Pasar al contenido principal

Gabriel Zaid

Adiós a los pobres

Gabriel Zaid

Combatir la pobreza combatiendo la desigualdad es un proyecto bien intencionado, pero nada realista. La pobreza persiste por una serie de creencias equivocadas que este ensayo disecciona al tiempo que propone soluciones prácticas.

Llegará el día en que los pobres sean tan pocos que haya que protegerlos como una especie en extinción. Quizás en aldeas turísticas más o menos auténticas que ilustren cómo vivían. Pero será difícil explicar cómo pudo haber pobres en medio de la abundancia.

La abundancia se ha multiplicado en el planeta. Según el Banco Mundial, la productividad se triplicó ente 1960 y 2021 (PIB per capita). Sin embargo, la pobreza persiste por una serie de creencias equivocadas.

Una antigua tradición supone que la pobreza es normal. Creencia que parece reflejada en el Evangelio: “A los pobres siempre los tendréis” (Mateo 26:11). También hay tradiciones religiosas (cristianas, budistas) que enaltecen la pobreza voluntaria. Pero la pobreza involuntaria no es normal, sino circunstancial. Tiene remedio.

Todavía hay países donde los pobres son el 80% de la población: un gran problema para el 20% restante, si quisiera atenderlo. Pero hay países donde son el 20%, que no es un gran problema para el 80% restante.

Combatir la pobreza y la desigualdad es un proyecto bien intencionado (o demagógico), pero nada realista; porque acabar con la pobreza es posible, pero no es posible acabar con la desigualdad. Entre los millonarios hay desigualdad. Entre los poderosos, también. Integrar una meta posible con otra imposible conduce a que no se logre ninguna. Hay que atender la pobreza separadamente y en primer lugar.

Hubo abundancia hace milenios. Marshall Sahlins (Stone age economics, 1972) habló del mito de la Edad de Oro como recuerdo de una realidad: la vida recolectora, pescadora y cazadora de las tribus nómadas del Paleolítico. Una tribu de 150 personas tenía a su disposición cientos de kilómetros cuadrados. En pocas horas diarias de paseo, podía obtener proteínas y calorías más que suficientes. Vivía en la abundancia.

Pierre Clastres (La société contre l’État, 1974) señaló que tal vida era igualitaria y ácrata.

El pecado original, castigado con el trabajo (Génesis 3:19), fue alimentarse del fruto producido por el hombre (el árbol del saber: la agricultura), no por Dios.

La agricultura fue un progreso que aumentó la productividad y provocó desigualdad: pobreza relativa. Tener menos tierra que otros (o menos fértil), trabajar menos que otros, ahorrar menos que otros, ser menos capaz de defenderse de los desastres naturales o el despojo, condujo a que unos fueran menos que otros.

Casi todos los progresos tuvieron el mismo efecto (concentración del poder y la riqueza), porque es imposible que todos progresen al mismo tiempo o con la misma intensidad. La difusión de las innovaciones es lenta, toma tiempo y esto implica rezagos.

Hoy existen relojes de pulsera baratos y razonablemente exactos. El saber astronómico que construyó pirámides costosísimas, para observar el cielo y medir el tiempo, permite hoy el reloj para todos. Pero este desenlace igualitario no está garantizado. Moverse a pie (progreso paleolítico) o en bicicleta (progreso del siglo XIX) fueron avances para todos. Tratar de que el automóvil fuese para todos resultó un desastre.

Además, no todas las innovaciones aumentan la productividad del mismo modo. Unas producen lo mismo con menos trabajo. Otras, con menos inversión. Y abunda el progreso improductivo: las innovaciones de mero relumbrón.

No todo pasado fue mejor ni todo futuro lo será. No todo lo más grande es mejor. El progreso improductivo más obvio es el gigantismo. Lo gigantesco impresiona, aunque no necesariamente produzca más o mejor.

