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Fernando Mires

Biden: el insulto

Fernando Mires

Hay insultos e insultos. Los hay de carácter ofensivo, pero también defensivos. Insultamos cuando no podemos resistir el malestar, odio, rechazo que nos inspira un prójimo. Pero también como respuesta airada al que nos insulta o simplemente ofende.

No pocas veces un insulto opera como un mecanismo de protección. Protege y defiende al "yo" lastimado por un agresor. También hay insultos sutiles, dichos sin procacidad, sin necesidad de ensuciar el lenguaje. Podemos por ejemplo decir a alguien: “lo que usted ha dicho es una imbecilidad”. Pero con cierta finura, decir lo mismo: “Pienso que usted es mucho más inteligente que lo que usted dijo”. Por supuesto, hay insultos irreflexivos, cuando por ejemplo las palabras se nos escapan de la boca. A veces nos arrepentimos de haber dicho lo que dijimos. Por lo general, cuando ya es muy tarde.

En todos los casos siempre insultamos con signos que pueden ser mímicos u orales. Podemos decirle boludo a alguien con un simple movimiento de manos. O estás loco, atornillándonos la sien. Los chicos digitales de nuestro tiempo se insultan hasta con emojis. A veces lo hacemos con los ojos. Ah, sí, sobre todo con los ojos: Una mirada de odio duele más que mil palabras. Y no nos olvidemos: hay insultos crueles, pensados lentamente para herir a alguien donde más le duele. Son los peores.

Insultar es una propiedad humana. Los animales no insultan. Ni siquiera odian. Cuando matan, lo hacen por hambre, no por odio. El insulto, aunque parezca raro decirlo, es una línea que separa a la animalidad pura de la animalidad humana. Un producto neto de nuestra cultura. Antes de que aprendiéramos a insultar, nos golpeábamos: con las manos, con piedras, con machetes. Si así se ve, el insulto puede ser considerado como un verdadero logro civilizatorio. Siempre será mejor insultarse que matarse entre sí.

A la larga tipología de insultos, después de conocidas las palabras con las que se refirió el presidente Joe Biden a su equivalente ruso, Vladimir Putin, nos vemos ahora obligados a agregar una nueva categoría. Nos referimos al insulto político.

Un insulto político no es lo mismo que un insulto entre políticos quienes, lo vemos a diario, no escatiman ofensas al referirse a los del bando contrario. Insultos que forman parte de la política del espectáculo, sobre todo en periodos electorales. Y, hablando con sinceridad, sin esos insultos la política sería todavía más aburrida de lo que es.

Entendemos en cambio por insulto político – anoten - un insulto orientado a producir efectos políticos. Fue el caso de Biden cuando se refirió a su colega ruso con el epíteto de asesino. La respuesta al periodista George Stephanopulus cuando este preguntó a Biden si cree que Putin es un asesino, no pudo ser más terminante. “Sí” – “creo que lo es”-. Nada menos que asesino. No fue poco. No era a mí, pero me dolió.

No fue un insulto dicho en medio de una rencilla o acalorado debate; tampoco una respuesta a una agresión verbal. En ningún caso un producto de la ira mal contenida. Ni siquiera fue una palabra emocional o espontánea. Fue un insulto dicho sin enojo, meticulosamente pensado, planeado con una calculadora en la mano. Si se quiere, un insulto instrumental, un medio para conseguir algo que en las palabras de un político de la envergadura, experiencia y responsabilidad de Biden, es un objetivo. Y esa es la pregunta: Aparte de que para muchos Biden dijo la verdad, ¿cuál fue el sentido político del insulto?

Comencemos por lo más evidente: El de Biden fue un insulto dicho en el marco de la política internacional de nuestro tiempo. No obstante, quienes nos ocupamos con temas políticos, hemos aprendido que casi siempre las opiniones que emiten los gobiernos en materia internacional, hunden raíces profundas en la política nacional. En efecto, rara vez un político, menos si es presidente, expresa opiniones internacionales que contradigan a sus posiciones nacionales. Desde esa perspectiva, decir que Putin es un asesino, puede ser considerada como una expresión con incidencia en el espacio estadounidense. El mismo Biden lo dijo con suma claridad: “Putin enfrentará las consecuencias de sus esfuerzos para que las elecciones presidenciales favorecieran a Donad Trump”. Y después remachó con ese tono de cowboy al que ya nos tienen acostumbrados los presidentes norteamericanos “Putin pagará un precio”. Acerca de cuál será ese precio, no dijo nada.

El insulto a Putin, imposible opinar de otra manera, fue dirigido a la ya formada oposición trumpista. Al decir, Putin es un asesino, Biden estaba diciendo: con ese asesino estableció empatía el gobierno anterior. A ese asesino le fue permitido inmiscuirse en las elecciones norteamericanas, caso inédito en nuestra historia. Ese asesino, en fin, reconoció a nuestro triunfo de modo muy tardío, esperando que Trump agotara todos sus recursos legales e ilegales, incluyendo el capitoliazo. El insulto entonces fue un alerta dirigido a Putin y a Trump a la vez. Quiso decir: no intenten de nuevo violar la soberanía electoral de nuestra nación. El insulto, así oído, fue también un ultimátum.

El insulto, todos lo saben, no alterará las relaciones económicas entre los EE UU y Rusia. Nada más absurdo que imaginar una paz mundial amenazada por un mero insulto. Pero sí, y esto es lo importante, ha trazado una línea demarcatoria entre la economía y la política. Significa: desde ahora los negocios serán los negocios y la política será otra cosa. Una clara diferenciación con la doctrina Trump.

Si uno sigue con atención los discursos de Trump, será fácil darse cuenta de que para el ex- mandatario no existía diferencia entre la economía y la política. Su máxima era: la política, si existe, está subordinada a la razón económica. Nuestros socios comerciales serán nuestros aliados políticos. Nuestros competidores, China sobre todo, serán nuestros enemigos políticos. Así se explica por qué durante Trump, el respeto a los derechos humanos nunca ocupó un lugar destacado en la planilla de su política exterior. Según el economicismo trumpiano, los acuerdos climáticos, la pertenencia a macro organizaciones como la OMS, la inserción en la NATO, la alianza con la UE, no eran compromisos rechazables por ser ineficaces, sino simplemente porque no eran rentables. El patriotismo de Trump era antes que nada un patriotismo económico.

Naturalmente, afirmar que Rusia está gobernada por un presidente asesino, encierra, además, un mensaje dirigido a los aliados occidentales de EE UU. Para nadie es un misterio que Europa se encuentra acosada desde dentro y desde fuera. Desde dentro, por nacional populismos fascistoides, la mayoría de ultra derecha, pero también de ultra izquierda, todos apoyados desde el Kremlin. De acuerdo a la estrategia internacional de Putin, todos los movimientos, partidos y gobiernos nacional-populistas son caballos de Troya cuya función es desestabilizar a los gobiernos democráticos del continente.

Desde fuera, el acoso a Europa proviene en gran parte de Rusia. Hay países, sobre todo los bálticos, que temen por la violación de su soberanía nacional. Si Trump hubiera sido reelegido, Putin habría dado por descontada la “recuperación” de Ucrania. En ese sentido la palabra “asesino” debe haber sonado en las orejas de Putin con la misma melodía que escuchó Stalin a las de Truman, cuando aconsejado por Churchill dijera la legendaria frase dirigida a la URSS: “ningún paso más” (1947). Asesino en fin, es una palabra cargada con una abierta declaración de hostilidad hacia el gobierno de Putin. Podemos cooperar tecnológicamente, ser socios comerciales, pero amigos, jamás. Punto.

La palabra “asesino” también debe haber sido escuchada con beneplácito en los países sometidos por la Rusia neo-imperial. No olvidemos que Trump no gastó una sola palabra de solidaridad por los demócratas de Bielorrusia. Naturalmente, debe haber pensado, la solidaridad con esa gente no es rentable y la solidaridad no se come.

Los demócratas de Bielorrusia y de otras naciones sometidas a la Rusia de Putin no piensan seguramente que bajo Biden los EE UU intervendrán para liberarlos de la dominación extranjera. Pero al menos ya saben que no están solos en este mundo, ni tampoco librados a su perra suerte. Y eso es importante. Muy importante para la autovaloración de esos movimientos.

Ahora, dejando aparte las implicaciones nacionales e internacionales del insulto proferido por Biden, es imposible no pensar que al leerlo, muchos no dejaron de sentir un sensación liberadora. Al fin alguien decía, con todas sus públicas letras, una verdad que millones repetían en privado. Putin es un gobernante asesino que ha mandado matar a muchos opositores. Entre ellos a ese símbolo de las luchas democráticas llamado Navalny, hoy encerrado en un campo de concentración por el solo delito de no haber muerto. Desde ahora al fin, será posible decir que Putin es un asesino, sin tapujos, sin temer que Twitter u otra red de redes vaya a cerrar tu cuenta. Un tabú ha sido roto.

En el conocido cuento de Hans Christian Andersen, todos los súbditos alababan el traje del emperador, hasta que un niño exclamó: ¡"Pero si el Rey está desnudo”! Por cierto, Joe Biden está muy lejos de ser un niño. Pero su insultante verdad tuvo el mismo efecto que en el cuento: Putin está desnudo.

20 de marzo 2021

Polis

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La Hidra de dos cabezas

Fernando Mires

Cuando el presidente Luis Arce ganó sin apelaciones las elecciones en Bolivia, surgieron esperanzas relativas a que la tensión política iba a bajar en ese país. Tensión surgida desde el momento en que los partidos de oposición, las instituciones del estado, la OEA y gran parte de la comunidad internacional, certificaran las irregularidades cometidas por los partidarios del hasta entonces presidente Evo Morales, durante la primera vuelta electoral (octubre, 2019)

No obstante, el gobierno interino que correspondió ejercer a Jeanine Áñez en representación del Senado, lejos de contribuir a bajar la tensión, la incrementó. La actitud del gobierno de Áñez fue revanchista, estando muy lejos de asumir el rol de mediador entre fuerzas políticas antagónicas. Todo lo contrario, desde el momento en que la presidenta Áñez asumió su gobierno, pero sobre todo cuando tuvo la - hoy lo sabemos - infeliz idea – de postularse a la presidencia, no hizo más que ensanchar la grieta cívica del país. En cierta medida podría decirse que Áñez ha cosechado de su propia siembra. No solo tensó a la política, convirtiendo a Evo Morales en una víctima, sino además, colaboró a fraccionar aún más a la de por sí dividida oposición boliviana.

El fraccionamiento opositor, el profundo arraigo del MAS entre los sectores populares, y el buen cometido cumplido por Arce como ministro de economía durante la presidencia de Morales, fueron razones que explican su sólido triunfo electoral. Tan sólido que incluso llegó a estar en condiciones de dividir aún más a la oposición, separando a sus sectores democráticos de los más extremistas. Pero por razones difíciles de entender, Arce optó por seguir la vía contraria. En lugar de encabezar un gobierno de reconciliación nacional, decidió utilizar todo el peso del aparato judicial en contra de la persona de la ex presidenta, hoy acusada de terrorismo, sedición y conspiración (¡!).

Desde el punto de vista político, un acto de estupidez. Lo único que ha conseguido el gobierno fue unificar a la oposición en defensa de la figura de Áñez, algo que nunca podría haber logrado por si sola la ex-presidenta. Sin embargo, desde el punto de vista institucional el problema fue más grave: el gobierno Arce ha dado una muestra, una más, de esa profunda incultura política de la cual la de Bolivia es solo una expresión de la que caracteriza a la gran mayoría de los países latinoamericanos.

A casi nadie escapa que la intención abierta del evismo -hay que diferenciar aquí el concepto de evismo del de masismo – ha sido la de reivindicar para sí el relato histórico de los acontecimientos ocurridos en Bolivia desde 2019. De acuerdo al relato evista, Morales fue destituido por un golpe de estado. Para la oposición, en cambio, no hubo golpe sino un abierto fraude ante el cual el ejército no quiso ponerse al servicio de Morales y reprimir sangrientamente a una sublevación. Para los evistas, Áñez fue una presidenta golpista. Para la oposición, una presidenta constitucional. La prisión de Áñez cabe en el primer relato, y visto así, la figura de Áñez pasa a ser la de una víctima propiciatoria destinada a justificar ese relato. Relato que, dicho de paso, favorece mucho más al evismo de Morales que al masismo de Arce.

Si bien hemos sostenido que la no-intervención de un ejército no puede ser considerada un golpe de estado, ni desde el punto de vista jurídico ni del político – quienes hemos vivido golpes de estado sabemos de lo que hablamos – la verdad del relato boliviano deberá ser dirimida por la historiografía nacional y no mediante un golpe jurídico a la oposición establecida, representada en la persona de Áñez

Un caso que no es el primero ni tampoco será el último. En Perú por ejemplo, cursa el chiste de que si alguien quiere ser acosado, sometido a escarmiento y terminar en la cárcel, debe postularse a presidente de la república. La cifra de presidentes enjuiciados y condenados ha llegado allí a ser muy alta. Ni siquiera el trágico suicidio de Alán García (abril 2019) sirvió para frenar la seguidilla de vendettas que ha signado a la vida política de ese país.

