CAMBRIDGE – Al comenzar las reuniones anuales del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en Washington, DC, resulta conspicua la ausencia de uno de sus países miembros: Venezuela. Sin embargo, es mucho lo que se debe discutir sobre las finanzas venezolanas. De hecho, una crisis de su deuda pública parece inevitable.
Todas las crisis importantes de deuda soberana del pasado, incluso las de México y Grecia, han generado cambios en la reglamentación, la jurisprudencia o las estrategias adoptadas por deudores, acreedores e instituciones financieras internacionales. En fecha más reciente, la batalla judicial de 15 años de Argentina con sus acreedores –en la que los “holdouts” obtuvieron resultados considerablemente mejores que los acreedores que años antes aceptaran el canje– desestabilizó la arquitectura financiera internacional y generó un nuevo conjunto de reglas. Venezuela será el primer país en navegar estas nuevas reglas, y no puede darse el lujo de hacer las cosas mal.
Venezuela se encuentra en medio de una grave crisis producto de sus propios actos. El gobierno usó los años en que el precio del petróleo estaba alto, de 2004 a 2013, para quintuplicar su deuda externa, expropiar importantes sectores de la economía, e imponer draconianos controles cambiarios, laborales y de precios. En 2014, a medida que colapsaba el precio del petróleo, el gobierno, tras haber perdido el acceso a los mercados de capital como consecuencia de su despilfarro, decidió continuar sirviendo su deuda en bonos e incumplir sus obligaciones hacia los importadores y la mayor parte de sus acreedores no financieros.
Además, el gobierno rechazó tanto la asesoría como el financiamiento del FMI, y en su lugar equilibró los flujos de divisas imponiendo la mayor contracción de importaciones que haya existido en la historia de América Latina. Esto hizo que la producción se desplomara más del 30% (debido al recorte de los insumos importados), disparó una inflación del 700%, y produjo rápidamente una pronunciada escasez de productos básicos. Entre otras cosas, esta distorsión sin precedentes en las prioridades llevó a un colapso en la producción de petróleo, debido a que la compañía petrolera nacional, PDVSA, no pudo mantener su infraestructura de producción e incumplió con los pagos a contratistas claves, a fin de pagar a sus tenedores de bonos –matando así la gallina de los huevos de oro–.
La falta de acceso al mercado significa que Venezuela no puede refinanciar sus obligaciones, excepto bajo condiciones que empeoran su solvencia, como lo está intentando hacer PDVSA en este momento. Tampoco puede generar divisas suficientes para pagar sus deudas a medida que vencen. Es decir, de un modo u otro, Venezuela necesitará reestructurar su deuda actual.
En última instancia, una reestructuración serviría los intereses de todos; restringir tan severamente la capacidad de importar de una economía solo debilita su capacidad de producir y repagar. Pero, ¿con cuáles herramientas cuenta Venezuela para asegurar una solución cooperativa con sus acreedores en un mundo post Argentina? Y, ¿qué papel deberían desempeñar las instituciones financieras internacionales para facilitar un resultado eficiente?
Uno de los componente críticos para que una reestructuración de la deuda tenga éxito reside en asegurar que los acreedores que están en una situación similar reciban un tratamiento comparable. Pero, esto resulta imposible a menos que se solucione el problema de los “holdouts”: si la mayoría de los acreedores acuerda reducir o posponer el cobro de sus acreencias, siempre es tentador para un acreedor individual no ceder en cuanto al pago total aprovechándose de la mejora en la capacidad de pago del deudor generada por el sacrificio de los demás. Es por ello que los tribunales de quiebras y los bonos con cláusulas de acción colectiva (CAC) buscan imponer a todos los bonistas, incluso a los “holdouts” en potencia, acuerdos aceptados por una mayoría calificada de los acreedores.
