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Fernando Mires

Paz armada

Fernando Mires

Desde que tuvieron lugar las guerras médicas (Atenas contra los persas) y las del Peloponeso (las tres guerras entre Atenas y Esparta), pasando por las invasiones bárbaras que terminaron derribando a gran parte del imperio romano (cuyo espíritu continuó existiendo en los reinos y conventos de Europa) hasta llegar a nuestros días, cuando las antidemocracias (en sus más diversas formas) erigen a partir de la guerra de invasión a Ucrania un muro en contra de las naciones democráticas, la brecha parece ser la misma: la que separa a las naciones políticamente organizadas de los regímenes autocráticos y dictatoriales de la tierra.

Leyendo las guerras del Pelopenoso según Tucídides es posible llegar a la conclusión de que la derrota final sufrida por Atenas se debió en gran parte a que Esparta estableció un sistema de alianzas con naciones antidemocráticas (o bárbaras) formando la Liga del Peloponeso, algo que no intentó hacer la elitista Atenas en su bloque político-militar organizado en la Liga de Delos. La deducción general es que Atenas, como sucedería en versión ampliada con Roma después, fue derrotada por el avance de la barbarie en contra de la civilización política.

Atenas fue odiada por las naciones antidemocráticas del mundo antiguo, como hoy lo son los EE UU y los países europeos por los gobiernos de las naciones más antidemocráticas del mundo moderno.

Los tres niveles del desarrollo geo-estratégico

Escribo estas líneas en los momentos en que las dos principales dictaduras del siglo XXI, la rusa y la china, secundadas por un bloque de dictaduras y autocracias de diversos matices ideológicos (Irán, Corea del Norte, Arabia Saudita) y uno que otro gobierno tecnocrático de ese semi-Occidente llamado América Latina, señalan al Occidente político como enemigo fundamental al que será necesario doblegar en tres niveles: el económico, el ideológico y el militar.

En el nivel económico, los países dominantes del bloque antioccidental (en estricto sentido, antidemocrático) han sacado del baúl de los recuerdos las alianzas tercermundistas de las que se sirvieron en el pasado reciente la Rusia estalinista y la China maoísta. El objetivo de ambas potencias apunta –tanto hoy como ayer– a movilizar a diversas naciones económica y políticamente subsedarrolladas en contra de EE UU y sus aliados, ocultos esta vez en nuevos disfraces, como «el sur global» en lo geopolítico y Brics en lo económico. La meta del socialismo mundial que nunca iba a existir ha sido sustituida por la multipolaridad en contra de una unipolaridad que nunca existió.

Cabe recordar que durante la guerra fría el mundo fue bipolar (en su expresión norteamericana, «mundo libre versus comunismo», y en su expresión ruso-china- «socialismo versus capitalismo»). Después del cisma chino, fue tripular. Las revoluciones anticomunistas de 1989-1990 devolvieron al mundo a una bipolaridad expresada en dos economías capitalistas: la del capitalismo liberal euro-norteamericano y sus ramificaciones sudasiáticas, y la del capitalismo estatal, encabezado por China.

Actualmente el proyecto chino apunta a reconstruir una bipolaridad donde naturalmente China ocuparía un lugar dominante, partiendo desde su poderosa economía, hasta llegar a influir en los países más pobres de la tierra (casi todos gobernados por dictaduras) a fin de controlar las instituciones mundiales, no solo económicas (Banco Mundial) sino también políticas, incluyendo dentro de estas a la propia ONU. No deja de llamar la atención que gran parte de los gobiernos que buscan cobijo económico bajo China, en instituciones aparentemente tecnocráticas como Brics, han sido sancionados por la ONU por sus constantes violaciones a los derechos humanos.

En el nivel ideológico, las dos naciones hegemónicas en la actual guerra caliente y fría en contra del Occidente político, China y Rusia, encabezan una contraofensiva cultural de carácter global, disfrazada de anti- norteamericanismo, pero dirigida en contra de valores que hoy dan vida al occidente político.

Apelando a antiguas teorías occidentales (Spengler y Toymbee, reactualizadas por filósofos neofascistas como el ruso Alexander Dogin) las megadictaduras presentan la lucha en contra de las democracias bajo la forma de antioccidentalismo cultural. En gran medida se trata de anteponer los supuestos valores sacros del no-Occidente (nunca se definen como Oriente) en contra de lo que ellos llaman decadencia de las formas occidentales de vida, expresadas en el «libertinaje sexual», en la degradación de las costumbres, y en todo lo que sea producto de las libertades conquistadas durante el periodo de la modernidad euro-americana.