El caso Arce hace recordar, entre otros, al de Vilma Rousseff en Brasil, quien no solo fue juzgada sino – valga la expresión – ajusticiada moralmente por el senado y otras instituciones. También hay que computar el del ex presidente Uribe acusado de corrupción (octubre 2020) y al final liberado de todo cargo. No por último, Cristina Fernández quien no exenta de delitos ha concentrado en contra de sí un odio que va más allá de la aversión ideológica, tiene muchas cuentas pendientes con la justicia. Vilma, Cristina y Alvaro: Tres ex-presidentes muy distintos entre sí, sentados en el sillón de los acusados.

Interesante es constatar que en los tres casos mencionados los acusados han logrado incrementar la adhesión en torno de ellos. A través de Vilma se quiso enjuiciar al lulismo y el lulismo está de regreso en Brasil. Uribe mantiene liderazgo sobre sus seguidores. Y la viuda de Kirchner es hoy la vice de Fernández. Con el mismo odio, el correísmo ecuatoriano acusará al “traidor” Lenin Moreno y probablemente lo convertirán de nuevo en líder. Es que no aprenden.

Naturalmente, los presidentes son personas que durante y después del ejercicio de su cargo deben ser sometidos a la misma justicia que impera en toda la ciudadanía. De hecho los presidentes no son más que empleados públicos a quienes elegimos para que cumplan una función durante un periodo determinado a cambio de un salario deducido de nuestros impuestos. Usar ese cargo para cometer actos ilícitos debe ser penado de acuerdo a la letra constitucional, ya sea aquí o en la quebrada del ají. Lo vimos recientemente con Sarkozy en Francia, quien usó la presidencia como un medio orientado a aumentar su patrimonio personal y por lo mismo ha sido condenado a tres años de prisión.

Por cierto, la furia oposicionista dista de ser un patrimonio latinoamericano. En momentos como los que atravesamos, caracterizados en diversas naciones por la disolución de la democracia de clases y su re-transformación en democracia de masas, los movimientos extremistas y populistas, en todas sus expresiones, constituyen la normalidad y no la regla.

Como es sabido, en las movilizaciones de clases predominan los intereses por sobre las pasiones. No así en las movilizaciones de masas, donde las pasiones desatadas marcan el compás. No obstante, hay particularidades específicamente latinoamericanas. Una de ellas es que la democracia de masas en Latinoamérica no ha sido una fase sino más bien una constante histórica.

En segundo lugar, a diferencia de la mayoría de los países europeos, la estructuras políticas de muchos países latinoamericanos carecen de una significativa centralidad política. La política así configurada, tiende a la polaridad, hacia los extremos. De ahí que la máxima europea que dice, “en una democracia la mayoría de los partidos deben ser coalicionables entre sí”, no se cumple casi nunca en suelos latinoamericanos. Para decirlo en síntesis: mientras en Europa los gobiernos intentan derrotar a la oposición, en diversos países latinoamericanos intentan destruirla. El gran problema es que a veces lo logran.

El recién elegido Arce no ha esperado mucho tiempo para declarar la guerra anti-política a la oposición, del mismo modo que en el breve gobierno de transición de Áñez, la oposición convertida en gobierno declaró la guerra política al evismo. Problema que se agudiza si tomamos en cuenta que la destrucción del enemigo político termina siendo un acto, no de justicia, sino de ajusticiamiento. La política, bajo esas condiciones, deja de ser la continuación de la guerra por otros medios y pasa a ser simplemente, parafraseando a Clausevitz, la continuación de la guerra con los mismos medios.

En un espacio donde impera la lógica de la destrucción del adversario, la oposición suele responder de modo similar a los gobiernos, facilitando el crecimiento de las posiciones más extremas en su interior. Como suele decirse en algunos países latinoamericanos, “aquí solo se impone el más gritón”.

Triste será decirlo: debajo de las fachadas democráticas, la política latinoamericana se encuentra todavía en su fase más salvaje. Allí los partidos políticos luchan, no por imponer principios, ideales, ideologías o programas, sino por su pura y simple sobrevivencia. El objetivo principal es destruir al otro antes de que el otro me destruya a mí. Hay países en los que la lucha política semeja a la de una hidra de dos cabezas.

La hidra de dos cabezas puede ser vista como una versión latinoamericana de la hidra de Lerna. Según la mitología griega, la del lago Lerna era una hidra policéfala. Pero de acuerdo a la naciente mitología política latinoamericana, es bicéfala. A la hidra de los griegos, por cada cabeza que le cortaban, nacían tres. La hidra latinoamericana en cambio mantiene sus dos cabezas. Una es la del gobierno. Otra la de la oposición. Dos cabezas que se muerden entre sí, creyendo cada una ser la cabeza de un cuerpo diferente.

Un gobierno como el de Bolivia podría llegar a ser también una hidra de dos cabezas. Un gobierno que al intentar destruir a la oposición termina destruyendo a la política y en consecuencia, destruyéndose a sí mismo como gobierno político.

Venezuela por ejemplo, ya es una hidra de dos cabezas. Una es la de un gobierno cuyo objetivo fundamental es eliminar a la oposición y la otra de una oposición cuyo objetivo fundamental es tumbar al gobierno. Una cabeza que se dice revolucionaria y solo ha sabido destruir los tejidos sociales y económicos de la nación. Otra cabeza que se dice insurreccional, entregada a delirantes fantasías abstencionistas e invasionistas, solo ha sabido destruir los tejidos políticos de la misma nación. Ni una cabeza ni la otra tienen los medios para realizar sus objetivos. Y como solo saben morderse entre sí, las dos son cada día más pequeñas. Según Datanálisis, la aprobación de los “líderes” (las comillas valen) no pasa del 12 por ciento. Ni sumándolos representan al espectro social de la nación. De más esta decirlo: esas dos cabezas reducidas son las de un enorme cuerpo agónico que al ser privado de sus funciones políticas, ya no puede ni sabe pensarse a sí mismo. Ese cuerpo es el pueblo venezolano.

Venezuela ha llegado a ser la metáfora de la desintegración política de un país. Bolivia, gracias al destructivismo político apoderado de la nación, está a punto de recorrer el mismo camino.

18 de marzo 2021

Polis`

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Entre el poder y el saber (a propósito de "El silencio de los abedules" de Carmen García Guadilla)

Fernando Mires

Alrededor de los libros

Quiso la casualidad – o la no casualidad – que la novela llegara a mis manos en un momento oportuno. Estaba precisamente por terminar de leer la magnífica novela Aquitania de Eva García Sáenz, a la que los críticos califican de narración histórica y con buen criterio agregan el estereotipo de trhiller medieval. Una novela que no solo relata un periodo de la vida de “el vientre de Europa” como se nombrara sarcásticamente a sí misma quien fuera reina de Francia y de Inglaterra, la bella, culta e inteligente Leonor de Aquitania. Y tenía razón: durante los días de Leonor, los dormitorios monárquicos de las recién formadas naciones de Europa procreaban descendencias que terminarían ramificándose a lo largo y a lo ancho de los reinados que darían forma y destino a la Europa de hoy. El poder monárquico, como todo poder originario, fue esencialmente fálico (creo que Lacan estaría de acuerdo con esa frase)

Como sucede con las buenas novelas, Aquitania deja consigo el deseo de saber más allá del siglo Xll que nos describe García Sáenz, deseo que en mí fue colmado por la aparición de otra novela. Me refiero a la escrita por Carmen García Guadilla bajo el poético título: El silencio de los abedules. En efecto, García Guadilla retomó el hilo justo donde lo había dejado García Sáenz: a fines del siglo Xll, arrastrándolo a lo largo del siglo Xlll.

Por un momento pensé que estaba frente a una suerte de continuación de Aquitania. Nada más errado. Al leer las primeras páginas de El silencio de los abedules pude constatar de que se trataba de una novela muy distinta. Entre ambas había un siglo de diferencia Y el tiempo, al fin, no pasa en vano.

Entre el siglo Xll y el Xlll mucho cambió en Europa. Los reinos ya no constituían territorios con tronos sino también con “cortes”. Los litigios inter-monárquicos ya no eran librados a punta de lanza y espada, sino también a través del debate y de la argumentación bien sostenida. De modo larvario estaban apareciendo los signos de esa práctica (o ciencia, o arte, o técnica) que hoy llamamos política.

Y así fue: la política, la de nuestro tiempo, no es una simple repetición de la de los antiguos griegos. Ella comenzó a incubarse ahí donde aparecieron diferencias las que en primera instancia eran culturales en un tiempo donde recién estaba teniendo lugar la separación entre el concepto de cultura con el de religión.

El paralelismo de las tres culturas en España -la judía, la cristiana y la musulmana-que según algunos autores coexistían amistosamente y según otros solo se toleraban con hostilidad, hizo que cada una aportara lo suyo a la formación reciente de un saber destinado a convertirse en universal, no solo por su multiculturalidad sino porque fue tomando forma en esos recintos del saber colegiado llamados después universidades.

Ese es precisamente el tema central de El silencio de los abedules: el nacimiento de la universidad hispana y europea, estudiada por García Guadilla con inteligencia e imaginación historiográfica y llevada al papel con fina prosa a través de los conflictos que tenían lugar en Castilla, relatados por el “héroe” del libro: no un rey, no un cruzado, no un guerrero, no un monje, sino un estudiante universitario: Jürgen- Rilke Sloterdijk, venido a Castilla desde la fría y alemana Würzbug.

Confirmamos entonces que los hechos históricos son el resultado de larguísimos e intrincados procesos formativos y por eso toda data fija será siempre arbitraria. Ni el renacimiento cultural ni la secularización política nacieron en un día determinado. Quizás ni nacieron. Quizás solo se mantenían subsumidos –y protegidos- al interior de las instituciones que sucedieron a la lentísima y nunca finalizada caída del imperio romano, sobre todo en los más oscuros conventos y monasterios. No es necesario volver a leer En Nombre de la Rosa de Umberto Eco, para saberlo.

Ese James Bond del siglo XlV, el monje Guillermo de Baskerville (alias Sean Connery) ya era a su modo un renacentista redomado, pero dos siglos antes de que apareciera ese periodo que los historiadores bautizaron con el mal nombre de “renacimiento”: a esa ruptura que quizás nunca existió entre el mundo medieval y el moderno. Lo mismo ocurrió con la secularización o separación entre la religión y el Estado. Muchísimo tiempo atrás esa separación ya existía, aunque de modo latente. Y antes de que se hiciera presente en los exteriores públicos de las cortes, luchaban en los interiores de las almas nobles, donde eran debatidos los deseos del cuerpo con los del deber-ser espiritual.

Jürgen, el estudiante alemán -lo dibuja con mano precisa García Guadilla- era un héroe de su tiempo. Por ejemplo, amaba a dos mujeres: una de belleza espiritual, otra de belleza muy corporal. Como suele suceder, aún en nuestros días, al final no se quedó con ninguna de las dos. No obstante, el brote secular ya asomaba desde las profundidades más ocultas de su alma mística. Su fascinación obsesiva por la trayectoria intelectual del herético teólogo francés Pedro Aberlardo (1079-1142), correspondía con su pensamiento culturalmente dualizado. Como miembro del naciente cuerpo estudiantil, Jürgen era un personaje en vías de secularización. Por su amor a los libros clásicos, era también un renacentista. La pasión de Jesús y la sabiduría de Aristóteles no eran para Jürgen, como tampoco para muchos teólogos de su tiempo, una contradicción insuperable.

Monumentales obras teológicas como las de Santo Tomás de Aquino, digámoslo de modo claro, no salieron de la nada. El cristianismo aristotélico del gran teólogo fue el recaudo de un tesoro guardado y protegido por la cristiandad más medieval. Cierto es que dos siglos después de Tomás, Maquiavelo opondría abiertamente el poder del Príncipe al del Papa. Pero los sabios teólogos de la escuela de Salamanca, con Francisco de Vitoria y Francisco Suárez a la cabeza, habían también establecido, en términos más filosóficos que teológicos, una separación entre ambos poderes: el religioso y el secular. Una separación que nunca había sido total. Todavía no lo es.

Caminando imaginariamente por las calles de la Palencia de Carmen García, pude divisar allí, pero en miniatura, la misma estructura propia a la mayoría de las ciudades medievales. Al centro o en lo alto, el palacio real. Muy cerca, los cuarteles militares. Luego, los conventos, monasterios y numerosas iglesias, y, lo más lejos posible de los militares, los centros de estudios religiosos desde donde nacerían las primeras universidades. En las calles cercanas al centro de estudios monacales, aparecían las bulliciosas tabernas. No muy lejos, los talleres de los copistas de libros (nunca sabremos cuanto le debemos a esos generosos trabajadores).

