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Las largas, numerosas, eficaces y dañinas patas de la mentira

Opinión
Tiempo de lectura: 26 min.

Existe un extendido acuerdo, una percepción generalizada, en torno de la definición de la mentira. En su formulación más breve: decir lo que no es con la intención de engañar. No se trata solamente de enunciar una falsedad sino, además, de pretender con ello el engaño. En efecto, existen varias formas de decir lo que no es —la ficción, la ironía, el error, etc.—, pero no en todas ellas hay pretensión de engaño. En cambio, podemos imaginar muchas maneras de engañar —desde las segundas intenciones hasta las astucias del marketing, desde el secreto hasta la hipocresía o las tergiversaciones intencionadas—, pero en todas ellas podemos encontrar una familiaridad con la mentira.

Llevado a la política, el asunto adquiere un mayor nivel de complejidad, en particular, en la dimensión colectiva que supone y, con ello, los recursos especiales que se vuelven necesarios para la eficacia de la mentira: simulación (esa mentira que se hace sin decir), coordinación en la acción, fidelidad u obediencia, recursos organizativos y de violencia. Hannah Arendt estableció una distinción entre la mentira tradicional y la mentira moderna. Mientras que la primera se asemeja a la mentira simple y consiste en ocultar una verdad particular al otro (al enemigo, al adversario, a los representados), la segunda ataca una verdad pública, conocida por todos, y no solamente por medio de una falsificación discursiva sino además por medio de la destrucción de dicha verdad y, para ello, requiere de organización, de la participación de gran parte de la sociedad y del autoengaño —que los propios mentirosos crean la falsedad que sostienen, que destruyan en sí mismos al testigo de la verdad—. En este segundo tipo de mentiras domina un componente ideológico: la lógica ideo-lógica organiza el mundo con absoluta independencia de la experiencia de la realidad.

Un ejemplo de mentira tradicional sería la del diplomático que asegura que su país tiene pretensiones de paz cuando se dispone para una invasión; o también la de los voceros oficiales que anuncian el buen estado de salud del jefe de gobierno cuando este en verdad está en estado terminal. Un ejemplo de mentira moderna —más excepcional esta, dado que solo puede tener lugar en el marco de un régimen con elementos de dominación total— sería la afirmación nazi de una conspiración judía y de la superioridad de la raza aria; o también la fabricación estalinista de una historia de la revolución a la medida de la voluntad del Egócrata. Como escribiera Arendt, “cuando Trotski supo que nunca había desempeñado un papel en la Revolución Rusa tuvo que haber comprendido que se había firmado su sentencia de muerte”1.

Interrogarnos acerca de la mentira en la vida política de un país como la Argentina nos expone desde el inicio a una doble constatación: de un lado, se trata de un país que vive la desconfianza como un rasgo político idiosincrático; del otro, la experiencia de la que fuera acaso la mentira organizada más grande de la región, a saber, el sistema clandestino de desaparición forzada de personas de la última dictadura militar. De este segundo aspecto, nos ocuparemos más adelante, pero señalemos apenas aquí la cantidad de recursos de todo tipo (organizativos, discursivos, de control, de represión, etc.) necesarios para mantener oculta la desaparición de miles de ciudadanos.

Respecto de esa actitud que parece a priori un obstáculo para la eficacia de la mentira, la desconfianza, hace algunos años, el sociólogo alemán Peter Waldmann nos compartía su observación sobre una peculiaridad argentina: “la realidad, los hechos”, nos decía, “no tienen para el argentino común [un] carácter obligatorio”, lo que por cierto va de la mano, siempre según Waldmann, de una gran “fertilidad intelectual”, un “don especial” para imaginar desarrollos y verdades contrafácticas2. Los argentinos desconfiamos hasta de la realidad de los hechos públicos que tenemos delante. Si esto es así y si, como señalara Montaigne, la verdad posee una sola cara y la mentira cien mil rostros y un campo ilimitado, se entiende mejor esa “fertilidad intelectual” para imaginar verdades contrafácticas subyacentes, mentiras que esconden realidades, que Waldmann distinguía como la otra faceta de la desconfianza argentina. Porque la verdad también depende de la confianza —confianza en la validez de las evidencias, en las percepciones, en los testigos—, la desconfianza no solo previene caer en engaños sino que, además, erosiona el suelo firme de una verdad común sobre la cual elevar nuestras deliberaciones, proyectos y desacuerdos.

