Cuando escribí hace unas semanas sobre Mi padre (17/08/2024, Mi padre – EL NACIONAL), sabía que estaba contrayendo una deuda que pronto me saldría al paso. Por ello, hago una pausa en la reflexión sobre la política para saldar esa deuda y escribir sobre Mi madre. Además, varias amigas, especialmente aquellas que la conocieron, me reclamaron que no había escrito sobre ella.
Temperamento de una inmigrante
María de los Ángeles Vigil, o simplemente Ángeles como todos le decían –excepto yo, que la llamé “mamá” toda la vida–, nació en Gijón, en el norte de Asturias, en agosto de 1921. Siempre se estaba riendo, lo hacía con toda la cara, especialmente con sus ojos grandes que entrecerraba y nunca se preocupó por las arrugas o “patas de gallo”. Tenía un gran sentido del humor y mucha “chispa”, celebraba cualquier chiste que le contaran, sin importar si ya lo sabía o se lo repetían varias veces, lo celebraba igual y antes de empezar ya se estaba riendo; ella también siempre tenía uno para contar.
Frecuentemente cantaba, tenía muy buena voz, había pertenecido a algún coro de la parroquia donde vivió de niña y adolescente. Tenía gran oído musical, desafortunadamente, de entre todas las cosas que le “heredé”, el oído musical no fue una de ellas. En mi casa siempre había discos. Una de las primeras cosas que hizo en Venezuela –cuando nos mudamos solos, ya que los primeros tres años vivíamos todos juntos– fue comprar un tocadiscos usado y, a partir de allí, siempre había un disco nuevo en casa. Por supuesto, empezó con los de pasodobles y los de las películas de Sarita Montiel, pero también había discos de Javier Solís, Ray Conniff, la Billo’s, Los Melódicos, Héctor Cabrera, Mario Suárez, Mirla Castellanos, Cherry Navarro, cualquier cosa que sonara, le encantaba.
Marcas de la guerra civil
Sufrió todas las vicisitudes de la cruenta guerra civil española, que la dejó huérfana a los 15 años, a cargo de su madre y con tres hermanos, el mayor de 17 y el menor de 10. Las penurias de esa guerra, la mala alimentación y la tensión de correr al refugio cuando sonaba la alarma que anunciaba un bombardeo de la aviación o la llegada del crucero Almirante Cervera –el mismo que mató a su padre y que solía cañonear el Puerto de Gijón y otras poblaciones costeras como Santander y Bilbao– quizás dejaron secuelas que la convirtieron en una mujer delicada de salud. Padeció de sinusitis y otras afecciones, entre ellas una renal que le curó el Dr. Regetti, “…el mismo de Caldera” –decía orgullosamente y agregaba: “Eso solo pasa en Venezuela”. Delgada, delicada y frágil como era, nunca fue una mujer débil y la prueba más significativa es que sobrevivió a esa guerra, al encarcelamiento de mi padre cuando apenas eran novios –diez años después de finalizada la guerra– y a la emigración a Venezuela.
En 1955, ella y su hermana, dos años menor que ella, vinieron a Venezuela −país del que habían oído hablar un par de semanas antes de embarcarse en el Monte Albertia− porque a mi padre y a mi tío, por su edad y pasado político, no les permitían salir de España. Así, mi mamá y su hermana, animándose mutuamente, no dudaron en emprender la aventura de la emigración. Ahorrándoles los detalles de su llegada a Venezuela, contaré simplemente que llegaron al país a limpiar casas y cuidar niños ajenos. Pero sus empleadoras rápidamente descubrieron sus dotes de costureras y también las pusieron a hacer ropa para ellas y sus hijas, lo que les permitió ahorrar rápidamente. En menos de seis meses, gracias a esos ahorros y el mecanismo del “reclamo” que nunca he comprendido, llegamos al país su madre, mi tío, mi primo, mi padre y yo. Una vez en Venezuela, mi abuela fue “reclamando” a sus otros hijos y todos mis tíos, sus esposas e hijos vinieron a Venezuela.