Naturalmente el Rey –fuera quien fuera– quería tenerlos a todos alineados en su torno. Pero pronto comprendería que esa sería una tarea imposible si no eran establecidas alianzas periódicas con unos o con otros de esos poderes. Pues, a la vez, esos poderes -y aquí reside lo complejo del asunto- no solo convivían de modo conflictivo entre sí, sino también al interior de cada uno de ellos. En el mundo religioso por ejemplo, tenía lugar una disputa soterrada entre la teología y las ciencias de la materia orgánica, incluyendo las del cuerpo humano. La teología a su vez no solo era teológica sino también filosófica. Y los soldados no solo eran militares, también había monjes combatientes organizados en ordenes religiosas, al estilo de los templarios, señores de horca y cuchillo. Hubo incluso militares muy intelectuales de los cuales nuestro siempre bien amado Miguel de Cervantes no fue el último ni tampoco el primero. Gran parte de la literatura del siglo de oro español nació de los relatos de batallas libradas siglos atrás. Soldados poetas, clérigos platónicos y aristotélicos, no eran rarezas en los mundillos cortesanos del siglo Xlll pre-español. Y mucho menos, en esas nacientes universidades que nos da a conocer García Guadilla.

Carmen García Guadilla, profesora universitaria al fin, tomó partido. Su libro está centrado en los Estudios Generales de tipo conventual los que lentamente comenzaron a dar origen a las universidades. Desde esas universidades del siglo Xlll comenzó a emerger nuestra modernidad, o dicho en términos toymbianos, los pilares conceptuales de la civilización occidental. En estudiantes como Jürgen, Berceo, Josef, Philippe, quienes discutían, reían y bebían en las tabernas, estaba renaciendo la amistad griega basada en la sabiduría y en los conocimientos: un pensamiento libre pero también asociado. No por casualidad, los primeros gremios, antecesores de las futuras clases sociales, surgieron de los estudiantes y de los profesores laicos contratados y, no por último, de esos copistas abnegados que reproducían letra a letra los libros de los grandes pensadores griegos y romanos.

“La universidad” –escribe Carmen García Guadilla– “representa la apertura al mundo, la discusión argumentada, la crítica a los falsos poderes. Ser miembro de la universidad, sea como maestro o como estudiante, otorgaba grandeza al espíritu, una libertad que capacita para ejercitar no solo el autoconocimiento, sino, a su vez, el reconocimiento del universo en que se vive”

Yo no sé si eso fue lo que intentó Carmen. Pero yo leí su libro como si hubiera sido un canto de amor a la universidad. A la de ayer y a la de hoy. De ahí que El silencio de los abedules, en mi opinión, más que novela histórica, es historia novelada. No es lo mismo. Que el lector busque la diferencia.

xzxzcA través de libros como El silencio de los abedules será posible pensar que esa lucha que tuvo lugar entre el poder y el saber -o si se prefiere: entre el poder del tener y el poder del saber- sigue dándose en nuestro tiempo, aunque bajo diversas formas. Fue así como logré reconocer en el estudiante Jürgen y en sus amigos, no solo a mis antepasados de profesión, sino también a algunos de mis contemporáneos. Tengo la sospecha de que otorgar esa visión fue un propósito de Carmen García Guadilla.

4 de marzo 2021

Polis

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Nosotros somos el pueblo

Fernando Mires

El pensamiento es asociativo. Leyendo la entretenida y muy bien documentada novela Aquitania escrita por Eva Garcia Sáenz de Urturi (Premio Planeta 2020) comencé a imaginar acerca de cómo sería una vida sin política.

El siglo Xll europeo del que nos narra García Sáenz a través de las aventuras y desventuras de la legendaria Leonor de Aquitania, era efectivamente un tiempo en el que a duras penas estaba apareciendo la política, un tiempo más bien pre-político: sin polis, sin naciones, sin estados, solo con pueblos que no eran pueblos sino tronos. El trono no venía del pueblo, era mas bien al revés, el pueblo venía del trono. Como decía Leonor de Aquitania: “Yo tengo que ser Aquitania, a mí no pueden dividirme en tronos”

El pueblo lo conformaban los pobladores de una región en donde se hablaba un lenguaje común de los cientos que venían del latín, definidos como pueblos de acuerdo al seguimiento a un señor territorial. Los leves aprontes políticos, pausas o armisticios que se daban entre constantes guerras territoriales, eran simples alianzas de unos reinos en contra de otros, de tal modo que la política naciente era solo una pre-política de guerra entre representantes de pre-naciones. Pues en contra de lo que comúnmente se piensa, la política nacional fue un derivado tardío de la política extraterritorial.

La política occidental nació primero “entre” y solo mucho después “dentro” de las (pre-) naciones. Hasta el siglo XVl solo fue asunto de príncipes o principales. Así hay que leer y entender a Maquiavelo para quien la traición, el envenenamiento o el artero crimen, fueron artes que llevaron a las primeras alianzas entre reyes, las que pasaban por la ligazón de familias reales a través de matrimonios dinásticos sin importar las edades ni el grado de parentesco de los cónyuges.

Así eran los humanos antes de que naciera la política y las instituciones que le dieron sustento. Tenían razón entonces los antiguos griegos cuando afirmaban que sin política somos bárbaros. La barbarie era para ellos, la no-política. Una condición que se mantiene al interior de cada ser humano cuando experimenta el malestar, no solo “en la cultura” como imaginó Freud, sino en y con la política, como vemos frecuentemente en nuestro tiempo.

No nacimos siendo políticos. La condición política es un sobrepeso agregado a nuestra condición humana, hecho que explica por qué en tan repetidas ocasiones hay pueblos que sucumben a la tentación de liberarse del fardo político y en nombre de una democracia total regresar a la libertad brutal del bárbaro que todos llevamos escondido en el alma. Y bien, ese ser pre-político que de una manera u otra portamos como componente ineludible de nuestra genética histórica, es el ser populista.

Quiero decir: la política comenzó siendo populista, vale decir, de pueblos y para pueblos.

Podríamos afirmar entonces que el populismo, tal como hoy lo conocemos, precedió al nacimiento del pueblo. O en otras palabras, el populismo fue el embrión pre-político del pueblo político. Las poblaciones y poblados se convirtieron en pueblos gracias a la adhesión a un jefe territorial que los movilizaba militarmente en contra de otras poblaciones o poblados. Por eso no hay populismo sin jefe populista. Ni antes ni ahora.

No sería errado definir al populismo como una regresión colectiva que lleva a seguir a un caudillo situado por sobre o más allá de las las instituciones. La política, si seguimos ese hilo, no supera al populismo sino que lo contiene en sus entrañas, algo así como el humano al mono. Luego, el populismo -sería una segunda definición- es la política sin mediaciones, una relación directa entre caudillo y masa. No lleva, como generalmente se piensa, a la destrucción de la política sino solo a una forma de la política, nos referimos a la destrucción de su forma institucional y por ende constitucional. Tampoco lleva a la destrucción de la democracia, sino a una democracia radical, a una que no obstaculiza la representación directa del pueblo en el poder.

El populismo, lo hemos visto en cientos de casos, estalla ocasionalmente como una relación de amor narcisista entre un líder y “su” pueblo. Narcisista, porque el pueblo se ama a sí mismo en el líder y el líder se ama a sí mismo en el pueblo. Goce simple y puro donde ambos, líder y pueblo, se adulan, se unen y se penetran.

Definitivamente, el populismo nos fascina porque nos libera. Nos libera entre otras cosas de reglamentos y de leyes, de instituciones y de constituciones, de modos y de formas. De ahí que vuelvo a repetir: la política populista supone la radicalización de la democracia hasta el punto en que la democracia puede llegar a convertirse en la principal enemiga de la política. El populismo -sea de derecha o de izquierda, es lo menos importante- llevado hasta sus últimas consecuencias sería –esta es ya una tercera definición- la democracia sin política. Para que se entienda mejor el postulado, habrá que recordar que la democracia es solo una forma de gobierno y no una forma de la política. La menos peor forma de gobierno, si seguimos a Churchill. Pero solo eso: una forma. Una entre varias.

Veamos el ejemplo más reciente: Los bárbaros nacional-populistas del 6-E asaltaron en nombre del demos a la institución máxima de la democracia norteamericana: el Capitolio. Llenos de amor hacia el gran macho que los dominaba, intentaron restituir la democracia directa, sin instituciones, sin constituciones, sin parlamentos. Pasarán los años y esas imágenes tan simbólicas permanecerán en las retinas de la historia, agrandadas cada vez más por el flujo de los recuerdos. Pues ese día –mirado en histórica perspectiva- fue el día de la sublevación del pueblo de Donald Trump en contra del pueblo de Thomas Jefferson.

NOSOTROS, EL PUEBLO

El preámbulo de la Constitución norteamericana comienza así: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América.

Comienza con el pronombre “nosotros”. ¿Quiénes son los “nosotros”? Por definición, no son los otros. Toda nosotridad impone un límite frente a una vosotridad. Ese nosotros es exclusivo e inclusivo a la vez, pues no es el pueblo de un solo Estado sino de varios estados unidos. Una entidad plural y singular. La pluralidad reside en el nosotros. La singularidad en “el pueblo”. El pueblo, según la pluma de los primeros constitucionalistas, es uno, y los estados son varios. El pueblo estadounidense es, por lo tanto, un pueblo constituido por diferencias.

Las diferencias constituyen al pueblo, no sus similitudes. El objetivo será formar la Unión más perfecta (posible) para todos los diferentes estados, a través, y aquí viene el punto clave, de una Constitución. Nosotros, el pueblo, no es todo el pueblo sino un nosotros que somete a la discusión del pueblo un texto que lo constituye como pueblo. Un pueblo cuyos orígenes no yacen en un pasado mítico, menos en uno étnico, sino en un momento histórico conformado por un nosotros que en nombre del pueblo constitucionaliza (o constituye) al pueblo.

La Constitución hace al pueblo y el pueblo hace a la Constitución. Diferentes estados y una sola nación constituida por el pueblo a través de una Constitución que los une del modo más perfecto posible. Una Constitución que, como todas las constituciones, no está a disposición de nadie porque es la palabra del pueblo, la que, para que permanezca en el tiempo, deberá ser escrita con tinta indeleble en un libro.

El pueblo instituye y destituye de acuerdo a los dictados de la Constitución. Gracias a la Constitución la política deja de ser populista. Es por eso que vemos en el asalto al Capitolio instigado por Trump, Giuliani, Rubio y otros secuaces, una rebelión del pueblo populista en contra del pueblo político. Un intento por regresar a los tiempos de la Francia de Leonor de Aquitania donde el cuerpo del monarca se confundía con el cuerpo del Estado. Una regresión histórica que nos demostró cuan frágiles son los hilos que sostienen a la política de nuestro tiempo.

NOSOTROS (y no ellos) SOMOS EL PUEBLO

Octubre de 1989. Las calles de Berlín Este, Leipzig, Dresden, se estremecen bajo el grito “Nosotros somos el pueblo”. El rodaje de las cámaras televisivas da vueltas alrededor del mundo. El grito quería significar nosotros y no ellos, nosotros y no la nomenklatura, nosotros y no la URSS, somos el pueblo. Imágenes conmovedoras que demostraban como las multitudes se constituían como pueblo político en el marco de una rebelión destituyente. Un nosotros destitutivo y a la vez constitutivo. Un nosotros ciudadano. Sin embargo, ese grito colectivo, “nosotros somos el pueblo”, no nació por milagro. Fue, por el contrario, parte de una larga cadena histórica formada por diversos eslabones. El eslabón más cercano lo encontramos el 7 de mayo de 1989, cuando en la RDA tuvieron lugar elecciones comunales.

Contrariando a las fracciones abstencionistas de la oposición, diversas organizaciones disidentes decidieron participar en las elecciones. La participación ciudadana debería usar el proceso electoral como plataforma para ejercer crítica directa al régimen y, en caso de fraude, aprovechar la grieta que estaba abriendo Gorbachov en la URSS, para denunciar el fraude ante el mundo.

Bajo el amparo de la iglesia protestante, los grupos disidentes realizaron su campaña electoral creando comisiones encargadas de vigilar los centros de votación, contando voto por voto. Así lograron demostrar como en diversos lugares los resultados habían sido falsificados. El fraude fue dado a conocer de modo acucioso por la revista clandestina Wahlfall. Fue entonces cuando el Movimiento Foro Nuevo, nacido al calor de la campaña electoral, dictaminó que la soberanía del pueblo había sido violada en la RDA.

De acuerdo a los miembros del Foro Nuevo, un pueblo solo es pueblo político cuando ejerce el acto de elección. Privado de su derecho a elegir, el pueblo deja de ser una noción política y se convierte en lo que fue en sus orígenes: simple población o poblado. En estas condiciones, el pueblo se transforma en un pueblo elegido por sus gobernantes. Monstruosa inversión de la razón política ya denunciada nada menos que por Berthold Brecht, en 1953.

Como es sabido, el 17 de junio de 1953 tuvo lugar la gran rebelión popular de Alemania del Este. Del mismo modo como después en Polonia y Hungría en 1956, la rebelión alemana fue sangrientamente aplastada por tropas soviéticas. En un acto de sadismo. el dictador Walter Ulbricht ordenó a los trabajadores de la construcción limpiar la Avenida Stalin, sitio principal de la revuelta. Ellos se negaron. Fue entonces cuando Brecht escribió su poema. Dice así: Tras la sublevación del 17 de junio/La Secretaría de la Unión de Escritores/Hizo repartir folletos en la Avenida Stalin/Indicando que el pueblo/ Había perdido la confianza del gobierno/ Y podía ganarla de nuevo solamente/Con esfuerzos redoblados ¿No sería más simple/En ese caso para el gobierno/ Disolver el pueblo/ Y elegir otro?