La mentira moderna bajo la última dictadura (1976-1983)

La dictadura que tuvo lugar entre marzo de 1976 y diciembre de 1983 desplegó el más cruento régimen criminal de la historia argentina mediante un extendido sistema de desaparición de personas. Este sistema pudo erigirse sobre la base de una estructura clandestina que lo emparentaba con las experiencias totalitarias que habían marcado al siglo XX, el nazismo y el stalinismo. La mentira, el ocultamiento, la destrucción de la verdad, eran la regla.

Los operativos de secuestro eran realizados por “grupos de tareas” (GT) o “patotas” que, vestidos mayormente de civil, se trasladaban en vehículos sin identificación. Conducían a sus víctimas, encapuchadas, a un “centro clandestino de detención” (CCD). Allí, quienes realizaban el trabajo de “inteligencia” (la tortura) solían utilizar apodos y ocultaban sus rostros de la vista de los secuestrados, que eran “tabicados” o “encapuchados”, y algunas veces usaban máscaras sobre el propio rostro. Ocultaban de esa forma su pertenencia a una fuerza armada o de seguridad así como también su propia identidad.

La tortura era la norma de principio a fin. En la mayoría de los casos la víctima era asesinada y su cuerpo eliminado de manera de no dejar rastro: se lo arrojaba al mar o al Río de la Plata, se lo inhumaba en fosas comunes sin identificación o se lo incineraba. También disimulaban los asesinatos fabricando falsas fugas o enfrentamientos fraguados. En estas ocasiones, las noticias de las muertes llegaban a la prensa a través de informes oficiales.

Ocultaban, destruían, producían una realidad paralela. Forzaron falsos testimonios, elaboraron propaganda que contrarrestara las denuncias por violaciones a los derechos humanos, destruyeron evidencias, falsificaron documentación, negaron y mintieron sistemáticamente.

Todo aquello que hacían —los horrores que cometían— era apuntalado por un conjunto de discursos y representaciones que le daban sentido. En primer lugar, contaban con eufemismos para no llamar crimen al crimen: “guerra no convencional” (el terror y la desaparición), “detener” (secuestrar), “interrogar” (torturar), “eliminar al enemigo” (asesinar). Además, disponían de razones para creer que esas acciones respondían a fines más altos: defender los valores de la nación, la república, la democracia y la cristiandad, de la amenaza de la subversión atea en lo que era una guerra total. La doctrina estadounidense de seguridad nacional y la francesa de la guerra revolucionaria, en las que habían sido formados los militares, anudaban aquellos eufemismos. Pero este marco de sentido era amenazado por la verdad y, por ello, se revelaba imperfecto, insuficiente, falso a un punto tal que implicaba un desacuerdo —que dio lugar a fuertes conflictos— en el seno mismo del poder militar.

Había, entre los militares, quienes estaban más convencidos de las justificaciones de sus acciones, las sostenían con tal “coherencia” que habrían preferido fusilar en público. Pero fueron minoría y por eso habían aceptado la mentira aunque la creían de una naturaleza instrumental, limitada y transitoria: por razones de imagen internacional (evitar las condenas que habían sufrido Franco y Pinochet antes que ellos, los embargos, etc.) o por estrategia de guerra ante el enemigo (ocultarle información). Para ellos, la mentira y la clandestinidad eran un medio que podría ser justificado tras la “victoria” definitiva. Al final del camino, la verdad debía emerger —con el eufemismo como léxico, por cierto— y esperaban el reconocimiento por lo actuado.

Quienes en cambio llevaban el poder de mando podían percibir que lo que estaban haciendo no podría ser revelado jamás. No se engañaban a sí mismos. En la necesidad de remarcar una y otra vez, cada vez que la verdad del crimen salía a la luz pública, que se trataba de una “guerra”, confirmaban el hecho de que el nombre de guerra no describía aquello que estaban perpetrando. La realidad del crimen no admitía otro nombre. Temían un Nüremberg y por eso, hacia el final, buscaron impedir la revisión del pasado, se auto-amnistiaron y destruyeron toda documentación y evidencia material.

