Donald Trump es populista. Más todavía: es el prototipo del populista, lo tiene todo, no le falta nada. Puede que incluso sea uno de los más populistas líderes populistas que asolan la política del siglo XXI. Así se explica por qué, sin ser todavía candidato, Trump ya es líder de un vasto movimiento de masas, uno que atraviesa a la nación norteamericana de punta a cabo.
La revolución populista
Ese movimiento, al que llamamos trumpista, no tiene un programa definido, ni una ideología coherente, ni un objetivo común, pero sí un líder al que adoran y perdonan todo lo que es sociablemente condenable, incluyendo su sexismo, su xenofobia, su misoginia, sus groserías. A él lo siguen porque simplemente él es no lo que es, sino lo que representa ser: la personificación de un imaginario nacional: un hombre fuerte de una nación fuerte, un millonario en una país donde no es vergüenza ser rico, un hombre de éxito en un país que idolatra al éxito, un ganador y no un perdedor. Un norteamericano ideal, tal como nos lo presentara Sinclair Lewis en – durante los años cincuenta, muy divulgada novela – Babitt. Pero sobre todo –y esta es la diferencia entre el populismo de Trump y la popularidad que gozaron un Obama o un Reagan– Trump ha logrado cometer el sacrilegio político de poner a su persona por sobre la Constitución, algo que hasta ahora nunca había sucedido en EE UU.
La toma del Capitolio, pensaron muchos, iba a enterrar políticamente a Trump. Pero ocurrió exactamente al revés: en lugar de haber sido un motivo de vergüenza nacional, los trumpistas lo asumen como un honor patriótico. O como la prueba evidente de que el pueblo es capaz de seguir a su hombre en contra de las leyes, cuando llega el momento.
Decimos a su hombre. Y lo decimos, porque como en todos los populismos, hay una relación libidinosa entre el poder del hombre (ese hombre puede ser mujer, si se da el caso) y la sumisión masoquista de las masas a su influjo. Ese culto amoroso, en lugar de haberse diluido como pensaban erróneamente los racionalistas demócratas cuando comenzaron a aparecer decenas de imputaciones levantadas contra Trump, ha fortalecido en lugar de debilitar la imagen del líder.
Trump conoce el significado de la omnipresencia, la de no abandonar jamás las primeras páginas de los periódicos, la de ser siempre el tema del día. No importa que se hable mal o bien de él, lo importante es que se hable. Por eso, gracias a las acusaciones en su contra, Trump ha podido iniciar de modo informal su campaña presidencial antes de lo legalmente permitido. Pues, cualquiera fuera la cantidad de las acusaciones, los trumpistas veían en ellas solo un intento mezquino para evitar que ese, su hombre, llegara de nuevo al poder. Para ellos el acusado asumía el papel de un épico héroe defendiéndose como un león frente a acusaciones falsas, jueces corruptos e izquierdistas fanáticos.
No obstante, debemos ser cuidadosos. Si bien una de las características del populismo es la relación libidinosa que se da entre líder y masa, esa relación también tiene lugar en procesos y momentos a los que nunca podríamos caracterizar como populistas. Un Churchill, un De Gaulle, un Mandela, un Gandhi, un Walesa, solo para nombrar algunos, han sido grandes líderes de masas, pero en ningún caso fueron populistas. Eso significa –y aquí voy a contradecir una tesis de Ernesto Laclau– no toda política de masas es populista. Solo lo es cuando las masas son conducidas de modo insurgente en contra de las instituciones del poder político establecido. Los líderes no populistas de masas nombrados hicieron lo contrario. O se mantuvieron en el marco de la ley, o lucharon por el restablecimiento de la ley allí donde imperaba la pura arbitrariedad. El líder populista en cambio, aparece allí donde la ley no impera, o definitivamente –es el caso del Trump del Capitolio– en contra de las leyes y de sus instituciones. Dicho en clave de tesis: el populismo solo es populismo cuando es rupturista, insurgente y/o revolucionario.
No hay populismo sin líder populista
No hay populismo sin líder populista y no hay líder populista si su figura no está puesta por sobre la ley y sus instituciones. No deja de llamar la atención en ese sentido que todos los movimientos populistas hasta ahora conocidos sean radicalmente antiparlamentarios. Eso se explica perfectamente: el parlamento es el lugar de la deliberación y de las leyes, pero a la vez, una barrera de contención frente a la democracia pura, es decir, una mediación entre la masa que aclama y el líder que decreta.