En los censos económicos puede observarse (tablas que desglosan los establecimientos por número de personas que ocupan) que las microempresas son más productivas que las grandes con respecto a la inversión, aunque su productividad por persona ocupada es menor.

Por eso, las microempresas pueden pagar intereses tan altos que harían quebrar a las grandes, pero no pueden pagar sueldos tan altos como las grandes. Las empresas grandes sacan mucho partido a pocas personas equipadas con grandes dosis de capital. Las microempresas sacan mucho partido a pequeñas dosis de capital, lo que da empleo a muchas personas.

En los países ricos sobra capital y falta personal que lo haga producir. En los pobres, falta capital y sobra personal. Esto favorece los movimientos internacionales de capital y mano de obra. Que no llegan muy lejos, si el único modelo prestigiado es el gigantismo.

El modelo imaginario de una vida plena influye en la sociedad, la economía, la política y la cultura. En otro tiempo, los héroes y los santos fueron modelos que inspiraban a los que escuchaban epopeyas o hagiografías. Hoy, los altos funcionarios y los altos ejecutivos son los modelos prestigiados de una vida plena. Inspiran a los que ven sus peripecias de ascenso a la cumbre en el cine y la televisión. La publicidad y la presión del qué dirán imponen como estándar su forma de vida: escolaridad, vestimenta, vivienda, automóviles, viajes, amistades. Son la norma de lo normal.

Un artesano, microempresario, artista o profesionista independiente puede mejorar, pero no ascender. El ascenso a la cumbre requiere de una pirámide burocrática. Son formas de vida y mentalidad diferentes. Pero, si prevalece la creencia de que lo grande es mejor, no tener jefe se vuelve una inferioridad.

La igualdad ante la ley es justa en lo fundamental, pero extenderla a las personas morales resulta destructivo. La carga de trámites, que molesta a las grandes empresas, resulta aplastante para las pequeñas.

No se debe aplicar la misma ley a mosquitos y elefantes. La carga de trámites debería variar por tamaño: máxima para elefantes, mínima para mosquitos, intermedia para los demás.

Redactar un cheque o transferencia, efectuar la operación, contabilizarla (el banco y las dos partes que hacen la transacción), producir y revisar los estados de cuenta, así como auditarlos (el banco, las dos partes y fisco) cuesta lo mismo (digamos, veinte pesos por transacción), si se gira un peso o un millón. Pero el costo de veinte pesos es nada para mover un millón y prohibitivo para mover un peso.

Eso explica la economía informal, que tanto escandaliza a los que no saben hacer cuentas. Se escandalizan de que los mosquitos se nieguen a suicidarse y sobrevivan en la economía informal, donde no cumplen todo lo que exige la ley.

La informalidad es producto de leyes y reglamentos que imponen a los mosquitos los mismos trámites que a los elefantes. Tienen que operar al margen de la ley o desaparecer.

Sobre la pobreza campesina, hay creencias equivocadas:

• Que los campesinos se dedican a la agricultura. Falso. En la vida campesina hay agricultura, ganadería, silvicultura, caza, pesca, minería, industria, comercio y servicios.

• Que los campesinos alimentan a las ciudades. Falso. Su productividad agrícola es tan baja que no deja muchos excedentes exportables, ya no se diga compitiendo con la agricultura moderna, que es la que alimenta a las ciudades. Además, la pequeña producción agrícola dispersa por el campo es de tan baja densidad económica (pesos por tonelada) que los costos de transporte resultan desproporcionados.

Esto no sucede con la pequeña industria. Una tonelada de maíz es más voluminosa y vale menos que una tonelada de alfarería. Además, algunos productos agrícolas se pudren y tienen que ser vendidos al precio que sea, antes de que suceda.

• Que hay que transformar a los campesinos en agricultores modernos. Absurdo, porque entonces sobrarían casi todos. En Estados Unidos, para el consumo de toda la población, basta hoy con que el 3% se dedique a la agricultura, frente al 90% que hacía falta en 1750.