Si los primeros, los “coherentes”, se auto-engañaban respecto del mundo que los rodeaba y sostenían una mentira tradicional y limitada, los segundos eran conscientes de la radicalidad del Mal que perpetraban y, por ello, no podían aspirar a otra cosa que a una mentira absoluta, un olvido total, del que no había regreso. El deseo de los primeros de revelar la verdad chocaba contra la voluntad de los segundos de suprimirla definitivamente y, a la vez, esta voluntad ponía en crisis las razones por las cuales los uniformados se habían sumergido masivamente en las profundidades del Mal.

Pese a todo, en virtud de su magnitud y de los efectos del terror, el sistema de desaparición de personas era un acontecimiento relativamente visible. El primer momento de la desaparición, la sustracción de una persona del mundo común, era algo perceptible: en el barrio, en el edificio, en el trabajo, en el club, desaparecían personas, muchas veces de manera estruendosa en virtud del despliegue de los “grupos de tareas”. Inevitablemente había testigos. La multiplicación de ese hecho por miles en un período de tiempo acotado (la gran mayoría fue perpetrada entre 1976 y 1978) le daba una dimensión social. Una simple comparación puede ayudar: el número de hechos violentos —no siempre resonantes, mucho menos exitosos— relacionados con la lucha armada entre 1973 y 1976, y que habían servido de fundamento para erigir un extendido diagnóstico de “caos” y un consenso antisubversivo, alcanzaba la cifra de 8.509, según el registro de Juan C. Marín en su libro Los hechos armados (La Rosa Blindada, 1996); de magnitud semejante, durante los tres primeros años de la dictadura el número de desaparecidos rondaba los 8.000 según el informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). Asimismo, en la prensa llegaban noticias de cadáveres encontrados en lugares públicos, en las costas, de fugas y enfrentamientos sin militares o policías heridos pero sin “subversivos” sobrevivientes; podía leerse en los diarios las solicitudes de hábeas corpus y crónicas de desapariciones de personalidades públicas como los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, el expresidente boliviano Juan J. Torres (todos hallados muertos pocos días después de su desaparición), las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, el periodista Jacobo Timerman, entre muchos otros. El propio Videla debió responder ya en 1977 preguntas sobre el tema en conferencias de prensa. Paralelamente, la sociedad civil había visto nacer organismos de derechos humanos que, como podían, alzaban la voz, denunciaban crímenes, pedían verdad.

Esa realidad fragmentaria podía ser soslayada, por ejemplo, por eufemismos. “Desaparición” era ya un eufemismo para designar los secuestros violentos sin rastro. Permitía, por ejemplo, imaginar otras hipótesis: el paso a la clandestinidad de las víctimas, ajustes de cuentas entre guerrilleros, exilios no informados. También servía el silencio, la elusión o la colaboración de los dirigentes de todas las organizaciones tradicionales de la sociedad civil (desde los partidos políticos hasta la iglesia y los sindicatos) que, salvo honrosas excepciones, evitaban pronunciarse sobre el tema o lo minimizaban. Como ejemplo, en pleno apogeo de la represión, que golpeaba también a miembros de la Iglesia católica, la Conferencia Episcopal Argentina declaraba que había “tempus loquendi y tempus tacendi”, un tiempo para hablar y otro tiempo, el que corría, para callar.

En cuanto a la sociedad en general, ella cultivó el silencio mediante un despliegue de clisés que censuraban toda interrogación y toda referencia a los acontecimientos políticos relevantes del momento: “no te metas”, “por algo será”, “algo habrán hecho”. Estos clisés actuaban como llamados al silencio y, en consecuencia, indican una voluntad de callar independiente del terror. En efecto, el llamado al silencio supone la presencia de ruidos, palabras, signos, gestos. Una pregunta sobre una desaparición, una noticia divulgada, la manifestación de una preocupación. No se trata ya de un silencio que responde a la sola situación de amenaza o de terror, un silencio inicial, sino de un silencio que llega en segundo lugar, una vez que ya ha habido repercusiones, comentarios, preguntas. Es esta forma del silencio, su carácter parcialmente deliberado, socialmente extendido y relativamente independiente del terror, lo que da cuenta del modo en el que la sociedad en su conjunto —sea por conveniencia u oportunismo, por adhesión al régimen, también por miedo— se involucró en la mentira moderna de la dictadura.

