A Oswaldo Guillen
El Presidente Medina Angarita decretó como festivo el día en que Venezuela ganó en La Habana, el Campeonato Mundial de Beisbol. Desde entonces, este deporte tomó para siempre el título de pasatiempo nacional. Quedó, así pues, como el juego que nos envuelve a casi todos y nos hace fanáticos de algún equipo, aún a los que no han pisado un estadio y, además, nos provee de palabras y frases, imprescindibles para contarnos y explicarnos la vida. En fin, estamos “Hechos de Beisbol”, de acuerdo al excelente resumen sociológico marcado en la cuña de un refresco. En este sentido, hay quienes piensan que el béisbol es parte de la idiosincrasia venezolana, tema al cual valdría la pena analizar, una tarea que inexplicablemente no se ha llevado a cabo (que yo sepa), a pesar de tratarse de un elemento que forma parte importante de la cultura nacional. Apuesto a que sería muy útil saberlo.
Un deporte extraño
El béisbol es un deporte que transcurre entre paréntesis. Se encuentra hecho de ratos en los que no pasa nada y de ratos en los que parece que no pasa nada, pero que si pasa, alternados con ratos en los que pasa casi de todo, condiciones que son difíciles de encontrar en algún otro deporte. Además no requiere la concentración permanente del espectador, puesto que cada partido dura más de dos horas, haciéndolo compatible con quienes padecen el síndrome de déficit de atención y también con las ganas frecuentes de ir al baño. Por si fuera poco, la estrategia de juego se fundamenta en un librito, obedecido como si fuera la biblia, a pesar de que no está escrito.
Mientras observa el juego, el espectador canta, baila, come y bebe a lo largo de los nueve innings, no en balde se ha calificado al estadio universitario como el botiquín más grande de Caracas. Da tiempo para que se hable de política, como no podía ser de otra manera en la Venezuela de estos días, y también para comprar el llaverito o la gorra de la divisa preferida, contar chistes, conversar sobre la familia o acerca del trabajo, cosas, todas ellas, impensables en un partido de fútbol o de baloncesto, por ejemplo. Es que el béisbol da para todo y para todos.
Del Caballito Frenado al Tiburón
El equipó nació a partir de los Licoreros del Pampero, el club del caballito frenado, como se le decía a este conjunto errático que no llego a ser popular ni entre los borrachos y que, luego de su corta vida, fue vendido por un bolívar.
En el año 1962, surgió, así pues, una nueva divisa, la de Los Tiburones de la Guaira, que con el paso del tiempo se volvió referencia obligada en nuestro beisbol. En su primera década hiló triunfos hasta cansarse e impuso el formato identificado como “La Guerrilla”, reflejo de un estilo de juego descrito por el periodista Carlos Valmore Rodriguez, como “una emboscada aquí, correr, esconderse, volver a emboscar, retirarse, minar sin que el enemigo lo note. Pegar e irse.”. Y Norman Carrasco, segunda base de en ese tiempo, señalaba que es un equipo, “… que debe arañar para hacer las carreras, un jitcito por allá, un machucón, un bateo y corrido, un robo”.
Con añoranza, guardo en mi memoria el último campeonato, conseguido en el año 1986, (hace casi cuatro décadas, uf ¡¡¡), cuando el equipo fue llevado de la mano de Luis Aparicio, quien en esa temporada jugó como si fuera, visto desde la perspectiva futbolística, un injerto de Johann Cruyf con Maradona y alguito de Pelé. Yo estaba presente (lo puedo comprobar con el número de mi cédula) y lo recuerdo, sin exagerar, como uno de los días más felices de mi vida.
Una larga noche
Pero a partir de ese momento empezó una etapa en la que parecía que el equipo seguía un libreto escrito al revés, ideado para que perdiera todo chance al apenas entrar en la primera curva de la temporada. Fue como si La Guerrilla hubiese sido pacificada, según lo describió el novelista Rodrigo Blanco, entregando sus armas, en este caso guantes, bates y hasta la careta del cácher. El calendario dio la vuelta completa 37 veces, durante las que el equipo jugó bien solo en la nostalgia de sus partidarios, pero, claro, sin que la samba parara de sonar, ni la barra de inventar consignas y los aficionados dejaran de ser devotos de los escualos.