Disolver el pueblo. De hecho, eso ya había sucedido. El pueblo político había sido disuelto y sustituido por el pueblo del poder estatal. Solo la clase dirigente podía decidir quiénes pertenecían al pueblo. De ahí que el grito triunfal de 1989, “nosotros somos el pueblo”, surgió de la historia profunda de un pueblo sometido.

Alemania 2019-2020. Otra vez aparecen en las calles de la ex DDR grupos que gritan, “nosotros somos el pueblo”. Pero la historia no se repite. No solo porque los nacional-populistas llamados por AfD, Pegida y otras organizaciones neo-fascistas no tienen ni política ni culturalmente nada que ver con los manifestantes de hace treinta años, sino simplemente porque ellos no son el pueblo. Son, por cierto, una fracción del pueblo, y si pueden hoy protestar acusando a Angela Merkel de dictadora, es porque en Alemania prima un estado de derecho que garantiza la libertad de reunión y de opinión, aunque sean reuniones y opiniones de fascistas. Ese derecho no fue conquistado por ellos sino por quienes lucharon contra una dictadura de verdad en nombre de un pueblo sometido.

La gran diferencia entre los dos “nosotros”, no es gramática. Es política. Los de 1989 gritaron a favor de un nosotros inclusivo, por uno que incluyera a todas las diferencias, no importando ideologías, religiones, condición social, ni mucho menos, color de piel. El nosotros de los nacional populistas es en cambio exclusivo. Su “nosotros” solo alude a un pueblo mítico, étnico, machista, sexista, blanco, pero no a un pueblo políticamente constituido.

El pueblo político es, por el contrario, el pueblo de las diferencias. Cuando los manifestantes de 1989 decían “nosotros somos el pueblo”, no pedían unirse bajo una sola idea, bajo un solo partido, bajo un solo símbolo. Precisamente contra esa noción de pueblo luchaban. Políticamente organizados, exigían la libertad de opinión, de reunión, de asociación. Luchaban en fin por un pueblo cuya única unidad era la aceptación de las diferencias, en el marco determinado por la Constitución y las leyes. Un pueblo con muchos partidos, muchas ideas, muchos modos de ser. En otras palabras, por un pueblo que, justamente por el hecho de estar desunido, podía ser un pueblo.

EL PUEBLO UNIDO JAMÁS SERÁ VENCIDO

Fue una de las canciones más bellas del breve periodo de la Unidad Popular chilena (1970-1973) Coreado con énfasis y mística en las calles al ritmo marcial que imponían los Quilapayún, erizaba la piel. Después de esa trágica experiencia, ha vuelto a ser coreado, ya sea en las calles de Managua, La Paz o Caracas, para aclamar triunfos de los nacional-populistas “de izquierda”. Una canción tan bella en su melodía como falsa en su intención.

Efectivamente, un pueblo solo puede aparecer unido frente a otro pueblo (y en este caso ya no hablamos de política sino de guerra) o puede aparecer, en un momento, unido, como en el caso de la ex RDA, frente a una clase de estado que usurpa el poder del pueblo en nombre del pueblo. Pero en Chile, esos millones que apoyaron a Pinochet no eran de otro pueblo. El pueblo de la izquierda intentó excluir al pueblo de la derecha. Poco después, el pueblo de la derecha, representado en Pinochet, intento excluir -incluso físicamente- al pueblo de la izquierda.

Ningún gobernante y ningún político puede atribuirse la representación total del pueblo. Quienes creen ostentarla, o son dictadores o están en camino de serlo. El pueblo político está organizado en partidos, tradiciones, culturas, religiones, creencias. Su única unidad es la aceptación de la Constitución y de las instituciones que garantizan la lucha de sus diferencias.

El pueblo unido jamás será vencido. Es verdad. Nunca será vencido porque el pueblo unido no existe como noción política. Así de simple.

25 de febrero 2021

Polis

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El declive de la democracia liberal

Fernando Mires

Escribo sobre el declive y no sobre el fin de la sociedad liberal como en tantos textos se anuncia. El término “fin” vende más, sin duda, pero es definitivamente apocalíptico. Da la impresión de que la historia avanzara a saltos, y no es tan cierto. Sin necesidad de recurrir a Hegel como mentor, la experiencia histórica indica que las formaciones pretéritas siguen prevaleciendo al interior de las nuevas, sin ser suprimidas. Podríamos, claro está, usar otro término. Por un momento pensé incluso en titular este artículo como el “eclipse” de la sociedad liberal.

Sin duda “eclipse” es más poético, más estético, más bonito. Pero eclipse significa un oscurecimiento transitorio que indica que después volverá a aclarar y las cosas seguirán siendo igual que antes. Declive, por el contrario, significa que algo declina, sin anunciarse ni saberse lo que ocurrirá después, ya que, dicho con certeza, eso no lo sabe nadie.

Para imaginar futuros utópicos después del declive de la democracia liberal, no hay ningún motivo. Para imaginar futuros distópicos, sobran. No solo porque la diferencia central entre las utopías y las distopías reside en el hecho de que las primeras son optimistas y las segundas no, sino en el hecho muy documentado de que las primeras nunca se han cumplido y las segundas, sí.

¿Podría por ejemplo alguien imaginar en los años treinta en la Alemania liberal, rebosante de arte, cultura, música, tan deliciosamente decadente, que diez años después iba a tener lugar el más horroroso crimen colectivo vivido por la humanidad, en el marco de una guerra mundial que dejaría el legado de millones de muertos?

Pocos tuvieron la intuición imaginativa de un Thomas Mann quien en su novela, Mario y el Hipnotizador (1929) viera los groseros rasgos del nazismo antes de que estos aparecieran nítidos sobre la superficie. Y sin embargo, todas las huellas que llevaron al Holocausto y a la Guerra Mundial ya estaban marcadas en la Alemania de Weimar, la misma del Cabaret (sin Liza Minelli): la crisis económica, la violencia callejera, los mensajes mesiánicos, el racismo y el antisemitismo, el odio a la libertad, el miedo a la Rusia estalinista, el militarismo, solo por nombrar algunos. Esos elementos estaban dados, ahora lo sabemos, pero estaban separados, es decir, no articulados entre sí. Del mismo modo -y eso produce cierta alarma- muchas realidades que pueden llevar al fin de la llamada democracia liberal ya han cristalizado y algunas de ellas, ya están políticamente articuladas.

¿Qué entendemos por democracia liberal? No está de más recordarlo antes de que pase al olvido. Nos referimos a un orden político que permite la libertad de pensamiento, opinión y asociación, en el marco de un estado de derecho que garantiza la división de los tres poderes clásicos, a las instituciones que los consagran y cuyo personal gubernamental es renovable a través de elecciones libres y soberanas surgidas de una pluralidad de partidos competitivos entre sí. Karl Popper la llamó “sociedad abierta”.

¿Por quiénes está cuestionado ese orden? Muy simple: por los enemigos de la sociedad abierta. Movimientos nacional-populistas de nuestro tiempo, legítimos herederos del fascismo del siglo XX, avanzan hacia el poder en diferentes países del mundo occidental, apoyados por regímenes antidemocráticos cuyo centro político es Rusia y cuyo centro económico es China. Sin embargo, ahí no reside el origen del problema. Ese es más bien un síndrome.

El aparecimiento de un síndrome tiene orígenes que el mismo síndrome revela. En una primera capa ya vemos que el nacional-populismo en todos sus formatos obedece a una crisis de representación, a una en donde los partidos políticos hegemónicos en el espacio occidental son hoy mucho menos representativos que en el pasado reciente. Como hemos reiterado en otras ocasiones, la triada política tradicional de la democracia liberal, formada por partidos de orientación conservadora, liberal y socialista, ya no cubre todo el espacio social que abarcó tiempos atrás.

Una segunda capa analizable nos muestra que la no representación política de lo social tiene que ver con cambios radicales habidos en las relaciones de producción económica. Nos referimos al tránsito que se da entre la llamada sociedad industrial y la sociedad digital. Después del “adiós al proletariado” de André Gorz, muchos lo han dicho: los antiguos trabajadores industriales, el proletariado de Marx, se encuentra, si no en vías de extinción, remitido a un lugar subalterno con respecto a nuevos tipos y formas de trabajo. Hay un notorio desfase entre la formación social que está naciendo y la formación política que solo en parte lo representa. Esta es la señal más notoria de una crisis de representación política. Un fenómeno que, se quiera o no, trae consigo el deterioro de las culturas políticas que predominaban en la modernidad.

La ruptura del hilo que unía a los sectores sociales con sus representaciones políticas es ya demasiado visible. Los partidos, en su gran mayoría, representan a clientes pero no a sectores sociales claramente definidos. La desconexión entre sociedad, economía y política, es cada vez más evidente. Gran parte de la ciudadanía – no solo en los países post-industriales- siente que la política, en su forma existente y real, ya no los representa. Y, desgraciadamente, tiene razón.

Estamos asistiendo a rápidos procesos de descolocación de los centros productivos, hoy repartidos en el inmenso espacio global. Como decía un dirigente sindical alemán, “ya nadie sabe para quién trabaja, los dineros no van solo a parar en los bolsillos del antiguo empresario que combatíamos, convertido hoy en un mero intermediario, sino en un circuito financiero global cuyos ritmos de reproducción virtual nos son absolutamente desconocidos”. Ya ni siquiera podemos hablar de la alienación del trabajo por el capital de acuerdo a la ex-terminología socialista, sino de la alienación del capital por un supercapital reproducido en una galaxia mundial a la que nadie tiene acceso.

Los trabajadores que con sus luchas dieron origen a sus partidos socialistas y sociales, son hoy piezas de museo. Hoy viven incomunicados entre sí. De hecho han llegado a ser -para emplear la terminología hegeliana de Marx- una clase en sí pero no una clase para sí, o sea una clase sin conciencia de clase, que es lo mismo que decir, “una no- clase”. Debajo de esa cada más delgada capa laboral, ha aparecido un sub-proletariado incuantificable, multinacional, muchas veces ilegal, pero generador de cientos de oficios transitorios. Y más abajo aún, un Lumpenproletariat, pero esta vez sin Proletariat.

¿A cuál clase social pertenecen los miles de trabajadores que realizan jobs circunstanciales en una home-office? Qué lejos se ven hoy los tiempos en que después de la jornada diaria, los trabajadores reunidos en sus cantinas, compartían problemas personales, hablaban del presente y del futuro y, por supuesto, como dice el tango Carloncho de Mario Clavell, conversaban sobre “minas, burros, fútbol y de la cuestión social”. Si esos trabajadores todavía existen, son miembros de multitudes, pero no de grupos sociológicamente definidos. Por cierto, a veces logran conectarse entre sí y realizan actos de protestas. Pero esas solo adquieren la forma de “estallidos sociales”, al estilo francés o chileno, pero sin continuidad en el espacio y en el tiempo.

Las clases no han desaparecido, eso está claro. Pero han sido subsumidas en las masas y estas, sin partidos ni organizaciones, suelen actuar como hordas o, como ya lo hemos visto no solo en los EE UU. de Trump, como turbas. Ellas son y serán, lo estamos viendo a diario, la carne de cañón de los líderes y partidos nacional-populistas. La sociedad post-moderna no ha sido desclasada pero sí – la diferencia no es banal- desclasificada. Hecho que no tarda en repercutir en las biografías, marcadas cada día más, por un sentimiento colectivo de no-pertenencia, ni social ni cultural.

Pero el humano, gregario al fin, quiere ser algo y alguien en un espacio determinado por un nosotros identitario. El problema es que la oferta de identidades colectivas que ofrece el mercado social es muy inferior a su demanda

¿Quién soy yo? La respuesta en el pasado era segura: soy un empresario, soy un trabajador, soy un profesional. Todavía hay algunos privilegiados que pueden dar respuesta afirmativa a esa pregunta socio-ontológica. Pero cada vez son menos. Y cada vez son más los que no pueden definir su identidad en términos laborales o sociales. El “yo soy”, esa es la conclusión, está dejando de ser una referencia social. Bajo esa condición, el ser, para ser, busca otras referencias, y estas solo pueden ser encontradas en identidades ya no sociales sino a-sociales, e incluso anti-sociales, y por lo mismo, anti-políticas.

Para usar una terminología en boga, el tema de la identidad del ser ha sido rebajado a sus instancias más primarias, ahí donde habitan identidades que al no ser adquiridas tampoco son intercambiables entre sí. Identidades definidas por un “yo soy” pre-social y pre-político: un ser biológico, nacional, étnico, cultural.

