Pasar al contenido principal

AMLO: ¿La nueva revolución mexicana?

Opinión
Artículos de opinión
Artículos de opinión
Tiempo de lectura: 5 min.

Andrés Manuel López Obrador (AMLO) no es el Chavéz mexicano sino un líder de izquierda-centro, uno de los tantos que hubo antes y que habrá después de Chávez. Pues imaginar una política sin izquierdas es tan absurdo como imaginar una sin derechas. El peligro es otro. El peligro es que en México estamos asistiendo a la implosión de todo un sistema político. Implosión que comenzó a tener lugar antes de la victoria de AMLO.

Ordenando la relación de factores, no fue la victoria de AMLO el hecho que provocó la implosión del sistema político, sino esto último llevó al ascenso de AMLO. Veamos los resultados. Ese 53% (record mexicano) obtenido sobre sus seguidores más inmediatos, el candidato continuista José Antonio Meade y el híbrido conservador Ricardo Amaya (candidato de derecha e izquierda a la vez) fue una victoria frente al vacío. Vacío de programa, vacío de política, vacío de todo. Frente a lo que esas candidaturas llegaron a representar, no solo AMLO, cualquier candidato que hubiera levantado una alternativa en contra de la corrupción, del gangsterismo estatal, de la delincuencia organizada por los partidos, habría podido vencer. Más todavía si ese candidato ha dado pruebas de seriedad (la alcaldía de de Ciudad de México fue administrada con relativa eficiencia por AMLO) virtud muy escasa en la clase política mexicana.

No, no se trata de una nueva derrota del PRI como cuando llegó a la presidencia Vicente Fox (2000). Se trata más bien de la relación de complicidad compartida entre el PRI y los demás partidos del sistema. De un sistema caracterizado, en lo fundamental, por una suerte de corporativismo político que durante largas décadas representó el PRI y después fuera ampliado hacia otros partidos como el PAN, y el propio PRD. Pues, hablando en términos políticológicos, lo que primaba en México era, en estricto sentido, una partidocracia. Ahora bien, en contra de esa partidocracia, hundida en los más turbios escándalos que es posible imaginar, levantó AMLO su candidatura. De ahí que, objetivamente, y haciendo abstracción de la retórica revolucionaria del nuevo presidente, su futuro gobierno aparece ante los ojos de muchos mexicanos como un factor de normalización y estabilidad. Y AMLO como el hombre en condiciones de salvar la integridad de la política frente a la corrupción institucional y a la anomia social.

No sin cierta razón algunos publicistas han escrito que AMLO y su partido Morena no solo encarnan un momento fundacional sino uno re-fundacional, vale decir, el de la fundación de un nuevo PRI. Pero las apariencias engañan. A pesar de todas las semejanzas que puedan existir entre el viejo PRI y el nuevo Morena, hay dos grandes diferencias. La primera es que El PRI fundado por el militar Plutarco Elías Calle nació con el objetivo de institucionalizar – o cerrar- la revolución nacida en el 1910. Morena en cambio, dicho con las propias palabras de AMLO, nació para comenzar una nueva revolución. Efectivamente, AMLO habla del inicio de una cuarta revolución: la de la Independencia (Hidalgo), la Gran Revolución (Madero) y la de la Reforma (Benito Juárez) son las tres primeras. La cuarta sería la revolución social de AMLO. Las tres primeras están unidas por dos características: en todas, las grandes masas escaparon a la conducción de sus líderes y todas, fueran sangrientas. Esperemos que la de AMLO, si de verdad hace una revolución, sea algo diferente. México es el país latinoamericano que más muertos ha entregado a sus grandes causas.

La segunda diferencia es que Morena es el partido de AMLO, es decir, es propiedad de AMLO, fundado, organizado y liderado por AMLO. El PRI en cambio era una asociación de políticos y si alguna vez tuvo grandes líderes -Lázaro Cárdenas y Miguel Alemán entre otros- estos fueron siempre fieles a la línea de su partido. En cambio Morena es solo fiel a la línea de AMLO. Sin AMLO no hay Morena.

Morena es la prolongación de AMLO. En otras palabras, estamos asistiendo a un nuevo fenómeno: el fin del principio del corporativismo político y el comienzo del principio del caudillismo nacional. Porque, lo quiera o no, AMLO es un caudillo nacional. Más nacional aún si se tiene en cuenta que México, como consecuencia de los insultos racistas de Trump y del oprobioso muro, arrastra el dolor de una profunda herida narcisista.

Gracias o por culpa de AMLO la política de México ha entrado en un proceso de sudamericanización. La “dictadura perfecta” (Vargas Llosa), sin caudillo, ha cedido el paso al caudillaje del líder. Desde ahora en adelante el gobierno de México será personal, personalista y personalizado. Si logra éxitos, el honor será para AMLO. Si fracasa, el fracaso será de AMLO.

El futuro dirá si AMLO utiliza el personalismo caudillista para reformar las instituciones y ampliar la sociedad civil o simplemente se convierte en un nuevo autócrata latinoamericano. Para ambas vías hay condiciones. Pero algunos indicios hablan a favor de la primera: México no es una isla como Cuba y una dictadura vecina a los EE UU no parece ser una posibilidad geopolíticamente realizable.

El mismo AMLO, conocido por su pragmatismo, ha optado, en lo económico, por seguir dentro del Tlcan. Además, el mismo sabe que si ganó ampliamente en los comicios del 2018, no fue por ser el “candidato del sur pobre y empobrecido” como lo fue en anteriores elecciones, sino por haber recibido el apoyo del norte próspero, empresarial e industrial. Por cierto, AMLO siempre será un presidente que aboga por la justicia social. Pero si entiende que no hay mayor justicia social que el mantenimiento y ampliación de las libertades políticas, podría tener ante sí un futuro auspicioso.

Desde una perspectiva latinoamericana sería conveniente pensar las elecciones mexicanas en términos paralelos a las colombianas, las dos últimas que han tenido lugar en la región. Mientras en las colombianas la derecha-centro se impuso alrededor del candidato tecnócrata Duque al candidato de izquierda centro, Petro, en México ocurrió exactamente al revés: los dos candidatos tecnócratas de la centro –derecha fueron derrotados ampliamente y sin apelaciones por el candidato de izquierda-centro. Dos direcciones no solo diferentes sino, además, definitivamente opuestas. Así, mientras el centro fue ocupado en Colombia por la derecha, en México fue ocupado por la izquierda. Sin embargo, ambas elecciones tienen un punto en común. En las dos, más en México que en Colombia, quedó evidenciada la ausencia de un centro democrático y liberal, autónomo e independiente, en condiciones de ejercer hegemonía sobre ambos extremos.

Pero ¿no ha sido y es esa ausencia el gran vacío histórico de la política latinoamericana?