- En un punto al menos, casi todos estamos de acuerdo. La democracia, tal como en Occidente la entendemos, la llamada liberal o simplemente constitucional, se encuentra en crisis. Lo que no sabemos es si esta crisis será periódica o terminal. Por ahora percibimos que esa crisis se manifiesta en el aparecimiento de gobiernos, muchos democráticamente elegidos, los que lentamente se han ido convirtiendo en democracias autoritarias, en autocracias e, incluso, en dictaduras.
Particularmente ese proceso –des democratización, podríamos llamarlo– está teniendo lugar con fuerte intensidad en el continente europeo e incluso amenaza con llegar pronto a los Estados Unidos gracias al más que probable regreso de Donald Trump, a quien junto con Putin consideramos una de las maldiciones caídas en contra del ideal democrático, tanto como forma de gobierno, tanto como modo de vida.
Las razones de ese retroceso de las democracias son conocidas. Un modo de producción fabril que pertenece al pasado, un modo de producción digital que irrumpe destruyendo antiguas relaciones sociales sin sustituirlas por otras (el desmadre de las sexualidades múltiples es solo un ejemplo); una globalización que acerca a los mercados, pero aleja a sus actores de sus lugares de origen; masas migratorias, aparecimiento de partidos políticos nacionalistas y racistas por doquier.
Si tuviéramos que buscar dos palabras como denominador común de los fenómenos sociales y políticos que están teniendo lugar, las más apropiadas serían anomia y populismo. Anomia, debido a la desarticulación acelerada de las relaciones sociales, entre ellas, la sustitución de la «clase obrera» por contingentes humanos «trashumantes» y de la clase empresarial por corporaciones globales sin residencia territorial determinada. Populismo, porque al ser desarticuladas las estructuras clasistas, la ciudadanía se disuelve en masas a disposición política de nuevos partidos y líderes que reclaman la reconsolidación del orden perdido apelando a medidas drásticas (la «re-emigración», eufemismo que quiere decir, deportaciones en masa, ya es una de las consignas de AfD en Alemania). Como en los años treinta del pasado siglo, ha llegado la hora de los demagogos, de los mesías redentores, de los falsos profetas.
Entre anomia y populismo hay una evidente relación. La desintegración lleva al reclamo colectivo por más autoridad y esta impulsa a los antidemócratas a situarse más allá de la Constitución. Al llegar a este punto debe ser precisado: el populismo no es solo una política de masas (si fuera así toda la política de la modernidad sería populista). El populismo aparece cuando las masas irrumpen y son conducidas en contra de las instituciones que conforman a una nación. No todo líder de masa, en consecuencia, es populista. Solo lo es cuando su presencia se encuentra situada más allá de la Constitución, de las leyes y de las instituciones que las representan (El Capitolio, por ejemplo).
No es casualidad que Putin haya decidido asaltar a Ucrania declarando de paso la guerra a todo el orden internacional vigente, solo cuando estuvo seguro de que la crisis de las democracias occidentales había alcanzado un punto muy bajo. Tal vez sobrevaloró la profundidad de la crisis, pero que esta existía, es imposible negar. Más todavía, el dictador ruso decidió atacar al vecino país cuando estuvo seguro de que no todos los gobiernos occidentales estaban dispuestos a jugarse a favor de Ucrania.
Hay que decirlo: Putin no está aislado en el mundo. No solo porque ha logrado conformar una poderosa alianza militar antidemocrática con China e Irán, sino también porque tiene aliados endógenos en el continente europeo y, si Trump alcanza el poder, los tendrá en los propios EE UU.
No nos engañemos: los contingentes pro-Putin –sobre todos los representados en las derechas populistas– provienen de los propios interiores de la democracia. En Europa ya dominan Hungría, Holanda, Serbia, Eslovaquia, gran parte de Italia y Turquía y avanzan con ímpetu en Francia y Alemania. En todos esos países, los partidos liberales, conservadores y socialdemócratas, se encuentran en minoría. La democracia, vista así, está siendo atacada desde dos frentes: uno interno y otro externo. Y pensar que la democracia liberal saldrá ilesa, sobre todo después de un eventual triunfo de Trump y el trumpismo en los EE UU, en el marco de una guerra global parece ser una ilusión.
Probablemente la tarea del futuro para los demócratas ya no será profundizar la democracia como hasta ahora lo venían haciendo, sino la de mantener vivo el ideal democrático bajo condiciones no y antidemocráticas. Eso quiere decir: la hora democrática ofensiva está terminando en gran parte del occidente político. Por el contrario, ha llegado la hora defensiva, la de la resistencia democrática. Tal vez habrá que aprender una vez más de Polonia.
Cuando decimos, crisis de la democracia, no queremos decir por cierto que el mundo occidental va a ser dominio de dictaduras. Entre dictadura y democracia hay muchos escalones. Lo que sí sucederá, y ya lo estamos experimentando, es que los usos democráticos serán cada vez más restringidos, que el formato político del estado será cada vez más vertical, que las libertades públicas serán cada vez menores, que las decisiones no provendrán siempre de deliberaciones del parlamento (junto con la justicia el parlamento será el gran damnificado) sino de decretos.
Aparecerán sin duda diversas combinaciones, pero todas llevarán a un refuerzo del autoritarismo, a una disminución del rol económico del estado y a un incremento de su rol represivo. No estamos inventando: sucedió ya en la Polonia de Caczynskyi y está sucediendo en la Turquía de Erdogan, en la Hungría de Orban, en el Israel de Netanyahu, y probablemente en la Argentina de Milei y en los EE UU de Trump. En términos más académicos, habrá más Hobbes y menos Rousseau. Contra ese embate pre- y antipolítico, debemos estar preparados.