Para usar los términos de Paul Ricoeur (Sí mismo como el Otro) asistimos al avance de una identidad sin ipseidad. O dicho más simple, a una identidad determinada no por lo que he llegado a ser sino por lo que yo soy por nacimiento: negro, blanco, indio, hombre, mujer, latino, y, sobre todo, miembro de una comunidad imaginaria llamada nación. El ser social ha sido desplazado por el ser nacional. Y si miramos el pésimo ejemplo que dan los catalanistas, por un ser regional.

El grave problema es que las identidades primarias no son intercambiables entre sí. Los negros que se levantan en los barrios marginales de Europa y de los EE UU nunca van a dejar de ser negros ni los blancos que siguen a Trump en contra de los no-blancos, nunca van a dejar de ser blancos. Y al no ser intercambiables, esas identidades yacen fuera de toda deliberación, de toda discusión o debate. Nadie podrá jamás convencer al otro de que su identidad primaria es falsa. Pues las luchas identitarias, a diferencias de las sociales y políticas, no son argumentativas, ni siquiera ideológicas. Bajo su primado, la lucha de los discursos termina por convertirse en lucha de cuerpos que, desprovistos de argumentos e ideas, se encuentran mucho más cerca de la guerra que de la política.

Los nacional-populistas y sus fanáticos líderes son hoy los portadores de futuras y cruentas guerras identitarias. Eso quiere decir que mientras la sociedad no logre ordenar sus estructuras, o mientras no reaparezcan nuevas identidades sociales y políticas, los nacional-populistas, con sus retóricas de derecha e izquierda, o de ambas a la vez, continuaran avanzando y la llamada democracia liberal continuará declinando.

Pero hay que insistir: lo que presenciamos no es el fin definitivo de la democracia liberal. En Rusia, Bielorrusia, Turquía, Irán, Cuba, y varios otros países, hay quienes luchan orientados por principios democráticos heredados de, y propios a la, democracia liberal. Pero seríamos ciegos si no advirtiéramos que en muchas otras naciones, precisamente las que fueron guías políticas del orden democrático liberal, las fuerzas democráticas se encuentran a la defensiva.

Sin intentar pronósticos, ni mucho menos construir distopías, solo podemos afirmar por el momento que en las confrontaciones que vienen, la democracia-liberal, la que conocemos o conocimos, no saldrá ilesa. O en otras palabras: la llamada democracia liberal, si es que subsiste, no será la misma de antes. Es mejor decirlo ahora que después.

Puede suceder incluso que la democracia del futuro sea, si no más liberal, más democrática. Lo que no siempre es bueno. La voz del pueblo no es la voz de Dios solo porque viene del pueblo. No pocas veces ha sido la voz del Diablo.

Febrero 18, 2021

Polis

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Nacional-populismo

Fernando Mires

Partiremos de un principio: no existen los conceptos perfectos. Ninguno puede dar cuenta de la realidad total del objeto definido. Siempre quedará un resto, una sombra, un detalle que escapa a la observación. Por eso las discusiones nominalistas carecen muchas veces de sentido. Sucede sobre todo en disciplinas que no apuntan a la definición de sustancias sino a fenómenos cambiantes, a procesos sometidos a múltiples interacciones en diferentes condiciones de tiempo y lugar. De ahí que los conceptos que usamos para definir a realidades sociales o políticas sean de por sí insuficientes.

Conceptos como socialismo, nacionalismo, fascismo, no son cosas en sí y, mucho menos, separadas entre sí. Podemos detectar fácilmente características del uno en el otro e, incluso, terminar diciendo —si confundimos analogías con homologías— que lo uno es lo otro. No obstante, de algún modo tenemos que nombrarlos. De lo que sí podemos escapar es a la tentación de otorgar a los conceptos una validez universal.

Por lo demás, el establecimiento de un concepto en la vida pública no resulta de discusiones epistemológicas. No pocas veces aparecen a través de la comunicación colectiva. Conceptos considerados como intransferibles han surgido simplemente del azar, entre ellos los de derecha e izquierda, sin los cuales para muchos la vida política sería imposible.

¿Qué hubiese pasado si los jacobinos se hubiesen sentado al lado derecho en los inicios de la Convención francesa? Nada menos que esto: la izquierda de hoy se llamaría derecha y la derecha, izquierda. La contingencia, dicho de modo paradójico, suele ser la ley de la vida.

Otros conceptos radicalmente locales han terminado por adquirir un carácter universal. Pensemos en uno de los más usados: fascismo, cuyo origen es más italiano que una pizza. Viene de la palabra fascio (haz, fasces) y esta del latín fascium, que alude al símbolo de autoridad entre los emperadores romanos. Símbolo que, usado por Mussolini, quería significar: recuperar la grandeza de la antigua Roma (o algo parecido).

El tipo de dominación mussoliniano coincidió con la aparición de diversos movimientos nacionalistas, racistas y antidemocráticos emergidos durante el crítico decenio de los 30 a los cuales los políticos denominaron fascistas. Hoy muchos lo aplican para designar a cualquiera dictadura.

Pensemos en el término socialismo, nacido de querellas interreligiosas durante el siglo XVII, utilizado después por los utópicos Owen, Proudhom, Saint-Simon y Leroux; luego, por los partidos obreros europeos en los siglos XIX y XX. Hoy, en tiempos poscomunistas, es usado de modo indiscriminado para designar a antípodas como son los socialistas europeos y los norcoreanos. O pensemos en el concepto populismo, que hoy sirve para descalificar a los autócratas latinoamericanos, a los racistas europeos, a los demagogos de cualquiera latitud.

La mayoría de los conceptos sociológicos y politológicos son imprecisos y elusivos. Sin partir de esa premisa no nos vamos a entender.

A estas conclusiones he llegado observando la competencia que ha tenido lugar para designar a movimientos y gobiernos aparecidos originariamente en Europa, perfectamente reconocibles por sus características. Entre otros, Demócratas de Suecia, Partido Popular en Dinamarca, Partido por la Libertad en Holanda, Ley y Justicia en Polonia, Agrupación Nacional en Francia, Alternativa para Alemania, Partido por la Libertad en Austria, Liga Norte en Italia, Amanecer Dorado en Grecia, Justicia y Desarrollo en Turquía, Partido Nacional de los Derechos en Croacia, Fidesz y Jobbik en Hungría, Vox en España, Chega en Portugal y varios más.

Los títulos más recurrentes para designar a estas nuevas “apariciones” son ultraderecha, derecha-populista, neofascismo, posfascismo y, más recientemente, nacional-populismo. En estas líneas, tomaré partido por la última designación: nacional-populismo. Afirmaré, sí, que las otras denominaciones no son falsas, pero sí insuficientes.

¿Ultraderecha? Es cierto: muchos de esos partidos provienen de los extremos de los partidos de derecha e intentan recabar para sí las tradiciones del conservadurismo patrimonial. ¿Derecha populista? Es cierto, no solo aluden al pueblo sino además son seguidos por multitudes de sectores que en tiempos pretéritos siguieron a los partidos de las izquierdas más rancias. ¿Neofascismo? Es cierto, gran parte de su patrimonio ideológico proviene de los antiguos fascismos, entre ellos, la homofobia, la xenofobia, el caudillismo y la creencia en un Estado fuerte y autoritario (sin parlamento) ¿Fascismo? Es cierto, ideológica y socialmente hablando, sus similitudes con los fascismos clásicos son inocultables.

Uno de los defensores de otra denominación, la de posfascismo, ha sido el destacado politólogo italiano Enzo Traverso. En su libro-entrevista, Las nuevas caras de la derecha, escrito bajo los influjos de las elecciones que llevaron a Donald Trump al gobierno, se pronuncia en contra del concepto nacional-populista, afirmando que el término populista ha sido aplicado a experiencias muy diferentes entre sí. ¿Pero no sucede lo mismo con el concepto de fascismo sea este neo o pos?

Traverso, de acuerdo a su orientación izquierdista, argumenta que el concepto de fascismo se refiere a movimientos y gobiernos que levantan banderas homofóbicas, xenofóbicas y hoy islamofóbicas. Tiene razón. Pero también podríamos afirmar al revés, que el concepto de populismo, al ser más amplio, permite incluir a movimientos y gobiernos cuya matriz ideológica es de izquierda y no de derecha. Es decir, cubre un espacio que va más allá de las autodefiniciones ideológicas.

Como hemos dicho en otras ocasiones, todo fascismo es populista, pero no todo populismo es fascista.

Es evidente, tanto en su versión de “derecha” como en la de “izquierda”, los populismos de hoy deducen su aparecimiento de una razón similar: la crisis de la democracia liberal en el periodo que marca la transición del modo de producción industrial al modo de producción digital. Que en Europa sean predominantes los que provienen de una tradición de derecha y en América Latina (todavía) los que provienen de una de izquierda, no juega ningún papel decisivo.

Por lo demás, el término posfascismo es engañoso. El prefijo post da a entender una relación de filiación directa con el fascismo originario, la que no es verificable. Entre el fascismo del siglo XX y los movimientos fascistoides del siglo XXI no hay una relación de continuidad directa, como por ejemplo entre modernidad y posmodernidad. Para decirlo en un lenguaje ya convertido en familiar, el por Traverso denominado posfascismo no es un mutante del fascismo. Es otro bicho.

No estamos en los años 30. El mundo de hoy es política —y no solo económicamente— global. Por lo mismo, necesitamos de conceptos globales. Ya Hannah Arendt, escandalizando a derechistas e izquierdistas, entendió que el fascismo hitleriano y el comunismo estalinista podían ser entendidos bajo una sola definición global. Esa definición se llama totalitarismo.

Cada populismo se alimenta de las tradiciones de donde emerge. Algunas son fascistas y otras no. Así, hay populismos que provienen de una tradición de izquierda y otros de una de derecha. Identidades que solo juegan un papel en los momentos originarios, pero que terminan por diluirse en la medida en que los populistas alcanzan el poder. Ahí dejan de ser de izquierda o de derecha. Pues alguna vez hemos de entender que tanto izquierda como derecha son definiciones interparlamentarias y esas no las podemos aplicar a movimientos populistas, fascistas o no, que no solo son extra sino, además, antiparlamentarios.

Sin parlamento no hay autocracias ni dictaduras de izquierda o de derecha, hay simplemente autocracias y dictaduras. Denominar a los movimientos políticos de acuerdo a sus autodefiniciones ideológicas es lo mismo que juzgar a una persona por lo que ella piensa de sí misma. Un gran error.

No obstante, Traverso tiene razón cuando opina que populismo es un concepto hiperinflacionado, algo así como una dama para todo servicio. También la tiene cuando propone que, si lo vamos a usar, lo hagamos como adjetivo. De acuerdo. Eso es precisamente lo que estamos haciendo. No estamos hablando de populismo a secas sino de nacional-populismo.

La palabra populismo como adjetivo del sustantivo nacional significa la subordinación de lo populista a lo nacional.

Los nacional-populistas entienden por nacional no al amor patrio sino a un nacionalismo muy similar al de los fascismos pretéritos: un nacionalismo identitario, deducido de una raza, de una etnia, de un color de piel, de un sexo, en fin, un nacionalismo de tipo facho-trumpista muy diferente al patriotismo constitucional propuesto por Dolf Sternberger y popularizado por Jürgen Habermas. Para ambos autores, según recuerdo, la adscripción a la nación se da a través del reconocimiento ciudadano a un sistema de derechos y deberes que constituyen jurídica y políticamente a esa nación.

Ahora bien, si analizamos con detención la práctica de los nacional-populistas europeos, podremos comprobar que mantienen un discurso doble: uno extremadamente conservador y otro extremadamente plebeyo. Una hidra de dos cabezas (El trumpismo incluso tiene tres, pues al discurso conservador y al plebeyo agrega un tercero: uno económico, radicalmente neoliberal) Mediante el discurso conservador intentan representar lo que ellos quieren vender como ideales nacionalistas: el retorno a una patria usurpada por una izquierda cosmopolita que desprecia el rol de las madres en la crianza de sus hijos, el respeto a la autoridad de los padres, que impone la relativización de los sexos y el aborto a “nuestras” mujeres para ceder el espacio geográfico a los emigrantes sucios y bárbaros que llegan a invadirnos desde el tercer mundo (Trump lo ha dicho mejor que yo).

Mediante el discurso plebeyo, en cambio, el nacional-populismo llama a las clases populares a rebelarse en contra de los intelectuales y políticos del establishment (la “casta” de Pablo Iglesia o “las cúpulas podridas” de Chávez en su versión de izquierda), de los musulmanes que nos quieren quitar puestos de trabajo, de una Unión Europea inoperante y burocrática y de una globalidad que hace a todas las naciones dependientes de capitales foráneos.

Suele suceder, entonces, que en algunas ocasiones los nacional-populistas se convierten en su otra cara: en populistas-nacionales. No, no es un juego de palabras. Esa es la principal diferencia entre los que algunos autores llaman populismo de derecha y populismo de izquierda.

En América Latina, por ejemplo, el populismo-nacional de tipo peronista, chavista o indigenista, prima todavía por sobre el nacional-populismo de tipo trumpista y/o putinista. Sin embargo, no podemos desconocer que este último ha ido ganando terreno en los últimos tiempos.