• Que el problema del campo se resuelve en las ciudades, absorbiendo a los campesinos. Falso. Eso traslada el problema a donde la solución cuesta más. Las inversiones necesarias para aumentar la productividad son mayores en las ciudades que en el campo. Lo práctico es que los campesinos mejoren donde están.

Están ahí para vivir, y pueden vivir mejor sin emigrar. Para que dejen de ser pobres deben dejar la agricultura (excepto para el consumo propio) y desarrollar pequeñas manufacturas exportables.

Esta solución, probada hace siglos en Michoacán por Vasco de Quiroga, funcionó y sigue funcionando.

En el siglo XX surgieron iniciativas adicionales:

Fritz Schumacher propuso el desarrollo de una tecnología intermedia para producir más en pequeña escala.

Iván Illich propuso desescolarizar la sociedad.

Amartya Sen propuso soluciones contra las hambrunas.

Paul Polak propuso la microirrigación.

Muhammad Yunus propuso los microcréditos.

Los microcréditos han sido un éxito mundial. ¿Por qué hubo tantas resistencias a desarrollarlos? Porque se creía que serían incobrables y no tenían garantías inmobiliarias. Resultó que las garantías no hacían falta, si los proyectos eran rentables y avalados por vecinos del solicitante. Los microempresarios resultaron muy buenos pagadores. Cuando la puntualidad de sus pagos no supera al 95%, hay que investigar al banco, no a ellos.

Una reducción radical de trámites a las microempresas tendría un éxito semejante. Los microempresarios optarían por la formalidad si les costara poco y les diera seguridad legal. ¿Por qué no se reducen casi a cero? Porque lo impiden creencias equivocadas.

Ejemplo indirecto. En 1955, Pío XII estableció la fiesta de san José Obrero el Primero de Mayo. Pero José no fue obrero (por ejemplo: carpintero en una fábrica de muebles), sino microempresario que tenía su propio taller. Sin embargo, prevaleció mentalmente el modelo prestigiado por los sindicatos y el marxismo. Eso impidió ver al carpintero como lo que fue y bloqueó la posibilidad de entronizar a san José Microempresario, abrumado por los trámites burocráticos que lo obligaron a viajar con su mujer embarazada para registrarse ante el fisco.

A los pobres, no siempre los tendréis; si los que no son pobres actúan con sentido crítico y sentido práctico.

NO.291 MARZO 2023

Letras Libres

https://letraslibres.com/revista/adios-a-los-pobres/

La destrucción de libros

Gabriel Zaid

De miles de libros se sabe (o se supone) que existieron, pero nada más. En unas cuantas décadas, puede no quedar ni un ejemplar, en ninguna parte. San Focio (820-893) reseñó 280 “libros que he leído”, de muchos de los cuales no hay otra noticia. Sucede más aún con las revistas, ya no se diga los periódicos.

La polilla, la acidez del papel o del ambiente, la humedad, las goteras, las inundaciones, los tsunamis, los terremotos, los volcanes, los incendios, el robo, la guerra, el fanatismo, la ignorancia o la simple incuria pueden acabar con todo.

De manera accidental o intencionada se han perdido tesoros: la biblioteca babilónica de Asurbanipal, las de Alejandría y Constantinopla. Lo sepultado por el Vesubio, saqueado por los bárbaros, quemado por los nazis, bombardeado en Irak, sumergido en las presas del río Nilo.

Casi todas las bibliotecas de la Nueva España fueron destruidas o abandonadas para romper con el pasado, en la Independencia, la Reforma, la Revolución. Pero el incendio de la Cineteca Nacional no fue ideológico, fue pura irresponsabilidad.

Frente a todo lo que ha sucedido y puede suceder, hay que resguardar bien los libros físicamente. Además, reproducirlos de manera impresa y digital. Y catalogarlos, para orientar a los interesados y, en el peor de los casos, para que se sepa que existieron.

Hay libros que merecen el olvido, pero ¿quién lo va a decidir?

