Carta del Director
La transición en las horas más oscuras
Cuando se cumplen 24 horas de un apagón que sume al país en un nuevo capítulo de caos y desesperanza, se me ocurre que la mejor terapia en que la que puedo invertir mi tiempo es escribir para tratar de aportar al debate público, que se intensifica en momentos de incertidumbre y vulnerabilidad como los que hoy vivimos.
La tentación me empuja a escribir sobre el desastre, que se hace especialmente evidente ante lo que vivimos desde el jueves 7 en la tarde. Esta es una coyuntura repetida y que se seguirá repitiendo mientras Maduro y su entorno sigan en el poder, aunque la electricidad regrese gracias a una infraestructura, construida por los gobiernos del pasado, que ha sido capaz de desafiar la corrupción y destrucción de la mal llamada V República.
Es vital, entonces, no solo para mantener el foco en lo que podemos aportar, sino en lo que debemos hacer si queremos volver a vivir con libertad, democracia, desarrollo económico, social y político, mantener la disciplina y no permitir que coyunturas como esta nos desvíen de lo esencial: lograr una transición a la democracia. A este fin, las especulaciones y la desesperación terminan siendo las peores consejeras.
En la medida en que el apagón transcurría, veíamos toda clase de historias abrirse paso en las redes sociales. Junto a ellas, cuestionamientos, ideas y exigencias sobre lo que se hizo o debería hacerse y lo que no, lo que nos da una idea muy realista de las dificultades y desafíos que implicará un proceso de transición en Venezuela. El éxito depende, en buena medida, de la confianza en el liderazgo que toma la responsabilidad de sacar el proceso adelante. Si el liderazgo no es capaz de generar confianza –o con nuestras actitudes destruimos nuestras propias oportunidades de cambio– es poco o nada lo que se puede lograr.
Es importante recordar que en 1974, cuando se inicia la Tercera Ola de democratización con lo que se conoció como la Revolución de los Claveles en Portugal, se registraban unas 45 democracias en el mundo, que suben a 120 para el año 2010. Apenas siete años después, en 2017, los índices internacionales registraban unas 70 democracias, si incluimos entre ellas algunas con evidentes problemas para ser calificadas como tales. Estas cifras evidencian un importante retroceso que algunos autores denominan como de la tercera ola de des-democratización, que se ha convertido en un tsunami que ha arrasado no solo con una parte importante de las transiciones que se generaron durante la Tercera Ola, sino que ha debilitado los sistemas de algunas sólidamente establecidas.
Hoy, una buena parte del trabajo de las escuelas y centros de estudios políticos más importantes del mundo está dedicada a tratar de comprender este fenómeno. Son ya numerosos los trabajos que se han producido tratando de explicar la relación entre las tendencias des-democratizadoras y la capacidad estatal, el populismo, las nuevas tendencias iliberales, la influencia de regímenes autoritarios exitosos como el de China, Irán, Rusia o Arabia Saudita, o la curva de aprendizaje de los autoritarismos.
Una transición democrática en Venezuela no será una tarea fácil. Nadie dijo que lo sería, pero tampoco es cierto que es más compleja ni con menos probabilidades que otros casos. Cada caso es distinto, como lo es cada situación en la vida. Ello no impide identificar causas y patrones, modelar la realidad y alcanzar conclusiones sobre los fenómenos, que es lo que hace posible la existencia de la politología como ciencia social.
No es cierto que los delitos con los que se relaciona a algunos de actores clave del régimen hacen de Venezuela un caso inédito y de imposible resolución. Muchas dinámicas autoritarias se parecen mucho a la nuestra en el sentido de que son sostenidas por la represión que se desarrolla desde las formas más sutiles de coerción –a actores económicos y medios de comunicación– hasta los más brutales genocidios como el de Siria, de la misma forma que en Venezuela la represión se sostiene en dinámicas clientelares – para las que se necesitan recursos importantes que en algunos casos se producen desde el control del Estado (contratos públicos, petróleo, oro, etc.). Esto explica la presencia de militares en carteras ministeriales que nada tienen que ver con sus competencias, otros en actividades ilegales patrocinadas o toleradas desde el mismo gobierno (contrabando, narcotráfico, lavado de dinero, etc.) para generar entre sus beneficiarios incentivos para mantener el status quo a través de la violencia.
Hoy, cuando la estrategia de democratización propuesta por Guaidó comienza a ser cuestionada por algunas voces bien intencionadas y otras que no tanto –hay quienes siempre tratan de hacer del miedo, el dolor, la incertidumbre, o los desaciertos ajenos su bandera política sin aportar nada y por eso nunca se equivocan–, es importante reorientar el debate sobre la estrategia de manera realista y constructiva.
Sí, ya sé que muchos estarán pensando que discutir sobre estrategia es imposible, porque si la estrategia se conoce deja de ser estrategia. Pero tal afirmación es parcialmente cierta.