La masa populista sigue una política liberada de amarras institucionales y por ende, constitucionales. En ese punto, y aquí se coincide con Sasha Munsk (El pueblo contra la Democracia) la política populista no es antidemocrática sino radicalmente democrática pues establece una comunicación sin mediaciones jurídicas ni parlamentarias entre pueblo y líder. Una democracia que, al ser tan radical, rebasa las instituciones. Así entendemos entonces por qué Immanuel Kant no concebía al gobierno ideal –concordaba en ese punto con Aristóteles– como democracia. Kant siempre nos habló de repúblicas, las que para él eran –así podemos entenderlas hoy– democracias limitadas por instituciones republicanas. En contra precisamente de esa democracia indirecta, el católico jurista Carl Schmitt se pronunció a favor de la democracia directa, lo que lo llevó durante algunos meses a apoyar a Hitler.
Según la crítica de Schmitt a la democracia parlamentaria, esta, con sus deliberaciones y negociaciones, reducía el potencial político del pueblo y la soberanía de sus representantes.
Soberano era para Schmitt quien dicta el estado de excepción. En otras palabras, el que suspendiendo mediaciones dicta las leyes en nombre del pueblo; en sentido literal, el dictador. Pensando en esa dirección Trump puede llegar a convertirse, y sin que nadie se dé cuenta, en un dictador de leyes. Esta es precisamente la discutida tesis de Robert Kagan: votar en contra de Trump es votar en contra de la posibilidad de una dictadura. Nada menos.
No sería por lo demás la primera vez en que un líder surgido de una democracia se convierte en dictador. Peor todavía: en un dictador con consentimiento: un dictador popular como tantos ha habido en América Latina. De tal modo, aunque a muchos parezca desproporcionado decirlo, un gobierno norteamericano más popular que institucional, puede llevar perfectamente a la latinoamericanización de la política norteamericana.
Populismo, revolución y dictadura
No por casualidad América Latina es considerada la tierra del populismo. En gran parte, esa denominación es cierta. El populismo, como ya hemos dicho, aparece ante la ausencia o precariedad de instituciones y leyes que contengan y ordenen a las grandes masas. Pero al mismo tiempo América Latina es considerada la tierra de las revoluciones. Entre ambas tierras, sin embargo, no existe separación. Más bien sus límites son fluidos.
Como ha sido planteado, el populismo para existir necesita sobrepasar a las instituciones y por lo tanto es revolucionario del mismo modo como las revoluciones latinoamericanas han sido populistas. La misma superproducción de constituciones –epidemia que terminó por contagiar hasta a Chile, uno de los pocos países latinoamericanos que podía vanagloriarse de mantener continuidad constitucional– no prueba una vocación constitucionalista, sino más bien lo contrario: una obsesión por comenzar a hacer la historia de nuevo sobre la ruina de las constituciones vigentes. Lo hemos visto recientemente en Argentina con Milei.
El proyecto Milei intenta ser presentado como la historia opuesta del peronismo, pero con la misma música y letra. Tan populistas como una vez lo fueron Perón y Eva lo son hoy Milei y su hermana. La diferencia es que para el mileísmo el peronismo representa al pasado, y para el peronismo, el mileísmo representa el regreso del pasado preperonista, dictamen al que no se opone Milei al intentar entroncar sus visiones políticas con las del pensador argentino Juan Bautista Alberdi. En ese punto, Trump no se diferencia de un Milei.
Después de su clásico, América first, el lema preferido de Trump es haz a América fuerte otra vez. Ese «otra vez» es uno de los recursos preferidos del líder populista pues la tierra prometida de los populistas no se encuentra por lo general en el futuro, sino en un pasado secuestrado, en el caso de Milei, por el estatismo peronista, en el caso de Trump, por los movimientos radicales de izquierda alimentados, según sus invectivas, por el Partido Demócrata.
Sin embargo, no solo en Milei, quien evidentemente intenta emular a Trump, también en los líderes del populismo latinoamericano «de izquierda” encontramos notables afinidades con Trump. Una de esas afinidades ya mencionadas, el carácter insurreccional de los movimientos populistas y su consiguiente irrespeto a las instituciones surge, a su vez, de otra afinidad: la de la alteración o de la existencia precaria del sistema político partidario.
En el caso latinoamericano, tanto la alteración como la precariedad partidista se ven incrementadas gracias a la aparición de los partidos populistas, los que no son equivalentes a lo que entendemos generalmente como partidos políticos modernos, sean conservadores, liberales o socialdemócratas. Anotemos aquí una interesante inversión: mientras los líderes de los partidos no-populistas, son fieles representantes de las ideologías y programas de su partido, los partidos populistas son fieles representantes de la personalidad del caudillo del partido. Para entender mejor esta afirmación, debemos considerar que en el espectro populista, los partidos no pasan de ser prolongaciones colectivas de la voluntad del líder máximo.
