Cada vez que se quiere criticar a la oposición mayoritaria −G4, Gobierno Interino, Gobierno de Guaidó−, a alguna de sus decisiones y en particular ahora al proceso de negociación iniciado en México, entre los calificativos destaca el término: “cohabitación”.
El concepto
Según el diccionario de la RAE el término tiene tres acepciones: 1. Habitar juntamente con otra u otras personas; 2. Hacer vida marital; y 3. Dicho especialmente de partidos políticos, o miembros de ellos: Coexistir en el poder. Cualquiera de las tres describe lo que se quiere decir e insinuar, especialmente la última, pues claramente lo que se quiere decir es que esa oposición: Coexiste en el poder con el régimen y −según algunos dicen− no desde ahora, sino desde siempre: Todo lo que esa “oposición” hace −dicen estos críticos− lo hace en función de esa coexistencia, de esa “vida marital” y es, por tanto, cómplice del régimen en todos los delitos y desafueros que se han cometido desde 1999.
Al calificar así a la oposición, no se busca caracterizarla o clasificarla en alguna de las mencionadas acepciones de la palabra; mucho menos redimirla, lo que se persigue es diferenciarse de ella; pero, por sobre todo, “calificarla”, mejor dicho: descalificarla.
Pero, aunque esta es una práctica de algunas personalidades y grupos muy minoritarios, esta manera de “diferenciarse” cierra puertas al diálogo, la convivencia, el entendimiento. ¿Quién puede querer dialogar, entenderse, con quien “cohabita” y es “cómplice” de un régimen, al que acto seguido se le acusa de delincuente, criminal, tirano, torturador o narcotraficante? Por supuesto él así calificado, tampoco está dispuesto para un diálogo. Aunque siempre es posible el “arrepentimiento” −dirán los críticos−, pero previa humillación y que bajen la cabeza ante quien se considera “puro o pura”, aquí vale usar el masculino y el femenino.
Pero el término, aparte de su propósito de descalificar, humillar, insultar, ser ofensivo, es poco feliz, para describir la situación que se quiere criticar, porque en Venezuela, con un estado y sector público tan poderoso, históricamente hablando, que controla todos los poderes y gran parte de la economía −cada vez más y la que no controla, la destruye− todos cohabitamos con el régimen.
Quiénes cohabitamos
Aparte de los empleados públicos −nacionales, estadales o municipales−, que reciben un salario del estado y claramente dependen de él; o los que contratan con el estado o alguna de sus empresas, sería interminable enumerar todas las actividades en las que interactuamos −o cohabitamos, como les gusta decir a algunos− con el régimen; por lo tanto, solo daré algunos ejemplos de carácter general, para aclarar el punto.
Por ejemplo, todo estamos sometidos al sistema de leyes y justicia del país, desde lo más simple, como respetar una señal de tráfico, hasta lo más complejo como pudiera ser introducir una demanda o apelación ante el TSJ, que es el que administra el “sistema de justicia”; es decir, todos estamos sometidos a un sistema de leyes administrado por este régimen −aunque lo consideremos ilegítimo y el TSJ haya sido designado entre gallos y maitines, por la moribunda Asamblea Nacional del 2010− y quien no se someta, o quien no “cohabite”, es sometido por la fuerza, que además el régimen ha demostrado no tener reparos en utilizar.
Pero no solo quien hace negocios con el estado, o sus empresas, cohabita con él; también lo hacen los que deben obtener una autorización, por ejemplo, una “guía”, para mover mercancías de una parte a otra del país. O los que deben obtener algún tipo de permiso, de lo que sea, para vender mercancías o para exportarlas, o para expender medicinas, e incluso licores. Cohabita también todo aquel que arrienda un inmueble y va a una notaría pública a legalizar o autenticar ese contrato; o quien vende o compra una propiedad −un vehículo, una casa o apartamento, un terreno o una empresa−, y pasa por un registro público a asentar esa operación y, encima, le paga al estado una tasa y un impuesto por hacerla.
Cohabita todo aquel que obtiene −o acepta− un título de educación media, universitaria, de pre o post grado, que es emitido por el Ministerio de Educación o una universidad pública o aunque sea privada, pues igual tiene que “registrarlo”, bien sea para ejercer la profesión o para legalizarlo o “apostillarlo” para usarlo fuera del país.
Cohabitamos todos los venezolanos a quienes una oficina pública de tránsito −controlada por el régimen− nos expide una licencia de conducir; y naturalmente, todos los venezolanos o extranjeros que portamos un documento de identidad, que hoy día emite el SAIME, con el que circulamos por el país o vamos a un banco o a un registro a realizar alguna operación; ni que decir de los que buscamos un pasaporte nuevo o una prórroga del mismo, para viajar al exterior. Cohabitación, además de la de “apostillar” documentos, de la que no se libran ni siquiera los que ya no viven en el país, que además lo hacen en condiciones mucho más precarias y onerosas.