Si usted juega “piedra, papel o tijera”, su estrategia se limita a tres alternativas que ambos jugadores conocen, lo que no impide que usted tenga una estrategia de juego. Si lo queremos complicar aún más, pensemos en un juego de ajedrez en el que cada parte tiene las mismas 16 piezas, colocadas en la misma posición que su contraparte, lo que no les impide a cada uno desarrollar un juego muy distinto. Si los jugadores son expertos no existen las estrategias inéditas, lo que no impide que haya un ganador y un perdedor. La efectividad de una estrategia poco tiene que ver con el secreto o su originalidad, y mucho con su adecuación a las circunstancias particulares.
Las verdades incomodas sobre una estrategia de transición
El mejor aporte que se puede hacer desde el liderazgo político, social, intelectual, académico, religioso o moral, en horas de tanta oscuridad, es la verdad. Trataré de aportar constructivamente mis opiniones sobre la estrategia planteada por Juan Guaidó, desde el liderazgo valientemente asumido desde su juramentación como presidente de la Asamblea Nacional y, posteriormente, como presidente interino de la república.
Juan Guaidó, desde el 23 de enero, ha descrito su estrategia como una secuencia de tres fases: cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres. Tal secuencia, que sin lugar a dudas tiene un sentido lógico incuestionable, no necesariamente podrá ejecutarse en la realidad bajo la misma lógica. Es fácil ejecutar un jaque pastor cuando se está ante un jugador inexperto, pero resulta mucho más complicado cuando la contraparte tiene la experiencia para predecir la jugada cuando apenas se ejecutan los dos primeros movimientos. Aquí los rusos – y los cubanos– también juegan.
Cese de la usurpación
La usurpación no va a cesar simplemente porque lo decretemos, sino que implicará desalojar del poder a quienes hasta ahora han demostrado que no están dispuestos a renunciar y sí a quedarse por la fuerza. Esto implica que el cese de la usurpación tiene que ver, necesariamente, con la capacidad que se tenga para desalojar a quienes ocupan el poder por la fuerza, o al menos para impedir que ellos puedan usarla contra la población. El cese de la usurpación puede entonces producirse mediante dos mecanismos básicos: el uso de la fuerza o la insubordinación de quienes deben reprimir. El uso de la fuerza puede ser externo (acción militar extranjera) o interno, lo que implica la acción directa de quienes tienen el control de las armas de la república, lo que implicaría un golpe de estado.
Un golpe de estado, que hoy muchos celebrarían, no necesariamente daría como resultado el cese de la usurpación para regresar a una democracia, como lo demuestran los casos de Egipto o Zimbabue, tan solo para mencionar dos de los más recientes. Un golpe de estado implicaría la ruptura entre facciones que hoy están en el poder y el cambio de liderazgo en el sector oficial que, de acuerdo a sus costos particulares de salida, podrían negociar sus garantías para permitir una transición democrática o tratar de mantener el poder por el uso de la misma fuerza que les permitió el desplazar a la otra facción, lo que implicará la necesidad de mantenerlo también por la fuerza. El uso de la fuerza, tanto interna como externa, tiene como principal inconveniente que implica siempre algún nivel de enfrentamiento, lo que aparte de sus costos siempre indeseables, hace menos probable su ocurrencia.
El segundo mecanismo: la insubordinación, implica la desobediencia de los órganos represores, en especial de la Fuerza Armada, a las órdenes emanadas de la cúpula política e incluso militar, en aquellos casos en que ésta se mantiene incondicionalmente leal al régimen. La insubordinación implica, por lo general, el retorno de los cuerpos militares y policiales a la neutralidad política propia de las funciones establecidas para estas instituciones en la Constitución, lo que produciría un cambio en el balance de poder, obligando al régimen a negociar su salida o a exiliarse, iniciándose el camino hacia una transición democrática y el retorno a la normalidad política, económica, social e institucional del país, al facilitar el entendimiento entre estas instituciones y un nuevo gobierno democráticamente elegido. Obviamente, este segundo escenario tiene costos mucho menores para todos y permitiría una transición pacífica y sin traumas.
Gobierno de transición
Una transición no es simplemente un cambio de gobierno. Una transición implica cambios institucionales y de reglas. Por lo tanto, si bien es cierto que un cambio de gobierno inicia un proceso de transición, completarlo implicará su continuación tras la elección democrática de un nuevo gobierno, o incluso de más de un gobierno, con las condiciones de legitimidad necesarias para desmontar el actual sistema e implementar nuevas reglas e instituciones que garanticen su consolidación. Es así como no puede confundirse un gobierno provisional, que se limite a organizar las próximas elecciones –como fue el caso del de Ramón J. Velásquez– con un gobierno de transición, que es aquel que emprende el proceso de transformación institucional para regenerar la capacidad estatal para gobernar, implementar un nuevo estado de derecho que regule las relaciones entre ciudadanos y entre éstos y el Estado, y construir las condiciones y garantías para retornar a la vida democrática.
El dar como un hecho la transición a partir del desplazamiento de un grupo en el poder por otro, bien sea por la fuerza o por elecciones, explica en buena medida las reversiones de procesos tan distintos como el de Rusia, Irán, Nicaragua, México o Egipto. El éxito de un gobierno de transición exige un piso muy sólido de legitimidad que solo puede construirse a partir de una manifestación inequívoca de la voluntad del soberano. En tal sentido, recuperar la credibilidad y el valor de la expresión electoral es condición sine que non para contar con un gobierno que sea capaz de consolidar un proceso de transición.