En suma, la sociedad se había embarcado, de diferentes formas y por una variedad de motivaciones, en una mentira a gran escala, una mentira moderna sobre una realidad perceptible, la de la desaparición masiva de personas. Puede entenderse así también el auto-engaño generalizado durante la guerra de Malvinas (abril-junio de 1982), cuando aún días antes de la rendición definitiva frente a Gran Bretaña se podía seguir leyendo en prensa, y creer, que se estaba ganando.

Las mentiras en democracia (desde 1983 a la actualidad)

La transición a la democracia a fines de 1983 sacó a la luz, progresivamente, todo aquello que había permanecido oculto y clandestino. En un período relativamente corto de “primavera democrática”, los argentinos tuvimos la experiencia de la desimbricación del poder, del derecho y del saber, de la separación entre sociedad civil y Estado y de la pluralidad, que define —según la aguda mirada de Claude Lefort— a ese régimen. Los derechos eran enunciados desde la sociedad civil; la verdad nacía del aporte de los organismos de derechos humanos, la prensa y una agencia estatal independiente; el poder emergía de la competencia y era dividido, discutido y temporario.

El candidato que ganó las elecciones presidenciales de octubre de 1983, Raúl Alfonsín, había prometido verdad, justicia y la restauración del respeto de los derechos fundamentales. Integraba, además, la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Tras asumir la presidencia, impulsó juicios a las tres primeras Juntas militares de gobierno y creó una comisión de verdad, la CONADEP. La sociedad argentina pudo entonces reconocer con espanto una realidad criminal que no había sido totalmente ignorada.

La práctica de la mentira no desaparece pero experimenta una mutación y una diversificación. Es posible distinguir un primer tipo de mentiras que aparecen de manera permanente en la competencia y el ejercicio del poder y que pueden ser también observadas en otras democracias representativas. Son mentiras habituales. Hallamos allí la palabra de los políticos de profesión empeñada en enunciar medias verdades, en difundir datos estadísticos tergiversados, en la inauguración de obras públicas en verdad inconclusas o en la expresión de falsas promesas. La verdad aparece así subordinada a la lucha política. Esto ha dado lugar a la práctica del desmentido, y al surgimiento de organizaciones de verificación de la información vertida en los discursos públicos3. Puede decirse que el último de los ejemplos enumerados, el de las falsas promesas, se refiere no ya a enunciados con pretensión de verdad sino a discursos performativos que hablan de una realización en el futuro. Las campañas electorales rebozan de propuestas cuyos promotores, una vez en el poder, las abandonan o “reinterpretan” a conveniencia. Por cierto, también podría suponerse en ellas la expresión de una intención sincera que no pudo plasmarse a pesar de la voluntad de su enunciador. Sin embargo, la memoria política de los argentinos mantiene vivo el recuerdo de las promesas de “Revolución Productiva” y “salariazo”, en la contienda electoral del año 1989, del entonces candidato presidencial Carlos Menem, quien, una vez ungido en el poder, llevó adelante una reforma de premisas neoliberales en línea con el Consenso de Washington que resultaron en desempleo, crecimiento de la pobreza, precarización laboral y reducción del salario. Consultado posteriormente por esta contradicción, el ex presidente declaró que “si les decía lo que iba a hacer, no me hubieran votado [sic]”4.

Sea que interpretemos este ejemplo como una falsa promesa orientada en beneficio propio por simple ambición de poder, sea que la entendamos como un medio utilizado por quien concibe a su propio proyecto como la mejor idea de bien y, por tanto, al engaño, como un mal menor, lo cierto es que, en ambos casos, la mentira aparece como un instrumento eficaz. Tanto es así que Menem consideró más legítimo redescribir sus promesas como falsedades deliberadas en lugar de asumir, como también podría haber hecho, que aquello que estaba en su intención hacer no había sido logrado por razones que habían escapado a su voluntad. En cualquier caso, el ejemplo no deja de ajustarse a la concepción schumpeteriana de la contienda político-electoral de las democracias representativas como una batalla en cuyo campo las propuestas o programas son municiones, esto es, medios fungibles para el objetivo central de la conquista del poder.