Por si acaso advierto que las líneas precedentes me vienen de recuerdos personales, no sé cuán apegados a la historia, de manera que no descarto el desliz de alguna equivocación, ni en los hechos ni en las fechas. Por si acaso me justifico: creo, como muchos, que la realidad ocurre dos veces, cuando pasa y cuando se la recuerda y que las versiones no tienen por qué ser plenamente coincidentes.
Cabrujas fue Tiburón
Me resulta moralmente obligatorio avisar que estas líneas han sido escritas por alguien criado en el futbol, que tiene su alma en los pies, que llego tarde al beisbol y que mediante una decisión que sería muy difícil de explicar, salvo atribuyéndoselo a las azarosas carambolas propias de la existencia humana, se hizo seguidor de Los Tiburones de La Guaira mediante una afortunada arbitrariedad que se le ha vuelto imprescindible, vaya como le vaya al equipo en el campeonato.
Me atrevo a decir lo anterior porque José Ignacio Cabrujas, quien tenía pinta de no haber jugado ni siquiera metras, fue un terco y consecuente seguidor de Los Tiburones. En el último artículo que escribió en su vida, elaborado como una carta a Pedro Padrón Panza, el propietario de la divisa, y publicado en El Nacional el mismo día de su muerte, se arrepentía de la epístola enviada el año anterior, en donde le planteaba desencantado su renuncia como fanático del club. Sin embargo, allí, en su nuevo escrito, le pedía su reingreso alegando que trató de buscarse otra divisa a la cual arrimar su entusiasmo, pero sus esfuerzos siempre resultaron vanos. Regresaba, entonces, al equipo de los Tiburones, su última militancia, según dijo. Entendí perfectamente a Cabrujas, uno no puede dejar de ser de los Tiburones de La Guaira.
Llega Ozzie
A finales del año pasado se inició la temporada 2023-2024, según manda una tradición iniciada hace setenta y dos años, cuando un pequeño grupo de empresarios fundo en los altos del cine Capitolio, la liga de béisbol profesional. En medio de las complicaciones que vive nuestro país, bendita sea, pues, la temporada de nuestro deporte rey por traernos consigo una cierta, casi extraña, impresión de apaciguamiento y normalidad, dejándonos ver que el país también tiene otros espacios importantes por donde transcurrir, por ejemplo, el diamante de un estadio de beisbol.
Igualmente bendito sea al triunfo de Los Tiburones de la Guaira, en esta ocasión dirigido por Oswaldo Guillén, extraordinario jugador en tiempos de La Guerrilla y que, dicho sea de paso, venia de ser Campeón de la Serie Mundia en el año 2005, como manager de los Medias Blancas de Chicago, club que llevaba 88 años sin obtener semejante título. Ozzie se valió de todas sus virtudes para armar un conjunto con grandes jugadores, que actuaron disciplinada y solidariamente y con gran entusiasmo para obtener la copa, logro que, estoy seguro, marcará una nueva época en nuestro beisbol.
Y, en mi caso, bendito sea el equipo guaireño, pues, como digo siempre, le debo mucho de lo mejor de mi vida. Le debo el motivo para una fe. El arraigo a una causa, el asidero de una ilusión renovada cada octubre, la identificación con una historia y la fraternidad con una fanaticada digna e imprescindible, todo guardado para siempre en mi memoria.
Soy aficionado de Los Tiburones de La Guaira desde toda mi eternidad, mediante adhesión que no necesitó de ninguna razón para ser, ni tampoco para transformarse, luego, en fidelidad vitalicia y a ultranza, sin condiciones que la sometan, se gane o se pierda, jugando bien o mal, con errores o sin ellos, bateando mucho o poco, sin importar, siquiera, que, en los últimos tiempos, el equipo se haya instalado en la derrota.
La figura del tiburoncito ha quedado tatuada en mi piel, consecuencia de una maravillosa arbitrariedad que, con el transcurso de los días, se ha ido convirtiendo en una suerte de feligresía que rubrica mi vida.
El Nacional, 1 de febrero de 2024