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Por qué las autocracias no ceden el poder

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El Editorial

Las autocracias se sostienen sobre un equilibrio tan frágil como implacable: el poder no es solo un instrumento de mando, sino un escudo de impunidad y la llave de una red de intereses que se desmorona en cuanto el líder se aparta. Por eso no entregan el mando sin presión: temen las consecuencias políticas, judiciales y personales que aguardan fuera del palacio.

A eso se suma otro factor igual de corrosivo: el ejercicio prolongado del poder absoluto crea una ficción de indispensabilidad. El régimen termina creyéndose su propio libreto: que sin él reina el caos, que su permanencia es garantía de estabilidad. Esa narrativa alimenta la obstinación y convierte cualquier transición en una amenaza existencial.

La historia es consistente —y severa— con quienes se aferran más de la cuenta. Cuando una autocracia se niega a reconocer el ocaso de su ciclo, el final suele llegar tarde, mal y de forma abrupta. Lo que pudo resolverse con sensatez termina explotando por pura resistencia al cambio.

La conclusión es clara: aferrarse al poder no lo preserva. Solo encarece su caída.

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