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La sombra que vence a la casa

Opinión
Artículos de opinión
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Tiempo de lectura: 2 min.

La angustia y la tristeza se mezclan, acrecentadas, ante lo que a muchos no parece importarle y ante los pocos intentos de una minoría, preocupada y arrinconada, para buscar una solución o una modesta política para evitar el derrumbe, el colapso total del campus de la UCV-Maracay.

Sigue el desvalijamiento de oficinas y departamentos, perpetrado por seres invisibles y con la mayor impunidad jamás vista en esta institución. Y a quienes corresponde en los cargos de dirección en las facultades y en las dependencias centrales la responsabilidad de encararlo con firmeza y un carácter institucional acorde con las gravísimas circunstancias, sólo muestran un mínimo gesto de actitud de burocracia anquilosada y “atornillada” en una minúscula parcela de poder: su actuación se limita a ese pequeño ámbito de su parcela personal, lo que hace lucir a toda la UCV como un cuerpo desmembrado y agónico.

Muchos parecen olvidar, y en algunos casos ignorar, que la academia no es sólo un conjunto de asignaturas, horas de clases, tesis y reuniones generalmente estériles y referidas a una realidad imaginaria que ni siquiera alcanza a la categoría de ideal. La academia, en su estricto sentido originario, es una comunidad espiritual en la que los valores intelectuales y la ética han de ser pilares indestructibles. Al no ser así, transitamos por este desfiladero por el cual hoy vamos a ciegas y a punto de caer al vacío, entre negligencias, incompetencias, complicidades y, al igual que el país, en un estado de anomia con visos de demencia colectiva.

Nuestra cotidianidad ya es la indiferencia o la resignación ante la destrucción material y moral de esta institución, en la que el desvalijamiento de edificaciones y la acritud y no pocas bajezas en las relaciones personales son el escenario y la trama de esta peculiar tragedia, que muy bien refleja la de todo el país.

De seguir así, en el fatigado marasmo académico, administrativo y gremial, y con un estudiantado más reactivo que creativo, muchas veces justificado todo ello por el déficit presupuestario, dedicados al más elemental inmediatismo de la sobrevivencia y con las cada vez más mermadas reservas espirituales, morales e intelectuales, sólo nos quedará por hacer lo que Unamuno dijo respecto a la Universidad de su país y de su tiempo si no se emprendía una verdadera renovación: darle garrote vil y luego aventar sus cenizas.

La sombra no se vence sólo con un lema orgullosamente proferido en actos de graduación y en declaraciones políticas, porque no podemos seguir amparándonos en frases hechas entre las cuatro paredes de una oficina y detrás de un escritorio. ¿Acaso no suele denominarse alma mater (madre nutricia) a la Universidad? Tal como estamos hoy, podemos parafrasear al poeta Whitman cuando se refería a su país: la Universidad es un cuerpo que ha crecido con muy poca o ninguna alma.

De nosotros depende el dejarla al capricho de las manipulaciones politiqueras y de las acentuadas pasiones de la barbarie civilizada, cuyos tentáculos hacen prosperar toda forma de corrupción, o convertirla de verdad en una comunidad espiritual para la cultura, para la ciencia desprejuiciada y la formación ciudadana.