El partido populista
En Argentina el peronismo fue el alma popular de Perón convertida en partido político. En Cuba, el partido comunista nació siendo, y fue siempre, más fidelista que comunista. En Venezuela, el PSUV fue una prolongación de la voluntad omnímoda de Chávez. En Brasil, no hay PT sin Lula y el lulismo. Los partidos de la actual derecha latinoamericana, sean bukelistas, bolsonaristas, mileístas, solo han copiado la receta del populismo de izquierda.
Ahora bien, el tema es que, por primera vez en la historia, un líder político norteamericano, Donald Trump, aparece, si no copiando, por lo menos adoptando la fórmula (a)política latinoamericana. En efecto, el Partido Republicano, hasta ahora, junto con el Partido Demócrata, uno de los pilares del orden político del país, está a punto de ser convertido en un partido trumpista, vale decir, en un partido cuyo principal cometido es acatar la voluntad del líder, y no a la inversa.
Nunca un presidente norteamericano ha tenido tanto poder sobre su partido como hoy lo tiene Trump sobre los republicanos. Ni Nixon, ni Busch Jr. –los peores presidentes que ha tenido EE UU– intentaron doblegar a los partidos de donde provenían.
En EE UU no hubo nixonismo, ni bushismo; ni siquiera hubo reaganismo, pero sí hay trumpismo. El trumpismo emergiendo del Partido Republicano, ha llegado a ser un movimiento nacional suprapartidario del que los republicanos no pasan de ser uno de sus instrumentos. Eso quiere decir, aún sin Partido Republicano, el trumpismo podría continuar existiendo.
El trumpismo es más, mucho más que el republicanismo. Eso, evidentemente, lo saben los miembros y dirigentes del otrora gran partido. O se someten a la voluntad del trumpismo -como ya lo han hecho en el Congreso con los vergonzantes impedimentos para bloquear la ayuda militar a Ucrania- o caen en la nada de la política. La candidatura de Nikki Haley no pasa de ser, visto así, el último intento de resistencia para salvar al partido de las garras de Trump, un intento heroico si se quiere, pero destinado a perder.
Si el trumpisno será solo un fenómeno efímero o una constante histórica que podría darse incluso después de Trump, no lo sabemos todavía. Lo que sí sabemos es que EE UU vive hoy su momento histórico populista tal como lo han vivido o lo están viviendo diversos países latinoamericanos. Un momento en el que comienza una degradación del juego político que afectará a todos los partidos del país como ha sucedido y sucede en América Latina.
Así como Perón dividió a Argentina entre peronistas y antiperonistas, Castro a Cuba entre castrismo y anticastrismo, Chávez a Venezuela entre chavistas y antichavistas, Evo a Bolivia entre evistas y antievistas, lo más probable es que Trump termine por dividir a EE UU entre trumpistas y antitrumpistas. Como en todos los casos mencionados, Trump puede llegar a determinar no solo el curso del partido que controla, también el de la propia oposición. Que eso significaría un empobrecimiento radical de la vida política nacional, está de más decirlo.
Latinos trumpistas
No deja de ser paradójico que sea precisamente Trump, el gobernante que más desprecio y odio ha mostrado hacia América Latina y los latinoamericanos, quien haya terminado adoptando (seguramente sin quererlo) la formula latinoamericana de gobernancia política. No importa aquí que en América Latina el poder populista haya surgido de la carencia de instituciones republicanas y de la precaria existencia de una cultura democrática y en EE UU de la devaluación de las instituciones y de la degradación de la cultura política nacional. Lo importante es el hecho de que está a punto de tener lugar una convergencia de formas no democráticas entre el sur y el norte americano, justo en los momentos en que tres imperios antidemocráticos, Rusia, China e Irán, han formado una entente puesta en pie de guerra contra el Occidente Político, o sea, en contra de las democracias del planeta tierra.
No menos paradójico es que, de acuerdo a recientes encuestas norteamericanas, la mayoría de los latinos residentes en EE UU han declarado su adhesión a Trump. Eso nos dice que los migrantes no solo llegaron con su música y sus bailes, su cristianismo pagano, sus riquísimas comidas, sino también, con sus nefastas formas políticas latinoamericanas, entre ellas, el amor caudillista, el autoritarismo social, el desprecio por las instituciones, y no por último, el rechazo visceral a la convivencia democrática tal como lo vemos en muchos países de América Latina.
EE UU ha atacado arbitrariamente a muchas naciones del globo, no lo vamos a negar aquí. Pero también hay que decirlo, ha liberado a no pocas naciones amenazadas por dictaduras implacables. Todos sabemos que sin la presencia de EE UU, Occidente habría caído bajo las garras del nazismo o del comunismo, o de los dos. Hoy EE UU está amenazado, como siempre, desde fuera de sus fronteras. Pero más todavía lo está desde dentro.
Quizás pronto llegará la hora en que EE UU deberá liberarse de sí mismo.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.