Las palabras de Trump acerca de la OTAN y Europa han sido interpretadas como el primer paso de una alianza del trumpismo con la Rusia de Putin en contra de la Europa democrática. Quienes se han apresurado a difundir esa opinión, o son organismos mediales cuyo objetivo es vender sensacionalimos sin atención a los hechos, o no conocen todavía ni el estilo ni las estrategias de Trump. Los primeros forman parte de una lacra pseudo periodística incrementada en la era digital y a la que alguna vez habrá que enfrentar en términos más judiciales que políticos. Con los segundos, en cambio, es importante polemizar, sobre todo si consideramos que, de la evaluación y del carácter del trumpismo, dependerán muchas decisiones del cercano futuro.
Aislacionismo o internacionalismo
Repitamos lo afirmado en artículos pretéritos: el trumpismo no es un fenómeno nuevo sino una de las dos tendencias que se han dado de modo permanente en la política internacional norteamericana desde comienzos del siglo XX. Esas dos tendencias son el aislacionismo y el intervencionismo.
A Trump es posible ubicarlo como representante de un intento por regresar a la tradición aislacionista inaugurada por la Doctrina Monroe de 1823, la que proclamaba la no intervención de Europa en asuntos americanos y viceversa. De acuerdo a esa doctrina convertida en tendencia, los EE UU no forman parte de una comunidad de destino con Europa sino al contrario: las europeas y la americana serían dos historias separadas que pueden cruzarse, pero no están condenadas a mantenerse unidas a través de los tiempos.
Para decirlo de otro modo: EE UU se arrogaba el derecho y el deber a intervenir en conflictos en los que Europa se encontraba involucrada, pero solo –y esto es lo decisivo– si los intereses particulares de los EE UU estaban en peligro. El aislacionismo es, como se deduce, nacionalista y no internacionalista.
A primera vista, el internacionalismo parece haber primado por sobre el aislacionismo. A segunda vista, sin embargo, vemos que en la mayoría de los conflictos internacionales en los que ha actuado EE UU (con excepción de algunas intervenciones belicistas como las impulsadas por Bush Jr. en Irak y en menor medida por J.F. Kennedy en Cuba) sus gobiernos han puesto –y en esto no se diferenciaría EE UU de otras naciones del mundo– sus intereses nacionales por sobre los de las demás naciones aliadas. Y bien, justamente desde esa perspectiva debemos pensar la presencia de EE UU en la OTAN.
La OTAN fue en primer lugar un producto de posguerra. En segundo lugar, de acuerdo a las formas adquiridas, fue un producto neto de la Guerra Fría, cuyo objetivo era bloquear el avance del imperio estalinista hacia Europa. No nació como consecuencia de un llamado de los países europeos (salvo la Inglaterra de Churchill) sino más bien como un proyecto norteamericano destinado a convertir, si se daba el caso, a toda Europa Occidental en un campo de operaciones militares en contra del avance de la URSS. Ese fue al menos el papel que la OTAN cumplió durante la guerra fría. Y lo cumplió bien.
Para los gobiernos norteamericanos el orden de los factores estaba muy claro: la OTAN debería ser la barrera militar de contención a la URSS en la principal disputa del periodo: la que se daba por la supremacía mundial entre la URSS y los EE UU. Pero ahora – y eso es lo que han entendido políticos como Trump– las condiciones geopolíticas ya no son las mismas que imperaban durante la Guerra Fría.
Lo que hoy está en juego para los EE UU (aunque Putin imagine lo contrario) no es la lucha por la supremacía mundial con Rusia, sino con China.
“Rusia no es más que una potencia regional”, dijo Barack Obama. Una frase que seguramente podría haber suscrito sin problemas Trump. Con eso quiso decir Obama lo mismo que después dijo Trump: “nuestro enemigo principal es China”. Y seguramente, piensa Trump, en un conflicto contra China la parte europea de la OTAN es muy poco lo que tiene que aportar a los EE UU. Luego, la OTAN solo puede ser útil en un nivel regional subalterno con respecto al gran problema mundial que presenta China, donde los aliados de EE UU (Japón, Corea del Sur, probablemente Vietnam y luego Australia y Nueva Zelandia) pueden construir un férreo cordón sanitario sin necesidad de apelar al concurso de la OTAN. No obstante, ahí encontramos el gran error geoestratégico de Trump.