El Brasil de Bolsonaro, El Salvador de Bukele, el todavía fuerte “uribismo” colombiano, los republicanos del chileno José Antonio Kast, los ideales que representó en Bolivia el candidato Luis Camacho, prueban que el nacional-populismo no solo es propio a las naciones prósperas de Europa y a los EE. UU. A la inversa, el populismo-nacional europeo —representado por el Podemos de Pablo Iglesias en España, por el socialismo nostálgico de Izquierda Socialista en Francia, por el Syriza griego, por la Linke alemana— parece haber encontrado sus límites de crecimiento. Razón que permite afirmar por el momento que el principal enemigo de la democracia occidental está constituido por el avance del nacional-populismo, en todas sus diversas formas y colores. ¿Cómo enfrentarlo? Ese deberá ser un tema para otro artículo.

Por ahora, valga un simple enunciado: el nacional-populismo no ha surgido de la nada sino de problemas reales, objetivos y, sobre todo, verdaderos.

Lo mismo ocurrió con el fascismo del siglo XX. En todas sus variantes (nazi, religiosa, mussoliniana) los fascismos emergieron como alternativa frente al avance del comunismo estalinista en un periodo marcado por una profunda crisis económica de la sociedad industrial y por ende de la democracia liberal. La amenaza comunista no la inventó Hitler ni Mussolini ni Franco. Estaba ahí. Era existente y real.

Hoy, el nacional populismo surge en un periodo marcado por la crisis de la sociedad posindustrial, en pleno nacimiento de la sociedad digital y enfrentando la posibilidad de que China (y sus satélites sudasiáticos) pase de ser un competidor económico para transformarse —si es que llegara a reconstituirse la alianza chino-rusa— en un enemigo político e incluso militar.

Los avances del nacional-populismo trumpista no sucedieron gracias al carisma que nunca tuvo Trump. Sucedieron simplemente porque Trump, como Hitler ayer, nombró problemas reales pero ofreciendo soluciones falsas. ¿Cuáles son las soluciones reales? Es un tema largo y complicado. Lo único que podemos decir por ahora es que nunca un problema podrá ser solucionado si se lo desconoce. Reconocer los problemas como tales, sin esconder las cabezas en la arena, ese es el desafío que hoy enfrentan las democracias de nuestro tiempo.

Twitter: @FernandoMiresOl

Demócratas y democratistas

Fernando Mires

Los miro y los vuelvo a mirar. Cada vez un detalle nuevo. Algunos destrozaban objetos, otros simplemente los robaban. Los más bestias, disparaban. Pero los de la mayoría no sabiendo que hacer, daban vueltas como sonámbulos por las salas del Capitolio, algunos mirando para todos lados con cierto temor, otros como si estuvieran visitando un museo. Les habían dicho que ellos son el pueblo y que el Capitolio es del pueblo, aunque no parecían muy convencidos. Pero era cierto: el Capitolio, en estricto sentido del término, pertenece al pueblo.

El poder pertenece al pueblo y el pueblo lo delega a sus representantes. Pero cuando sus representantes no los representan, el poder debe volver al pueblo. Sea en el formato de Rousseau o en el de Locke, esa es la base de todo contrato social. Tal vez los asaltantes pensaron lo mismo. Les habían asegurado que el derecho de los derechos, el de elegir a su presidente, había sido robado por una clase política fraudulenta. Si eso hubiera sido cierto y no una mentira inventada por el todavía presidente, convertido de pronto en caudillo de multitudes irredentas, habríamos presenciando una grandiosa revolución: La revolución del pueblo en contra de una clase políticamente dominante. Una edición norteamericana de la toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno. El problema, el “pequeño problema”, es que la que veíamos en la pantalla no era una revolución en contra de un zar inclemente ni en contra de una monarquía absoluta sino en contra de la máxima representación de la democracia moderna: el parlamento. Un levantamiento ultra-democrático en contra de la democracia representativa. Nada menos

¿Levantamiento ultra-democrático? Preguntarán algunos. Entiendo perfectamente el justificado asombro. Su origen reside seguramente en la excesiva positividad que hemos otorgado al término democracia. Así es: durante mucho tiempo hemos partido de la premisa de que todo lo democrático es bueno solo porque es democrático. No hemos tomado en cuenta que conceptos como los de libertad, justicia, y sobre todo, democracia, a los que consideramos consustanciales a la cultura política moderna, también pueden ser pervertidos. Aún no nos habíamos dado plena cuenta de que la libertad total conduce a la locura, de que la justicia total conduce a la guillotina (o al paredón) y de que la democracia total conduce a la destrucción de la democracia.

Se puede ser extremista y democrático a la vez, y no es contradicción. Los extremistas democráticos del Capitolio eran tan democráticos que no vacilaron en asaltar un edificio histórico que separaba al gobierno de la que ellos imaginaban era la voluntad del pueblo, tan democráticos que no aceptaban que entre gobierno y pueblo existieran instancias mediadoras, tan democráticos que no concebían que entre el que imaginaban líder del pueblo, Donald Trump, y su pueblo, se interpusieran constituciones e instituciones. Tan democráticos en fin, que en nombre de la democracia terminaron por convertirse en democratistas.

¿Democratistas?

La diferencia entre un demócrata y un democratista es fundamental. A diferencias de un demócrata, el democratista no acepta límites dentro de una democracia. El demócrata en cambio, sabe que sin límites toda democracia termina derrumbada sobre sí misma. Esos límites son instituciones cuyos objetivos consisten en regular las relaciones entre el pueblo - convertido en ciudadanía en el marco de un sistema que no solo contempla derechos sino, además, deberes – con el estado.

El demócrata, visto así, defiende a la democracia en forma mientras el democratista a la democracia informe. Es la razón por la cual los movimientos, partidos y gobiernos nacional- populistas de nuestro tiempo no dirigen su artillería en contra de la democracia liberal - como creen sus defensores - sino en contra de las instituciones que dan forma a la democracia, sea esta liberal o no. Esas instituciones son los partidos políticos y por cierto, el lugar donde actúan esos partidos: el parlamento: la “polis nacional” de nuestro tiempo.

Para poner las cosas en relación coherente, podríamos decir que no son los democratistas los que han llevado a la crisis de la democracia sino está última es la que ha hecho posible el avance del democratismo. Sobre las razones que han llevado a esa crisis he escrito otro artículo. Baste agregar aquí que la misión de los democratistas es profundizar al máximo la crisis hasta el punto que un pueblo representado en un caudillo o líder situado más allá de la constitución y de las instituciones, ponga punto final a la discusión pública (“Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó parar”, decía una canción democratista (Carlos Puebla) poco antes de que Fidel Castro se hiciera del poder total en nombre del pueblo).

Ya no podemos cerrar más los ojos: la democracia, no solo la liberal, está siendo asediada. Los movimientos nacional-populistas irrumpen incluso en países considerados modelos de la democracia moderna. Podemos llamarlos chusmas, turbas, hordas, u otros nombres peyorativos. Lo que no podemos negar es que representan auténticos movimientos populares. Nos guste o no, actúan de modo coordinado, organizados con disciplina y objetivos, entre ellos, desbancar a los que los trumpistas llaman el stablishment (o “la casta” en la versión de Podemos en España, o “las cúpulas podridas” en la versión facho-chavista). Dicho en tono más académico, el objetivo de los democratistas es derrocar a la “clase política”. Su ideal es una democracia radical, vale decir, sin políticos ni política.

Formados en la sociedad civil, asociados en organizaciones no gubernamentales y en movimientos muy estructurados, los democratistas son de verdad revolucionarios. A su modo representan una rebelión del demos no en contra de la cracia, pero sí en contra de las instituciones de la demo-cracia. En Alemania por ejemplo ya lograron apropiarse del lema libertario que llevó a la caída del muro: “nosotros somos el pueblo”. A través de ese lema los nacional-populistas reclaman la rescisión del contrato social vigente, la devolución del poder al pueblo para asumirlo directamente a través de sus líderes. El “nosotros somos el pueblo” que en la Alemania comunista buscaba expropiar a una dictadura, es ahora usado ahora en contra del poder institucional delegativo. Quiere decir: “nosotros somos el pueblo” y no los diputados y senadores que dicen representarnos, nosotros y no los emigrantes, nosotros y no los académicos e intelectuales, nosotros y no los virólogos.

Ha llegado el momento de entender: las instituciones que dan forma a la democracia nacieron para representar al pueblo. Eso significa, para impedir que el pueblo, o de algunos en nombre del pueblo, hagan ejercicio directo del poder. No solo nos protegen de tentaciones dictatoriales, sino también del mismo pueblo cuando es conducido por populistas y demagogos. En consecuencias, lo que hay que defender no es tanto la democracia liberal (cada uno puede entender por ella lo que quiera) sino la democracia institucional.

No será impertinente recordar que los totalitarismos del siglo XX nacieron en las propias entrañas del pueblo. Todos irrumpieron como anti-stablishment en contra de “la clase política” y, por supuesto, en contra del parlamento. Ya sea en nombre del pueblo-nación, del pueblo-clase o del pueblo -masa, todos encuentran sus orígenes en movimientos democratistas. De ahí que, si tuviéramos que definir en breves palabras la esencia del democratismo, habría que decir: el democratismo es la democracia sin instituciones. Y como no puede haber política sin instituciones, ha llegado el momento de defender a la política a través y a favor de las instituciones que la representan.

La democracia no parlamentaria, vale decir, la democracia democratista, sin leyes ni delegaciones, sin debates ni controversias, ha sido y es antesala de toda dictadura.

Nota adicional para lectores venezolanos

Cuando el 23 de enero de 2019 el diputado Juan Guaidó, en representación de la Asamblea Nacional se juramentó como presidente interino, declarando fraudulentas las elecciones presidenciales en las cuales la oposición mayoritaria no había participado (20-M-2018) e imponiendo en nombre del pueblo una estrategia que ponía en primer lugar el derrocamiento (no electoral) de Maduro, abandonó la línea democrática (electoral, pacífica y constitucional) asumida por la oposición en el pasado, para transformarla en una línea democratista, vale decir, no-institucional.

El 6-D- 2020, cuando esa oposición democratista pero ya no demócrata, entregó la Asamblea Nacional al gobierno de Nicolás Maduro, Venezuela fue convertida en un país atrapado por dos democratismos: el de un gobierno que en nombre del pueblo usa las elecciones en contra de las instituciones y el de una oposición que en nombre del pueblo hizo abandono de la institución más política del pueblo, en aras de una insurrección que no tenía con qué llevar a cabo.

El espacio político-democrático fue vaciado.

Polis

29 de enero 2021

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Nacional Populismo: o el asedio a la democracia

Fernando Mires

“Pensar el pasado como si fuera presente, pensar el presente como si fuera pasado”. La recomendación del historiador Ferdinand Braudel continua vigente. Desde esa perspectiva, los recientes acontecimientos que han tenido lugar en los EE UU., viéndolos sin las furias que calientan el momento, no son tan extraordinarios como parecieran a primera vista. De un modo norteamericano, digamos, muy cineasta y por cierto, dramático, el final de la administración Trump puede ser enmarcado en el contexto macro histórico caracterizado por el fin de las formaciones políticas correspondientes a una era que se nos va.

Robert Dahl, Alain Touraine, André Gorz, Richar Sennett y otros pensadores de las llamadas sociedades modernas, dieron cuenta de las profundas transformaciones que trajo consigo el fin del industrialismo basado en la pesada maquinaria de la gran revolución industrial europea y americana. Hoy hemos avanzado un trecho más. Hoy estamos situados en medio de la revolución digital. Razón de más para afirmar, sin caer en determinismos, que “lo social” busca diferentes formas de representación en “lo político”.

Las transformaciones sociales devenidas de la hegemonía del modo de producción digital sobre el industrial debían derivar tarde o temprano en la alteración del orden político que prevalecía en el pasado reciente. Estamos, efectivamente, contemplando el aparecimiento de nuevas formas políticas en medio de un periodo de transición histórica que, como todos, es contradictorio, tormentoso y políticamente sísmico. Las viejas formas políticas desaparecen, las nuevas no están definidas. Hay que pensar en medio de los escombros y ruinas del periodo industrial. Los llamados análisis políticos, bajo estas condiciones, solo pueden ser simples aproximaciones.

Por de pronto, hay que constatar que la digitalización ha procreado sectores sociales emergentes, muy distintos a las clases de la así llamada sociedad industrial. Contratos laborales de corta duración, predominio de jobs temporarios por sobre el laborismo contractual, empresas que aparecen y desaparecen en el espacio virtual, deslocalización geográfica de los grandes consorcios, capitales volátiles autonomizados de la producción, globalización de los mercados, migraciones masivas de fuerza de trabajo, multiculturización de las naciones monoculturales. Y hasta aquí no más llego. Estos son solo algunos trazos de los tiempos que vivimos.

