El filósofo y sociólogo español César Rendueles ha decidido arremeter contra un concepto que suele despertar simpatía: la igualdad de oportunidades.
Tan es así que Rendueles le ha dedicado un libro a criticar esa idea, que a su juicio tiende a preservar o incluso aumentar la desigualdad social.
"El problema de la igualdad de oportunidades es que es una reformulación de la meritocracia, que es siempre una forma de justificar los privilegios de las élites", explica Rendueles, que se define de izquierda, en una entrevista con BBC Mundo.
Lo que sigue es una síntesis del diálogo con este profesor de la Universidad Complutense de Madrid, cuyo más reciente libro es "Contra la igualdad de oportunidades: Un panfleto igualitarista" y que participa del Hay Festival Arequipa 2021.
En su libro subraya que la igualdad es "una de las bases de nuestra vida en común". ¿Cómo es eso?
Sabemos que la falta de igualdad es la causa de una enorme cantidad de problemas sociales. Es algo que intuíamos pero que en las dos últimas décadas las investigaciones científicas han demostrado con muchísima precisión.
Las sociedades más desiguales —no aquellas en las que hay más pobreza en general— tienen menos esperanza de vida, más enfermedades mentales, delincuencia, problemas de abusos de estupefacientes, violencia escolar…
No sabemos muy bien cómo pasa, cómo la desigualdad se nos mete debajo de la piel en los huesos y hace nuestra vida en común peor, pero tenemos la certeza de que es así.
¿Cuán antiguo es el concepto de igualdad social?
La igualdad social ha sido la pauta generalizada de las sociedades humanas durante la mayor parte del tiempo que el Homo sapiens lleva sobre la Tierra.
La igualdad social en distintos grados, pero a unos niveles que hoy nos parecerían prácticamente revolucionarios, ha dominado las sociedades de cazadores y recolectores hasta la revolución neolítica.
Es en ese momento, hace unos 10.000 años, cuando empieza a aumentar paulatinamente la desigualdad. Y no ha dejado de crecer.
Los niveles estratosféricos de desigualdad económica que conocemos hoy no tienen parangón a lo largo de la historia.
Según Rendueles, la desigualdad comenzó a aumentar paulatinamente a partir de la revolución neolítica.
¿Y de dónde viene la idea de competencia, de ganadores y perdedores entre nosotros?
La meritocracia, la idea de que quienes tienen privilegios los tienen porque lo merecen y que eso es el fruto de una sana competición que ha colocado a cada cual en su lugar, es el ideal que han difundido las clases altas desde hace cientos, tal vez miles de años.
Lo novedoso de nuestro tiempo es que esa ideología meritocrática ya no es exclusiva de pequeños grupos sociales de élite, sino que se ha difundido al conjunto de la población.
En aquellas sociedades en que se ha dado un mayor crecimiento del mercado y de la desigualdad, más cree la gente en la meritocracia. Es curioso: un mecanismo de compensación ideológica, si se quiere decir así.
Desde una lógica de capitalismo liberal dirán que es a través del mayor esfuerzo o capacidad individual que se logra el progreso colectivo, y por lo tanto no está mal que alguien quiera ser exitoso y como consecuencia de eso gane más que otros. ¿Qué responde?
Que en esa afirmación, que parece de sentido común, en realidad hay dos afirmaciones mezcladas que no tienen nada que ver entre sí.
La primera es que el esfuerzo es importante. Estoy completamente de acuerdo y además hay que promocionar el esfuerzo de aquellos que tienen ciertos talentos escasos. Pero eso si se quiere es una defensa de la movilidad social horizontal.
Otra cosa completamente diferente es que haga falta premiar con ciertos beneficios económicos y mayor prestigio a ciertas ocupaciones frente a otras. Eso implica una visión caricaturesca de la gente con más talento.
Es como si pensáramos que los médicos o ingenieros fueran una especie de niños malcriados a los cuales hay que estar sobornando permanentemente para que cumplan con su obligación.
La realidad es que la gente tiende a cumplir con sus obligaciones cuando siente que su trabajo está bien valorado, es importante y tiene sentido. Y eso ocurre con todas las ocupaciones, no sólo con las más prestigiosas.
Durante la pandemia hemos visto que la valoración social de qué se considera importante muchas veces está equivocada.
Damos prestigio o dinero a ocupaciones que socialmente son muy poco importantes o incluso negativas, como la especulación financiera. En cambio, ocupaciones vitales para el funcionamiento de la sociedad las infravaloramos o pagamos mal.
Era más importante la limpieza de los hospitales que la publicidad, por ejemplo.
Vimos también que gente con ocupaciones poco prestigiosas y mal pagadas se toman muy en serio esas labores, incluso arriesgando su vida.
Los transportistas, cajeros de supermercados o limpiadores de hospitales arriesgan su vida.
Distintos liberales también argumentan que el igualitarismo tiende a igualar hacia abajo, que nivelar las diferencias económicas quita estímulo a la búsqueda de superación individual. ¿No es así?
A veces sí es así, por supuesto. Esa es una de las prevenciones que tenía el propio Marx contra ciertas formas de socialismo. Hay un párrafo muy bonito de Marx en el que alerta de esta igualación hacia abajo de los talentos.
Pero lo cierto es que la competencia también hace eso muy a menudo: desperdicia una enorme cantidad de talento.
A veces pienso que lo peor de la desigualdad no es tanto los lujos repugnantes que proporcionamos a una pequeña élite, sino la cantidad de esfuerzo que se desperdicia por abajo.