Organizar elecciones tan pronto sea posible es esencial para consolidar exitosamente un proceso de transición. El no hacerlo, alargando la existencia de un gobierno interino más allá de lo necesario, puede generar al menos dos situaciones que podrían terminar revirtiendo el proceso de transición. La primera es el peligro de colapso de un gobierno interino que no ha sido electo y que estará sometido a las presiones de las demandas acumuladas por el régimen saliente, que se potencian por las expectativas generadas por la participación tras la apertura del sistema, pero con limitaciones para la toma de decisiones y la implementación de políticas de mediano y largo plazo. La segunda es la posibilidad de perder la oportunidad de consolidar la transición tras la elección de un nuevo gobierno, en la medida que se alargan los plazos y se produce el desgaste del piso político del gobierno interino, lo que acarrearía la fragmentación de la oposición, ante el peso de las demandas y la imposibilidad de dar respuestas satisfactorias en el corto y mediano plazo, lo cual abre una oportunidad a candidaturas populistas provenientes del chavismo (que aún hoy cuenta con al menos un 24% de apoyo) o de actores patrocinados a través de las fortunas acumuladas desde el oficialismo, y que harán del retorno su principal objetivo a partir del día siguiente a su salida del poder.
Elecciones libres
La tercera etapa en la estrategia planteada por Guaidó son las elecciones libres, lo cual, comprensiblemente, tiene todo el sentido al contar con el control de las instituciones, incluido el Consejo Nacional Electoral, gracias al cese de la usurpación y la instalación de un gobierno interino que inicie el proceso de transición. Esta, sin lugar a dudas, sería una elección que contaría con el apoyo y la participación de todo el sector democrático del país.
Ahora bien, ¿qué pasa si la oportunidad de tales elecciones se presenta bajo condiciones distintas a estas que podríamos catalogar como ideales? ¿Qué pasa si las sanciones y la presión nacional e internacional hacen ceder a Maduro y aceptar una nueva elección? ¿Qué pasa si las elecciones no fuesen la última fase de la estrategia sino la primera, o sea, el camino para el cese de la usurpación y la instalación de un gobierno de transición? Sé la respuesta que muchos darían: “eso sería inaceptable”, “no se puede votar en elecciones mientras Maduro esté en el poder”, “ir a elecciones con Maduro es una estupidez”. La verdad es que respuestas como esas daban muchos cuando la Concertación chilena decidió asistir al referéndum convocado por Augusto Pinochet y cuando Nelson Mandela decidió participar en las elecciones organizadas por el gobierno de Frederik de Klerk en 1994.
La realidad es que mientras menos del 10% de los procesos de transición han tenido su origen en una intervención extranjera, más del 80% se han producido como consecuencia de elecciones, cuyo resultado fue adverso al gobierno (stunning elections) y que éste aceptó, o que tras haber desconocido, produjo las condiciones para el golpe o la insubordinación que acabó con estos autoritarismos.
Si bien no es mi pretensión convencer a nadie de que el escenario electoral es el de mayores probabilidades para producir una transición en Venezuela, sí debemos tener claro que descartarlo puede hacernos perder la oportunidad de producir una transición al renunciar a una de las piezas más importantes con las que contamos en nuestro lado del tablero.
Siendo cierto que hoy Guaidó ganaría con facilidad una elección a Maduro, o a cualquier candidato del régimen, ¿por qué pensar que el régimen podría llegar a negociar tal posibilidad? Porque ello daría al régimen su mejor oportunidad para negociar garantías y condiciones de salida, y porque tanto la comunidad intencional como el liderazgo democrático estarían dispuestos a una negociación seria a cambio de ahorrarle al país los costos de una salida por la fuerza o la incertidumbre sobre una confrontación si la insubordinación no se produce o divide a los cuerpos armados colocando a una parte a cada lado del tablero. En tal sentido, es esencial preparase desde ya para una elección, aunque no estemos seguros de cuándo y cómo ocurrirá.
Conclusión
La realidad es que la mayoría de los desenlaces favorables a los que apuesta el país no están bajo el control del liderazgo democrático ni de ninguno de nosotros, con lo cual terminamos fundamentando nuestras esperanzas y frustraciones en factores fuera de nuestro propio control (locus de control externo). Los dos movimientos estratégicos más importantes en los que debe centrase el liderazgo y la gran mayoría democrática del país –y que están bajo nuestro control, por lo que deben ejecutarse magistralmente– se reducen a dos verbos: protestar y votar. Solo en la medida en que seamos capaces de sostener una protesta masiva, que tenga incidencia real sobre el régimen y los actores que lo sostienen –y de ganar una elección– tendremos la posibilidad real de producir una salida, negociada o no, por la fuerza o por insubordinación, y materializar una transición democrática.
@benalarcon
Politika UCAB
12 de marzo de 2019