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La hoja cortante

Opinión
Tiempo de lectura: 6 min.

En mi rutina habitual de rucking me lo topé. En un kiosko de los Palos Grandes, entre varios libros antinazis, brillaba Verdugos voluntarios de Hitler (1996) del norteamericano Daniel Goldhagen, que años atrás perseguí y no llegó a Venezuela, pero me lo topé en México. Aborda un asunto esencial y escribí varios artículos sobre programas de Tv del que salían andanadas denigrantes contra los “opositores”, con peligro latente: una sociedad que odia se puede volcar en masa a devorarse a sí misma y es ligera la invocación a la violencia o al golpe de Estado, quien sea que las haga. La violencia comienza por deshumanizar al contendor. Los tutsis eran “cucarachas”, los vecinos de al lado, gusanos, sionistas, nigger, machistas, marranos, apátridas, supremacistas. Por eso los alemanes practican el autodesgarramiento periódico, indagan “las causas” del nacional-socialismo, aunque busquen más bien la absolución. El lenguaje define la barbarie política. Goldhagen asume una hipótesis con fisuras científicas: que “la raza” alemana se conformó histórica, social y culturalmente para el genocidio. Sesgo “historicista” ve en Hitler un desenlace necesario de “las tradiciones autoritarias y antisemitas germánicas” desde la Edad Media y la Reforma Luterana, la filosofía romántica del “destino funesto”.
Desfilan Schopenhauer, Wagner, Hegel, Fichte, Heidegger; y Nietzsche, no antisemita, pero si supremacista. La misma fatalidad cultural expone el marxista Gyorgy Lukács en El asalto a la razón, pero no sé cómo explicaría por qué Surcorea y Japón son democracias, igual que la India, la más grande del mundo, con tradiciones culturales autocráticas, como Pakistán y Bangladesh, desprendimientos de la India democrática. No existen en la biología humana razas ni “subespecies”, y según la antropología física la humanidad es una sola y el color de ojos, pelo y piel, la estatura, y demás diferencias físicas son producto de las temperaturas y de las condiciones en las que se ambientaron los sapiens al salir de África. Los particularismos ideológicos y las identidades diferencialistas opacan la universalidad, pináculos del Renacimiento y la Ilustración, fundamentada por Darwin en el siglo XIX. Más allá de la tradición cultural autoritaria de Alemania, demostró la menor capacidad para la unidad nacional y superar la anarquía de 300 estados, que Napoleón redujo a tres decenas por plumazo. Luego Bismark los unifica, establece un imperio, la monarquía semi parlamentaria que dura hasta que en 1919 nace la democracia de Weimar. Hitler impone una dictadura en 1933 hasta que se rompe en 1945 y vuelve la unidad democrática en 1990.

Nada que revele una tiranía genética. La suerte del sistema político en Alemania y en Europa se dirimió en tiempo real con gente, guerra, sangre en las calles, y el destino se jugó en quien ganara. Pero el historicismo cree que cada pueblo tendría un programa genético escrito en la frente y su destino era cumplirlo. Algo parecido ocurre con otro totalitarismo igualmente genocida, el stalinismo. El erudito y exagerado historiador francés Alain Besancon, desaparecido en julio pasado, llega al extremo de sostener en Los orígenes intelectuales del leninismo, que hay que buscarlos - nada menos- que en “el gnosticismo y el maniqueísmo” del siglo III d.C. No somos libres sino “juguetes de la fatalidad”, diría el príncipe de Verona ante dos adolescentes muertos. El libro de Goldhagen, antirracista, termina siendo por rebote lo contrario, al concluir que “los alemanes son así”. “Si raspas un alemán, consigues un huno”. También procede preguntar ¿si raspas un croata, un serbio, un hutu, un jemer rojo o un militante de Hamas… ¿qué consigues. En la acera contraria, Christopher Browning, autor de Hombres ordinarios (1992), contrasta dos pensadores densos y cultos, que disfruté sobremanera. 