Mamá y mi padre
Mis padres fueron una pareja ejemplar y muy unida. Se conocieron “entre dos periodos carcelarios” de mi padre, al que volvieron a encarcelar dos años más cuando preparaban la boda. Ella lo visitaba todos los días que había visita y buena parte de lo que ganaba como costurera se le iba en hacer esas visitas para llevarle ropa limpia y comida. Mamá entendía el más mínimo gesto de mi padre y no había nadie que lo conociera más a fondo, parco en palabras y poco efusivo como era. A ambos les tocó emigrar, ella primero, en completo acuerdo entre ambos, sin dudar en cambiar de país para cambiar de vida, dejando atrás todas las privaciones de la posguerra, todo lo que habían sido para ser todo lo que podían ser.
A todos nos sorprendió, dada la delicadeza de salud de mamá, que ella le sobreviviera; ambos murieron con tres años de diferencia −mi padre a los 86 años y ella cumplidos los 88−, en esta tierra a la que amaron como a nada. Sus cenizas quedaron en este país, al igual que los restos de mi abuela y todos mis tíos, todos enterrados en Venezuela y los primos permanecemos en el país, con la excepción de mi prima que, después de tener hijos aquí, se estableció en Costa Rica.
Oficio
Mamá estaba a medio camino entre costurera y modista; no era modista porque no diseñaba ropa para mujeres, pero tampoco era solo una costurera porque no se limitaba a arreglar ropa, sino que la hacía. Toda la vida, que yo recuerde al menos, se hizo su propia ropa, incluyendo abrigos o ropa elegante para salir de noche o para ir de fiesta. Compraba la revista Burda, que traía un “patrón” lleno de líneas entrecruzadas con diferentes colores, grosores, símbolos y letras –que yo nunca logré entender, pero ella sí, e imagino que muchas mujeres como ella también lo hacen–. Identificaba su talla en ese “patrón”, le ponía encima un papel de manila, de ese trasparente, copiaba el “patrón” y con esos hacía su ropa, para ella, para mi abuela, para su hermana y su cuñada; por supuesto, también le hacía la ropa a sus sobrinas y a mi hija.
A mi hija le hacía todo tipo de vestidos y vestía a su muñeca, la “Mariquita Pérez”, de la misma manera. Paseaba a mi hija con su cochecito, y la “Mariquita Pérez” iba vestida igual. Invariablemente, mamás y abuelas le preguntaban dónde había comprado esa ropa y, cuando ella respondía que la hacía ella, la siguiente pregunta era: “¿Cuánto me cobra por hacer algo parecido?”. La respuesta invariable era: “No hago cosas para vender”. Mucha gente le sugirió montar una tienda, pero ella siempre declinaba sin dar explicaciones. Nunca insistí en ese tema, quizás porque apreciaba esa exclusividad familiar.
Tejidos y bordados
Tejía con dos agujas con una pericia impresionante todo tipo de prendas. Sus suéteres eran simplemente espectaculares. Recuerdo cuando estuvo de moda en Venezuela el cantante mexicano César Costa, quien traducía y cantaba las canciones de Paul Anka y usaba suéteres de colores llamativos, ella me tejió varios parecidos, lo que me convirtió en el adolescente más envidiado por mis amigos. Todo el mundo preguntaba dónde se podían comprar suéteres iguales, y yo, orgullosamente, respondía: “Los teje mi mamá, pero no teje para vender”. Aún conservo dos o tres de esos suéteres y jamás me desprenderé de ellos. Lo que ella y mi tía hacían con dos agujas, a toda velocidad y en menos de un día, eran verdaderas obras de arte.
