La historia avanza pero no de modo vertical, escribió Leo Trotzki – tan brillante como intelectual, tan desastroso como político-. Ese avanzar sigue, según Trotzki, un desarrollo “desigual y combinado”. Eso quiere decir: formaciones históricas a las que creíamos superadas, no solo pueden retornar sino además están contenidas o incrustadas, a veces de modo subrepticio, en las más actuales o modernas (estructuras agrarias feudales en el socialismo soviético, era un ejemplo de Trotzki). La tesis ha probado ser correcta y vale tanto para la geología, la historia universal e incluso para las historias individuales.
Del pueblo-masa al pueblo-ciudadano
En cada ser civilizado anida el humanoide que lo precede y domesticarlo suele ser tarea difícil para cada uno. Algunos no lo logran, cuando más llegan a cosmetizar al ser paleolítico que llevan dentro. En eso pensaba al escuchar la larga parrafada de Vladimir Putin frente a su entrevistador (más bien, su propagandista norteamericano) Tucker Carlson, en donde el cruel dictador intentaba justificar los asesinatos en masa que comete en el país vecino, Ucrania, apelando a un concepto de nación que desde hace mucho tiempo ha sido superado en los estudios históricos y sociales. Me refiero al concepto de nación étnica-cultural a la que en los países democráticos solo recurren grupos fascistas o fascistoides en contraposición al concepto de nación jurídica-política, que hoy prima en las relaciones internacionales.
Putin repetía frente a Tucker los mismos argumentos que aparecen en su texto Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos. Hablaba como recitando una lección, sin subir ni bajar el tono. Sin duda está acostumbrado a disertar en círculos donde sus secuaces lo escuchan arrobados, como si cada una de sus palabras fuese una revelación o una profecía. Algo parecido pasaba con Hitler cuando, entre los suyos, se desataba en largas charlatanerías sobre su teoría de las razas, comparando a los seres humanos con los animales, para terminar concluyendo que los arios son una raza superior (en la película Der Untergang, Bruno Ganz lo imitaba a la perfección). Tamañas aberraciones solo pueden permitírselas los dictadores. En cualquier país democrático, las peroratas de Hitler, también las de Putin, habrían movido a risa o escarnio. Lo vergonzoso es que Tucker Carlson lo escuchaba con afectada devoción, perdiendo así la oportunidad de interrumpirlo con alguna observación y dejarlo en ridículo ante la cámara. Eso es lo que habría hecho cualquier periodista honesto y profesional. Pero Tucker solo es profesional.
Lo que quedó muy claro en la primera parte del monólogo de Putin, es que el tirano, al intentar demostrar que Ucrania y Rusia forman una unidad histórica, se refería, entre varios, a aspectos de tipo idiomáticos, religiosos, culturales, dejando de lado todos los hechos que han llevado a convertir al pueblo de Ucrania en la ciudadanía de una nación moderna.
Para Putin el pueblo es simple población unida por lazos de sangre y por un idioma común dentro de un mismo habitat. En ese punto Putin coincide letra por letra con la definición de nación de Stalin. La nación- escribía Stalin- es "una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología manifestada esta en la comunidad de cultura” (Stalin, el marxismo y la cuestión nacional). Siguiendo al mismo Putin, Alemania del Este no habría podido ser nunca una nación, pues pertenecía al mismo contexto étnico-cultural que Alemania Occidental. Y, sin embargo, las Naciones Unidas, atendiendo a sus credenciales jurídicas y políticas, la reconocían como nación. Putin también.
Putin vivía en Alemania del Este cuando las multitudes de ese país irrumpieron en las calles coreando la consigna: “Nosotros somos el pueblo” mientras derribaban a lo largo de sus marchas los muros ideológicos antes de que fueran derribados los de cemento. Ese “Nosotros somos” no se refería evidentemente al pueblo étnico sino al pueblo soberano, entendido este como depositario originario del poder. De un poder que, para la gran mayoría de los alemanes del Este, había sido usurpado por una clase política dominante (nomenklatura) al servicio de la URSS. Por eso mismo Putin nunca logró entender el sentido histórico de las revoluciones nacionales y populares que, poniendo fin al comunismo, liberaron a sus naciones del imperialismo ruso-soviético.
Al desconocer al pueblo alemán del Este como unidad política, ignoraba Putin, al igual que Stalin ayer, el concepto de ciudadanía y con ello no reconocía la conformación política de la nación donde estaba viviendo, la que al exigir la unidad con la de Occidente no negaba el basamento histórico-cultural alemán, pero sí exigía la democratización radical del país bajo un estado de derecho expresado en una Constitución y en sus instituciones.
