Dos óvulos fecundados por dos espermatozoides coincidieron en un útero y, en vez de dar lugar a dos hermanas, se fusionaron para formar una sola persona: Karen Keegan. Cuando tenía 52 años, esta mujer de Boston sufrió un gravísimo fallo renal, pero por suerte tenía tres hijos dispuestos a donarle un riñón. Los médicos hicieron pruebas genéticas para ver qué descendiente era más compatible y se llevaron una sorpresa mayúscula: el test decía que dos de ellos no eran sus hijos. La realidad era más asombrosa todavía: Karen Keegan tenía dos secuencias de ADN distintas, dos genomas, dependiendo de la célula que se mirase. El biólogo Alfonso Martínez Arias sostiene que esta mujer quimérica es una prueba contundente de que el ADN no define la identidad de una persona.
El libro de ciencia más inspirador de la historia es El gen egoísta, según una encuesta realizada por la Royal Society de Reino Unido. En esta célebre obra de 1976, el biólogo británico Richard Dawkins defendió que la molécula de ADN usa al ser humano como un mero envoltorio para transmitirse a la siguiente generación y ser inmortal. “Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre de genes”, sentenció Dawkins. Casi medio siglo después, Martínez Arias rebate esta perspectiva del gen egoísta y propone una alternativa mucho más romántica: la célula altruista. “Un organismo es obra de las células. Los genes solo proporcionan los materiales”, afirma en The Master Builder, un fascinante y provocador libro de la editorial londinense Basic Books que verá la luz en español en 2024 en Ediciones Paidós.
Martínez Arias, nacido en Madrid hace 68 años, argumenta que la secuencia de ADN de un individuo no es un manual de instrucciones ni un plano de construcción de su cuerpo, sino una caja de herramientas y materiales para la auténtica arquitecta de la vida: la célula. El biólogo arguye que no hay nada en la molécula de ADN que explique por qué el corazón se sitúa a la izquierda, por qué hay cinco dedos en la mano o por qué dos hermanos gemelos tienen diferentes huellas digitales. Las células son las que “controlan el tiempo y el espacio”, proclama. Son las que saben dónde están la derecha y la izquierda y dónde exactamente debe terminar el pie de una persona o la trompa de un elefante.
El biólogo madrileño pasó cuatro décadas en la Universidad de Cambridge (Reino Unido), investigando cómo una célula solitaria con una secuencia de ADN única —el óvulo fecundado— es capaz de multiplicarse y convertirse en un individuo con billones de células especializadas en sus tareas. “A menudo surge la pregunta de cómo es posible que genomas tan similares puedan construir animales tan diferentes como las moscas, las ranas, los caballos y los humanos. Sin embargo, la auténtica maravilla es cómo un mismo genoma puede construir estructuras tan diferentes como un ojo y un pulmón en el mismo organismo. Demos a las células el crédito que les corresponde”, señala Martínez Arias, que en 2021 abandonó su cátedra de Genética en Cambridge para incorporarse a la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona.
El científico recuerda la sorpresa mundial tras el nacimiento de la primera gata clonada, llamada Copy Cat, el 22 de diciembre de 2001. Su ADN era idéntico al de una gata de tres colores —blanco, naranja y negro—, pero Copy Cat tenía el pelaje blanco y atigrado. Los dos supuestos clones no se parecían en nada. Los investigadores habían copiado la información genética de una célula que tenía el gen del naranja inactivado. La empresa estadounidense que pretendía enriquecerse con la venta de clones idénticos, Genetic Savings & Clone, tuvo que cerrar en 2006. “La gente no quería un gato con los mismos genes que su mascota, quería un gato que fuera exactamente igual y se comportara de la misma manera”, subraya Martínez Arias. “Eso, sencillamente, es imposible”.
El investigador esgrime una frase legendaria de su colega británico Lewis Wolpert (1929-2021): “El momento más importante de tu vida no es ni tu nacimiento, ni tu matrimonio, ni tu muerte, sino la gastrulación”. Martínez Arias compara esta fase del desarrollo embrionario con una danza celular con una coreografía perfecta. Unos 14 días después de que un espermatozoide y un óvulo se unan, la pelotita resultante, de unas 400 células, iniciará la gastrulación: un baile que dura seis días y termina con la diminuta esfera convertida en el primer boceto del individuo. En esa nueva estructura de 20 días ya son distinguibles los tres ejes de la futura persona: izquierda y derecha, arriba y abajo, vientre y espalda.
Estos primeros días del embarazo son un enigma, por las obvias barreras físicas y éticas para observar directamente el proceso, pero el equipo de Martínez Arias en Cambridge sorteó las dificultades en 2020 con una ingeniosa alternativa. El español y sus colegas usaron un cóctel químico para inducir a células madre embrionarias —derivadas de embriones sobrantes de clínicas de fertilidad— a formar en el laboratorio una estructura tridimensional similar al resultado de la gastrulación: un boceto de una persona, pero sin la semilla del cerebro ni los tejidos que generarían la placenta. Su histórico avance se anunció en la revista Nature, templo de la mejor ciencia mundial.
Martínez Arias cree que estas estructuras que imitan parcialmente el embrión humano, denominadas gastruloides, “muestran de manera inequívoca que las células son las maestras de la construcción, y que no hay ningún plano en el genoma para dirigir lo que hacen”. El biólogo contempló maravillado, por primera vez en la historia, algo muy parecido a lo que ocurre en el útero de una madre: esa coreografía perfecta en la que las células se comunican unas con otras, mediante fuerzas y señales químicas, y acaban ocupando su lugar como si supieran exactamente cuál es su destino. “Esta capacidad para autoorganizarse podría ser una propiedad fundamental de las células”, hipotetiza el investigador, que cita las espectaculares técnicas del neurobiólogo francés Alain Chédotal para visualizar la estructura celular de los embriones.
El investigador de la Pompeu Fabra recuerda que su compañera Susanne van den Brink descubrió que los gastruloides solo se formaban si se partía de un número concreto de células: unas 400. Las células saben contar. Si no están las 400, no se inicia la danza de la gastrulación. Todas ellas tienen la misma molécula de ADN en su núcleo, pero cada célula lee solo unos tramos, especializándose en determinadas tareas. Por eso una célula del cerebro no se parecerá en nada a otra de la piel, pese a tener el mismo ADN y descender de un mismo óvulo fecundado. “Los gastruloides son una prueba de que una confederación de células tienen la capacidad de trabajar juntas, interpretar señales de las demás y del entorno y elegir qué genes utilizar y cuándo”, celebra el biólogo. “Los genes no son nuestra identidad”, repite una y otra vez.
Para Martínez Arias, la nueva ciencia de la célula está reescribiendo el relato de la vida. “Todavía no sabemos mucho sobre cómo se organizan las células para utilizar el genoma, pero las respuestas están ahí fuera, comenzando a manifestarse en nuestras maravillas celulares parecidas a embriones o en los organoides. El siglo que ya está en marcha es, y será, el siglo de la célula”, proclama.
7 de mayo 2024
Materia. El País