En Argentina sucedieron dos cosas. Primero, los bonos soberanos cuyo pago se incumplió carecían de CAC, por lo tanto no había manera de obligar a los “holdouts” a aceptar el trato inicial. Luego, y lo que es más importante, años más tarde, una corte estadounidense aceptó una novedosa interpretación de la cláusula pari passu propuesta por los acreedores “holdouts” (y rechazada virtualmente por todos los operadores y profesionales tradicionales del ámbito de la financiación soberana). Como resultado, a Argentina se le prohibió efectuar el pago corriente de intereses a los tenedores de su deuda reestructurada, a menos que de manera simultánea pagara a los “holdouts” el monto total del capital y los intereses que les debía según los contratos originales.
La reestructuración en el mundo post Argentina se ha hecho más difícil, puesto que el éxito de los “holdouts” en el litigio mencionado significa que los bonistas inclinados a negociar una solución tendrán que explicarles a sus propios inversores por qué no persiguen una estrategia de “holdout” potencialmente más lucrativa.
La deuda de Venezuela es diferente a la de Argentina. Alrededor del 60% de su deuda pública externa consiste en bonos, emitidos por partes aproximadamente iguales por el gobierno y por PDVSA. Con muy pocas excepciones, los bonos del gobierno tienen CAC, por lo cual abordar el problema de los “holdouts” resulta ser algo más fácil. Los bonos de PDVSA han sido emitidos en Estados Unidos y, como se exige por ley a todos los bonos corporativos, no contienen CAC.
No obstante, es posible que PDVSA pueda acceder a protección judicial ante el riesgo de bancarrota tanto en Venezuela como en Estados Unidos. Si llegara a ser necesario, PDVSA podría conseguir un mandato judicial de moratoria con respecto a acciones judiciales en su contra hasta que se llegara a un acuerdo de reestructuración, evitando de este modo un embargo desordenado de sus activos.
Como forma adicional de presión para asegurar la participación, se puede retirar o modificar el derecho exclusivo que tiene PDVSA a explotar las reservas de hidrocarburos venezolanas. (Es interesante que estas dos posibilidades se subrayan como “factores de riesgo” en los documentos de oferta de bonos de PDVSA).
Tanto PDVSA como el Estado también pueden recurrir a “consentimientos de salida” (“exit consents”): cambiar algunos de los términos de los bonos –la cláusula pari passu utilizada por los “holdouts” de Argentina, así como otras disposiciones importantes– mediante acuerdos con una mayoría simple en el caso de los bonistas de PDVSA, y de dos tercios en el caso de los tenedores de la mayor parte de los bonos del Estado.
Venezuela también podría distinguirse de Argentina comprometiéndose con un sólido programa de reformas y buscando el apoyo del FMI. Según la nueva política de acceso excepcional al financiamiento del FMI, Venezuela potencialmente podría solicitar más de US$ 70 mil millones de nueva financiación para su programa de reformas. Y este respaldo debería contribuir a que sus acreedores brinden su apoyo.
Dentro de este contexto, el FMI y gobiernos claves deberían apoyar la decisión de Venezuela de no tratar a los “holdouts” en potencia mejor que a los acreedores con los cuales llegue a un acuerdo. El incumplimiento de pagos que se origina en una renuencia a pagar, no merece apoyo internacional. Sin embargo, cuando un deudor está imposibilitado de pagar, nada se logra obligando al pago. Cuando un número importante de “holdouts” insiste en recibir el pago total, resulta imposible diseñar una reestructuración efectiva, a menos que otros acreedores reduzcan o aplacen sus derechos. Esta es la definición del parasitismo.
Ninguna estrategia para socavar a los “holdouts” puede significar también que se dejará de acometer la reestructuración, lo cual podría conllevar un caos e incluso un Estado fallido. Ninguno de estos resultados serviría los intereses de la comunidad financiera internacional ni del pueblo venezolano.
Traducción del inglés de Ana María Velasco
Ricardo Hausmann, ex Ministro de Planificación de Venezuela y ex Economista Jefe del Banco Inter-Americano de Desarrollo, es Director del Center for International Development at Harvard University y profesor de economía del Harvard Kennedy School. Mark Walker es director gerente de Millstein & Co. Anteriormente fue director gerente de Rothschild, Lazard y Cleary Gottlieb Steen & Hamilton, siempre en las áreas de asesoría a emisores soberanos.
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