
Una de las manifestaciones más delirantes1 del racismo a lo largo de la historia ha sido lo que algunos autores llaman los “zoológicos humanos”. Este particular tipo de exhibiciones antropológicas adquirió su mayor desarrollo entre los siglos XIX y XX, aunque hubo muchos otros tipos de exhibiciones de seres humanos en numerosos países y contextos mucho antes de ese período. Las exposiciones antropológicas, en particular aquellas que fueron consideradas de un alto valor científico, contribuyeron, principalmente entre los siglos XVIII y XX, en el proceso de racionalización del racismo por parte de la ciencia moderna.
Una práctica de larga data
La práctica de exponer a la vista al “Otro” es muchísimo más antigua que la ciencia moderna, y se había llevado a cabo a lo largo de la historia con múltiples fines. En ocasiones, la exhibición perseguía objetivos comerciales (por ejemplo, para la venta de esclavos, pues estos debían de ser exhibidos previamente). Otras veces, había fines religiosos (por ejemplo, para hacer proselitismo y propaganda de la labor misionera) o políticos, como cuando se traían indígenas a Europa con la idea de enseñarles la lengua y/o la religión y después devolverles a sus tierras para que allí los nativos “aculturados” ayudaran como intérpretes para expandir la fe cristiana o facilitar la colonización. Este fue el caso de los 10 indígenas caribeños traídos por Cristóbal Colón tras su primer viaje a América (de los que apenas llegaron 6 con vida a España) y también el de los nativos fueguinos kawésqar que, en el siglo XIX, fueron raptados por orden de Robert FitzRoy y llevados al Reino Unido en el HSM Beagle, el mismo barco donde más tarde el joven Charles Darwin comenzó a pergeñar sus ideas evolucionistas. Desde la segunda mitad del siglo XVIII, algunos de estos nativos comenzaron a ser transportados a Europa con fines científicos. A partir de este periodo, ciertas exhibiciones humanas fueron consideradas de alto valor (proto)antropológico. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XIX, la mayoría de las exhibiciones respondían aún a fines exclusivamente recreativos y comerciales (como en los freak shows convertidos en grandes espectáculos de masas entre los siglos XIX y XX).
Adquisición de estatus científico
En el caso concreto de las exhibiciones de humanos con fines científicos, destinadas a la divulgación, o incluso pensadas como espacios para la observación etnológica/antropológica por parte de “antropólogos de gabinete” y naturalistas interesados en la diversidad humana, este tipo de espectáculo comenzó a ganar un barniz “académico” a partir del siglo XVIII, con casos notorios como el de Saarjie Baarman (quien fue exhibida en Europa bajo el nombre de la Venus Hotentote). En muchos sentidos, Baartman fue estudiada casi como si se tratase de un ejemplar zoológico no humano en el Museo Nacional de Historia Natural de París por científicos de primera línea, como Cuvier o Saint-Hilaire.
Con posterioridad, la cultura del entretenimiento masivo de mediados del siglo XIX llevó las exhibiciones humanas a un nuevo nivel de complejidad y sofisticación. Hasta entonces, la mayoría de las veces, estos espectáculos se llevaban a cabo como iniciativas autofinanciadas con fines comerciales y no científicos. Hasta bien entrado el siglo XIX, la mayoría de los espectáculos humanos, en términos generales, podían caracterizarse como actividades con fines pecuniarios orientadas principalmente a alimentar la curiosidad del público no especializado. Su propósito no era transmitir conocimiento “científico”, aunque en ocasiones difundían información etnológica de forma superficial, distorsionada o falseada con fines mercantiles, hasta el punto de carecer de cualquier valor académico. Pero desde mediados del siglo XIX, aproximadamente, las cosas cambiaron, y “las grandes exposiciones humanas se convirtieron en un camino alternativo hacia la adquisición de conocimiento etnológico o antropológico de primera mano, en un momento en que poquísimos estudiosos podían desplazarse a otros continentes para estudiar a los ‘otros’ en vivo. Tras la consolidación de los estudios etnológicos y antropológicos como campos científicos, algunos especialistas de estas áreas gradualmente pasaron a ser mecenas, conferencistas, curadores o asesores en muchas de estas exhibiciones”2, que inclusive sirvieron como sede de reuniones científicas de prestigiosas instituciones. Por ejemplo, el Anthropological Institute of Great Britain and Ireland se congregó en 1883 en torno a una exhibición de indígenas botocudos (posiblemente del grupo naknanuk) provenientes de Brasil y que por entonces se mostraba en el Picadilly Hall de Londres.
