En los dos partidos que sostenían el sistema político (AD y Copei), los enfrentamientos por el liderazgo se volvieron destructivos. La primera víctima fue la fraternidad partidista y la consecución de los objetivos políticos comunes. Un caso de estudio es el protagonizado por Caldera, en guerra abierta con Eduardo Fernández para ser candidato del partido, en un discurso infausto, justificó la intentona. Una cosa llevó a la otra y luego vino el perdón a Chávez y demás golpistas. La tragedia aún no termina. Espero que si algún opositor reclama un proceso electoral en su organización, la respuesta no sea la de siempre. En eso llevamos más años que los 22 que cumple el chavismo.
La oposición democrática venezolana está rota y desorientada. Tanto que nadie sabe por dónde comenzar la tarea de levantarse, para continuar una resistencia que es obligatoria en el plano moral y político. Ese estado precario, en mayor proporción, es el resultado de la larga confrontación con un régimen dictatorial modelo siglo XXI; subestimado dentro y fuera del país, no obstante su eficacia para destruir cualquier intento, nacional o internacional, de democratización. Otra parte significativa del deterioro proviene de emanaciones de nuestra propia cultura que convierten la política en una guerra a muerte al estilo 1813. Una de ellas, suerte de pecado original, es la falta de democracia interna en los partidos.
Los aprendizajes democráticos fueron muchos a lo largo de las cuatro décadas entre 1958-1998, pero ese fue un aspecto en lo que poco o nada se avanzó. El ejemplo más ilustrativo de este aserto es el de Acción Democrática (AD), el principal partido del sistema político anterior. En 1968 se hicieron unas primarias y los resultados, que daban a Luis Beltrán Prieto ganador fueron desconocidos por la dirección política del partido. Trampa que se convirtió en norma consuetudinaria y causa eficiente para que AD nunca institucionalizara las elecciones internas para renovar sus autoridades. Los procesos se hacían por reglamentos ad hoc hechos por una mayoría circunstancial, para el siguiente ya no servían.
En los dos partidos que sostenían el sistema político, los enfrentamientos por el liderazgo se volvieron un “catch as catch can” destructivo. La primera víctima fue la fraternidad partidista y la consecución de los objetivos políticos comunes. La lucha política así entendida, aparte de consumir el tiempo y las fuerzas de los militantes, convierte a la confrontación por el liderazgo en el norte de la acción. Las organizaciones se alejan de los problemas reales de la sociedad, se aíslan y pierden poder. El clímax de esa cultura no democrática lo marcó la confrontación entre Carlos Andrés Pérez y Jaime Lusinchi. El resultado fue la destrucción de AD y, aguas abajo, de todo el sistema político.
Por supuesto que otra de las víctimas es la calidad y efectividad de las decisiones partidistas. El caso de estudio perfecto fue lo ocurrido el 4 de febrero de 1992. El Copei de Eduardo Fernández, su Secretario General, decidió como era lógico, responsable y democrático apoyar al gobierno constitucional de CAP. Pero Rafael Caldera, en guerra abierta con Fernández para ser candidato del partido, en un discurso infausto, justificó la intentona. Una cosa llevó a la otra y luego vino el perdón a Hugo Chávez y demás golpistas en 1994. La tragedia aún no termina.
¿Cuándo fue la última vez que AD, PJ, UNT y VP realizaron un proceso interno democrático donde se discutieran políticas y se eligieran autoridades? El pecado original, heredado por las organizaciones surgidas este siglo, ha generado: Decisiones de mala calidad que han devenido en errores costosos; entropía en el discurso ante actores nacionales y extranjeros; y un distanciamiento creciente entre esos partidos y la sociedad. Mención aparte, por su importancia, esa falta de autoridades legítimas es la causa fundamental de la mayor falla opositora al momento de confrontar al régimen: La falta de unidad en las políticas, acciones y discursos.
Por si fuese poco, de ese pecado han surgido los Luis Parra, José Brito y Bernabé Gutiérrez. Por esa falta de legitimidad política que genera no ser electo o ratificado por procesos democráticos, existen los francotiradores “opositores de la oposición” que torpedean los ya frágiles acuerdos a los que se llega, cuando el régimen monta sus procesos electorales y hay que actuar con prisa. Ninguno de esos personajes oportunistas existiría si hubiese procesos electorales en las organizaciones y tuviesen que contarse.
Enfrente tenemos este año las elecciones de gobernadores, ¿qué vamos a hacer? Atender esa emergencia pospondría una vez más la celebración de procesos electorales internos, aunque celebrarlos en nada se contradice con las decisiones “practicas” que haya que tomar. Las condiciones siempre están dadas para legitimarse y para no hacerlo. Espero que esta vez, cuando algún opositor reclame un proceso electoral en su organización, la respuesta no sea la de siempre. En eso llevamos bastante más años que los veintidós que ahora cumple el chavismo.
13 de enero 2021
La Gran Aldea