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Venezuela en el corazón

Opinión
Tiempo de lectura: 6 min.

Del revés y del derecho

Cuando yo era un niño la ventana de mi casa, por el lado donde dormían mis padres, y donde me resguardaban a mí de las inclemencias del asma, era la puerta de Venezuela.

El nuestro era un barrio muy pobre del Puerto de la Cruz, en Tenerife, islas Canarias, y fue uno de los enclaves isleños que se benefició del auge económico, esencialmente petrolero, de Venezuela, adonde habían ido muchos exiliados españoles de la guerra civil organizada por Franco, y adonde empezaban a dirigirse los isleños que carecían hasta de lo mínimo.

El hambre, la escasez, el miedo a que todo eso se convirtiera, además, en miseria, impuso una emigración que, en el lado del pueblo en el que vivíamos, tocaba a la puerta en mi casa. Era, por caprichos o suerte de mi padre, la única vivienda que tuvo teléfono durante años, y la más conocida por los carteros, de modo que por allí pasaba nuestro cartero a dejar la correspondencia que hubiera, para nosotros, para el vecindario.

Allí, a aquella ventana, llegaban las que entonces se llamaban las cartas de llamada que esperaban ansioso los aspirantes a ser emigrantes en Venezuela. Esos hombres que en la isla se habían quedado sin trabajo tenían entre ellos a muchos de nuestra propia familia, que emigraron y que desde Venezuela hicieron que la pobreza local se mitigara. También la nuestra.

Hablar de la miseria que había en aquellos tiempos, y que continuó, no cesó jamás del todo, es hacer una crónica general de España, pues todas las poblaciones de todas las regiones, insulares y peninsulares, sufrieron la misma clase de escasez, que empezaba por la más dolorosa de todas: la que provocan el hambre, la enfermedad o el disgusto de vivir, así como la cárcel, que era una de las manifestaciones de la dictadura.

Aquellos emigrantes pronto pudieron aliviar a los parientes que se quedaron junto a nuestros barrancos. Por azares del destino, y de la ubicación de mi casa, además del hecho de que pronto pude leer y escribir, yo fui un testigo muy precoz de los cambios que se fueron sucediendo gracias a Venezuela…

Este país, entonces afluente, muy rico, les dio trabajo a quienes iban a mi casa a buscar la carta de llamada… Mi padre nunca viajó, pero mi madre se fue allá en el pensamiento que dedicaba a los parientes que desde allí le fueron contando qué pasaba lejos de la indigencia isleña.

Atrás habían quedado las mujeres, que puntualmente les explicaban a quienes se habían ido, en general sus maridos, o sus hijos, qué pasaba en el terruño que habían dejado atrás. No fue una balsa de aceite aquella vida, y yo lo supe tan bien porque esas mujeres, gran parte de ellas (como los hombres, e incluso los niños) analfabetas, iban a mi casa a dictarme las cartas que les explicaban a sus parientes la situación en la que seguía la vida en los barrancos.

Aquellas mujeres se sentaban a mi lado, yo era un chiquillo que las oía, y en esa situación de escribiente, como aquellos escribientes de las novelas y las películas brasileñas, yo apuntaba todo, todo, absolutamente cada una de las cosas que me decían. Como suele suceder en el universo habitual de las cartas de los pobres, el principio de las mismas era halagador, ilusorio: “Querido marido (o cualquier pariente), me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien, nosotros por aquí bien, gracias a Dios”.

Tras esa formalidad venía la realidad que habitaba nuestra casa, por cierto, además de las casas de alrededor, así que las mujeres me dictaban, como en una novela de Juan Rulfo, la verdadera geografía humana, la intensa desesperación popular, que se vivía en esos años de plomo de la vida española, taponada por la horrible consecuencia de la contienda europea, que nos dejó a todos los que nacimos en esos años (yo nací en 1948) al borde de la inanición y el analfabetismo.

En mi casa yo tuve una desgracia, el asma, y varias suertes. Una de ellas fue que mi padre había comprado una radio con la que aprendí a leer, y la otra es que, al no admitirme en trabajo alguno a causa de una enfermedad, pronto hice de mi facultad para leer, y para escribir, una razón para que me admitieran en un taller de venta de partes para remendar los automóviles.

Aquellas cartas, muchas de ellas conmovedoras, me ayudaron también a tomar conciencia del mundo en el que vivía, y a saber muy pronto hasta qué punto era Venezuela esa parte de Dios a la que se dirigía mi madre, y las otras madres o parientes, que suspiraban por un mundo mejor. Naturalmente no era verdad esa letanía (“nosotros por aquí bien, gracias a Dios”)… Uno de aquellos hombres, primo y a la vez cuñado de mi madre, volvió años después, siendo una persona con posibles, ganados en una empresa láctea de Caracas, Leche Carabobo…

Él llegó al patio de mi casa, yo lo vi llegar, y lo miré cuando él se fijaba en lo más evidente de aquella cueva oscura: el petróleo había dejado como el cuadro de la pobreza el sitio en el que mi madre nos hacía la comida… Al día siguiente llegó a casa la primera cocina de gas que hubo en el barrio, y yo siempre le atribuí ese milagro a la realidad de la vida: Venezuela era el sitio del que podíamos esperar asistencia o futuro.

Venezuela fue la representación de la generosidad y el futuro para muchos de los que vivíamos en el barranco, y por eso le repliqué en 2016 al líder español de Podemos, Pablo Iglesias, cuando instó a los periodistas a no interferir con sus artículos o informaciones, según él sesgadas, contrarias al legado de Hugo Chávez, el devenir glorioso de Venezuela…

No era un porvenir glorioso, no lo fue, no lo ha sido. Muchos venezolanos viven ahora lejos de la miseria, huyendo de la miseria, en los barrancos desde los que viajaban en barcos oscuros, los canarios que a muchos nos salvaron de la miseria y nos dieron la alegría de una vida que hizo escribir a un emigrante de la isla del Hierro esta inscripción en la casa grande y alta, un rascacielos, que pudo hacerse en su isla: “Gracias, Venezuela”.

Aquel artículo con el que repliqué a Iglesias se tituló Por aquí todos bien, gracias a Dios. Fue evocado en seguida en las redes sociales por una emigrante venezolana de aquellas fechas, en torno a 2016, de modo que resultó, por su repercusión, el texto más leído de todos los que he escrito en mi vida. Estimo que eso fue porque lo leyó mucha gente en el mundo, venezolanos o de todas partes, persuadidos de que la vida no era como la pintaba la historia reescrita por los que consideraron, como el citado Iglesias, que aquel país vivía en una gloria supuesta que acabó en dictadura…

Ahora, el 28 de julio, hay elecciones en Venezuela. Se dicen decisivas, ojalá lo sean. La Fundación Ortega y Gasset de Madrid celebró este último martes un coloquio al que me convocaron. Más o menos conté estas cosas, para hablar de mi amor a Venezuela, de mi esperanza en el porvenir humano de Venezuela.

Mi colega mexicano Ricardo Cayuela dijo allí algo muy importante: si ganan los que se oponen a los presentes oprobios, los que venzan han de ser generosos, respetuosos, con los que pierdan. Venezuela necesita un abrazo, miles de abrazos, y sobre todo necesita ser, otra vez, el país de la esperanza, aquella que nos vino a los canarios cuando nosotros dábamos las gracias a Venezuela por ayudarnos a sobrevivir la miseria.

5 de julio de 2024

Clarín

https://www.clarin.com/opinion/venezuela-corazon_0_Mn8F8H47JN.html