Instrumento para la diseminación del racismo (con coartada científica)
La animalización científica del otro en la ciencia occidental alcanzó su máximo grado de racionalización teórica entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Durante este periodo, algunas exhibiciones antropológicas, como las secciones etnológicas de las grandes exposiciones mundiales o las grandes ferias coloniales, se convirtieron en verdaderos espectáculos de masas visitados por millones de espectadores. En ocasiones, esos shows humanos presentaban similitudes con las exhibiciones de animales en zoológicos y en algunos casos extremos incluso se integraron con ellas (como por ejemplo aconteció con el africano Ota Benga, quien llegó a ser exhibido junto con un chimpancé en el zoológico del Bronx, en Nueva York, a principios del siglo XX, por sugerencia del director del American Museum of Natural History). Durante generaciones, la huella de estas exhibiciones quedó impresa en el imaginario racista y colonial de las sociedades occidentales mucho más allá del mero ámbito científico. Permeó con intensidad la cultura popular, la prensa, la literatura. A pesar de que hoy hayamos olvidado en buena medida estos eventos, como si no formaran parte de nuestra herencia cultural y científica, ellos desempeñaron un papel muy relevante en la diseminación del racismo.
La invención de la raza y de la blancura
¿Cómo surgió esa racionalización científica? En primer lugar, hay que aclarar que el racismo no es un invento de la ciencia moderna. Es mucho más antiguo. En el caso concreto de Europa, diferentes ideas que legitimaban la inferioridad de numerosos pueblos no europeos ya circulaban por occidente mucho antes de la primera revolución científica. Estas legitimaciones solían expresarse en términos mitológico-religiosos, como por ejemplo en la historia bíblica sobre la maldición de los descendientes de Cam (Génesis 9:20-27).
El racismo científico en Europa no comienza a adquirir verdadera relevancia hasta el siglo XVIII, durante la Ilustración, cuando emergió un concepto de “blancura”, que se hizo corresponder con el máximo ideal estético, ético e intelectual de la humanidad y que a su vez se asoció por primera vez con una idea de “raza” fundamentada en rasgos naturales heredables e inmodificables. A fines del siglo XVIII, la idea de Naturaleza estaba todavía fuertemente influida por el arquetipo de la Scala naturae, y en este sentido era entendida como una cadena en la que las distintas criaturas podían ordenarse según su grado de perfección y belleza y en cuya cima se encontraba la especie humana y, más específicamente, los pueblos europeos de piel clara. Para muchos, por ejemplo, el grado más alto de perfección estética e intelectual en esta cadena se había alcanzado en la Grecia clásica. Según esta idea, podía establecerse una jerarquía natural entre los distintos pueblos o naciones, no solo en términos de la mayor o menor racionalidad y virtud moral que se asociaba a sus costumbres, o del diferente grado de civilización que se asignaba a sus medios de subsistencia, sino también en función de su mayor o menor proximidad anatómica al ideal estético representado por el cuerpo canónico griego.
Así se estableció un inextricable vínculo entre la teoría estética y la antropología (un rasgo compartido por autores tan dispares como Alejandro Malaspina, Buffon, Camper, Blumembach, Lavater, Kant, Meiners y muchos otros), en un periodo en que el concepto moderno de raza empezaba a emerger en el imaginario científico. Paradójicamente, a pesar de su constante apelo a la universalidad de la Razón, la Europa ilustrada forjó un ideal de blancura y una idea “científica” de raza que, como cualquier otra caracterización etnocéntrica o tribal, acabó situando a los otros en una posición de neta inferioridad. En términos generales (siempre pueden encontrarse excepciones), el pensamiento ilustrado se mantuvo firmemente anclado en un fuerte prejuicio etnocéntrico que dominó la filosofía europea desde Hume hasta Kant, y que constituye una de las más oscuras sombras del Siglo de las Luces. El preconcepto que aseguraba la superioridad estética de aquellos pueblos de piel clara estaba tan extendido que inclusive autores decididamente abolicionistas, como Buffon, Blumenbach o Camper, a los que podemos ubicar en el sector “menos racista” de la ciencia ilustrada, no cuestionaban la mayor belleza de los europeos sobre el resto de pueblos. Apoyándose sobre este preconcepto, otros autores mucho más nítidamente racistas, como Immanuel Kant o Charles White, y por supuesto defensores de la esclavitud, como Edward Long o Christoph Meiners, enfatizaron y naturalizaron las diferencias raciales hasta el punto de establecer una división absoluta e inmodificable entre los negros y los blancos europeos, que dio un fuerte impulso al desarrollo del racismo científico del siglo posterior.