Según Xi Jinping, el ser humano no debe buscar la libertad sino la felicidad, entendiendo por ella lo que decida el PCCH como felicidad. Putin reivindica la ortodoxia cristiana, Orban el catolicismo fundamentalista. Los monjes iraníes y los príncipes petroleros saudíes, la pureza machista de un Islam ideológico. Y así sucesivamente.

De una manera u otra, y no es casualidad, las principales potencias antioccidentales apelan a los fundamentos prepolíticos de las antiguas teocracias en contra de las por ellas vista como perversa democracia occidental. Para el siniestro monje Xiril por ejemplo, el genocidio cometido por el régimen de Putin en Ucrania es un castigo a los infieles, o en sus propias palabras: una cruzada.

En el nivel militar, todos los poderes autocráticos del mundo han definido a la OTAN como el brazo armado del imperialismo norteamericano. En esa definición coinciden los sectores más reaccionarios con los harapientos restos de la izquierda «revolucionaria» occidental que sobrevivió a la gran revolución democrática y antisoviética de Europa del Este de los años 1989-1990.

Para Putin y los putinistas la guerra en contra de Occidente es una respuesta a la expansión de la OTAN, sin mencionar por supuesto que esa expansión fue la consecuencia de otra expansión: la de las democracias, en dos grandes olas europeas: la de Europa del Sur, que arrasó con las dictaduras militares española, portuguesa y griega, y la de Europa del Este, que todavía continúa en países como Ucrania y Georgia. Efectivamente, la expansión de la OTAN no comenzó, venía de antes, y con el fin de las dictaduras comunistas, solo continuó avanzando.

O de otro modo: La OTAN, desde los tiempos de Stalin frente a cuyo imperio surgió, ha vivido en permanente proceso de expansión, pero siempre a la zaga de la expansión de la democracia europea. Si no hubiera sido por la OTAN, Turquía y Grecia habrían sido partes del imperio soviético. Gracias a la protección de la OTAN, la democracia pudo renacer en los países anexados por la URSS. Pero, a la vez, los EE UU no han forzado a ninguna nación a ingresar a la OTAN, aceptando incluso la no incorporación de Ucrania a pedido de la condescendiente UE, contraviniendo las aspiraciones de tres gobiernos ucranianos.

Si Ucrania hubiese ingresado a la OTAN desde los momentos de su independencia (1991) Putin no se habría atrevido a invadirla. Los hechos hablan por sí solos: así como la OTAN nunca ha atacado a una nación europea, Putin no se ha atrevido hasta ahora a atacar directamente a ningún país miembro de la OTAN

Frente al nacimiento de la OTAN, como es sabido, surgió el llamado Pacto de Varsovia, destinado a defender al «socialismo» de las agresiones norteamericanas y europeas, aunque solo sirvió para aplastar revoluciones democráticas nacionales como en Alemania (1954) Hungría (1956) y Checoeslovaquia (1968) o, en su defecto, para amenazar a las disidencias de Europa del este, como ocurrió en Polonia.

La gran coalición anti-democrática mundial

Hoy las naciones antidemocráticas del mundo no se han dotado de un pacto «a la Varsovia», pero es evidente que existe una intensa cooperación militar entre cuatro dictaduras atómicas: China, Corea del Norte, Rusia e Irán. En estos mismos momentos, Rusia y China buscan, bajo el pretexto de la ampliación comercial, y contando con el visto bueno de gobiernos irresponsables (y económicamente dependientes de China, como el del brasileño Lula), una mayor relación militar con las dictaduras africanas.

Rusia e Irán mantienen además, no solo relaciones económicas sino también militares con regímenes antidemocráticos de América Latina, entre ellos Cuba, Nicaragua y Venezuela.