China y Rusia no constituyen frente a Occidente (y por tanto frente a Norteamérica) dos enemigos separados, como parece pensar Trump. Por el contrario, son parte de una alianza global que incluye además a países atómicos como Corea del Norte e Irán. Rusia, guste a Putin o no, se ha convertido, gracias a la política del mismo Putin, no solo en una nación aliada sino, además, en una zona dominada por China, tanto en los terrenos económicos como en los militares.
Para la China de Xi, la Rusia de Putin no pasa de ser un perro de presa atómico, como lo son Irán y Corea del Norte. Putin es, si lo vemos objetivamente, un lacayo geoestratégico de China.
Bastaría una sola frase de desautorización pública de Xi para poner fin a la guerra de invasión de Rusia a Ucrania. Si no lo hace, es simplemente porque el inteligente dictador chino ha advertido que si Putin gana esa guerra –eso es lo que no sabe entender Trump- el occidente político, sobre todo EE UU, quedará muy debilitado frente a China en sus pretensiones de continuar escalando en un proyecto de hegemonía mundial. En otras palabras, el nuevo orden mundial que conviene a Rusia y a China -al que gobernantes oportunistas como el brasileño Lula apoyan sin condiciones– es un orden políticamente degradado, uno donde las democracias que sobrevivan se verán obligadas a acatar los dictámenes que provengan de las potencias autocráticas del planeta Tierra.
Joe Biden, a diferencias de Obama y Trump, sí parece haber entendido bien la esencia del problema. En reiteradas ocasiones ha afirmado “la contradicción principal de nuestro tiempo es la que se da entre democracias y autocracias”. Eso significa, a diferencias de lo que piensa Trump, el conflicto con China no solo es económico sino también, y sobre todo, político. Tiene que ver, nada menos que con la hegemonía política mundial.
Intentemos entender a Trump.
Trump es un hombre políticamente poco educado. Trump es un empresario muy exitoso y, como todo empresario, tiende a ver solo el lado económico y no el político de las cosas. Por lo mismo, Trump está lejos de ser una persona que sustente ideales éticos o políticos. Seguramente, si debiera elegir entre mantener buenas relaciones internacionales con una dictadura de un país próspero o con un gobierno de un país democrático pero sin crecimiento económico, lo haría a favor de la primera. Digamos más claro: Trump no es un demócrata, y eso no lo vamos a descubrir ahora.
Como la mayoría de los ciudadanos de su país, Trump es pragmático. Razón por la que ante sus millones de seguidores aparece como un político honesto que dice lo que piensa sin remilgos, alguien en fin, que va directamente al hueso de cada problema. Con relación a la OTAN, Trump dice seguramente lo mismo que diría el propietario de un edificio a los arrendatarios que pagan sus arriendos con retraso, «el que no paga, se va». E incluso, la frase de Trump que más horrorizó a los políticos europeos, «yo alentaré a Rusia a hacer lo que quiera con los países que no pagan», podría traducirse en la boca del propietario de un edificio, así: «si no me pagas llamaré a la policía para que te sequen en la cárcel».
Trump no conoce el idioma diplomático o hace como que no lo conoce. Pues Trump –y en eso ya no hay discusión– es un populista. Y los populistas siempre dicen lo que más gusta oír al público vulgar que es, lamentablemente, mayoría en todos los países del mundo. A ese público y no a nosotros habla Trump. Si Trump dejara de ser vulgar, dejaría de ser Trump.
Sin embargo, no todo lo que dice Trump es erróneo. Si es popular, es porque todas sus invectivas contienen un fondo verdadero. Cierto es que las condiciones de hoy no son las de la Guerra Fría. Cierto es que Rusia es una potencia regional y no mundial. Cierto es que para Europa el enemigo principal es Rusia y para los EE UU es China. Cierto es que el interés por mantener la OTAN no puede ser hoy un objetivo tan prioritario para EE UU como lo fue durante la Guerra Fría. Cierto es que a EE UU tampoco conviene desmantelar a la OTAN y dejar a Europa inerme frente a la Rusia de Putin. Y cierto es que los gobiernos europeos han hecho poco por la OTAN, en todo caso, mucho menos de lo que deberían hacer frente a la posibilidad no efímera de una guerra directa contra Rusia. Y no por último, es cierto que nadie puede ayudar a nadie que no se sepa defender a sí mismo.
