Luis Napoleón Bonaparte, luego emperador Napoleón III, permanecía en las gavetas teóricas de los philosophes del Iluminismo, el “déspota ilustrado” o “bienhechor” en el pensamiento desde Platón. Dicen que Saladino se vestía con harapos y visitaba los mercados de incógnito para oír a la gente y chequear los precios. En la Biblia, Ahab dice a Josafat “me disfrazaré para entrar en batalla”” (Reyes). La revolución de 1848 derroca a Luis Felipe de Orleans, funda la segunda república, convoca un proceso electoral y Luis Napoleón adula al electorado “cansado del desorden democrático”. Lo mismo ocurre periódicamente y cuando pasa la ilusión, ya es tarde para cansarse de la dictadura. Hace un planteamiento electoral monárquico contra la república democrática y barre con 75% de los votos, en las primeras elecciones universales conocidas (aún sin las mujeres). Aprovecha y más tarde hace un referéndum para imponer lo que le da la gana y hacerse emperador. Su capacidad para ser de izquierda o de derecha según el viento, hace que varios (Poulantzas, v. g) hablen de bonapartismo como una forma de autocracia zigzagueante, estilo Perón.
La diferencia es que Napoleón III, modernizador como su tío, hizo profundas reformas generativas con base tecnocrática, pese a la quejica eterna de los marxistas, sansimonianos, owenistas, anarquistas y demás folklore radical que pinta panoramas lúgubres. Con el barón Georges-Eugene Haussmann, su prefecto de París, hizo una de las mayores reformas urbanas del mundo y de la ciudad medieval una super urbe. Luis Napoleón impulsa la revolución industrial, la expansión económica y mantiene presencia en dominios lejanos, México, Europa, Asia, África. Una personalidad tan fuerte chocar con otro perro bravo europeo, Otto Von Bismarck, alma gemela, que mete en cintura los príncipes que impiden la unidad nacional alemana. Empeñado en ponerle mano a Alsacia y Lorena, territorios en cuestión, se dedica a provocar a Bonaparte hasta que cae, porque estaba seguro de que ganaría la guerra franco-prusiana en 1870, génesis de la comuna de Paris. La historia, una de las ciencias sociales de mayor tradición, padece los mismos problemas “humanos” que tantos pensadores, empezando por el Padre Kant, señalan a cualquier teoría: el sesgo, inconsciente o deliberado, que inficiona el método, la investigación y las conclusiones.
Tal como si estudiara la actualidad política, cuando indago temas clásicos, topo una masa de deformaciones, mentiras, intereses o errores, lo que aprendimos en la escuela, dice Escohotado, leyendas negras, rosadas y doradas. En torno a la comuna de París de 1871, la dosis es mata caballos. Zola, Flaubert, Taine, Dumas, George Sand, Goncourt, Gautier y varios testigos, describen su vivencia en esas vertiginosas nueve semanas de marzo a mayo 1871, que pasaron a la historia universal de la infamia. Los marxistas, salvo “el renegado Kautsky”, son hagiógrafos y cuesta conseguir posiciones no digo críticas, sino que cumplan con lo elemental, reconstruir los hechos, alaban las pretendidas virtudes y callar lo ocurrido. Incluso trabajos de 2019, sirven la ensalada de ditirambos ideológicos hostiles a los hechos. Si Ud. supera la retahíla de insultos por párrafo, lea La lucha de clases en Francia de Marx, que describe la comuna con ánimo paternal, como a un hijo tonto, aunque le hizo reescribir el Manifiesto Comunista. Evalúa el fracaso sublime de bondadosos proletarios que quisieron tomar el cielo por asalto, frase de sutil conmiseración por el fallido intento sin expropiar, (robar) el Banco de Francia, ni crear ejército, maquinarias burocráticas y policiales.
Mijaíl Bakunin principal ideólogo anarquista (¿precursor de Milei?) cuestiona a Marx: la hazaña de la comuna es intentar una sociedad sin Estado, sin policía ni ejército, ni burócratas, que fracasa por un complot de corruptos y políticos malvados. Lenin y Trotsky la celebran como un acto pionero y heroico, útil, dicen, para no repetir sus errores. Los comuneros crean una dictadura del proletariado, pero basada exclusivamente en el terror, por sí solo insuficiente, sin los aparatos represivos que pulieron los bolcheviques hasta la excelencia. Si no matas, encarcelas, robas a discreción, caes. El único teórico político que revela una mente normal, no psicopática ni “lombrosiana”, es Karl Kautsky y trata con cirugía las entretelas del asunto. Francia pierde la guerra con Prusia, el emperador Luis Napoleón cae preso en poder del enemigo, Bismarck pone a París en estado de sitio y no entra por la fuerza para no derramar sangre y rendirla por hambre. A delirantes camaradas de tendencias radicales no les interesa la tragedia, sino “el gran chance” y declaran la separación de París, la “federalizan” con un"gobierno proletario”.
Que semejantes desmanes cautivaran en el momento, se entiende. Pero a los ojos de hoy asombran dos cosas: cómo pudo darse tal concentrado de locuras en apenas dos meses y, aún peor, por qué ignoto daño cerebral aun hoy tanta gente lo elogia. La Comuna repite los crímenes y estupideces jacobinos: disuelve el ejército y crea una milicia popular, la Guardia Nacional, fusilan al obispo y a unos generales. Las iglesias pueden funcionar en la mañana, pero en las tardes son para reuniones “proletarias”. Expropian los bienes de la iglesia, prohíben los colegios privados, eliminan los alquileres y los intereses, declaran cesante el pago de créditos y empeños, queman tantos edificios históricos como pueden. Intentan incendiar el Louvre, pero la comunidad los enfrenta, se salvaron Notre Dame y la Santa Capilla porque servían de hospital. Carbonizan el palacio de las Tullerías, datado de los 1500 y lo único que sobrevive de su magnificencia es el Arco de Carrusel. Demuelen el obelisco de Place Vendome y toda esa ruina del patrimonio cultural la comanda un gran artista plástico, exterminador “por la pasión revolucionaria”: Gustav Courbet que luego de esa temporada en el infierno en Paris, apenas le impusieron seis meses de cárcel y pagar de sus propios recursos la restauración del obelisco.
La “semana sangrienta” murieron 20 mil personas y el ayuntamiento, en ofrenda de arrepentimiento, edificó la iglesia del Sacre Coeur en Montmartre por el perdón de los crímenes. Decíamos que el izquierdismo asombra por carecer de la menor reacción al mundo real y tienen de la comuna una perspectiva quijotesca, como si no hubiera pasado nada en siglo y medio y no hubiéramos vivido los horrores y la catástrofe del socialismo. Desde el primer libro sobre el tema, Historia de la comuna de París (1876) de Oliver Lissagaray, actor y testigo, hasta A. Horowitz, autor de Lenin y Trotsky, los dragones de Marx (2024) la conmemoran por ser “el primer gobierno obrero”, olvidando el detalle de que fue primero y último, porque el caos duró apenas dos meses y nunca más hubo otro. No fue el comienzo de nada, en contraste con Colón que dio origen a Hispanoamérica, sino el salto al vacío histórico. Horowitz dice que el proletariado reclamó su autodeterminación y alcanzó un nivel de autonomía como nunca antes en la historia. Aparte del tono épico, la secesión es simplemente una ilegalidad y una operación de fuerza que se suele responder con la fuerza. Ese reclamo de autonomía fue y sigue siendo una ilusión porque jamás hubo un “Estado proletario” más que en los delirios radicales de lo que él mismo llama “el museo de la revolución” o tal vez, el cementerio de la revolución.
@CarlosRaulHer
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