Desde la perspectiva de alguien que observa desde lejos, sin adentrarse en los detalles, la política norteamericana debo decir que para hablar sobre este tema, con propiedad y objetividad, sería preciso olvidar lo que los españoles llaman la “Ley de Campoamor”: …nada hay verdad ni mentira/todo es según el color/del cristal con que se mira…
Eso implica despojarse del lente ideológico que nos ha inoculado el chavismo, según el cual todo lo filtramos a través de nuestra realidad política; los chavistas ven tras de todo la mano del imperio y muchos opositores, detrás de cada árbol y a la vuelta de cualquier esquina, ven comunistas agazapados dispuestos a agredirnos y tomar el mundo.
Pese a lo anterior, en este momento no creo que sea posible despojarse de los “cristales” ideológicos y en lo personal he llegado a la conclusión que es inútil tratar de obtener información y una perspectiva objetiva sobre el problema. Razón tienen los viejos españoles que escuchaba de niño y decían que no discutiera de futbol, de toros ni de política –yo agregaría la religión–, pues es una forma segura de perder amigos y ganarse enemigos; y la viva demostración de la inutilidad de discutir sobre política es intentar hacerlo sobre Trump y Biden.
De esta profusa discusión que copa prensa y redes sociales, ¿Qué hemos sacado de provechoso?, nada; todo lo contrario, nos ha dividido, enemistado y amargado más. No hay un debate de ideas, de argumentos, mucho menos de verdades, solo circulamos chismes, medias verdades o claras falsedades, se dicen cosas tan absurdas, que uno no entiende como gente sería puede creerlas, como para repetirlas y difundirlas. Todo se reduce a un afán de etiquetar, catalogar, clasificar, estigmatizar, sin verdadero fundamento; transitamos una ruta confrontativa que empobrece y desalienta.
Nada de lo que uno diga u opine, por haberlo leído en cualquier medio –norteamericano o internacional–, será verdad, nos dirá el interlocutor que nos escuche, pues “todos los medios están parcializados por uno u otro”, dirá. Es más, y esto es un problema más general, en esta época, de la llamada “posverdad, hoy no hay forma de conocer que es cierto y que no, cada quien creerá aquello que quiera creer y que mejor le acomode a sus intereses. Particularmente, en la política norteamericana, la polarización –republicanos-demócratas– ha llegado a los extremos que bien hemos conocido ya en Venezuela. Hoy en día, en materia de política, como en materia de religión, hay que creer para ver. Por eso, estas reflexiones personales, no tienen ninguna otra pretensión, salvo esa: ser una reflexión personal.
Aclarado lo anterior, mis preferencias, que no revelaré y que confieso se reducen a simpatía o antipatía personal, el punto que me interesa destacar es que yo creo que no va a haber diferencias de fondo en cuanto a la política hacia Venezuela cualquiera que sea el resultado de las elecciones en los EEUU; somos nosotros, quienes viendo las cosas tras el prisma venezolano, nos imaginamos y fantaseamos con escenarios que tienen poco que ver con la realidad de allá y la internacional y solo mucho que ver con nuestra polarización aquí. Por ejemplo, en días pasados leí en un prestigioso medio norteamericano un columnista que concluía su análisis son esta perla, digna de Nicolás Maquiavelo: “Estados Unidos nunca debería tomar partido en este tipo de disputas entre políticos de otros países. Pero en la medida que lo hace, debería tener especial cuidado en no terminar apoyando al bando perdedor.” Naturalmente me reservo el medio y el nombre del autor, para librarlo del odio de unos u otros.
Pero, siguiendo en la materia electoral actual, ciertamente son de agradecer algunos gestos de Trump hacia Venezuela y especialmente hacia Juan Guaidó: algunas de sus declaraciones, medidas y sanciones contra el régimen venezolano, empresas del estado y funcionarios –aunque a algunos no les gustan mucho–, su reconocimiento a Guaidó en el Congreso durante su discurso a la nación, por mencionar pocas cosas; pero también debemos reconocer que muchas de esas cosas no han pasado de la retórica del discurso, para pesar de los que esperaban una acción más “decisiva”. Al final, la política de Trump, la que se está siguiendo, fue la definida a principios de año por el Secretario de Estado Pompeo y consiste en una serie de condiciones –muy similares, por cierto, a las que definió Juan Guaidó por esas fechas– para que se lleven a cabo unas elecciones presidenciales libres y justas, sin que Maduro ni Guaidó participen en ellas. Y esa es una medicina, elecciones, a la que parece que tenemos muchos alérgicos en el país.
Por la otra parte, tampoco podemos olvidar, seria mezquino hacerlo, que las primeras sanciones en contra del gobierno de Nicolás Maduro y contra sus funcionarios –que en mi opinión son las más efectivas– fueron tomadas por la administración Obama y en ello tuvo un papel importante Biden, como vicepresidente y antes como senador. Al respecto, por citar también pocos ejemplos, está la firma de la ley de Defensa de los Derechos Humanos y la Sociedad Civil en Venezuela, aprobada por el Congreso al final de 2014, para aplicar sanciones económicas contra funcionarios venezolanos involucrados en la represión y –en efecto– Obama emitió una orden ejecutiva que declaraba a Venezuela como un país que representaba una “amenaza a la seguridad nacional” de Estados Unidos, y ordenó sanciones contra funcionarios gubernamentales, entre los cuales estaban el entonces jefe del Sebin y el director de la Policía Nacional y ex comandante de la Guardia Nacional.
Si vamos a la campaña electoral actual, tanto Trump como Biden se han referido a Venezuela y a cuál sería su política al respecto; pero hay un punto álgido, actual, que no es promesa sino realidad y que puede servir como test, como prueba de intención: el Estatus de Protección Temporal (TPS) a los venezolanos; allí tendríamos que decir que los demócratas han sido más proactivos que los republicanos, quienes han bloqueado esa iniciativa en el Congreso; y al menos en el discurso, pues por ahora no puede hacer otra cosa, Biden ha sido más incisivo y claro que Trump, quien hasta el momento se ha negado a adoptar el TPS, pudiéndolo hacer mediante una orden ejecutiva (lo cual no quiere decir que no lo vaya a hacer antes de que finalice la campaña, al menos en Florida –¡ojala! –).
De manera que, cualquiera de los dos que gane en noviembre, el tema Venezuela seguirá teniendo la misma –poca en realidad– importancia relativa para los EEUU, pues sin duda alguna perderá el “sabor electoral” que ahora tiene y seguirá en un segundo plano; con eso y lo que está ocurriendo en Europa, particularmente en España –que marca la pauta de Europa con relación a Venezuela– y la realidad que afecta a nuestros vecinos de América Latina, imbuidos en sus propios problemas de pandemia, a estas alturas ya deberíamos haber aprendido que nadie va a venir a sacarnos las castañas del fuego, como dice el refrán castizo.
El apoyo internacional –sin duda muy importante– es solo uno de los brazos de la tenaza o pinza, con la que tenemos que aprisionar al régimen. El problema sigue siendo que el extremo de la tenaza, el nuestro, el que tenemos que desarrollar internamente, pase lo que pase en los EEUU, luce que está bastante flojo. Al menos por el momento.