En términos directos: Occidente enfrenta no tanto a una expansión económica de Rusia y China sino –diríamos, antes que nada– una expansión militar proveniente en estos momentos de la Rusia de Putin y apoyada con poca discreción por la China de Xi Jinping. Todo eso significa que la OTAN, nacida como alianza atlántica, se verá obligada, más temprano que tarde, a asumir nuevas configuraciones geoestratégicas, más allá del espacio originario, construido para detener la expansión soviética. En palabras simples: frente a una amenaza militar global se requiere de una nueva alianza democrática militar global, la que de hecho existe, aunque de modo extremadamente informal. No está claro cómo y cuáles serán las formas de esa nueva alianza, pero, siguiendo una lógica geográfica, podríamos decir que, si bien la OTAN puede ser el punto originario, servir como modelo, y actuar como base de coordinación, no se trata en ningún caso de una expansión de la OTAN euroamericana, sino de formaciones políticas militarmente defensivas organizadas en espacios geoestratégicos diferentes.

Más allá de la OTÁN

La OTAN debe seguir cumpliendo sus tareas en el espacio atlántico, de eso no cabe duda. Pero hay otros espacios donde la OTAN no puede ni debe actuar porque simplemente no le corresponde. De eso son conscientes los gobiernos de países democráticos no afiliados a la OTAN. En esa dirección, el acuerdo trilateral de agosto del 2023 firmado por el presidente Joe Biden, el primer ministro japonés Fumio Kishida y el presidente surcoreano Yoon Suk-yeol, adquiere un carácter paradigmático.

Hay y habrá más acuerdos similares, entre los EE UU, Australia y Nueva Zelandia. Incluso, si Cuba, Nicaragua, e incluso Venezuela continúan recibiendo apoyo y asesoría militar de las dictaduras rusa, china, e iraní, no está descartada la posibilidad de que los EE UU intensifiquen sus relaciones militares con los gobiernos más democráticos del subcontinente.

Naturalmente, para los representantes de la lumpen-izquierda-global, la presencia de los EE UU en las diferentes configuraciones militares defensivas, constituyen una prueba de la expansión del imperialismo norteamericano. Sin embargo, hay un hecho objetivo: así como China hegemoniza en este momento al bloque antidemocrático mundial en un sentido económico que quiere ser político y militar, el bloque democrático no puede renunciar a la hegemonía militar norteamericana, aunque sea por una simple razón: EE UU es la primera potencia económica y militar del mundo y, por el momento, una nación democrática con la que la mayoría de las naciones democráticas, no solo occidentales, mantienen vínculos históricos de larga data.

Por esa razón hay que tener en cuenta otro hecho objetivo: no todas las naciones democráticas tienen los mismos intereses y luego, no todas tienen los mismos enemigos inmediatos. En ese punto no se equivoca Emmanuel Macron. Europa no puede ni debe seguir todos los pasos geoestratégicos que emprendan los gobiernos de los EE UU, más todavía si, como ya sucedió con Bush Jr., esa nación puede llegar a ser gobernada por gobiernos erráticos, como podría ser el de un impredecible Trump o el de un fanático fundamentalista cristiano como De Santis.

Hegemonía, dicho en términos gramscianos, no significa dominación sino primacía. Pero a la vez, si como piensa Macron, Europa requiere de una mayor autonomía geoestratégica de los EE UU, debe al menos cumplir con sus tareas en el plano militar. Probablemente una Europa Unida nunca será una enorme potencia militar, pero debe, por lo menos, llegar a la altura suficiente como para emprender tareas defensivas frente a amenazas como son las que provienen de la Rusia de Putin, sin requerir siempre de la ayuda norteamericana, posibilidad que han comprendido perfectamente los países bálticos, los países escandinavos, Holanda, e incluso la tímida Alemania, al aumentar notablemente los presupuestos destinados a la defensa militar.

Es lamentable decirlo: la paz es un valor supremo, pero precisamente porque lo es, debe ser también, se quiera o no, una paz armada.

Eso al menos lo sabían los atenienses, maestros en el arte del pensar, pero también en el de la guerra. Nunca –es un ejemplo- hubo un ser más pacífico que Sócrates. Pero cuando llegó el momento, no vaciló en alistarse en los ejércitos de su amada polis.

Vivimos un instante de la historia muy parecido al que se dio en el mundo griego antiguo, el de la contradicción entre democracias y autocracias –en ese punto Joe Biden tiene razón– lo que no significa por supuesto que las naciones democráticas deben declarar hostilidad a todos los gobiernos no democráticos de la tierra. El desarrollo político de la humanidad es extremadamente desigual y en ese desarrollo las democracias siguen siendo minoría.