Le estremece que el Batallón 101 de la policía de Hamburgo, constituido no por ideólogos fanatizados, sino por alemanes de clase media, con familias estables y una vida normal, cometieran los horrendos crímenes que constan en la historia. Browning explica que un tercio de los asesinatos de judíos no fueron en cámaras de gas ni campos de exterminio, sino ametrallados a mansalva por simples policías, y aunque por no ser militares, sus superiores les daban la posibilidad de inhibirse, pero ellos insistían. En esto nada tiene que ver ninguna herencia intelectual, sino una decisión personal en un contexto político propicio. El asunto clave es que un grupo de hampones impone un proyecto social totalitario, genocida, el nacionalsocialismo, el leninismo o el castrismo, en una pelea con los opositores que pierden enfrentamientos políticos. Los comienzos del siglo XX en toda Europa traían una cargada de oscuros presagios. Mundos lúgubres fotografiados por Murnau y Lang, dislocados por Picasso y Braque, asfixiante el de Kafka, quien en La colonia penitenciaria (1919) presiente los campos de concentración de Stalin y Hitler. Mundos irracionales de Tzara, Breton, Eluard, Dalí, Artaud, y Brecht declara no saber si el ladrón es quien funda un banco o quien lo atraca.

El tsunami antidemocrático y antiliberal triunfa en el continente, menos Inglaterra: Alemania, URSS, Italia, España, Portugal, Polonia los Balcanes, pero después los aplastan por etapas. Más que por los antecedentes, entender el triunfo de Hitler o Lenin implica determinar la capacidad político-militar de sus jefes, más tarde en Norcorea, Cuba, Vietnam (hasta que los detienen primero Eisenhower, luego Kissinger, y Betancourt en Iberoamérica) para convertir en fanáticos, criminales una parte considerable de la sociedad, y ganar la confrontación. La débil democracia de Weimar de 1919 sólo tenía apoyo de heroicos partidos, la Socialdemocracia, el Partido Demócrata y el Partido Populista Cristiano, que establecen la Alianza de Noviembre luego de la derrota de Alemania en la Primera Guerra, asumen al país por dignidad, para encarar el vacío institucional ante la cobarde huida del Kaiser a Holanda y de factores de poder que se escondieron: la gran industria, las Fuerzas Armadas, la Iglesia, el comercio, los intelectuales, a la espera de que la humillación cayera sobre los democrátas. El nuevo gobierno da la cara por un país ocupado militarmente, obligado a pagar reparaciones de guerra y ceder territorios.

La derecha y los comunistas desacreditan a la socialdemocracia, los llaman “socialfascistas, y facilitan lo que viene. Los “astutos” responsables, se fregaban las manos ante el descrédito de “los políticos” y esperaban su caída para sucederlos. Sin historicismo ni niño muerto, el oportunismo y la traición de los factores de poder entronizan a Hitler. Es canciller en minoría parlamentaria, por la decisión política apocalíptica del jefe del país y héroe de guerra, el presidente mariscal Von Hindenburg, esencia del conservatismo junker la aristocracia prusiana más rancia. Otra decisión y la historia sería distinta. Ante el asombro de su entorno exclamó «le bajaré los pantalones al cabo Hitler, lo pondré bocabajo y lo haré chillar». Así llegó al poder la minoritaria banda criminal de las S.A. No por razones sociológicas sino políticas. Browning estudia el comportamiento de los miembros de un batallón civil de reserva de la policía polaca que realizó su labor de exterminio con extraordinaria “eficiencia”. No eran criminales fanatizados con una “misión histórica”, sino hombres ordinarios, padres de familia sencillos. Pocos se negaron a las degollinas de inocentes, niños y mujeres.

En las guerras civiles de secesión, la norteamericana, la española, los Balcanes y Ruanda, la infinita crueldad, el horror inhumano y sangre corrieron entre gente normal que antes trocaba tazas de harina o azúcar (juro no hablar de la “banalidad del mal”). Películas de Fernando Trueba y García Berlanga cuentan anécdotas humorísticas. Una de ellas, como la milicia republicana, que había tomado un lado de la calle, intercambiaba fósforos y cigarrillos de balcón a balcón con la tropa franquista, del otro, entre primos y sobrinos, peri hubo 600.000 muertos. Los genocidios interiores han sido mucho más crueles que las guerras convencionales, pues mientras estas revientan por intereses abstractos, las otras cobran resentimientos entre jefes locales siniestros. De triunfar Largo Caballero y La Pasionaria, al baño de sangre no hubiera sido menor, si vemos lo que hicieron los republicanos antes y después de 1936. Persecuciones por raza, religión, doctrina, odio ruin, bestial, exaltación de bajas pasiones, contra los objetos de exterminio. Políticos, grupos de poder y los medios de comunicación responden por el derrame de sangre. No hay filosofía en el horror de la masacre por los hutus, negros como ellos. La hoja cortante tiene poco que ver con la tradición filosófica. 

@carlosraulher

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