Editorial
Es fácil llenarse la boca señalando que Juan Guaidó es una simple marioneta de Leopoldo López o, en el más generoso de los casos, de un muy mentado G4 integrado por los titiriteros de 4 partidos opositores.
Es fácil ser un mediocre e inventarse una asociación civil, nombre que hoy viste mucho, y lanzar reclamos al hombre que se puso o lo pusieron –la diferencia hoy no es importante- para que diera la cara por el creciente número de ciudadanos disconformes con el persistente desastre castrochavista que, a falta de Hugo Chávez, preside Nicolás Maduro con el beneplácito de la Cuba cargada con sesenta años de represión y miseria, la China poderosa que disfraza con empresas mixtas y dinero el férreo control del Partido Comunista, la Rusia asesina de opositores de un Vladimir Putin que lleva veinte años aferrado al poder, de un Irán hundido en un fanatismo religioso medieval y, por su fuera poco, por los bandidos asesinos y secuestradores que hacen fortunas con la producción y distribución de drogas y, de unos años para acá, con el control de tierras y minas venezolanas.
Cada quien puede o no estar de acuerdo con las propuestas de esos cuatro y otros partidos que se oponen al actual castromadurismo, y que se han estado jugando el tipo desde que Hugo Chávez, fascinado por Fidel Castro, se adueñó del poder con el voto mayoritario de una sociedad por una parte hipnotizada por la antipolítica, y por la otra confiando en medios de comunicación y empresarios que apoyaron a Chávez pensando en ellos mismos.
Pero aquél demagogo que cantaba rancheras y mostraba su machismo en público engañó a todos por igual –excepto a Fidel Castro, que era el ídolo de su mente ramplona y mal formada- y se dedicó a derrochar dinero como heredero loco pedaleando en medio de la corrupción y la ignorancia como mérito.
Ya entonces, justo es recordarlo, hubo venezolanos que se le enfrentaron, muchos de ellos dirigentes y militantes de partidos políticos que también cometieron errores pero jamás dieron la espalda, que pusieron los presos políticos, los torturados y los muertos, y que hoy siguen siendo las grandes barreras contra la tiranía absoluta.
No se trata entonces de si Juan Guaidó será Presidente, o si lo será María Corina Machado o cualquiera de los dirigentes que hoy se enfrentan a la tiranía. Se trata de que nuestro deber de víctimas de la injusticia de una dictadura que nos arruina es darles respaldo, y ése es un acto de decisión y conciencia personales.
No será la multitud de asociaciones civiles de todo tipo que parecen ser la nueva moda de los buscadores de lucimiento quien pondrá punto final a la opresión. Seremos los ciudadanos como comunidad, y los partidos políticos como representación civil, quienes ya lo estamos haciendo. No es tarea fácil, no la compliquemos más con orgullos personales.
La comunidad internacional no reconoce como Presidente interino –calificativo éste que él, sus partidos y cada uno de nosotros debe subrayar- por él mismo, sino porque representa lo que realmente importa y la tiranía no puede dar: la legitimidad y permanencia de las instituciones.