El ejemplo más claro de que las hiperinflaciones son deletéreas para los gobiernos lo pudimos observar con lo que le ocurrió a la República de Weimar, a pesar de que Haljmar Schacht, presidente del Banco Central, le puso término en 1923 al imponer una hipoteca legal sobre las tierras y bienes existentes en el pais, que constituirían el respaldo de la nueva moneda. En menos de una semana la hiperinflación desapareció, pero las consecuencias no, lo que como todos resultó en el triunfo posterior del nazismo.
La hiperinflación argentina de 1989, durante el gobierno de Raúl Alfonsín, fue un fenómeno social muy grave, con saqueos y manifestaciones populares, que abrió las puertas del gobierno del peronista Carlos Ménem, y luego a un periodo de alta inestabilidad política.
Mugabe en Zimbabwe pudo sortear una de las más graves hiperinflaciones después de la alemana, porque Nelson Mandela extendió la mano y permitió que circulara la moneda Surafricana y, además, ese país seguía siendo, relativamente, una potencia agrícola regional, lo que no era poca cosa.
En nuestro caso, ya tenemos una tasa de inflación diaria de 5%, lo que augura una tasa acumulada anual de más de 600.000%. Además, no disponemos de una producción de alimentos suficiente para alimentar a nuestra población, y con la caída de la producción petrolera tenemos cada día menos dólares para importar lo necesario para abastecer a la población.
La pregunta que todos se hacen es cómo se puede manejar al Estado en estas condiciones tan turbulentas, sobre todo si no hay propósito de enmienda en cuanto a la política económica y no se ve en el horizonte de los gobernantes actuales a ningún Fernando Henrique Cardozo, ni mucho menos a un Schacht, ni tampoco a ninguna Suráfrica u otro país que esté dispuesto a jugársela, ahora, por el régimen.