Y termino mis ejemplos con el más álgido, que algunos prefieren olvidar; es el caso de todo aquel que le entregue dinero al estado pagando el IVA y no se declare en “rebeldía” al respecto; o el que paga el impuesto sobre la renta, si aún es contribuyente o le presente una declaración al estado, aun cuando no tenga nada que pagar. O los que pagan derechos y tasas aduanales por importar mercancías o por usar los puertos nacionales. También lo hace el jubilado que recibe una pensión, aun mereciéndola por haber trabajado y ser su esfuerzo y ahorro de toda una vida, pues en este momento se la paga el estado.
En fin, creo que no necesito continuar; me parece que el razonamiento ya está claro, que ya todos me han entendido y no me hace falta abundar, porque la lista de las cosas en las que todos “cohabitamos” con el régimen es interminable; máxime en un país, como el nuestro en el cual muchas y muy variadas actividades están reguladas por el estado −desde siempre, pero exacerbadas con el socialismo del siglo XXI− en las que nos vemos obligados a “cohabitar”. De manera que, aquí, todos “cohabitamos”, con gusto o a regañadientes, incluso esos seres inmaculados y puros, que acusan de cohabitación a los demás.
Hay opciones y no excusas.
Algunos dirán que no queda alternativa, pues el estado está en capacidad de ejercer la fuerza para imponer sus condiciones a quien no lo haga; y ese es justamente el punto que olvidan los que hablan de la “cohabitación” de los demás, como si se tratara de un delito. Pero también olvidan que eso no es inevitable, pues la “cohabitación” finaliza cuando −de acuerdo a los ejemplos que empleé− se deja de pagar impuestos, u obtener y registrar documentos o de obedecer algunas de las leyes del estado y de aceptar el papel del régimen en alguna de las muchas actividades, las que he mencionado y las que no. Cuando así se haga, podremos hablar del fin de la “cohabitación” o de que esas personas, que así actúen, no lo hacen. Pero eso, no está exento de consecuencias.
Por eso cualquier análisis sería incompleto si no se describe o propone alguna vía que permita superar la “cohabitación”; por ejemplo, la desobediencia civil y ciudadana; sin embargo, agregaré que eso es algo que no me corresponde y hay varios y poderosos motivos para no hacerlo. Primero, por una razón obvia de seguridad, pero sobre todo porque no voy pedirle a alguien que se enfrente a un régimen que no tiene escrúpulos en reprimir, como bien lo ha demostrado. No se puede pedir a nadie que tenga un alma noble y grande como Gandhi, que se tejía sus propias telas para no usar las inglesas o que, siendo abogado, se negaba a defenderse en los juicios que se le incoaban e iba a prisión después de decirle al juez que lo condenara y lo enviara a la cárcel, sentencia que él aceptaba únicamente porque obviamente el otro era el que tenía la fuerza, pero a quién él no reconocía su derecho ni su autoridad para aplicarla. Y segundo, porque no quiero facilitar las bravatas de quienes hacen llamados a la “rebelión” desde la seguridad de un teclado; algunos aseguran su disposición de participar en ella, incluso ofreciéndose a regresar al país para incorporarse a esa tarea, cosa que nunca ocurre, pues siempre habrá la excusa de que “yo me incorporo, cuando alguien lo organice… que no seré yo”
No, a nadie se le pide esta entrega y ascetismo gandhiano; o tomar una iniciativa de “rebeldía” como la que han tenido en muchos países los que se declaran en desobediencia civil contra dictaduras y gobiernos tiranos. Todos sabemos que hay sobradas formas de hacerlo; desde los casos recientes en países exsocialistas, o recordar lo que hicieron, por ejemplo, en muchos países en los años cuarenta, cincuenta y hasta sesenta, del siglo pasado, cuando obtuvieron la independencia de quienes los colonizaron durante siglos. Como parte de esa lucha por acabar con regímenes coloniales crearon “un estado dentro del estado” y la población se rebelaba contra el gobierno colonial y se sometía a las leyes, al sistema de justicia, al sistema escolar e incluso se casaban civil y religiosamente bajo el régimen y autoridades de los diferentes “Frentes de Liberación Nacional”, rechazando la autoridad y régimen del colonizador. (A los aficionados al cine les recomiendo ver “La batalla de Argel”, 1966, de Giulio Pontecorvo y música de Ennio Morricone, en donde esta lucha se ilustra magistralmente. Lo recuerdo solo a título de ejemplo)
Pero mientras nada de eso ocurra, usar el término “cohabitación” para calificar las acciones de los demás, no deja de ser un mero recurso retórico, efectista, de naturaleza politiquera, algo demagógico, con el que se persigue ofender o humillar, pero nada más.
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