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¿Cómo debatir con un populista?

Opinión
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Tiempo de lectura: 5 min.

En muchos países occidentales, las divisiones sociales y políticas se han ensanchado al punto de parecer insalvables. Pero lo mismo podía pensarse en los sesenta, una época al menos tan conflictuada como la nuestra; y sin embargo, al final las divisiones de aquel momento se superaron. La diferencia estuvo en el discurso.

En los sesenta, todavía pesaba en Europa el recuerdo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. En Alemania, desafíos externos, como la Guerra Fría, y presiones internas, entre ellas la primera recesión de la posguerra y el aumento del desempleo, sometieron el todavía frágil orden democrático a los embates del radicalismo de izquierda (comunista) y de derecha (nacionalista). En 1968 estallaron protestas estudiantiles en ciudades de toda Europa y en Estados Unidos, en rechazo no sólo de la Guerra de Vietnam, sino también (y cada vez más) del “establishment” como tal.

Casi igual que ahora, en los sesenta la comunicación entre personas con puntos de vista opuestos era difícil. Pero en el debate público de aquella época había un grado de civilidad que hoy brilla por su ausencia. Se entendía (o al menos algunos entendían) que negarse a dialogar sólo reforzaría la mentalidad de “nosotros contra ellos”, que da impulso al radicalismo.

Piénsese por ejemplo en la discusión pública que mantuvieron Ralf Dahrendorf, miembro del Partido Democrático Libre (FDP), y Rudi Dutschke, líder estudiantil de izquierda radical, a las puertas de un congreso del FDP en Friburgo. Dutschke intentó “desenmascarar” a Dahrendorf (un intelectual del establishment liberal) como un explotador antidemocrático; Dahrendorf replicó que la retórica revolucionaria de Dutschke era ingenua, insustancial y en definitiva peligrosa. Pero a pesar de la vehemencia del desacuerdo entre ambos, se dieron mutuamente la oportunidad de exponer sus argumentos en torno de la revolución, la libertad y la democracia.

Esta postura también se vio en relación con los radicales de derecha, por ejemplo el Partido Democrático Nacional de Alemania (NPD), formado en 1964 por varios grupos de derecha. En 1967, en momentos en que el NPD hacía avances en el electorado, se celebró un asombroso debate público, prácticamente olvidado, ante 2000 personas que se reunieron en la Universidad de Hamburgo para oír a un panel discutir sobre “radicalismo en democracia”.

El panel incluyó al líder del NPD, Adolf von Thadden; al editor del semanario liberal Die Zeit, Gerd Bucerius; al autor conservador Rudolf Krämer-Bodoni; a Friedrich Karl Kaul, abogado y político de Alemania del Este; y, nuevamente, a Dahrendorf. El moderador fue Fritz Bauer, un ex exiliado que había sido fiscal en los juicios de Auschwitz en Frankfurt, celebrados entre 1963 y 1965.

El debate comenzó con Thadden, que expuso sus ideas políticas, evaluó sin remordimientos la actuación de Alemania en la Segunda Guerra Mundial y explicó el ascenso del NPD. A continuación, Dahrendorf (un profesor de sociología) hizo un análisis de la variada base de seguidores del NPD, que incluía a antiguos nazis, desencantados en busca de identidad y antimodernistas oportunistas.

Luego Dahrendorf declaró que aunque comprendía a qué se oponía Thadden, no tenía tan claro qué defendía el líder del NPD. ¿Apoyaba siquiera la democracia? Después Bucerius lanzó un desafío más directo a Thadden, al preguntarle si hubiera apoyado el intento de golpe contra Adolf Hitler en 1944. Bauer añadió que la hermana de Thadden había formado parte de la resistencia. Pero Thadden eludió dar una respuesta directa, y dio a entender que no hubiera luchado junto con su hermana.

Sin embargo, Dahrendorf se mostró convencido de que la suerte del NPD debían decidirla los votantes, no los tribunales (que habían ilegalizado al Partido Comunista); idea que Kaul reiteró en una encendida declaración (que sin duda había sido acordada de antemano por la dirigencia de Alemania del Este) sobre el hecho de excluir del debate a los comunistas de Alemania occidental. Otros panelistas se mostraron de acuerdo. Dahrendorf concluyó que una democracia liberal no puede excluir a radicales de una orientación y tolerar a los de otra.

Es difícil imaginar a políticos de los partidos principales e intelectuales públicos de la actualidad debatir abiertamente, con tanta profundidad y respeto mutuo, con los radicales y arribistas de ahora, sean populistas, nacionalistas económicos, euroescépticos o alguna otra cosa. Es evidente que la extrema izquierda y la extrema derecha no dialogan así. Cada bando prefiere predicar para los suyos dentro de burbujas mediáticas donde hay poca demanda de una discusión auténtica de ideas contrarias.

Hoy parece que muchos líderes del establishment (las “élites”, abanderadas del orden democrático liberal) creen que dialogar con figuras radicales es demasiado peligroso, porque una mayor exposición podría conferirles más legitimidad. Pero esta postura también es muy arriesgada, sobre todo porque se ha convertido en una obstinada negativa a ver los cambios sociales que han impulsado a las ideologías extremistas (una actitud que a muchos les parece arrogante). Basta recordar cuando la candidata presidencial demócrata en la elección estadounidense, Hillary Clinton, soltó que la mitad de los partidarios de su rival Donald Trump eran un “montón de deplorables”.

Los extremistas no desaparecerán porque uno quiera. Esperar a que los movimientos radicales se agoten solos (como algunos han sugerido) es imprudente y peligroso, por la cantidad de daño que pueden hacer antes de caer. Para cumplir su responsabilidad de preservar el bien público, las “élites” culturales y políticas deben renegar del elitismo y hallar formatos y fórmulas que permitan un diálogo más constructivo entre grupos distintos, incluidos (por difícil que sea) los movimientos radicales y populistas.

En el debate de Hamburgo, Dahrendorf afirmó con razón que el éxito de los extremistas era una medida de los fracasos de las élites democráticas. Como el NPD en los sesenta, la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) debe su éxito en la elección federal de septiembre pasado a la negativa de las élites políticas, económicas y académicas del país a dialogar en forma constructiva con la opinión pública, y mucho menos con aquellos a los que la opinión pública juzgó dispuestos a escuchar sus inquietudes.

Los defensores de la democracia liberal deben debatir con los populistas no para hacerlos cambiar de idea, sino para que la opinión pública comprenda no sólo contra qué está cada parte, sino también a favor de qué. Es verdad que esto tal vez implique dar a los populistas más visibilidad, con riesgo de que se normalicen ideas extremistas. Pero las amenazas de la polarización agresiva de la esfera pública (que los extremistas han sabido explotar muy bien) son mucho mayores.

POLIS: Política y Cultura

Julio 23, 2018

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