Como señaló Alexis de Tocqueville en De la Democracia en América, las luchas por las necesidades no llevan necesariamente a la democracia sino, muchas veces –hay tantísimos ejemplos– a regímenes más dictatoriales que los anteriores. Las luchas por las libertades –como ocurrió en Europa del este– son las que pueden llevar a la democracia.

El gobierno chino lo ha entendido perfectamente. Después de asegurar un núcleo de semipotencias regionales organizadas económicamente en el Brics, China se apresta a integrar en ese bloque a naciones pobrísimas a cuyos gobiernos otorgará créditos a bajo interés a cambio de apoyo político en las instituciones mundiales (además de asegurar posesión sobre una enorme cantidad de materias primas). En el área de la política internacional –como la Esparta de ayer– China está demostrando poseer más habilidad que las Atenas de hoy, privilegiando alianzas con naciones en bancarrota, o con democracias muy precarias, a las que los griegos y después los romanos llamaban «pueblos bárbaros».

La política internacional también es política, y la política hay que hacerla no solo con los que más nos gustan sino –sobre todo– con los que menos nos gustan. Más todavía si se piensa que el sector democrático global tiene muchos más recursos que China o Rusia para atraer hacia sí el apoyo de los habitantes de las naciones rezagadas. Las grandes migraciones de nuestro tiempo, es un ejemplo muy claro, enfilan hacia los centros democráticos, nunca lo harán hacia Moscú o Peking. Muchos solo quieren sobrevivir, y nadie puede criticarlos por eso.

Pero también hay quienes se sienten atraídos por la libertad de un mundo donde todas las culturas y religiones pueden convivir; donde existe la posibilidad de decir lo que se piensa; donde el sexo, tanto el biológico como el electivo, no es monopolio de fanáticos entronizados en el poder; donde la vida es un bien y no una maldición.

La libertad de ser lo que se es o se quiere ser, nacida en occidente, es una pandemia muy contaminante. Por lo mismo, la democracia es un enorme capital político. La democracia (o sea la libertad políticamente organizada) es una forma de gobierno, pero es también un modo de vida. Eso lo saben las potencias antidemocráticas. Por eso buscan suprimirla, tanto dentro como fuera de sus naciones.

La paz deberá ser una paz política, así lo pensó Kant en Paz Perpetua. Pero también, mientras la libertad política no sea universal, deberá ser una paz armada. Hay veces en las que los tiranos –Putin es hoy uno de ellos– no entienden ningún otro idioma que no sea el de las balas.

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@FernandoMiresOI

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

https://talcualdigital.com/paz-armada-por-fernando-mires/

Todos somos Argentina

Fernando Mires

Fuera de Argentina existe la creencia de que todo lo que sucede en ese país es exclusivamente argentino, y que lo que ahí pasa en política nada tiene que ver con los que pasa en otros países no solo latinoamericanos, sino del mundo entero. Sucede así desde los tiempos de Perón y Eva, como si los peruanos no hubiesen tenido a su Fujimori y al suicida Alan García; los brasileños al suicida Getulio o los italianos a su Mussolini a quien Perón admiraba (e imitaba) con cierta devoción, todos diferentes pero todos demagógicos y estrambóticos a rabiar. Hoy pasa lo mismo con el estrambótico Milei, como si hubiera sido el primer estrambótico aparecido sobre el planeta. Pero no es así.

Milei surge poco después (entre otros) de Bolsonaro, Trump, Chávez, y estos fueron precedidos en su estrambotismo (anoten el término) por el no menos estrambótico (ni menos ultraderechista) Berlusconi en Italia y por el fachoso Jean Marie, padre de Marine Le Pen en Francia.

En fin, lo que parece ser muy nuevo no deja de ser muchas veces –podría haber escrito Clausevitz– la continuación de lo viejo bajo otras formas.

¿Qué es lo que quiero señalar con estas comparaciones? Algo simple: que los resultados de las primarias argentinas del 13 de agosto del 2023 cuadran –por cierto en formato argentino, no va a ser japonés– con tendencias políticas que predominan en la mayoría de los países en donde tienen lugar elecciones periódicas y libres (o sea, en Occidente). Para que se entienda mejor: intento señalar que los electores argentinos –incluyo naturalmente a los que votaron por Milei– no son anormales, sino ciudadanos que más o menos se ajustan a la media del barómetro político occidental.