En términos estrictamente sociológicos ya no podemos hablar de una sociedad de clases (lo que no es lo mismo que hablar de una sociedad sin clases). Las llamadas clases coexisten hoy con conglomerados sociales que viven un momento pre-formativo de su historia, sin adscripciones ni lealtades políticas definidas, desconectados del sistema político vigente y por lo mismo, desconfiados de partidos políticos que ya no los representan. En fin, hay condiciones ideales para que, por doquier, aparezcan organizaciones, movimientos, líderes, partidos y gobiernos a los que a veces por comodidad llamamos populistas.

Dicho de modo general, independiente a la cantidad de partidos que competían en cada nación occidental, la mayoría de ellos obedecía a un patrón estándar formado por una triada: los conservadores, los liberales y los socialistas. En una primera fase, esa triada fue una dupla: a un lado los conservadores, defensores de la religión, la patria y la familia, al otro los liberales, partidarios de la libertad de culto, cosmopolitas y, en materias sexuales, más flexibles.

La triada apareció con la civilización de los partidos obreros, los que en sus formas laboristas y socialistas abrieron la posibilidad para la formación de un sistema en donde no estaban excluidas alianzas políticas que terminarían tomando la forma de coaliciones de centro-izquierda o centro derecha. Ese, más o menos, fue el centro del orden político de la sociedad democrática de la modernidad. Ese es también el centro que en estos momentos ha perdido funcionalidad pues de acuerdo a las transformaciones ya señaladas, hace aparición una multiplicidad de actores sociales excluidos de la triada política del periodo pre-digital. De ahí que, la que contemplamos en diversos países del occidente político ya no es tanto una crisis política sino, lo que es diferente, una crisis de la política. La crisis de la triada ideológica y política del siglo XX.

Si usamos como premisa la transformación señalada, podemos quizás pensar de modo menos pasional acontecimientos como el de los asaltos de las turbas que han tenido lugar en Alemania y en los Estados Unidos. Son analógicos. El primero tuvo como objetivo el Reichstag. El segundo, el Capitolio. En ambos casos, los corazones democráticos de ambos países fueron el objetivo a demoler. Asaltos poderosamente simbólicos, sin lugar a dudas. Masas convertidas en chusma, aleonadas por elites políticas, las que en un alarde de democracia directa no-representativa, asaltaron a los edificios en donde tienen lugar los debates de la polis nacional. ¿Qué nos dice este símbolo? Nada menos que lo siguiente: se trata de rebeliones fragmentadas en contra de la clase política, organizadas por políticos pertenecientes a esa misma clase política.

En el fondo, nada nuevo. Los partidos nacional-populistas que en este momento asolan la política europea, la norteamericana y también la latinoamericana, tienen dos características. La primera es que actúan sobre un vacío que intentan llenar con una suerte de democratismo anti-partidario y anti-parlamentario. La segunda, sus líderes provienen por lo general del antiguo tronco político y en el último periodo, de las derechas extremas de las derechas tradicionales.

En Alemania, AfD proviene de los bordes más derechistas de la CDU/CSU, en España, VOX de las disidencias ultraderechistas del PP, la Liga Norte italiana nace del más puro y oscuro conservadurismo, el lepenismo de la reacción conservadora francesa y el trumpismo, todavía en el vientre republicano, a punto de salir a luz, ya no es totalmente republicano. Por eso son llamados “populismos de derecha”. Pero las apariencias engañan.

De las derechas clásicas los populismos nacionales extraen fragmentos discursivos: defensa del orden patriarcal, desprecio a las reivindicaciones feministas, cierto apego a las instituciones cristianas, reivindicación de un “pasado glorioso” que nunca existió, más un nacionalismo verbal que linda con la retórica fascista. Pero a la vez, extraen otros fragmentos que pertenecieron al patrimonio de las izquierdas extremas: anti-autoritarismo, amor al líder mesiánico, odio desatado a las elites intelectuales y al establishment (la nueva “burguesía”) anti-parlamentarismo radical, y sobre todo, culto a la acción callejera e incluso a la violencia.

Para decirlo con Hannah Arendt cuando se refería a los movimientos precursores del totalitarismo moderno, hoy tiene lugar una nueva alianza entre la chusma (Mob) y las nuevas elites, ya no culturales, sino simplemente económicas. El objetivo de esa alianza es tomar el poder mediante una combinación de diferentes formas de lucha, atrayendo a las multitudes que habitan ese espacio grande aparecido como consecuencia del derrumbe histórico de “la sociedad de clases”. Los partidos democráticos del orden prevaleciente han sido empujados a posiciones defensivas. En nombre de la democracia total los nacional-populistas, en sus versiones de izquierda y de derecha, intentarán apropiarse del poder total.

¿Estamos llegando a las orillas de otra época totalitaria? No lo sabemos. Probablemente no, no todavía. Solo sabemos que la democracia liberal se encuentra amenazada. Bajo esa condición, lo peor que pueden hacer los defensores de la democracia occidental es quedarse encerrados en sus liberales torres de marfil. Hay que bajar a las barricadas políticas a enfrentar a los populistas nacionales, salir a buscarlos en sus propias madrigueras, incluyendo a las redes sociales.

Con el nacimiento objetivo del trumpismo y sus millones de seguidores, el populismo nacional desatado por Trump avanza primero en su propio país donde de hecho ya ha liquidado informalmente la estructura bi-partidista. Pero es el mismo nacional-populismo que avanza en otros reductos de la democracia moderna como son Alemania, Francia e Inglaterra. El problema adicional es que el trumpismo -con o sin Trump- y sus millones de seguidores repartidos en el mundo, liberado del corset partidario republicano, podría llegar a convertirse en el eje articulador de diversos populismos nacionales a nivel mundial. Y todo eso, bajo la mirada sonriente de Vladimir Putin. No es para reírse.

Digámoslo más claramente: el trumpismo puede ser más peligroso como movimiento que como gobierno. Y ese movimiento no ha terminado con la derrota electoral de Trump. Gracias a esa derrota - malvada paradoja - está comenzando.

18 de enero 2021

Polis

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Trump en las redes

Fernando Mires

El cierre de la cuenta de Trump por parte de diversas redes sociales (RRSS) entre ellas Twitter y Facebook fue vista por Angela Merkel como un hecho problemático.

Problemático no quiere decir que Merkel se hubiese pronunciado en contra de la decisión de los empresarios de las RRSS. Problemático quiere decir simplemente que estamos frente a un problema no resuelto. Según el portavoz del gobierno, Steffen Seibert: “Es posible interferir en la libertad de expresión, pero según límites definidos por las leyes, y no por la decisión de una dirección de empresa”.

Agregó el portavoz que los operadores de las plataformas de RRSS “tienen una gran responsabilidad en que la comunicación política no sea envenenada por el odio, las mentiras y la incitación a la violencia”. Pero Seibert también dijo que la libertad de opinión es un derecho de “importancia elemental”. Precisamente el día anterior, Merkel había expresado, sin nombrar a Trump, su radical oposición a la repartición de noticias falsas y a las incitaciones al odio. En efecto, no todas las emitidas por Trump han sido, en sentido estricto, opiniones. Opinar no es colocar cualquier mensaje en las redes.

Si Trump opina que sus contrincantes son pedófilos, asesinos de nonatos y mercenarios comunistas, está en su derecho. Es su descabellada opinión, pero es su opinión. Pero si él o sus secuaces ordenan materializar su odio en las instituciones del estado, ahí no están opinando. Están usando a las RRSS como comando central para desatar acciones subversivas. Y justamente eso fue lo que entendieron los empresarios de las RRSS. Pues una cosa es que Trump se sirva de las redes para expresar sus puntos de vista y otra es que intente convertirlas en plataforma de lucha en contra de las instituciones democráticas y sus representantes. Todo empresario tiene el derecho a proteger su empresa cuando surgen intentos para desviarla de los objetivos para los cuales fue creada. Más todavía si al convertirse en usuario cada persona acepta las condiciones que impone participar en una determinada red.

El problema, y esta es la opinión de Merkel, es que dictaminar quien o no debe interactuar en las redes no solo debe ser atributo de sus propietarios pues esas redes han llegado a ser un foro de la sociedad digital. Son “cosa pública” y por lo mismo, sin ser en sí políticas, alcanzan en ocasiones una alta incidencia política. Las RRSS pueden llegar a convertirse, para decirlo con las palabras de Habermas, en “agentes discursivos de la razón comunicativa”. Definición que concierne, dicho con benevolencia, a no más del cinco por ciento de sus usuarios. Basta revisar las páginas de Twitter para darse cuenta de que allí también concurren testaferros, bandas organizadas e imbéciles de tomo y lomo. Pero son ciudadanos, y en sus turbios modos sub-políticos, internan expresarse. Al fin y al cabo la civilización moderna no es mejor que Twitter (y otras mesas digitales) en su conjunto.

Así y todo, Twitter y otras redes han llegado a ser un campo de opiniones encontradas. Espacio de controversias múltiples, sin duda. Y allí interactúan líderes políticos, dirigentes de masas, revolucionarios, presidentes racistas, misóginos, populistas y hasta dictadores. Considerando estas características es evidente que las RRSS urgen de instancias moderadoras que impongan ciertas reglas. Y esas, es la opinión de Merkel, no pueden ser solo las formadas por empresarios de las redes. Pero si no son solo ellos, ¿quién otro puede serlo? Ahí está el nudo del problema.

Deben ser los estados, podría ser una respuesta espontánea. Sería lógico. Pero solo en un mundo ideal. El problema es que los estados están representados por gobiernos que, como tales, son ocasionales y fortuitos. Y si consideramos que la mayoría de los estados acreditados en la ONU no son democráticos, confiar a ellos la tutela sobre las RRSS sería parecido a poner un lobo a cuidar las ovejas. Basta saber que casi la totalidad de los estados nacionales ha suscrito la Declaración Universal de los Derechos Humanos pero solo una extrema minoría de gobiernos los cumple. La mayoría se la pasa por el forro. Lo mismo pasaría con una declaración de los derechos de las redes.

Tenemos que aceptarlo: las leyes están sujetas a condiciones de tiempo y espacio. No existe una legislación global válida para todos los países de la tierra. No obstante, existen organizaciones internacionales como la UE y la OEA y a ellas correspondería, por lo menos en parte, fijar algunos puntos sobre el tema. A su modo lento, perezoso, burocrático, la UE está tomando en serio el problema.

Una reglamentación sobre la participación en las RRSS no puede, sin embargo, ser perfecta. Eso quiere decir que las decisiones acerca del uso y participación en las redes debe atender por lo menos a dos criterios. Uno tiene que ver con la gravitación o incidencia de quien hace uso indebido de las redes. Si no fuera así, una inmensa mayoría de personas dedicadas a divulgar noticias falsas, a ofender al prójimo, a maltratar a la palabra escrita, deberían ser excluidos de las redes. Pero las redes, al servicio de las opiniones de “esa madera carcomida que es el ser humano” (Kant) no pueden ser distintas a lo que son la mayoría de sus usuarios. Por eso no es lo mismo si el presidente de Kirguistan no cumple con normas éticas en las redes, a que lo haga el presidente de la más grande potencia económica y militar, una persona cuyas decisiones gravitan y giran alrededor del planeta.

El otro criterio tiene que ver contra qué o quién van dirigidos los llamados a subvertir el orden institucional de un país y a quienes van dedicados los mensajes de odio. El caso de Trump es más claro que el agua: sus agresivas invectivas iban dirigidas en contra de las instituciones de un estado republicano y democrático a la vez. Pero si esos mismos llamados son dirigidos en contra de una autocracia o una dictadura ¿deberían ser cerradas sus cuentas en las RRSS? Si un político disidente en Bielorrusia (podría ser en Turquía o Venezuela) tilda a los tribunales electorales como organizaciones corruptas y llama a rebelarse en contra de ellos, ¿vamos a negar su derecho a la rebelión solo por cumplir una norma absoluta y general? Sería absurdo.

Entonces, preguntarán por otro lado ¿no es posible dictar reglas para todos? La respuesta solo puede ser una: No podemos medir con la misma vara el odio hacia las instituciones electorales que despliega Trump con el odio hacia las instituciones electorales que despliega un perseguido político de Bielorrusia. Son dos odios no solo distintos sino, además, contrarios entre sí. Lo importante entonces – y eso hay que recalcarlo – no es el mensaje de odio sino el objeto del odio. Entonces, ¿las redes deben tomar partido a favor de unos y en contra de otros? Para responder a esta delicada pregunta, debemos hacer un ejercicio de lógica.

Si tenemos en cuenta que todo odio supone rechazo (aunque no todo rechazo supone odio) podríamos sustituir la palabra odio por la palabra rechazo. Efectivamente, las redes no pueden aceptar todo tipo de interacción. Si alguien intenta rendir culto a la antropofagia – a veces hay que recurrir a ejemplos extremos – la mayoría no caníbal va a estar de acuerdo en que los antropófagos no lo hagan en las RRSS. En ese sentido los actores de las redes tomarían partido en contra de la antropofagia. Bajemos el tono ahora y hablemos de las dictaduras. Aquí el tema es algo más complicado: todo gobierno no democrático, lo sabemos por los propios mensajes emitidos en las redes, cuenta con legiones de partidarios. Desde un punto de vista liberal están en su derecho a emitir opiniones en las redes. En ese punto, los directivos de las redes son libres de decidir o no, si dan curso a mensajes de odio a las democracias. Lo que no deberían permitir, y aquí rozamos el caso Trump, son los llamados a destruir, a asaltar, a vejar a las instituciones democráticas, aunque sea en nombre de la democracia. Incluso puedo imaginar a demócratas extremos – podemos llamarlos democratistas – que, sin estar de acuerdo con el canibalismo, estarían en desacuerdo con que las opiniones de los caníbales fueran vetadas pues su publicación permitiría debatirlas. Lo que no deja de ser, en parte, cierto.