Un segundo ejemplo relevante dentro del conjunto de mentiras habituales, aunque no sea exclusivo de la democracia, es el de la mentira que disimula la corrupción política, la mentira elemental que oculta un delito. Si la corrupción fue el sello del fin de los gobiernos menemistas (1989-1999), y la transparencia fue la obligada promesa del gobierno de Fernando de la Rúa (1999-2001), las denuncias por sobornos a parlamentarios para lograr aprobación de una ley de reforma laboral marcaría el inicio de una debacle que, aumentada por la crisis económica, culminaría con la crisis de 2001, las protestas ciudadanas en las calles al grito de “que se vayan todos” y el derrumbe del gobierno de la Alianza.

El fenómeno endémico de la corrupción sufrirá, ya en el período kirchnerista (2003-2015), una progresiva mutación a la par de una creciente polarización política que cristalizará en 2008 con la “crisis del campo”5. Si hasta ese momento, los escándalos de corrupción eran combatidos mayormente por medio de “desmentidos” oficiales (funcionarios que rechazan o niegan las acusaciones en declaraciones públicas), en adelante la estrategia dominante será la acusación del denunciante como respuesta, una estrategia contraofensiva en lugar de defensiva. Así, en 2007 el caso de “la valija de Antonini Wilson”6 todavía podía ser desmentido desde el gobierno de Néstor Kirchner en términos de operación que tal vez la prensa había creído verídica con ingenuidad. Pero a partir de la crisis del campo el año siguiente se abriría la “grieta” que tendría entre sus principales fracturas la de la legitimidad pública de una verdad común. Nacía entonces la consigna oficialista “(el diario) Clarín miente” y un largo conflicto con el grupo multimedios que tendría su escenificación más histriónica en febrero de 2015, cuando el entonces Jefe de gabinete de Ministros, Jorge Capitanich, rompió en conferencia de prensa páginas del matutino mientras denunciaba las mentiras allí publicadas en torno del “caso Nisman” (ver más abajo sobre este tema).

Tal como también veremos más adelante cuando examinemos el tratamiento de las mentiras en las redes, lo verdadero y lo falso pasaron a definirse principalmente, al menos en la discusión pública, de acuerdo a la identidad política o la posición facciosa. La oposición entre un “periodismo militante” y la “corporación mediática” definiría “la madre de todas las batallas”, según el por entonces Subsecretario de medios de comunicación e interventor del Comité Federal de Radiodifusión (COMFER), Gabriel Mariotto7. En ese contexto, la verdad fáctica se confunde con, y se subordina a, la opinión, y la denuncia de mentira pierde eficacia porque supone siempre favorecer algún interés, tomar partido. Como ha señalado Arendt, hacer pasar una verdad de hecho (que es singular y objetiva) como una opinión (por definición, subjetiva y plural) es ya una forma de mentira8.

La práctica persistente de las denuncias mutuas de corrupción, no siempre fundadas, muchas veces entre dirigentes, otras tantas también en vísperas de elecciones, nos lleva a pensar en dos cuestiones: por un lado, que, ante la sospecha de que “todos los políticos son corruptos”, el ocultamiento de lo verdadero no afecta de manera sensible al capital político de los inculpados; por otro, que la justicia, en tanto institución que debe reponer la verdad, no resulta eficaz en retirar o confirmar el velo de la sospecha (los juicios conclusivos son notablemente pocos y lentos). En ese contexto, circulan aceitadamente tanto la mentira que oculta la corrupción como aquella que fabrica una falsa denuncia. Y de un lado y del otro del espectro político se aduce conocer la verdad que el otro oculta, la mentira que el adversario produce. La polarización creciente de los últimos lustros, sumada a la desconfianza idiosincrática que mencionábamos al comienzo, siembra un campo fértil para este estado de cosas.

Un segundo tipo de mentiras que podemos reconocer en democracia son aquellas que acompañan y sostienen políticas de gobierno durante un largo plazo. Encontramos aquí dos ejemplos significativos: la Convertibilidad monetaria de los años 90 y la manipulación de las estadísticas oficiales bajo el gobierno kirchnerista.