El costo no es tan alto, en comparación con el rescate, guarda y exposición de monumentos, obras de arte y objetos, en sitios arqueológicos, museos, mapotecas, fonotecas, fototecas, cinetecas.

La imprenta llegó a México en 1539. Desde entonces hasta 1900 se publicaron unos 20,000 libros (estimación de José Luis Martínez). Digitalizarlos todos y ponerlos en la web a disposición de investigadores y lectores ayudaría también a preservarlos, porque los originales que aún quedan deberían ser piezas de museo. Esta versión mexicana del Proyecto Gutenberg puede llamarse Proyecto Juan Pablos, en homenaje al “primer impresor que a esta tierra vino”.

Joaquín García Icazbalceta (1825-1894), trabajando solo y con sus propios recursos, compiló la Bibliografía mexicana del siglo XVI. Catálogo razonado de los libros impresos en México de 1539 a 1600, “obra en su línea de las más perfectas y excelentes que posee nación alguna” (Marcelino Menéndez Pelayo). En 1886, publicó la primera parte (introductoria). Pero el catálogo mismo quedó inédito.

Aprovechándolo y ampliándolo, Enrique R. Wagner compiló una Nueva bibliografía mexicana del siglo XVI. La publicó en 1946 Jesús Guisa y Azevedo en su desaparecida Editorial Polis.

Agustín Millares Carló armó el proyecto original de García Icazbalceta y lo publicó completo en el Fondo de Cultura Económica (1954). Lo reeditó en 1981, con revisiones y adiciones. Merece reeditarse nuevamente, o al menos reimprimirse.

La biblioteca pública fue un invento social tan importante o más que las innovaciones tecnológicas para ampliar el acceso a libros ya editados. Cuando José Vasconcelos fue secretario de Educación Pública, lamentó que no hubiese más de sesenta en el país y soñó con tenerlas hasta en poblados de 15,000 habitantes. Ha pasado un siglo y todavía no se logra.

La situación es peor en el caso de las revistas, suplementos literarios y periódicos que desaparecen totalmente. José Luis Martínez hizo un gran servicio a la cultura mexicana pepenando ejemplares de docenas de revistas y suplementos literarios mexicanos del siglo XX, integrándolos en volúmenes de cada una y publicando facsímiles como libros en el Fondo de Cultura Económica.

Huberto Batis rescató El Renacimiento, la revista de Ignacio Manuel Altamirano, decisiva para el renacimiento de las letras mexicanas en el siglo XIX. Andrea Martínez Baracs puso en marcha la Biblioteca Digital Mexicana, digitalizando códices y documentos que están en los acervos de muchas instituciones.

Fernando García Ramírez ha propuesto una idea que aumenta el valor de todas esas compilaciones y facilita su aprovechamiento: crear en la web un Superíndice de Revistas que integre el índice de todas y cada una. Además, lo propone como un proyecto interactivo de lectores de revistas, a la manera del Proyecto Gutenberg (“Un mundo de revistas”, Letras Libres, diciembre de 2020).

Que los libros, además del índice general, tengan índices de nombres propios (y algunos hasta de temas) es una admirable tradición británica, lamentablemente ignorada en México, España, Francia y otros países. Se comprende, porque los índices cuestan y retrasan la fecha de publicación. Pero son utilísimos y mejoran el aprovechamiento del libro. Deberían ser obligatorios en los libros universitarios.

Hay buenos libros sobre el arte de hacer índices, incluso uno bonitamente titulado Indexing, The art of. Su autor, G. Norman Knight, organizó también una Society of Indexers y su publicación The Indexer, que continúan activas (www.theindexer.org).

Un índice colectivo de los libros publicados en México hasta 1900 (general y de nombres) sería útil. Para el siglo XX, sería mejor segmentarlo (por ejemplo: libros literarios, libros de historia, libros de texto) y excluir los traducidos. ~

4 de abril

Letras Libres

https://www.letraslibres.com/mexico/revista/la-destruccion-libros