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Venezuela requiere un reset

Artículos de opinión
Tiempo de lectura: 4 min.

La confrontación entre China, Rusia y el mundo occidental es una transformación global que redefine el equilibrio del poder, la economía mundial y el destino de millones. No es una Guerra Fría 2.0, sino una disputa más compleja, más tecnológica y difusa, donde el dominio no se juega solo en los campos de batalla, sino también en fábricas, satélites, redes sociales y minerales raros y lo son tan raros.

China avanza con determinación. Su fuerza no está únicamente en su economía, ni en el tamaño de su población, sino en su capacidad de manufactura. Esa habilidad para producir desde componentes electrónicos hasta armas de última generación con una rapidez y escala que ningún otro país puede igualar, es el núcleo de su poder. Mientras en Occidente los ciclos de producción están fragmentados, condicionados por regulaciones laborales y vaivenes democráticos, en China la planificación centralizada permite responder con velocidad, volumen y precisión, incluso en sectores estratégicos como el militar.

A diferencia de las democracias liberales, donde los liderazgos cambian constantemente, en China la ausencia de alternancia en el poder brinda una continuidad que, si bien puede generar desviaciones estratégicas profundas, también le da capacidad para ejecutar estrategias a largo plazo sin interrupciones. Esta estabilidad política puede ser usada tanto para el desarrollo como para el desvío de objetivos. La visión de una China decidida a tomar el control de Taiwán no parece solo una cuestión territorial o simbólica, sino también un punto de control tecnológico global. Poseer Taiwán sería controlar buena parte de la producción mundial de semiconductores. Por eso, una eventual invasión no sería solo una ofensiva militar, sino una sacudida sísmica para la economía global.

Taiwán podría convertirse en el nuevo episodio tipo Bahía de Cochinos, pero al revés. Una incursión militar allí podría incendiar el tablero del Pacífico. Y con ello, poner a prueba la voluntad real de defensa de los valores occidentales que hoy se están dividiendo.

Rusia, por su parte, sigue su propia estrategia. La invasión a Ucrania evidenció un intento por restaurar zonas de influencia al estilo soviético. Pero mientras eso ocurre, las economías rusas y chinas fortalecen su cooperación con otros países. También lo hacen en el terreno de la energía, los alimentos y los metales estratégicos. Quieren reconfigurar no solo los mapas, sino también las cadenas de suministro y la hegemonía del dólar. Las dificultades económicas internas de Cina y Rusia no afectan su estrategia militar. 

El Occidente, en particular Europa, comienza a resentir los efectos de este nuevo escenario geopolítico. La necesidad de destinar crecientes porciones de sus presupuestos a armamento y defensa —motivada por la amenaza rusa y por la presión de EE.UU. en el marco de la OTAN— está erosionando los pilares del modelo europeo: el Estado de bienestar. La educación, la salud, la asistencia social y la inversión pública en innovación y cultura empiezan a ceder espacio frente al gasto militar. Esto puede llevar a una fractura del pacto social europeo y a una transformación de su identidad civilizatoria.

Si este proceso se intensifica, Europa corre el riesgo de perder aquello que la convirtió en referente de equilibrios democráticos, prosperidad humanista y cohesión social. Se convertiría, poco a poco, en una versión más militarizada y tensionada de sí misma, o incluso en un simple apéndice estratégico de EE.UU. O, en el peor de los casos, podría desdibujarse como civilización, dejando atrás su papel histórico de faro cultural y modelo de convivencia. Venezuela puede ser un gran aliado de Europa.

Frente a esta dinámica, Occidente no está exento de vulnerabilidades. Además, las democracias enfrentan el reto de sostener decisiones estratégicas de largo plazo bajo presiones electorales y sociales cambiantes. La volatilidad política puede ser un obstáculo frente a potencias autoritarias que operan sin rendición de cuentas interna.

No hay señales claras de quién va ganando esta batalla. Las democracias siguen siendo atractivas para los talentos del mundo, para los capitales privados y para quienes valoran la libertad. Pero la concentración de poder en manos de regímenes como el chino o el ruso les otorga una capacidad de maniobra e imposición que no debe subestimarse.

El mundo multipolar que se perfila no es necesariamente más justo ni más pacífico. Podría ser más inestable, más impredecible. Un mundo donde las potencias no solo compiten, sino que sabotean. En este escenario, ni EE.UU. ni China tienen la victoria asegurada. El desenlace dependerá no solo de la fuerza bruta o de la diplomacia, sino de quién logre construir un modelo sostenible, inclusivo y atractivo para las mayorías globales.

Venezuela debe también elevarse a los difíciles retos geopolíticos y beneficiar a su población. Todos los países desean invertir en energía y minerales en Venezuela. Con recursos energéticos abundantes, pero sin un Acuerdo Nacional, el país permanece inmovilizado por sanciones y mala gerencia, sin poder aprovechar su potencial ni defender sus intereses geopolíticos más urgentes. 

X: @alejandrojsucre

https://www.eluniversal.com/el-universal/205073/venezuela-requiere-un-reset