Más de una vez salí a los carnavales de Caracas disfrazado con trajes que hacía mi mamá. Conservo algunas fotos, de esa época, disfrazados mi primo y yo de “vaqueros” o de “gauchos”. Uno de los mejores recuerdos de esa faceta de mi mamá es de 1963, cuando se estrenó la película Cleopatra con Elizabeth Taylor y Richard Burton. Ella y mi tía fueron a la distribuidora de películas, pidieron fotos, y confeccionaron para la hija de una amiga un vestido idéntico al icónico traje blanco y dorado que Elizabeth Taylor lució en la película. Maquillaron a la niña igual que Cleopatra y disfrazaron al hermano menor de la niña como Marco Antonio. Aunque era más bajo de estatura, no importaba porque así era en la realidad; Cleopatra fue, sin duda, mucho más “grande” que Marco Antonio. Los llevaron a todos los desfiles de Carnaval y a todos los clubes donde había concursos de disfraces para los niños. Ganaron siempre el primer premio.
Lamento no tener muchas de las cosas que hizo mi mamá, pero conservo algunos adornos de Navidad bordados por ella en punto de cruz, que hacía simplemente viendo fotos en revistas. También guardo una caja llena de diminutos escarpines tejidos y baberos bordados que ella hacía como recuerdo de bautizos y regalaba a los hijos y nietos de sus amigas. Imposible pensar que ella montara un negocio con esas cosas que tanto disfrutaba hacer y regalar y ver la cara de asombro de sus amigas e invitados al bautizo.
Educación
Mi mamá finalizó la educación básica en un colegio de monjas en los años treinta del siglo pasado, donde aprendió a coser, tejer y bordar, habilidades que le sirvieron para ganarse la vida. No tenía un nivel importante de escolaridad, ya que nadie esperaba que la hija de un trabajador o campesino del norte de Asturias pudiera tener un destino académico relevante. Ella me enseñó a leer, regalo invaluable que me acompañó toda la vida. Ella misma era una gran lectora, sobre todo de revistas como Venezuela Gráfica, Élite, Momento y Vanidades, donde solía leer las novelas cortas de Corín Tellado. De esta autora mi mamá debe haber leído si no las 5.000 novelas que escribió, al menos un buen número de ellas. Aunque no necesitaba ninguna excusa para leer a Tellado, mamá solía decir que era su amiga. Es muy probable, porque la prolífica autora nació en Asturias y vivió y murió en Gijón que fue donde nació y vivió mamá en la misma época, hasta que vino a Venezuela
En Venezuela, leía revistas como ¡Hola! que era su favorita, y a través de ella se enteraba del mundo de la farándula, los toreros, la realeza europea y “qué es lo que se lleva”, decía. No me avergüenza decir que me inculcó ese gusto por “hojear” y “ojear” esa revista.
Política
Mi mamá tenía la misma inclinación política que mis abuelos y mi padre. Mi padre fue republicano y socialista, y estuvo preso por sus ideas y a pesar de eso no hablaba de ese tema, ni decía nada de Franco; mamá si lo hacía, era antifranquista a rabiar, hasta la médula, sin contemplaciones, dudas, ni concesiones. Para mamá, Franco no había hecho nunca nada bueno, ni lo haría jamás −estoy de acuerdo con ella−. No era para menos, como ya dije, mi abuela quedó viuda, con cuatro hijos adolescentes, en las primeras escaramuzas de la guerra civil.
No sé casi nada sobre ese abuelo, ni su lugar de nacimiento ni su fecha de nacimiento, pero sé con certeza la fecha de su fallecimiento. Como dije, murió en el primero de los insensatos bombardeos realizados por el crucero “Almirante Cervera” a la ciudad de Gijón, al inicio de la guerra civil, el 29 de julio de 1936. Ironías del destino, mi mamá y mi tía Marina, dos años menor que ella, observaban desde un monte cercano al puerto las maniobras del barco que se aproximaba y «brillaba como plata», según describía mi tía Marina. Vieron disparar sus cañones y, tras superar el susto, no podían imaginar que aquel buque que «brillaba como plata» estaba causando la muerte de su padre.