Entre los años 1991 y 2002 se estableció la paridad de la moneda local (el peso) con el dólar estadounidense, medida conocida coloquialmente como el “1 a 1”. Dentro de ese esquema, se prohibió al gobierno la emisión de moneda sin respaldo en dólares, por lo que la única forma de sostener la conversión entre las divisas era mediante el ingreso de moneda extranjera, algo que solo podía lograrse a través de la toma de deuda externa. Durante los once años que duró esta política pública, sus principales defensores reivindicaron el exitoso impacto que tuvo en la merma de la inflación, uno de los problemas más duros que había atravesado la economía argentina entre fines de la década del ochenta y comienzos de los noventa. Sin embargo, se desestimaban los perjuicios duraderos: el aumento del endeudamiento externo, la pérdida de control local sobre los instrumentos de política monetaria, la reducción de capacidad para influir sobre los precios relativos (por el retraso cambiario), la concentración de la propiedad, etc. En una palabra, se presentaba la paradoja de un modelo de reformas pro-mercado que no mejoraba la competitividad y que requería la asistencia del Estado a los capitales locales. Esa paradoja y el sostenimiento de un poder adquisitivo (especialmente, de bienes importados) de amplios sectores con recursos obtenidos de privatizaciones y de deuda pública daban forma a una verdad a medias que ocultaba la no sustentabilidad temporal y el daño estructural de largo plazo que se generaba en la economía argentina y terminaría estallando en la crisis y el default de los años 2001-2002. Todas las metáforas que han sido utilizadas para describir este largo período de políticas neoliberales y Convertibilidad —una “fiesta” que alguien deberá pagar, una “ilusión”, una “fuga hacia adelante”— remiten a una sustracción generalizada respecto de una realidad palpable, a una suerte de auto-engaño.

El otro ejemplo de este tipo de mentira política de largo plazo es el de la manipulación en la provisión de datos públicos durante las presidencias de Néstor y Cristina Kirchner entre los años 2006 y 2015. Durante ese período, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) fue intervenido, sus autoridades fueron reemplazadas y se implementaron nuevas metodologías de medición de distintos indicadores. Como consecuencia, hubo una subestimación en los índices de inflación, pobreza y desocupación, entre otros. A su vez, algunas de las series estadísticas que incorporaban tales datos no fueron publicadas. Además de ofrecer un mejor desempeño de los indicadores a los ojos de la opinión pública, los nuevos “datos” afectaban el cálculo de los intereses de bonos de deuda atados a esos mismos indicadores y, por tanto, disminuían el monto de pago que debía desembolsar el Estado. En este escenario, empezaron a difundirse indicadores provinciales y de mediciones privadas que ponían en entredicho la estadística oficial, y los bonistas iniciaron demandas judiciales contra la Argentina. El gobierno, a su turno, negaba toda manipulación, descalificaba las intenciones de los denunciantes por responder a intereses particulares y, también, justificaba los cambios “metodológicos” implementados como medio para lograr un beneficio para la ciudadanía en su conjunto.

De estos dos ejemplos de mentiras políticas sostenidas en el tiempo puede decirse que el primero aparece como una verdad a medias en tanto que ponía de relieve ciertos aspectos de una política económica y subestimaba otros cuyo peso crecía elevando a la par el costo de no asumir su gravitación. El segundo, por su parte, tiene las características de una mentira tradicional —la intención deliberada de esconder una verdad que solo algunos conocen— con el agravante de la vulneración de una agencia estatal autónoma, es decir, de la autoridad encargada de establecer esa verdad de Estado que es la estadística. Ambas comparten sin embargo otro elemento: tanto la política económica como la estadística poseen una dimensión técnica que las recubre de una película de opacidad para el ciudadano común.

La tercera y última de las modalidades de mentira en democracia a la que querríamos referirnos es la de aquellas mentiras de carácter epocal y global. Las redes sociales constituyen un ámbito en el que se borra la frontera entre lo verdadero y lo falso y en el que se disemina la idea de que existe una mentira sistemática en el ejercicio de los gobiernos democráticos. Los trending topics y las deliberadas fake news construyen sentidos comunes que tienden a sentar posicionamientos y brindar argumentos para confirmar las opiniones de los distintos actores frente a los sucesos de la vida en común. Por ejemplo, los hashtags “MacriMiente” y “CristinaMiente” y sus opuestos, “CristinaNoMiente” y “MacriNoMiente”, que organizaban en Twitter declaraciones y promesas de los dos líderes políticos, tenidas por verdaderas o falsas según el parti pris, reflejaron en los últimos años la polarización política y su transposición en el terreno de lo verdadero y lo falso. La adhesión o la pertenencia partidarias, o más aun, la identificación con un liderazgo, zanjan, antes de la evaluación de cualquier evidencia, la cuestión de la veracidad.