Es algo que vemos muy bien en el ámbito del deporte: queremos que haya competencia, pero sabemos lo enormemente nociva que es la competencia extrema, cuando todos los esfuerzos deportivos están diseñados como si fueran un embudo para generar una pequeña élite de superatletas. Ese proceso impide que el deporte sea disfrutado por millones de personas.
El filósofo Rendueles compara el reparto de oportunidades con el síndrome embudo que se genera en el deporte, con una competencia extrema que puede resultar nociva.
¿Por qué ha decidido poner el punto central de su crítica en el concepto de igualdad de oportunidades?
Porque la igualdad de oportunidades es un lema que suena bien. ¿Quién va a estar en contra? De hecho, es un modelo irrenunciable en muchos procesos competitivos, como por ejemplo cuando tenemos que seleccionar para una beca o un puesto en la administración.
Pero cuando se difunde como único modelo de igualdad social esconde una trampa: supone renunciar a la igualdad real.
Porque lo que nos ofrece la igualdad de oportunidades es la promesa de que cada cual recibirá lo que se merece en función de sus méritos. Eso en primer lugar sabemos que es falso, que tanto el sistema educativo como el mercado de trabajo actual reproducen y amplían las desigualdades.
En segundo lugar, el igualitarismo profundo asociado a las tradiciones democráticas no es dar a cada cual lo que se merece, sino dar a cada uno lo que necesita para desarrollarse como persona.
El igualitarismo profundo democrático no es una especie de control antidoping antes de la competición social. Al revés, consiste en limitar los efectos más nocivos de esa competición.
El problema de la igualdad de oportunidades es que es una reformulación de la meritocracia, que es siempre una forma de justificar los privilegios de las élites.
Usted habla de una "igualdad real". Pero el concepto de igualdad de oportunidades surge de la premisa de que los humanos somos naturalmente desiguales y por lo tanto es necesario ajustar el punto de partida para que haya una competencia justa. ¿Qué hay de malo en eso?
No hay nada de malo allí donde creamos que deba haber competencia para regular nuestra vida común.
La cuestión es si queremos que la competencia domine nuestra vida social, convertir nuestras sociedades en una especie de partido de fútbol en el que sólo pueda haber ganadores y perdedores, desde la educación o cultura, al campo laboral.
Yo tenía una profesora de griego en educación secundaria que no dejaba que nadie suspendiera. No porque regalara el aprobado sino porque repetía los exámenes tantas veces como hiciera falta hasta que conseguías aprobar. Nadie se quedaba atrás, con lagunas educativas. No todos sacaban la misma nota, pero todos acababan sabiendo lo que tenían que saber.
¿Qué pasa si decidimos que sólo en algunos ámbitos de nuestra vida social debería haber ganadores y perdedores? Que, por ejemplo, en el ámbito de la vivienda no debería haberlos y todos deberíamos tener una vivienda digna. O que en el ámbito de la alimentación no debería haber gente que come con lujos obscenos y gente que no tiene para comer.
Claro que no somos iguales al nacer. Precisamente por eso necesitamos una intervención política constante para generar igualdad, no como punto de partida sino de llegada.
América Latina es considerada la región más desigual del mundo, donde el 10% más rico concentra una porción de ingresos mayor que en otras regiones. ¿Qué ejemplo debería seguir para paliar estas diferencias?
Sabemos razonablemente bien cómo reducir esas diferencias extremas, porque es algo que ya ha ocurrido.
Después de la Segunda Guerra Mundial, en muchos países se produjeron unas reducciones brutales de las desigualdades sociales en un plazo muy breve y además sin generar grandes fracturas sociales.
Uno de los elementos básicos de esos procesos es una transformación profunda de los impuestos: básicamente obligar a las grandes empresas a que empiecen a pagar impuestos. Lo mismo con las grandes fortunas.
Durante los años '50 se generalizaron en muchos países de Occidente —no en la Unión Soviética, ni sólo en países gobernados por la izquierda— tasas fiscales superiores al 90% para las rentas más elevadas.
Eso significa que a partir de cierto nivel de renta, que hoy vendría a ser aproximadamente de US$300.000, de cada dólar adicional el Estado se quedaba con 90 centavos.
Sin esa transformación fiscal no se pueden financiar los programas educativos, la sanidad pública ni los programas de viviendas.
Y para que eso ocurra también necesitamos recuperar la soberanía económica: no se pueden poner esas tasas fiscales si las empresas y las grandes fortunas pueden traicionar el país donde estaban asentadas y huir a paraísos fiscales.
Podría decirse que a menudo la derecha ha sacrificado la igualdad en nombre de la libertad económica, pero también la izquierda suele descuidar la libertad en busca de la igualdad. ¿Es posible lograr un equilibrio perfecto entre ambas?
Claro que no es posible encontrar un equilibrio perfecto entre igualdad y libertad. Son conceptos en tensión. Pero también es cierto que mantienen una relación tan compleja que tienden a confundirse.
La libertad, si no se dan ciertos niveles mínimos de igualdad, es pura ficción. Pero al mismo tiempo la igualdad sin libertad es el imperio de la mediocridad, de la homogeneidad. ¿Quién querría vivir en una sociedad así?
Tiendo a pensar que la igualdad es un valor mucho más transversal políticamente de lo que a veces creemos.
Ha habido momentos en los que tanto la izquierda como la derecha compartían ciertos valores de igualdad que hoy parecen casi revolucionarios. Nadie decía estar en contra de la igualdad. Y en parte creo que eso sigue vigente.
6 de noviembre 2021