El “Almirante Cervera” continuó bombardeando otras poblaciones costeras durante la guerra, como Gijón, Santander y la base de submarinos republicanos en Portugalete, cerca de Bilbao. Sus cañonazos le costaron la vida a mi abuelo, quien no era soldado ni miliciano, sino un civil que ese día estaba pasando o tomando un café o un vino con algunos amigos en alguno de los establecimientos cercanos al puerto. Tenía menos de 45 años.
Hijo único, mamá única
Al igual que mi padre, no recuerdo que ella me pusiera nunca una mano encima −a excepción de alguna nalgada que seguramente me gané−; gritaba, se enfurecía, entrecerraba los ojos y amenazaba, pero no pasaba de allí. Mis padres se esmeraron en darme la mejor educación posible. A pesar de no ser religiosos –mi padre ni siquiera era creyente– y a pesar de la experiencia de la guerra civil, nunca fueron anticlericales. Aunque eran republicanos, mamá solía decir: “Para educar, los curas”, y así estudié la primaria con los Capuchinos y la secundaria con los Hermanos de La Salle, en dos de los mejores colegios de Caracas, que aún existen. Como hijo único, siempre tuve lo que necesité, pero nunca viví como ese “hijo único, consentido” del cual habla la conseja popular. El “consentimiento” mi mamá lo guardó para los hijos y nietos de sus amigas, o cualquier niño del vecindario o los hijos de mis amigos. Y por supuesto, para sus propios nietos.
Los nietos
Mi hija pasó la mitad, si no más, de sus primeros cuatro años de vida en su casa, pues mi exesposa y yo trabajábamos y estudiábamos. Aún recuerdo el día que nació; el médico que atendió el parto me recomendó esperar en la habitación de la clínica y él me avisaría por teléfono. Naturalmente, mamá me acompañaba, y cuando sonó el teléfono y el médico anunció: “Nació Nadia Alejandra” −en esa época no se conocía con antelación el sexo de los bebés− le brillaron los ojos. A los pocos minutos trajeron a Nadia −preciosa como siempre, con los ojos abiertos, de ese color grisáceo azulado, indefinido, de los bebés−, entrecruzando las manos, recorría la habitación de la cuna a la ventana, diciendo sin parar: “Qué nieta tengo, qué nieta tengo…” y llamaba a todas sus amigas para contarles. Desde entonces, mi hija se convirtió en su muñeca, a la que cuidaba, alimentaba y vestía con ropa que ella misma confeccionaba.
Con Andrés fue distinto. Él era muy inquieto y la «agarró cansada»; además, eran otras circunstancias. Mi exesposa y yo, ambos ya profesionales, no necesitábamos dejarlo en su casa, pero siempre contábamos con que ella viniera a la nuestra a cuidar y acompañar, sobre todo a Andrés, cuando viajábamos. Andrés y mamá disfrutaban estar juntos. Ella le reía y celebraba todas las travesuras que a mi hijo se le ocurrían, no había nada que él hiciera que no le causara gracia y a él le parecían grandiosas las cosas de su abuela; las palabras, frases, refranes y dichos de mi mamá y mi abuela, quienes −siempre ocurrentes− soltaban de vez en cuando algunas palabras muy asturianas, para deleite de mi hijo, que aún hoy las recuerda y las emplea.
Conclusión
Al escribir, me doy cuenta de que podría llenar páginas y páginas con cosas y anécdotas de mamá y no sé bien cómo terminar, pues la gente sencilla como ella, nos es muy cercana, nos deja muchos recuerdos, muy profundos, que atesoramos con cariño y nostalgia. Solo espero haber logrado explicar algo del temperamento y talante de mamá.
Mamá fue mi cómplice en muchas travesuras infantiles y de adolescente, pero no fue mi “confidente” ni mi “amiga”, fue mi mamá, y yo nunca le pedí ni esperé nada distinto. Sabía que podía contar con ella de manera generosa, que me dio todo lo que podía, lo que necesité, y les dio a mis hijos, lo mejor que ella tenía, todo lo que ella era. Falleció tranquilamente; el último domingo de agosto de 2009, recibí su último suspiro. Gracias, mamá.