La cultura de las redes extiende un manto de sospecha de mentira sobre todo hecho público. Un caso paradigmático en el país es el de la muerte violenta del fiscal federal Alberto Nisman en enero de 2015, un día antes de su cita para declarar en el parlamento a propósito de la causa contra la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner por el encubrimiento del atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) en el año 1994. El cuerpo del fiscal fue hallado en su domicilio junto al arma de la cual había salido el disparo letal. Dadas las circunstancias del caso, se propagó una versión que responsabilizaba de la muerte al gobierno, movido por el fin de evitar la presentación de la denuncia por parte del fiscal. La alternativa muerte vs. suicidio se sobreimprimió a la división política y se diseminó en las redes por medio de consignas que lograron convertirse en tendencias: #CFKAsesina, #CFKmatoaNisman y #ANismanloMataron, de un lado, #NismanSeSuicido, #NofueMagnicidio y #NofueHeroe (aquí, haciendo hincapié en la falta de fundamentos de su denuncia), del otro. De las redes y los medios tradicionales, el evento pasó a las calles y hubo movilizaciones que replicaban las consignas de las redes virtuales, reclamaban justicia y manifestaban su oposición al gobierno. De este modo, la verdad era militada antes que indagada. Como si los millones de convencidos de una y otra parte hubieran estado en el toilette del fiscal en los minutos finales de su vida, nadie esperó saber más y, de las voces que se hicieron oír, muy pocas preguntaban: ¿qué fue lo que sucedió?

Cuando se considera que todo lo que sucede está teñido de engaño, cuando la falsedad deliberada con la intención de beneficiar a unos para perjudicar a otros es la norma con la que se perciben los sucesos, entonces resulta difícil imaginar la posibilidad de construcción de una verdad compartida, o de revertir la mentira. En la medida en que existe un convencimiento sobre cuál es la verdad escondida, los posicionamientos que hallen allí su sustento no producirán una verdad en común, ni buscarán hacerlo. Sobresale así el aspecto más impolítico de esta mezcla de desconfianza y convicción polarizada: la anulación del debate y la dificultad de construir un suelo común sobre el cual comprender los asuntos públicos.

Entre la mentira y la acción política: una ética política para la democracia

Volvamos a la cita de Montaigne del epígrafe: la verdad tiene un solo rostro, la mentira posee en cambio cien mil y un campo ilimitado. En un sentido semejante, Arendt señaló una familiaridad entre la mentira y la acción política: tanto una como la otra tienen su raíz en la libertad, en imaginar lo que no es y desear cambiar la realidad. En virtud de esta relación con la libertad, podría suponerse que la mentira prolifera allí donde existen más libertades, que abunda mucho más en democracia que bajo dictaduras. La variedad de ejemplos que encontramos en la argentina post-dictatorial parecería ofrecer evidencia en este sentido. Pero solo en democracia, es decir, solo mientras las esferas del poder, del saber y del derecho permanecen separadas y nadie puede pretender fusionarlas o encarnarlas de manera permanente, la verdad puede ser tarde o temprano restablecida. En efecto, la pluralidad de voces y opiniones, la libre circulación de desacuerdos y desmentidos y la divulgación de evidencias y testimonios, contribuyen a resguardar la verdad, quitan poder a la mentira. En cambio, bajo la dictadura, la ausencia de espacio público y de vida política, la fusión de la verdad y el poder sitúan la fuente de la mentira en el mismo centro del poder que se atribuye el monopolio de la verdad, aun cuando la sociedad sea partícipe de una mentira generalizada. Por eso, una primera consideración a la luz de nuestras reflexiones es que la diferencia entre regímenes políticos supone también una diferencia entre regímenes de mentira.