Del etnocentrismo ilustrado al darwinismo (biológico y social) y la eugenesia
El etnocentrismo de la Ilustración fue absorbido y recreado por las ciencias naturales del siglo XIX. A partir de la segunda mitad del siglo, el racismo científico recibió un fuerte apoyo por parte del darwinismo, especialmente en su versión haeckeliana. A pesar de que el propio Darwin, a quien horrorizaba la esclavitud, fue un firme defensor del abolicionismo, el naturalista inglés no dudó en pronosticar que, según su teoría, “las razas civilizadas casi con certeza exterminarán y reemplazarán a las razas salvajes en todo el mundo”3. Fue precisamente el aparente estatus científico de los preconceptos raciales decimonónicos lo que les proporcionó su mayor legitimidad, hasta el punto de que la superioridad de la “raza caucásica” sobre las “razas salvajes” llegó a ser considerada como una “verdad incuestionable” demostrada por la ciencia. En el umbral del siglo XX, en su estudio sobre craneometría comparada de las razas humanas, el médico brasileño João Batista de Sá Oliveira expresaba así su creencia de que negros y blancos eran “especies zoológicas diferentes”: “es la verdad, basada en el estudio de la anatomía comparada, del desarrollo embriológico y de la filogenia". En muchos casos, la teoría de la evolución y la biología humana, apoyadas por la craneometría, la obstetricia, la psiquiatría, etc., fueron utilizadas a lo largo de diferentes momentos del siglo XIX para naturalizar las desigualdades sociales y racionalizarlas como jerarquías raciales inmodificables. Los discursos racistas que proliferaron en las ciencias naturales fueron utilizados para justificar el llamado “darwinismo social”. En un contexto marcado por innúmeros conflictos coloniales que en ocasiones tuvieron como colofón la desaparición de pueblos enteros, tales hechos encontraron justificación científica en la tesis darwiniana que pronosticaba la inevitable desaparición de las razas consideradas “salvajes” e inferiores a manos de las “razas civilizadas”. Muchas veces, los últimos supervivientes de grupos étnicos “extintos” como los charrúas uruguayos (en la década de 1830) o los habitantes originarios de Tasmania (en la década de 1870) fueron exhibidos en diversos contextos en Europa antes de pasar a la historia como pueblos. Después de que Darwin explicara en términos naturalistas que la competición interracial era una de las causas evolutivas de la extinción de las “razas salvajes” a manos de las razas superiores, ciertos autores defendieron que el proceso de blanqueamiento y depuración racial era inevitable y que ocurriría por causas “tan naturales como la ley de la gravedad” allá donde los blancos entraran en contacto con otros grupos considerados “inferiores”. La racionalización teórica de la supremacía blanca se acercaba a su apogeo. A partir de la recta final del siglo XIX y durante las primeras décadas del siglo XX, la evolución delirante de estas ideas, especialmente a partir de la fusión del darwinismo social con las teorías eugenésicas, desembocó en la política racial de la Alemania nazi, que es de sobra conocida (o, al menos, debería serlo).
La racionalización científica del racismo en Iberoamérica: el caso de Brasil
En países iberoamericanos como, por ejemplo, Brasil, la biología también sirvió como un arma ideológica para promover el blanqueamiento de la población. João Batista de Lacerda, un científico influyente que para ese entonces dirigía la principal institución científica del país, el Museu Nacional de Rio de Janeiro, pronosticó la total extinción de los negros brasileños exactamente para el año 2012. En realidad, era el propio Lacerda quien no tenía ningún futuro como augur o adivino. Por fortuna, su pronóstico “científico”, que estaba basado en proyecciones estadísticas de la evolución histórica de los censos de población, no fue sino una inmensa metedura de pata. Por su parte, el médico Domingos Guedes Cabral, uno de los pioneros en la introducción del darwinismo en Brasil, escribió un libro sobre el funcionamiento del cerebro donde concluía que “la inferioridad intelectual de la raza etiópica en comparación con la raza blanca duraría para siempre” y que algunos pueblos indígenas brasileños “estaban prácticamente privados de las capas superiores de la corteza cerebral”. El padre de la medicina legal brasileña, Raimundo Nina Rodríguez, promovió la aplicación de diferentes códigos penales para cada raza, pues la ley, según él, debía adaptarse a las supuestas diferencias innatas en las capacidades mentales de blancos y negros. También dedicó otros estudios a estigmatizar a los negros y mestizos como variedades humanas degeneradas. A partir de una aplicación racial de las teorías de Cesare Lombroso llegó a señalarles como potenciales delincuentes natos. A fines del siglo XIX, en algunas de las más prestigiosas instituciones científicas del país en aquel periodo, como la Facultad de Medicina de Bahía, se consideraba “probado científicamente” que blancos y negros pertenecían a diferentes especies humanas, tan alejadas biológicamente entre sí como, por ejemplo, el burro y el caballo (de esta idea proviene precisamente la palabra mulato). Hay muchos otros ejemplos. Fuera de Brasil, parecidas justificaciones científicas del racismo pueden hallarse en la historia de muchos otros países latinoamericanos.
