobierno. A esa misma familia pertenecen, al otro lado del Atlántico, movimientos como el trumpista, el bolsonarista, el bukelista y ahora, el mileísta.
La bronca argentina en contra de la estructura política tradicional (la caída electoral de JxC y su posible subordinación al mileísmo fue también resultado de esa bronca al “sistema”) va más allá del propio peronismo. Esa bronca ha tomado formato político en nombre de la anti política. Los observadores nos hablan de una nueva derecha, otros de la derecha radical, o, simplemente, de extremas derechas. No obstante, no podemos pasar por alto que el término derecha les queda algo estrecho.
Los movimientos y gobiernos «antisistema» como el de Milei en Argentina, recogen, evidentemente, parte de la tradición de las derechas clásicas (patria, orden, familia, auto, perro y gato) pero también de parte de los antiguos movimientos de izquierdas, entre ellas, la apelación a las masas.
Si vamos a seguir hablando de derechas deberíamos hablar entonces de derechas de masas, o si se prefiere, de derechas populistas. Sobre ese tema hay todavía mucho paño que cortar.
Como sea, el triunfo inocultable de Javier Milei, al ocurrir en un país como Argentina, traerá consigo repercusiones decisivas en otros países de la región. En el vecino Chile la “otra derecha”, la “republicana”, sigue creciendo, entre otras cosas gracias a los infantiles errores y falencias de la izquierda que apoya al gobierno, del hundimiento del centro político y de la incapacidad de la derecha tradicional por ajustar su rol entre oposición y gobierno. Más importante todavía, es que el acceso de Milei al gobierno trastocará todos los planes que fraguaba el populismo de izquierda brasileño representado en el gobierno de Lula.
El gobierno de Lula, hoy convertido en gobierno políticamente subsidiario de la China de Xi y de la Rusia de Putin, veía en la eventualidad de un triunfo de Sergio Massa la posibilidad de continuar avanzando hacia el proyecto del «sur global» (que agrupa a casi todas las dictaduras y autocracias del mundo) institucionalizado en organismos financieros como el BRICS, en contra de EE UU y otros países occidentales. Si sumamos a esos hechos el reciente descalabro electoral (elecciones municipales) vivido por el gobierno Petro en las elecciones regionales de octubre en Colombia, lo más probable es que la hegemonía regional que busca Lula, fracase, y así, el gobierno brasileño quede solo acompañado por el trío infernal formado por Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Esta última no sería necesariamente una mala noticia para la democracia latinoamericana. El Dios de la Historia, ya lo sabemos, escribe con trazos torcidos.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.