Ese genio del mal, llamado Putin, lo entendió perfectamente. Entre guerra y democracia existe incompatibilidad. Las guerras significan desangres económicos y financieros, aumento de impuestos, bajas de salarios, inflación acelerada, traslados de presupuestos destinados a la educación, a la cultura, a la salud, hacia gastos de defensa interior y exterior.
En palabras cortas, una guerra como la iniciada por Putin lleva al deterioro del «estado de bienestar» alcanzado por la mayoría de las sociedades europeas, a la vez uno de los pilares de su democracia política. Putin, luego, para ganar, no necesita invadir a Occidente, le basta con mantener la guerra por tiempo indefinido. En el intertanto, brindará apoyo financiero a los partidos extremistas europeos, sean de izquierda o de derecha, produciendo lo que más necesita: inestabilidad política. Por esa misma razón, Trump es su candidato favorito en los EE UU.
- Sería sin embargo un error homologar al putinismo con el trumpismo. El trumpismo como el putinismo es un movimiento populista nacionalista, y en ese sentido, un pariente cercano de todos los movimientos putinistas. Pero es algo más: es un movimiento con una ideología muy norteamericana y con características muy propias. En otras palabras, Trump es un peligro para la democracia occidental por razones no solo coincidentes con el proyecto revisionista del putinismo. Lo que tiene en común con el putinismo es el proyecto de reducir el espacio democrático global, pero no en nombre de una expansión militar y territorial, sino en nombre de la economía norteamericana.
Parodiando a Henry Ford, el lema de Trump podría ser, lo que es bueno para la economía norteamericana, será bueno para el mundo, no importa que esa bondad sea cobrada al precio de la disminución de las libertades de su nación y de Occidente. Eso quiere decir, si Putin quiere hacerse de Ucrania y esa acción no daña los intereses económicos de los EE UU, pues que lo haga. Si Europa no es capaz de defenderse por sí sola contra Rusia, pues, ese un problema de Europa, no de los EE UU. Si la OTAN es muy costosa para el presupuesto norteamericano, pues, hay que salirse de la OTAN. Si con todo eso, el proyecto democrático global se va al hoyo, si la des-democratización occidental comienza a imponerse, si el mundo se llena de nuevos dictadores y autócratas, ese no puede ser un problema para los Estados Unidos. Lo único que exige la ideología de Trump, es que China, principal rival económico de los EE UU, no siga creciendo económicamente. Incluso, hasta Taiwan podría pasar a manos de China si es que esa anexión no perjudica a los intereses norteamericanos en el mundo.
Como Putin, Trump es profundamente antipolítico. Pero mientras Putin sustituye a la política por la guerra, Trump la sustituye por la economía. En ese último punto está más de acuerdo con Xi Jinping que con Putin. Por eso mismo Xi y Trump están condenados a ser enemigos. Según ambos, EE UU y China caben en este mundo, pero siempre y cuando uno se subordine al otro.
Si vuelve Trump al gobierno de su país, y quiera el Dios de la democracia que eso no suceda, volverá con más carisma que durante su primer gobierno. En sus inicios, recordemos, Trump parecía ser solo un ejemplar exótico en medio de la jungla de los gobiernos mundiales. Hoy en cambio existe un movimiento trumpista de características globales. La ultraderecha europea es hoy putinista, pero por sus concordancias con el trumpismo, en caso de que deba elegir entre la Rusia de Putin y los EE UU de Trump, eligirá a este último.
Lo mismo sucederá en América Latina. Un Milei tampoco está solo en América Latina. Los daños sociales provocados por los populismos de izquierda son tan graves que hasta Melei –al fin, un Hugo Chávez de derechas– goza de popularidad extranacional. El recrudecimiento de la delincuencia en casi todos los países de la región, la corrupción generalizada de los gobiernos sociales, la precaria tradición democrática, y el tan latinoamericano apego a redenciones populistas, han traído como reacción el llamado a hombres mágicos cuya misión será la de desmontar una vez más a nuestras frágiles democracias. La “bukelización” es también trumpismo, pero en formato latinoamericano.
Como sea, a diferencias de lo que ocurría en el pasado, cuando las grandes soluciones eran intentadas por medios violentos, hoy los gobernantes llamados a devaluar la democracia en aras de un pasado esplendoroso que a veces nunca ha existido, son llevados al poder por las grandes masas pero atravesando vías democráticas.
Trump y Putin pueden ser vistos como las dos maldiciones antidemocráticas de nuestra era. Pero quizás no es así. Tanto los líderes del pasado reciente como los de hoy, simbolizan y condensan predisposiciones antidemocráticas que residen en el fondo de cada pueblo, resabios inconscientes de tiempos en los que la política no existía, cuando el macho totémico ejercía todo su poder sobre seres humanos que lo adoraban.
A veces pienso que la democracia, vale decir, la constitucionalización y la institucionalización de las libertades que nos pertenecen por el solo hecho de ser, continúa siendo una utopía. Una utopía que, como todas, nunca será ni cumplida ni realizada. Pero hay otras veces en las que pienso que, justamente porque no va a poder ser ni cumplida ni realizada, nos mantiene dispuestos a lidiar a su favor. Así lo escribí en una ocasión: la democracia no se encuentra al final de la lucha sino en la lucha misma, y esa lucha no conoce ningún final.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
https://talcualdigital.com/las-dos-maldiciones-por-fernando-mires/