Siendo escuetos, las primarias argentinas mostraron lo siguiente:

*Avance de la ultraderecha hacia el centro, sin dejar de ser extrema (lo que en la geometría es imposible pero en política, cada vez más frecuente)

*Crisis hegemónica al interior de las derechas, en donde será debatida la primacía entre la derecha clásica o tradicional y la derecha populista.

*El declive de un populismo al que se llamaba de izquierda y el aparecimiento de un populismo al que hoy se llama de derecha.

*La aparición de un líder carismático, desde el punto de vista económico ultraliberal; desde el punto de vista político, anárquico; desde el punto de vista cultural, ultraconservador.

Veamos al fenómeno antes de pensarlo

Los extremos, como todas las formaciones políticas, pueden ser minoritarios o mayoritarios. En las primarias argentinas, un extremo, el de Javier Milei y su La Libertad Avanza (LA) llegó a ser mayoritario (30%), relegando a un tercer lugar al extremo de izquierda o peronismo o kirchcherismo (27%), y dejando en el medio a la derecha formal, Juntos por el Cambio (JxC), de la ex peronista y hoy derechista Patricia Bullrich (28.7%). De este modo, después de la segunda vuelta (en Argentina a la primera vuelta la llaman primarias, las PASO) el partido de la derecha tradicional se convertirá en el factor determinante.

Una posición que no sabemos si llamar incómoda o privilegiada, pues sea cual sea la decisión de Bullrich, concordar con Sergio Massa o con Javier Milei, tendrá que aceptar una cierta –puede ser más que una cierta– entrega de sus propias fuerzas, hacia uno u otro lado de «la grieta» (así la llaman). De modo que, lo que más puede intentar Bullrich, será ganar para sí el apoyo de algunos sectores liberales del partido de gobierno para que la apoyen como abanderada de un bloque centro-izquierda (algo muy improbable y por eso mismo posible), o como abanderada de una derecha surgida de la alianza entre la derecha-derecha y la derecha extrema del mal llamado «libertario» Milei.

¿Estamos insinuando que en estos momentos en Argentina podría darse una situación relativamente parecida a la que está viviendo hoy España? Sí.

En España lo más lógico habría sido que después de una situación de empate hubiera tenido lugar una coalición entre el PSOE de Sánchez y el PP de Feijoo, es decir, una alianza entre «los dos partidos de Estado» (Feijoo, dixit) semejante a la que se dio en Alemania bajo los gobiernos de Angela Merkel, dejando en las afueras a los extremos de izquierda y de derecha.

Pero ni en España hay alguien parecido a Angela Merkel, ni los tiempos de hoy son los de Angela Merkel. De modo que en la madrastra patria solo quedan dos posibilidades: o Sánchez logra una victoria pírrica al convertir al separatista prófugo Puigdemont en voz decisiva de la nación (es lo que está ocurriendo), o Sánchez cede el paso a un gobierno nacional dirigido por el PP y apoyado, a nivel comunal y regional, por el VOX del descentrado Santiago Abascal. Para el PSOE, un drama: o gobiernas sin principios, o te vas a la oposición a juntarte con la ultraizquierda en un frente amplio contra «el neofranquismo». La semejanza con Argentina podría ser aún mayor en el tiempo. Pero aquí también debemos anotar una diferencia importante.

La diferencia es que en Argentina el extremo de la derecha es primera mayoría, pero las cartas sobre la mesa las tiene la segunda mayoría, la que liderará desde ahora Bullrich, muy bien secundada por su ex rival interno, el alcalde de Buenos Aires Horacio Rodríguez Larreta. El problema electoral de la nación argentina entonces, se da entre dos derechas. Un problema que será más o menos complicado para Milei que para Bulrich, quien deberá calcular de dónde puede recibir más votos, si del peronismo o del mileísmo.

Si se da el primer caso, Bulrich puede pasar a la historia como la mujer que salvó a la Argentina de la extrema derecha. Si se da el segundo, podrá posar en la foto como la candidata de las dos derechas en contra del regreso del extremismo de izquierda. O gana o gana. Pero todo eso dependerá de los «cuántos» que aparecerán en octubre. Y esos «cuántos» pueden variar mucho de aquí a cuando llegue la hora de tomar las grandes decisiones.