Pongamos ahora otro ejemplo. No es un misterio para nadie que la mortífera expansión del Covid-19 ha activado el espíritu negacionista, hasta el punto de que ha habido personas -Trump ha sido una de ellas – que han negado o minimizado la existencia de la pandemia. ¿Deben las redes permitir dichas negaciones? Aquí hay que diferenciar entre el “pueden” y el “deben”. De poder, pueden, evidentemente. Si deben, es controversial, o en las palabras de Merkel, muy “problemático”. Lo que no pueden ni deben es permitir la publicación de llamados a subvertir las normas que dictan los gobiernos, sobre todo los democráticos, para prevenir o para defender a la ciudadanía de los efectos de la pandemia. Lamentablemente no ha sido ese el caso. El asalto de las turbas alemanas al Reichstag fue organizado, al igual que el asalto al Capitolio, desde las RRSS.

Dicho de modo escueto: las redes no deben tomar partido a favor de una ideología, creencia, partido, grupo o movimiento, o simples opiniones, sean democráticas o antidemocráticas. Pero los llamados a asaltar instituciones democráticas no deberían tener cabida en sus mensajes. Asumir una imparcialidad total y absoluta significaría en este caso situar en un mismo nivel a los defensores y a los destructores de la democracia. La popular frase “lo que es bueno para el pavo es bueno para la pava” no aplica en este caso. Democracias y antidemocracias no pertenecen a la misma “especie” política. La frase avícola correcta debería ser “lo que es bueno para los canarios no es bueno para los buitres”.

Digámoslo terminantemente. No vivimos en un mundo homogéneo. La política, que es la continuación de la guerra por otros medios, ha trazado a nivel mundial una línea demarcatoria: A un lado las naciones y personas democráticas. Al otro, las naciones y personas antidemocráticas. Vivimos, queramos o no, en un mundo dividido y confrontado. En ese mundo las RRSS han contraído una deuda con la democracia. Nacieron en un mundo democrático. Gracias a la democracia han podido expandirse y ampliarse hacia la globalidad total. Sin democracia serían solo instrumentos de dictaduras o poderes autocráticos locales.

Por cierto, sería ideal que las decisiones que llevan a cerrar cuentas a quienes llamen a la destrucción de la democracia obedecieran a reglamentos plenamente aceptados por la comunidad internacional. Ideal sería también que en caso de dudas, hubiera organismos de consulta. Y mucho más ideal sería que las decisiones sobre esta materia no estuvieran libradas a la buena o mala voluntad de los empresarios comunicacionales.

Pero frente a la ausencia de reglamentos y organismos acreditados, los ejecutivos de Twitter, Facebook y otras RRSS tenían frente a “el caso Trump” solo dos alternativas. O aceptaban convertir las redes en una plataforma anti-democrática de Trump y los suyos, o les cerraban la puerta. Bajo esas condiciones - repito, solo bajo esas condiciones – hicieron bien. La decisión que ellos tomaron fue jurídica, ética y políticamente, correcta. Problemática, dice Merkel. Muy problemática, agregamos. Pero fue la correcta.

15 de enero 2021

Polis

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Los rostros del populismo

Fernando Mires

No siempre cuando pronunciamos un mismo significante aludimos a un similar significado. Sucede con uno de los más usados: populismo. Por lo general lo aplicamos en tres sentidos. Primero, el menos importante - y, como tal, lo descartamos de inmediato -: como descalificación de un movimiento, partido o persona. Segundo, como sustantivo concreto, vale decir, como una cosa en sí, perfectamente medible, descriptible, explicable. Tercero, como un significante difuso, elusivo y difícil de sustancializar.

Ahora bien, escuchen: aunque aparezca escandaloso, parece que la tercera interpretación es la más exacta. ¿Cómo puede ser más exacta una noción que apela a la difusión, a la elusividad y a la mutabilidad de un hecho? - preguntarán algunos -. Mi respuesta solo puede ser la siguiente: el populismo no es un “objeto-cosa” sino un “objeto-idea” y eso significa, antes que nada, que es un sustantivo abstracto cuya concreción puede ser múltiple, dependiendo del material que utilizamos como objeto de análisis.

Para usar ejemplos, los objetos de análisis privilegiados por los estudiosos del fenómeno populista han sido dos: el populismo latinoamericano, desde el matrimonio Perón y Getulio Vargas en los años cuarenta, hasta llegar a Chávez y Evo Morales en los ochenta, y el emergente populismo –nacional europeo que irrumpe como respuesta a las masivas migraciones, sobre todo a las provenientes de países islámicos. Autores que han analizado estos fenómenos suman cientos. No obstante, haciendo una selección extrema entre quienes han ofrecido “modelos” paradigmáticos, destacan dos: Ernesto Laclau, desde fines del siglo pasado y Yasha Mounk, en nuestros días. Para ambos autores, Laclau y Mounk, el concepto de populismo tiene un carácter libre de valoraciones morales y moralistas. Y esto es importante.

Para Laclau el populismo es un fenómeno que se define por la acción política del pueblo, entendido como un conjunto articulado por intereses diferentes y contradictorios entre sí. De este modo, una estrategia política con vocación de victoria, no puede, según Laclau, prescindir de su participación en un movimiento populista. Fue el caso del movimiento obrero argentino cuando al sumirse en la marea peronista obtuvo conquistas sociales imposibles de lograr si hubiera actuado, no como parte del pueblo, sino solo como “clase” (Hegemonía y estrategia socialista, 1987)

De acuerdo a la neutralidad del concepto aplicada por Laclau, puede haber populismos fascistas, democráticos, religiosos, dependiendo eso de la relación hegemónica que se constituye al interior del movimiento. Por esa misma razón, las demandas e intereses del movimiento forman cadenas de equivalencias que asumen formas difusas pero muy simbólicas de liderazgo y, por lo mismo, desde el punto de vista ideológico, muy incoherentes (La razón populista, 2005). La relación entre representación y representados, o lo que es parecido, entre significante y significado, aparece entonces como una relación necesariamente dislocada, desprovista de toda racionalidad previamente adjudicada.

Mounk (El pueblo contra la democracia), a diferencia de Laclau, sin desconocer las posibilidades de ampliación del término, enfoca su análisis solo sobre un tipo de populismo: el que se da en el periodo de transición entre una sociedad mono-étnica y una multi-étnica, aparecida esta última como consecuencia de uno de los fenómenos históricos que, al parecer, incidirá en la configuración de la historia del siglo XXl: un periodo probablemente largo donde tendrá lugar el fin del concepto tradicional de la nación política. En tal sentido, una de las formaciones hegemónicas de nuestro tiempo derivaría de una fusión muy peligrosa entre nacionalismo y populismo cuyos antecedentes históricos fueron, sin duda, los fascismos del siglo XX.

Sin citar a Laclau, Mounk reconoce que los movimientos populistas pueden portar demandas democráticas, pero - y ahí está el nudo de su argumentación - i-liberales. Sin proponérselo tal vez, concuerda con Laclau en que no todo lo que es liberal es democrático, ni todo lo que es democrático es liberal. La diferencia es que Laclau, siguiendo una tradición latinoamericana – sobredeterminante en sus escritos - toma partido por la democracia directa en contra del liberalismo político (en ese punto sigue a Carl Schmitt) y Mounk, de acuerdo a su tradición europea, levanta como bandera de lucha la defensa de los derechos liberales en contra del “democratismo” pregonado por determinados líderes y organizaciones populistas. En ese punto, Mounk avanzó hacia donde no llegó Laclau.

Mientras Laclau permaneció atrapado en sus análisis del populismo como movimiento, Mounk analiza al populismo como gobierno e, incluso, como forma de Estado. En ese punto llega a una conclusión ya esbozada en su tiempo por Hannah Arendt: las demandas de los movimientos de masas políticamente organizadas suelen terminar con la instalación de dictaduras. O como dijo en el Capítulo 10 de los Orígenes del totalitarismo: “La dominación total no es posible sin movimientos de masa y sin la, por ella misma, aterrorizada masa”. El populismo, visto así, se materializa en el Estado populista cuya dominación tiende a ser total.

Arendt, claro está, no utiliza el concepto de populismo. No obstante su alusión a los movimientos de masas que surgen de la “desintegración de la sociedad de clases” son compatibles con lo que los autores aquí mencionados entienden por populismo. De ahí que, si dejamos de lado el nombre baustismal, podríamos concluir en que Arendt proporciona herramientas para analizar el populismo contemporáneo llevándonos a deducciones diferentes a las que llegaron Laclau y Munk.

Veamos: a diferencias de Laclau y Mounk, que parten de la existencia autónoma del hecho político, Arendt enlaza este hecho con un fenómeno social: la desintegración de la sociedad de clases. Así, las masas (populistas según categorías actuales) aparecen sobre el vacío político que deja detrás de sí la desintegración social. Dicha óptica permite contrarrestar la visión optimista de Laclau quien vio en la inserción de la clase obrera argentina en el marco populista, una expresión consciente de una conciencia de clase. Arendt, en cambio, siguiendo las huellas de los movimientos fascistas y comunistas, advirtió la masificación del movimiento obrero cuando, inserto en un conjunto social amorfo, acusa los síntomas de su contorno, para transformarse en un ingrediente más de la masa y, por lo mismo, “amasable” por un gobierno autoritario o dictatorial.

El destino de las organizaciones obreras bajo gobiernos comunistas y fascistas habla más favor de la tesis de Arendt que de la de Laclau. También en contra de algunas tesis de Mounk, para quien el conflicto fundamental tiene lugar en una esfera ideológica, a saber: la contradicción entre democracia liberal y democracia i-liberal que levantan los populismos modernos.

Arendt habría estado de acuerdo con Mounk en que el pueblo no es democrático por naturaleza y que, para serlo, precisa de instituciones democráticas, principal blanco de todos los populismos, habidos y por haber. Mounk, tal vez sin proponérselo, más cerca de Arendt que de Laclau, enfoca el populismo en sus dos formas: como movimiento y como gobierno. Pero Laclau a su vez, está más cerca de Arendt que de Mounk cuando ve en el populismo la articulación de demandas diversas, a veces disociadas entre sí.

En la práctica, todos los movimientos populistas han sido pluri- temáticos. Incluso los movimientos populistas actuales analizados por Mounk, quien los define como nacionalistas e i-liberales, han ido incorporando nuevas temáticas en el curso de su desarrollo. El mismo Mounk lo constata: en un comienzo antidemocráticos, tales movimientos han llegado a representar un democratismo radical, anti-institucional y anti-liberal (Le Pen-hija en contra de Le Pen-padre en Francia, es un buen ejemplo) dando origen a sub-movimientos que dependen de una sola cabeza. Hoy, por ejemplo, en medio de la pandemia, vemos a militantes organizados manifestando, haciendo alarde de un democratismo extremo, en contra de las medidas restrictivas aplicadas por los diversos gobiernos europeos. En Alemania por ejemplo, mientras un sub- movimiento de AfD llamado Pegida hace manifestaciones en contra de los emigrantes, otro sub-movimiento llamado los Querdenkers (algo así como “pensadores transversales”) agita a favor de una liberación de “la dictadura de los virólogos” encabezada por Angela Merkel.

Según Mounk – a quien deberemos analizar con más intensidad en próximas ocasiones - el populista más completo de nuestro tiempo es, sin duda, Donald Trump.

El trumpismo es pluri-temático y como el antiguo fascismo europeo, roba de todas partes. A los conservadores robó los emblemas de la familia, del orden público, del anti-aborto, del derecho a la defensa armada. A los izquierdistas robó la idea de la “democracia de base”, del anti-establischment, de la lucha en contra de las elites y del estado. A los liberales robó el liberalismo económico, llevándolo a sus extremos más salvajes. E incluso a los anarquistas, robó la idea de la lucha en contra de las instituciones a las que el mismo Trump se ha encargado de desprestigiar durante el periodo post-electoral. Y todo eso articulado con un nacionalismo extremo que convierte en enemigo externo a competidores como China y en enemigo interno a los emigrantes latinos.

El gobierno de Trump ha terminado. El trumpismo como movimiento, no. Si asumimos esa posibilidad, el asalto al Capitolio perpetrado el 6-E por el populacho trumpista, puede que no lleve al fin del carisma del populismo trumpista. Es de temer incluso que sea solo su comienzo. El trumpismo post-Trump podría llegar así a convertirse – precisamente porque ya no es gobierno - en el populismo matriz de nuestra era.

Vivimos tiempos interesantes y, por lo mismo, peligrosos. De eso no cabe duda.

8 de enero 2021

Polis

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