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No somos humanos cuando nacemos

Opinión
Artículos de opinión
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Tiempo de lectura: 3 min.

¿Qué significa ser humano? La inmensidad de esta pregunta puede reducirse a un viejo principio propuesto por el filósofo alemán Hegel, que atribuyó a su colega filósofo Baruch Spinoza: “Toda determinación es negación”.

Pero ¿negación de qué?

Primero, de Dios. En el principio estaba Dios, la fuente de la acción infinita. En la tradición occidental, un hombre no tiene propósito sin Dios. Para los cristianos, el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios; para los judíos, Dios es un buen trabajador que nos da una mano. Para los ateos (quienes, no lo olvidemos, son judeocristianos a su manera), el propósito del hombre es en parte destronar a Dios. Si esta no es una absoluta negación de Dios, entonces al menos limita su poder, ya que los humanos llegan a ocupar el espacio que antes estaba reservado únicamente para Dios.

La determinación también es una negación de la naturaleza. Nadie negará —en especial Spinoza— que un humano es natura naturata, una cosa entre las cosas, una naturaleza entre las naturalezas, una figura del mundo tejida de la misma fibra que todas las otras figuras ordinarias. Pero ser humano también es desear la trascendencia, aspirar a ser más que solo un pedacito de naturaleza.

En su época, el filósofo René Descartes reflexionó sobre la diferencia entre los humanos y las máquinas. Hoy, en la cúspide de la revolución de la inteligencia artificial, cavilamos sobre una pregunta similar: ¿cómo podremos diferenciar a un humano auténtico de uno sintético?

Un humano auténtico es res cogitans, una cosa pensante, como Descartes señaló. Una fuente de “intencionalidad”, como escribió el filósofo Edmund Husserl. Ser humano significa dar un salto fuera del orden natural. Para ser humano hay que escaparse, de una u otra forma, de esa masa de átomos, células y partículas de las que tú y yo y todo lo demás está compuesto. Es haber nacido con un alma, la cual —incluso si es inmaterial, si no tiene extensión ni densidad, incluso si es perfectamente invisible, intocable e impredecible— actúa como un pasaporte que nos saca de la naturaleza y nos adentra en nuestra esencia humana.

Esta desnaturalización sistemática, esta confianza en que cada pieza de uno puede escapar del orden natural del mundo, es como un segundo nacimiento. La naturaleza es la primera etapa de la humanidad, pero no puede, en ninguna circunstancia, ser su horizonte.

Sin embargo, también existe un tercer nacimiento. Ser humano, claro está, es ser parte de otra entidad a la que llamamos sociedad. Con todo el debido respeto para el “rousseaunismo” de aquellos que nunca han leído a cabalidad a Jean-Jacques Rousseau, el hombre nunca ha existido enteramente por sí mismo, sin ningún apego a una comunidad de otros.

Debemos ser muy cuidadosos en este respecto. Idolatrar la esfera social, aceptar pasivamente las limitaciones que resultan de la imposición de las leyes y las normas sociales, puede ser mortal para los empeños humanos. Ahí yace el reino inhóspito del “cabe nosotros” de Martin Heidegger. Ahí yacen las multitudes sin nombre ni rostro de Edgar Allan Poe y que ahora se han desatado en las redes sociales.

Ser humano es conservar, en el interior de uno mismo y contra todas las formas de presión social, un lugar de intimidad y secretismo en el que el gran todo no puede entrar. Cuando este santuario colapse, sin duda vendrán las máquinas, los zombis y los sonámbulos.

Tal vez en un principio no podamos acceder a este poder privado. No nacemos humanos; nos hacemos humanos. La humanidad no es una forma de ser: es un destino. No es un estado fijo, que se entrega de una vez y para siempre, sino un proceso.

Ser humano también significa saber que uno puede ganar batallas, pero nunca la guerra. La muerte tendrá la última palabra. Si todo esto parece demasiado trágico, si nos preocupa la sensación de que lo inhumano es la regla y lo humano la excepción, debemos llegar a entenderlo como una fuente de salvación.

En última instancia, no estoy seguro de nada. La filosofía se ocupa estrictamente del campo de lo posible, no de lo conocible, así que solo puedo apostar por lo que puede ser.

No obstante, hay una cosa que sí sé: la historia de este último siglo nos enseña que cuando apostamos por la nostalgia —cuando nos dedicamos a la búsqueda de una tierra natal perdida, de algo puro—, solo allanamos el camino para el totalitarismo. Activamos las máquinas para que nos limpien, depuren y arrasen con nosotros.

Cuando, en cambio, nos comprometemos con nosotros mismos a seguir adelante, a sumergirnos en lo desconocido y a aceptar nuestra humanidad con toda su incertidumbre, entonces nos embarcamos en una aventura realmente bella y noble: el camino mismo hacia la libertad.

Sábado, 25/Ago/2018

Bernard-Henri Lévy es un filósofo, cineasta y activista francés. Es autor de The Empire and the Five Kings, de la editorial Henry Holt & Co.

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