De acuerdo a su visión imperialista, Putin vio en los actores democráticos de los países sometidos a la URSS, elementos desintegradores de “la unidad histórica” (a la que pertenecía Ucrania) creada a mano armada por la URSS. Por esa misma razón nunca lograría entender después por qué Ucrania, al alejarse de Rusia tal como lo había hecho Alemania del Este, constituiría, a partir de la declaración de independencia de 1991 una nación sustentada sobre pilares políticos y no etno-culturales. Mucho menos lograría entender el sentido y carácter de movimientos nacionales ucranianos como “la revolución naranja” del 2004 o la revolución del Maidán del 2013, las que proclamaban el derecho a conformar una Ucrania europea y democrática, no rusa y no autoritaria.
Estaría quizás de más decir que los argumentos que hoy utiliza Putin para afirmar que Ucrania pertenece a Rusia pueden ser extendidos por el mismo, y sin ningún problema, a los países bálticos, a Finlandia e incluso a Polonia. En el hecho, su opúsculo sobre la unidad histórica entre ucranianos y rusos es el fundamento ideológico de una declaración de guerra a la Europa de hoy, basada en el principio de la soberanía de naciones jurídicas y políticamente constituidas y, sobre todo, reconocidas como tales en las Naciones Unidas. Es el caso de Ucrania.
Putin como el anti-Lenin
De tal modo que la locura (no tiene otro nombre) de Putin reside en su proyecto de hacer retornar a la Europa pre-moderna, a aquella donde la Rusia de los zares brillaba por su extensión y poderío militar. Ese proyecto implica por supuesto, volver –tal como lo intentó Stalin– a la Rusia arcaica, pre-revolucionaria, pre-comunista, pre-leninista.
La animosidad que despliega Putin en contra de Lenin reside en el hecho de que el revolucionario ruso vio en la revolución de octubre la entrada de Rusia en una Europa moderna supuestamente pre-revolucionaria (es la tesis central de su libro El Estado y la Revolución) en contraposición a Stalin quien rehabilitó el nacionalismo (ur) ruso en nombre del comunismo. Por eso Gorbachov se inspiró en Lenin, así como Putin se inspiraría en Stalin. O aún más simple: Putin representa, tanto en su país, como en sus proyectos extranacionales, el retorno histórico a la barbarie, utilizando, en aras de ese objetivo, el desarrollo de la ciencia y de la tecnología posmoderna, incluyendo la amenaza nuclear.
El desarrollo histórico es desigual y combinado, repitamos otra vez con Trotzki. La tesis aplica perfectamente a la historia de Rusia.
Para una persona no democrática y anti-política como Tucker Carlson, dado el consumo de masas que pudo observar en los supermercados de Moscú, Rusia es hoy una nación muy moderna y, en ningún caso, bárbara. Para alguien más ilustrado, el concepto de barbarie no tiene nada que ver con el número de supermercados sino con la ausencia de democracia.
Hacia una barbarie posmoderna
El término barbarie tiene, como es sabido, un origen griego. Bárbaros no eran los no griegos, como suele decirse, sino todos los pueblos que no viven en polis, es decir, todos los que no se rigen políticamente. Por lo tanto, las zonas o islas griegas regidas por cánones agrarios y no por los de la polis eran habitadas por “griegos bárbaros”. La política, según los griegos, era condición de ciudadanía pero también de civilidad (no confundir con civilización).
Parece que los griegos tenían razón. No es ninguna casualidad que los gobernantes autoritarios, pensemos en Rusia, Hungría, Turquía y en América Latina en la Venezuela de Hugo Chávez, han obtenido sus más grandes caudales de votos en las zonas agrarias, las que mientras más lejanas a las urbes, más autoritarias son. Con cierta razón Karl Marx nos hablaba del “idiotismo de la vida campesina”.
Marx hablaba del idiotismo agrario en el sentido griego y no en el psicológico. Idiotas, para los griegos, eran todas las personas que no tenían acceso a la vida política, aun viviendo en la polis. Ahora, volviendo al presente, podríamos afirmar que, desde el momento de su declaración de independencia con respecto a la URSS, la mayoría abrumadora del pueblo ucraniano decidió constituir una nación política y no solo una étnica o cultural, esto es, una nación contrapuesta radicalmente a la idea bárbara de nación que nos propone Putin como alternativa a la nación política moderna.
Al llegar a este punto será necesario reafirmar: el concepto de nación política no niega al concepto de nación cultural. Más aún, la formación de naciones culturales puede ser considerada como la base que permite el aparecimiento de una nación política. Pongamos un ejemplo: Irán.