Algunas reflexiones desde la contemporaneidad
Podríamos pensar con cierta confianza que el tipo de espectáculos denigrantes que constituyeron los “zoológicos humanos” del pasado no volverá a realizarse nunca más, al menos no en nombre de la ciencia. Sin embargo, en mi opinión, tales fenómenos no deberían resultarnos tan lejanos, extraños o ajenos en nuestros días como para pensar que su legado ha sido completamente superado y que la problemática que nos plantean estos hechos históricos nada tiene que ver con nosotros y con la cultura de masas de nuestro tiempo.
De un lado, la ciencia contemporánea se encuentra de nuevo en una encrucijada con respecto a la cuestión racial. Después de décadas en las que se había llegado a un acuerdo general que negaba cualquier validez biológica al concepto de raza (lo que no implica, por supuesto, negarle validez como concepto sociológico), la entrada en la era de la genómica ha hecho surgir voces (algunas de ellas muy resonantes) que, a pesar de carecer de consistencia teórica, pretenden deshacer ese gran acuerdo científico.
En relación con las grandes exhibiciones antropológicas del pasado, quizá el voyerismo colectivo contemporáneo dirigido al Otro se exprese en nuestros tiempos de una forma mucho más sofisticada que en tiempos coloniales y, en ocasiones, incluso pueda aparecer despojado de cualquier significado racial (piénsese en el programa Gran Hermano y sus incontables variaciones televisivas, que, en cierto modo, son herederos modernos de los antiguos freak shows). Sin embargo, sería ingenuo pensar que las connotaciones raciales de este voyerismo de masas se hayan disuelto por completo en nuestros días. Más allá de nuestros modernos freak shows televisivos, al encender la TV, el noticiario nos ofrece, un día sí y otro no, imágenes de inmigrantes que arriesgan la vida (y en muchos casos, por desgracia, la pierden) intentando alcanzar la otra orilla, intentando saltar vallas o muros fronterizos. La tragedia que encierran esas imágenes a las que, como sociedad (especialmente en países receptores), parecemos habernos acostumbrado queda, la mayoría de las veces, transformada en un espectáculo de la diferencia listo para ser consumido en pocos segundos desde el sofá de casa mientras acabamos la cena, casi como un espectáculo rutinario que parece dejar indiferentes a la mayoría, antes de que el locutor pase a comentar las noticias deportivas y nuestra mente quede ocupada en otros asuntos menos perturbadores. Pero, por mucho que queramos negarnos a nosotros mismos la realidad, la realidad es obstinada y porfía en recordarnos su presencia. Por más que nos empeñemos en quitarla de nuestra vista, la muy maleducada reaparece una y otra vez, sin dejarnos en paz. Hoy en día, se multiplican las manifestaciones que claman contra el racismo en numerosos países de varios continentes. Sería completamente absurdo negar que el racismo todavía constituye una dolorosísima herida abierta en el corazón mismo de nuestra contemporaneidad. Actuaríamos de forma extremadamente insensata como sociedad si, en vez de hacer una reflexión colectiva que nos lleve a tomar medidas eficientes para sanar esa herida, actuásemos como si esta no existiese o como si ya hubiera cicatrizado desde los tiempos (no tan remotos) de los zoológicos humanos.
1 Sobre el sentido propiamente psicopatológico en el que aquí se emplea el término “delirante”, véase Sánchez, J. (2007). La racionalidad delirante: el racismo científico en la segunda mitad del siglo XIX. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, vol. 27, núm. 2, págs. 111–126.
2 Limeira, V. y Sánchez, J. (en prensa). Alfred Russel Wallace and The Models of Amazonian ``Savages'' Displayed at the Crystal Palace's Ethnological Exhibition. Nuncius: Journal of the Material and Visual History of Science
3 Darwin, C. (1871). The Descent of Man, and Selection in Relation to Sex. Londres: John Murray.