En esa encrucijada, Argentina empata no con España, y sí, de modo asombroso, con su país vecino, Chile, donde ya se dio una situación muy parecida a la que comienza a vivir Argentina.

En Chile no hay primarias al estilo de las PASO pero sí hubo el 7 de mayo de 2023 elecciones para designar a los representantes de partidos que dictarán la nueva constitución. De rebote, y sin que nadie se lo propusiera, las elecciones constitucionales jugaron el papel que en Argentina jugaron las primarias del 13 de agosto: el de mostrar de modo evidente las correlaciones de fuerzas que se dan en la política nacional.

Pues bien, en esas elecciones, al igual que en Argentina, la derecha extrema a través del Partido Republicano liderado por José Antonio Kast (una persona totalmente diferente a Milei pero con un proyecto político muy similar) obtuvo la primera mayoría (35,42%). Entre las dos derechas, la republicana y la derecha-centro, suman un 58, 5% (un poco más que la suma de las dos derechas argentinas). El triunfo de ambas derechas chilenas convirtió al gobierno de Boric en un postgobierno mucho antes del fin de su mandato. De modo que, al igual que en Argentina, el problema de la nación chilena debe ser resuelto entre dos derechas. Como habiéndolo advertido antes de la elección, poco antes de que tuvieran lugar las primarias argentinas, Kast invitó a Milei a visitar Chile. Parece que los dos extremistas se entendieron bien.

Entonces habrá que repetirlo: lo que sucedió en las primarias argentinas no fue una excepción. Por el contrario, ya es tendencia. Y esa tendencia, así como van las cosas, está a punto de transformarse en regla, sobre todo si tenemos en cuenta los avances del lepenismo en Francia, del trumpismo en los EE UU, y no por último de AfD en Alemania, donde al igual que entre el PP y VOX en España, comienzan a tomar forma alianzas comunales entre la derecha extrema y la derecha conservadora cristiana (CDU/CSU).

Quién lo diría; gracias al excéntrico Melei, Argentina se está poniendo al día con el resto del mundo. Argentina, siempre tan argentina en su formación política, ha entrado en un perverso proceso de «normalización».

¿Todos somos Argentina? Todavía no, pero cada vez más, sí.

Un extremo del espectro político argentino ha conquistado el centro, arrinconando al extremo izquierdo de la gobernancia y abriendo la posibilidad para la concertación de un pacto de dos derechas. ¿Cuál de las dos dictará las condiciones a la otra? Ese es exactamente el tema: el tema de la hegemonía. Y ese también es el tema que se está debatiendo en diversas latitudes.

Para abordar el tema de la lucha hegemónica al interior de las dos derechas, parece ser conveniente intentar una mínima caracterización. La tónica general es que hay una derecha intersistemica y otra antisistémica. En Argentina, la intersistémica, reconocida también como oposición oficial, es la liderada por «la dama de hierro# Patricia Bullrich y la derecha anti (o extra) sistémica, es la liderada por Milei.

De acuerdo a una tipología en rigor, en Argentina existía –de un modo muy particular– una triada formada por los conservadores, acogidos en JxC; los liberales, repartidos entre JxC y el peronismo no izquierdista; y los socialistas (izquierda nostálgica, izquierda woke, izquierda marxista, izquierda kirchnerista, izquierda …. ).

La derecha de Milei, llamada también nacional-populista, ultra neoliberal, y por no pocos -más bien a modo de insulto- fascista, es por definición, antisistema. O lo que es parecido: no formaba parte de ninguna alianza ni de ninguna convivencia pública. Y si se impuso no fue pese, sino gracias a ser antisistema. Y como tal se asumió.

Para referirse al conjunto de la clase política Milei no vaciló en robar al Podemos español el término «la casta» y al peronismo de 2001 el lema «que se vayan todos». Dos consignas antisistémicas por excelencia.