Irán, es una nación religiosa y cultural, más todavía: es religiosa-cultural y por lo mismo está gobernada por una dictadura teocrática tal como hace ya miles de años. Los grupos disidentes, en continuo aumento, tampoco niegan el carácter religioso- cultural de la nación, pero sí su arcaica gobernancia teocrática, exigiendo derechos sexuales y de género, mayor participación ciudadana, más libertades políticas, en breve: reformas democráticas.
En Irán, como en Rusia, hay una feroz lucha entre el pasado histórico y un eventual futuro democrático. Esa es la razón por la cual, la dictadura rusa, reaccionaria y “pasadista”, encuentra con la de Irán, así como con otras dictaduras islámicas, una notable afinidad. En sentido griego estamos presenciando una rebelión de la barbarie en contra de la democracia caracterizada por la existencia de una ciudadanía y la formación de una civilidad. En ese proceso, la Rusia de Putin no solo ha retrocedido, como se ufana el mismo Putin, a la era zarista, sino aún más atrás.
Al fin y al cabo, hasta los zares tenían consejos de ministros a los que consultaban periódicamente. Putin en cambio, usando las tecnologías más sofisticadas, ha vuelto a esa época primaria de la humanidad en la que el poder no era ejercido por el más inteligente, o por el más sabio, o el más listo, sino por el más brutal. Ayer, presidente democráticamente elegido, aparece hoy convertido en el dictador más violento del mundo. Ayer, socio preferido de Angela Merkel, hoy socio preferido de Kim Jong-un. Para el Putin actual no existe esa distinción tan fina que hizo Hannah Arendt entre violencia y poder. Para Putin el poder es la violencia y la violencia es el poder.
Navalny es solo uno, tal vez el más conocido, de una larguísima fila de personas a las que ha mandado asesinar Putin. Eso significa, sin más ni menos, que no solo estamos frente a un régimen que comete, como todas las dictaduras, asesinatos. La criminalidad de Putin es estructural, y eso quiere decir, sistémica. Alcanzado ese punto, ya no hay vuelta atrás. Nadie sabe lo que nos espera todavía con ese enloquecido demonio manejando todo el poder de Rusia, un país donde los leves asomos de ciudadanía y civilidad aparecidos durante Gorbachov y Jelzin, ya no existen más.
Ciudadanía y Civilidad
Ciudadanía y civilidad suelen aparecer como sinónimos, pero no lo son. Ciudadanía alude a una relación de derechos y deberes entre los miembros de un pueblo y el estado nacional. En efecto, somos ciudadanos eligiendo a nuestros representantes en el estado, pero también pagando nuestros impuestos al estado. Civilidad en cambio es algo más complejo: alude a sistemas de relaciones no solo verticales con el estado sino horizontales y transversales al interior de la, por Hegel llamada, sociedad civil.
La sociedad civil no es todo lo que no es Estado, sino un conjunto complejo de relaciones sociales. O dicho en estas palabras: no hay sociedad sin asociaciones. A esas asociaciones pertenecen no solo las políticas –de hecho estas, por su relación con el estado son más bien ciudadanas– sino a todo tipo de relaciones no delictivas, formadas de acuerdo a las leyes que otorga el derecho público. Lech Walesa, en sus tiempos revolucionarios, lo dijo en su lenguaje simple, y de modo muy claro: “Luchamos por un nuevo orden que permita, pongamos por ejemplo, a los criadores de canarios, organizarse entre sí, y establecer enlaces con otras organizaciones dedicadas a otras cosas”. En lenguaje más alambicado, Habermas nos hablaba de la interacción comunicativa desde donde se generan discursos sociales que solo pueden nacer en democracia pero que a la vez son forjadores de democracia. Eso se llama, civilidad. Esa civilidad que había comenzado a aparecer durante Gorbachov, sería después arrasada por la dictadura de Putin.
Pues bien, al oponerse a Occidente, la triada antidemocrática de nuestro tiempo, la formada por Rusia, China e Irán, se está oponiendo de hecho a las nociones de ciudadanía y civilidad prevalecientes. Ambas han sido negadas al interior de sus propios países. El odio a Occidente que profesan y propagan no es más que el terror a la posibilidad democrática en sus naciones. Solo así nos explicamos sus agresiones a las democracias externas. Por eso, el llamado nuevo orden mundial que postulan, sumándose a ellos, de modo vergonzoso, gobiernos democráticamente elegidos como el de Lula en Brasil, no tiene más objetivo que subordinar a las democracias del mundo al dictado de las autocracias. O para decirlo de modo más imaginativo: se trata de destruir los espejos donde los demócratas de sus países se miran.
Eso, justamente eso, es lo que está en juego en la guerra a Ucrania. Quien no lo entiende así es porque definitivamente no quiere entenderlo así.
24 de febrero 2024
Polis
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