Una segunda observación concierne al estatuto de la verdad en la política y ofrece el reverso de lo que acabamos de señalar. Como hemos visto tanto en el fenómeno de la desconfianza como en la diversidad de mentiras de patas no tan cortas en democracia, la verdad sobre los hechos pierde su condición de objetividad tan pronto ingresa en el ámbito público de la opinión, de la competencia política, de las parcialidades y los intereses. Muy especialmente en un contexto de fuerte polarización. Cuando los testimonios y las evidencias son reducidos a intereses e identidades facciosas, el ciudadano veraz es fácilmente señalado enemigo del pueblo, como el Dr. Stockman en la obra de Henrik Ibsen, mientras que el mentiroso puede en cambio progresar en su hipocresía. En tanto que la democracia, de acuerdo con Lefort, es el único régimen que da lugar a un debate interminable sobre lo legítimo y lo ilegítimo, lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, ella no provee de una solución definitiva, de una autoridad indiscutible en la cual anclar la verdad. Por eso es un régimen exigente para el ciudadano. Sin embargo, la democracia cuenta con herramientas para preservar la verdad: de un lado, los derechos y las libertades, en primer lugar la de prensa, del otro, las instituciones dedicadas a producir verdad: los tribunales de justicia, las agencias independientes de control e inspección, las oficinas de estadísticas, las universidades. El trabajo de la CONADEP es un ejemplo notable porque simboliza un cambio de régimen político y un cambio de régimen de verdad. En contraste, el caso del INDEC y la ineficiencia de la Justicia dan cuenta de la falibilidad de estas instituciones.

Por último, sabemos, desde Maquiavelo al menos, que la veracidad no es necesariamente una virtud política ni la mentira un vicio. En este mismo sentido evocábamos antes el realismo de Joseph Schumpeter para señalar que, para un político, el objetivo del poder bien puede valer una mentira, sobre todo si se abriga la convicción de que los ideales y proyectos propios son mejores. Sin embargo, todo realismo político es acompañado por un sentido de la responsabilidad respecto de las consecuencias de las acciones. El lector de Maquiavelo e inspirador de Schumpeter que fue Max Weber llamó “ética de la responsabilidad” a ese realismo responsable. La convivencia democrática, la verdad necesaria para que ella perdure, depende también de esta ética política.

  1. Arendt, H. (1996). Verdad y política. En Entre el pasado y el futuro (págs. 239–277). Barcelona: Península. Hemos analizado el problema de la mentira política en Martín, L. (2019). El concepto de mentira política organizada en Hannah Arendt. Foro Interno, vol. 19, págs. 5–27. Podrá consultarse allí la bibliografía de referencia sobre el tema.   
  2. Comunicación personal por mail con el autor L. Martín, 21 de mayo de 2005.            
  3. En una nota de Laura Zommer y Mario Riorda de 2018 para el sitio www.chequeado.com titulada “¿Por qué mienten los líderes?” se difundieron datos estadísticos del cúmulo de declaraciones de dirigentes políticos verificadas. Allí se señala que la mitad son falsas, un cuarto son verdades a medias y el cuarto restante verdaderas.   
  4. https://tn.com.ar/opinion/2021/02/14/menem-y-el-achicamiento-del-estado-si-les-decia-lo-que-iba-a-hacer-no-me-hubieran-votado/        
  5. Se conoce como “crisis del campo” al conflicto desatado entre el gobierno y las asociaciones de productores agrarios a raíz de una resolución ministerial que elevaba sensiblemente las retenciones a las exportaciones del rubro. Ese conflicto dividiría a la opinión pública y marcaría el comienzo de una polarización que subsiste hasta la actualidad.  
  6. En un control aduanero fue incautada, al ciudadano venezolano Antonini Wilson, una valija llena de dólares estadounidenses no declarados. Wilson asistirá apenas llegado a la Casa Rosada. En el marco de una investigación realizada por el FBI declararía que ese dinero tenía por destino financiar la campaña presidencial de la candidata oficialista, Cristina Fernández de Kirchner.       
  7. Sobre esta coyuntura, así como sobre los otros aspectos que involucran la relación entre los gobiernos kirchneristas y la prensa, nos hemos servido en parte del libro Novaro, M. y Birmajer, M. (2015). Grandes y pequeñas mentiras que nos contaron. La guerra contra la prensa. Qué nos dejan doce años de acoso al periodismo. Buenos Aires: Planeta.        
  8. Arendt, H. (1996). Verdad y política.      

Revista Foro

https://www.revistaforo.com/2021/0506-01