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El pesimismo o la vida es una enfermedad mortal

Opinión
Artículos de opinión
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Tiempo de lectura: 3 min.

1.-

Una incierta luminosidad alberga el hombre en el escondite del pensamiento. No es un hombre cualquiera. Usa un perfil ostentoso, bigotes pronunciados, barba rala. El brillo en los ojos dispersa la sesgada intención de quien lo mira. Reticente, sonríe de lado y de soslayo describe a quien lo nombra. Descose el espíritu y reniega a veces de la inactividad. Comienza el pesimismo a abordarlo: “El hombre no es solitario, pero el pensar lo es”, dice Gottfried Benn en uno de sus Ensayos escogidos.

La descripción, hecha sólo para fijar el lugar y el acento de un desconocido, forma parte de la puesta en marcha del sombrío tránsito de quien piensa. El ensayo de Benn hace referencia al hombre blanco. Diríamos que se trata de una revelación racista de quien ve desde lejos las aglomeraciones de culturas distintas, que piensan –escribe- desde el anónimo colectivo. “En lo que se refiere a la raza blanca, no sé si su vida es feliz, pero su pensamiento ciertamente es pesimista” (una a favor). Esta afirmación del poeta de habla alemana suscita muchas dudas, pero a la vez nos permite pensar a propósito de su yerro. Pero no nos vamos a adentrar en esta excusa. Más nos interesa saber del pesimismo de todas las pieles. Blancos, negros, cobrizos, amarillos, todos, sufren de este síntoma, porque se trata de eso, del anuncio de algo que es más hondo.

Para el pesimista (los verdaderos, porque la mayoría que lo expresa sólo juega a la ruleta rusa, pero sin balas) la muerte es un regalo para “la bestia ridícula”, como Schelling define a quien como él usa dos piernas y fuma, por decir.

2.-

Un sujeto de peluquín ronda una calle, se pasea desalentado, hasta que consigue un sitio y se sienta a cavilar. Se trata del mismo tipo que ha servido de modelo para guiarnos por este cuestionario sin preguntas. Con aliento nihilista descorre el perfil de Nietzsche, aunque reserva una sonrisa destinada a Byron: “Maldito aquel que ha creado la vida”. Si esto no es pesimismo, podría llegar a ajustarle cuentas a un cepo, o amolar con exagerado encanto la hoja de la guillotina.

En estos días de invasiones, fusilamientos morales, revelaciones palaciegas nos mostramos más pesimistas, pese a que solemos escoger tiempo para el relajo, es decir, para dejar a un lado la tragedia. El juego de malabares es un espejo frente al rostro de un cadáver. Quien lo coloca disfruta. No sabemos qué lo impulsa a tal cosa, pero disfruta. Sabe que él será blanco de este mismo ejercicio: probar que la muerte tiene su encanto, saber que desde el lejano silencio, allá donde se anuncian las alimañas, la carroña, existe un espacio donde se tiene conciencia del vacío, un hueco cínico. La muerte no define nada. Es una enfermedad, aunque también se trate de la cura absoluta de la vida. Y si vivir es una enfermedad mortal, morir es un depurativo eterno.

Sufrir la existencia misma, como ha dicho el eremita Shkyamuni, citado por Benn. Y así vamos, a pie o a caballo sin dejar marcas, que para nada hacen falta, canta el anónimo.

3.-

Este severo, pero a la vez divertido estanco de extraños comentarios, sólo sirve para distraernos de ácaros y falsos políticos. Precisemos: el mundo ciertamente flota con nosotros encima, pero no responde por nuestro extravío, por las irrazonadas e irrazonables imprevisiones de quienes creen haber conquistado la trascendencia, ese tábano incalificable, abultado por el veneno de la angustia.

Casualidad, causalidad. Nada de eso. Seguimos: nadie escapa del pesimismo. Sea negro, blanco, amarillo, cobrizo o morcilla de la historia. Y si bien el cristianismo ha servido para garantizar el paraíso, la reconquista de la infancia, para muchos el suicidio es la angostura para no acceder a la eternidad, para lo que le importa al desesperado. De modo que la vida es un asunto demasiado serio para no reírse, para no relajarse y amanecer de bala, entre resaca y resaca, aunque también el pesimismo también intente formar parte del potasio.

A punto de alcanzar el conocimiento, el pesimismo –colega de tantos de quienes hablamos de él o tratamos de acariciar, sin caer en el pistoletazo- sigue su camino en medio de los ojos, entre las cejas. Y así, no importa el grado o nivel de descreimiento, una canita al aire.