Europa debe aprender a defenderse de sus enemigos sin la ayuda de los EE UU. Las antidiplomáticas palabras de Trump han tenido por efecto presionar a los gobiernos europeos para que inviertan con mayor decisión en la defensa de sus países. Y eso, definitivamente, no ayudará a Putin, como creen algunos grupos de opinión.
Cambio de tiempo
Lo que interesa a los EEUU, con o sin Trump, es que la OTAN no solo sea una institución norteamericana al servicio de sus socios europeos sino que se convierta en una verdadera asociación de naciones, todas con los mismos derechos y deberes. O dicho así: Lo que interesa a Trump, y de hecho también a Biden, es que -para seguir con el ejemplo– la OTAN deje de ser un edificio made in USA y se convierta finalmente en lo que debería ser: un condominio transatlántico: la institución militar de las democracias armadas. Nada más, pero tampoco menos.
Los países europeos tienen las condiciones materiales para valerse por sí solos frente al avance del imperio ruso. De hecho, la mayoría de sus gobiernos, antes aún de las salvajadas dichas por Trump, así lo han entendido. La imagen del más bien opaco Olaf Scholz inaugurando inmediatamente después de las palabras de Trump una nueva fábrica de municiones, es altamente simbólica. Muestra al menos que el Zeitwende (cambio de los tiempos) es algo más que una palabra para salir del paso.
Si Europa quiere evitar una guerra, deberá ponerse en pie de guerra. El ministro de defensa alemán, Boris Pistorius, según encuestas el político más popular de su país (nunca un ministro de defensa había ocupado ese rango), acuñó una palabra muy alemana; esa palabra es Kriegstüchtigkeit. Significa algo así como estar preparados –militar y mentalmente– para la guerra. Solo cuando esta disposición exista, podría ser articulada, sobre todo en la UE, por la comunidad democrática europea. Los acuerdos entre gobiernos no sirven mucho cuando no están respaldados por sus respectivas ciudadanías.
Europa, para alcanzar esa imperativa «disposición para la guerra», deberá lidiar contra dos enemigos. El primero, el enemigo externo: la Rusia de Putin, vale decir, la autonomización de un dictador que quiere hacer la historia universal de nuevo y que, para lograrlo, solo obedece a los mandatos de su mente perturbada. El segundo, el enemigo interno, expresado en el avance de los partidos nacional-populistas (de izquierda o derecha) sucesores genealógicos del antiguo fascismo europeo. Al primero solo es posible enfrentarlo con la disuasión de las armas. Con respecto al segundo, se requiere de algo muy difícil de encontrar en los actuales políticos democráticos europeos: capacidad de convicción, o lo que es parecido, un discurso político militar.
Para tener capacidad de convicción se requiere de algo muy simple, y es lo que aparenta tener Trump: nombrar las cosas por su nombre. Decir en voz alta, por ejemplo, que los nacional-populistas no son verdaderos nacionalistas pues es sabido que la mayoría (sobre todo AfD en Alemania y el lepenismo en Francia) obedece a instrucciones que provienen del Kremlin desde donde son incluso financiados.
Decir que los verdaderos patriotas (no hay que tenerle miedo a la palabra patriota cuando se trata de defender a las instituciones democráticas) son los que se oponen al revisionismo ruso, no solo con ideas, sino con decisión de lucha, como los ucranianos y los gobiernos de los países bálticos. O decir, es otro ejemplo, que hay tres pacifismos: el de los proputinistas que exigen la capitulación de Ucrania, el de los antipolíticos que predican el pacifismo de la otra mejilla (el sermón de la montaña no sirve para la política, escribió Max Weber) y el pacifismo político de los que queremos la paz pero no al precio de dejar de ser lo que somos.
Toda guerra precisa de un discurso político. Ese discurso es el que precisamente falta en los gobiernos democráticos de Europa occidental y central. Ocultar la verdad en tiempos de guerra sería un gran error. Los ciudadanos no piden palabras tranquilizantes, solo quieren conocer las razones exactas por las que sus gobiernos se arman, con o sin OTAN. Si no es así, los nacional-populistas impondrán su propio discurso. Y ese no es otro que el discurso del enemigo.
¿Y Trump? Hay que aceptarlo: todo lo que dice lo dice mal. Pero no todo lo que dice es falso.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.