El partido centrista dominante en Suecia, revierte su posición y anuncia que está dispuesto a aliarse con los nacionalistas de extrema derecha”. “Para mantenerse en el poder, [el primer ministro canadiense] Trudeau debe aprender a trabajar con sus rivales”. “Israel, en camino a su tercera elección en un año”. “Protestas callejeras llevan a la renuncia del primer ministro de Irak”. “El premier de Finlandia renuncia al colapsar su coalición”. “Pelosi anuncia que el Congreso procederá con la acusación formal contra Trump”. Estos fueron titulares de prensa de la semana pasada.
Hay países donde los rivales políticos logran ponerse de acuerdo, y gobiernan, compartiendo el poder. En otros, el odio entre los contrincantes hace imposible acuerdo alguno. Los rivales son vistos como enemigos cuyas ideas o actuaciones los inhabilitan. La posibilidad de cohabitar políticamente con personas o grupos que promueven agendas inaceptables o, peor aún, que han sido acusados de crímenes y abusos, resulta moral y psicológicamente inaceptable para sus adversarios. Una alianza con estos adversarios muchas veces equivale al suicidio político de quien se atreva a proponerla. Otras veces es la solución. Dura de tragar, ciertamente, y fácil de denunciar apelando a la moral y a la justicia. A veces, sin embargo, la incapacidad de los adversarios políticos para ponerse de acuerdo condena al país a la parálisis política y gubernamental. Entre 2010 y 2011, por ejemplo, Bélgica estuvo 589 días sin que las facciones en pugna pudiesen formar gobierno.
Actualmente, la polarización es la norma en la mayoría de las democracias del mundo. Si bien siempre ha existido, en los últimos tiempos la polarización se ha exacerbado. Naturalmente, en las democracias la división de la sociedad se refleja cada vez que hay elecciones. Ninguna agrupación política recibe suficientes votos como para formar un gobierno.
Esto no fue siempre así. Décadas atrás, Sudáfrica y Chile lograron evitar la violencia política y tener prolongados periodos de estabilidad y progreso gracias a las alianzas que se dieron entre enemigos históricos.
Nelson Mandela logró lo que nadie creía posible: una transición pacífica de la hegemonía de la minoría blanca, que impuso el apartheid, a una democracia en la cual la mayoría negra alcanzó el poder a través de las elecciones. En Chile, el movimiento democrático negoció un acuerdo con el general Augusto Pinochet que para muchos chilenos era inaceptable. Dejaba al dictador no solo como senador vitalicio sino como intocable comandante de las Fuerzas Armadas, ya que impedía que los presidentes electos pudiesen destituir del cargo a los jefes militares. La Constitución también garantizaba un número de senadores nombrados a dedo por los militares y refrendaba la obligatoriedad de asignar automáticamente a las Fuerzas Armadas el 10% de los ingresos generados por las exportaciones de cobre, la principal fuente de divisas del país. Obviamente, para quienes sufrieron las persecuciones y torturas de la Junta Militar, aceptar todo esto era como ingerir un revulsivo. No obstante, también en Chile, el resultado de una negociación entre el Gobierno militar y las fuerzas democráticas permitió la transición pacífica de una dictadura a una democracia.
Como sabemos, en los últimos tiempos, ni Chile ni Sudáfrica han podido salvarse de las convulsiones políticas que incendian las calles. Pero ambas sociedades se beneficiaron de un largo periodo en el cual enemigos políticos lograron convivir.
En Sudáfrica, después de abolido el apartheid, la economía se expandió, la inflación cayó y proliferaron los programas sociales, muchos de los cuales, por primera vez, beneficiaron a las mayorías más necesitadas. En Chile, las distintas facciones políticas, que incluían tanto a quienes apoyaban a Pinochet como a quienes fueron sus víctimas, lograron ponerse de acuerdo sobre la política económica. El resultado fue una de las economías más exitosas del mundo. Según cifras del Banco Mundial, en el año 2000, más de un tercio de los chilenos vivía en condiciones de pobreza, mientras que para el 2017, la proporción de pobres había bajado al 6,4%.
Estos éxitos no fueron suficientes. En Sudáfrica el desempleo, la inmensa corrupción y un estado inepto son fuentes de grandes frustraciones. En Chile, se descuidaron las necesidades de vastos sectores de la sociedad. En ambos países la desigualdad económica está entre las más altas del mundo.
Queda por verse si estos dos países encontrarán la forma de producir coaliciones que hagan posible gobernar y prosperar. El reto que enfrentan Chile y Sudáfrica hoy lo enfrentan la mayoría de las democracias del mundo: crear, en una sociedad altamente polarizada, acuerdos entre grupos que se odian.
Es posible imaginar un futuro en el cual las democracias del mundo se dividen entre aquellas que están empantanadas en conflictos irresolubles que las estancan y otras que, gracias a acuerdos entre enemigos políticos, logran formar gobiernos capaces de gobernar. En el siglo XXI, aprender a hacer gobiernos con gente que se odia puede llegar a ser un requisito para que las democracias prosperen.
Twitter @moisesnaim
9 de diciembre de 2019
El País
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