De tal modo, se quiera o no, el movimiento de Milei ostenta un carácter subversivo cuyos alcances sociales sobrepasan lejos el tono más bien pacato de las derechas tradicionales. De acuerdo a Schuster y Stefanoni: «Como suele ocurrir con otras derechas radicales de la actualidad, Milei terminó funcionando como el nombre de una rebelión. De hecho, muchos de sus militantes no quieren abolir el Estado, comprar o vender órganos o niños, dinamitar el Banco Central ni acabar con la educación o la salud pública. Pero, como se vio en las encuestas callejeras del canal sensacionalista Crónica TV, decir «Milei», en boca de jóvenes y trabajadores precarizados, al igual que trabajadores de plataformas, terminó siendo una especie de «significante vacío» de un momento de policrisis nacional”.

Dicho en forma corta: Milei capitalizó la bronca

No obstante –y esto es lo que ha ocurrido con todos los partidos antisistémicos, sobre todo con los europeos, sean de izquierda o de derecha– nos encontramos con una notable paradoja. Y es la siguiente: Gracias a su política antisistémica han sido abiertas las puertas para que Milei pueda ingresar al sistema y con ello, sistematizarse. Pero eso, a la vez –este es el problema grave– llevaría a un proceso de re-sistematización de todo el orden político vigente.

No deja de ser importante que la primera persona que felicitó a Milei por su exitosa votación haya sido el ex presidente Mauricio Macri. Muchos, y con razón, entendieron la felicitación como una invitación a un diálogo que puede llevar a la búsqueda de una vía común de acceso al poder, dependiendo sí, claro está, de los resultados de las elecciones de octubre. Milei, tal vez loco, pero no tonto, entendió de inmediato el mensaje.

Eso quiere decir que desde aquí a octubre va a haber un diálogo intenso, cabildeos, negociaciones, amenazas, chantajes, y fiestas de encuestas que mostrarán como los votantes del partido de la derecha tradicional, entusiasmados por el triunfo de Milei, cambiarán de lado y pasarán a apoyarlo. O al revés, como sectores que apoyaban al gobierno, decidirán apoyar a JxC bajo la condición de que Patricia Bullrich no contraiga una relación de noviazgo político con Milei. Este, a su vez, debe haber advertido que, aunque su opción aumente de modo descomunal –lo que no es imposible después del empujón recibido en las PASO– caminando solo no llegará a ninguna parte. Si quiere alcanzar el gobierno deberá convertirse de anti, en intersistémico, dejando de lado algunas locuras y payasadas a las que parece ser tan adicto. Como se ve, en todas partes se cuecen habas y parece que en Argentina se cocerán más habas que en otras partes.

Puede ser que los ciudadanos argentinos ya están entendiendo que lo sucedido forma parte de una constelación global. Como en muchos países, tanto a nivel regional como a nivel global, las dos derechas argentinas deberán decidir cuál de ellas timoneará el buque político. ¿Cómo será entonces la nueva alianza de poder? Nadie lo sabe todavía. Todo está abierto, todo es incierto.

Hay un abanico de posibilidades.

Una posibilidad podría ser «a la italiana», donde Georgia Meloni, luego de aparecer como candidata con un pie dentro y otro fuera del sistema, decidió continuar la tradición política, imprimiendo a su gobierno un aire conservador y católico, pero sin llevar a cabo el proyecto putinista de Salvini y del finado Berlusconi. También está abierta la posibilidad que se da (todavía) en Francia y Alemania, a saber, que los partidos tradicionales declaren a la derecha de Milei como un partido «paria» (al estilo del Frente Nacional y de Alternativa para Alemania).

Podría darse incluso la posibilidad de que grupos de poca monta aparezcan en condiciones de inclinar la balanza hacia un lado u otro, como está a punto de suceder en España. O podría aparecer un gobierno de coalición con un conciliador Milei a la cabeza, pero que llevará, gracias al apoyo inicial de la derecha tradicional, a un desmontaje de la constitucionalidad democrática liberal, como ya intentó hacerlo Trump en los Estados Unidos, y como ya lo hicieron Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, Duda en Polonia y Netanyahu en Israel. En fin, las posibilidades son múltiples. Los designios del dios de la política son inescrutables.

Lo que sí ha quedado muy claro, es que como en muchos países –habría que incluir a la mayoría de los de Europa del Este– ha irrumpido en Argentina una nueva fuerza ultraderechista que podría colaborar en la conformación de un también nuevo orden político más allá de Argentina.

Hay nombres latinoamericanos como Bolsonaro, Bukele, Kast, incluso la venezolana Machado, que muestran que Milei no está solo. Las similitudes con otras derechas regionales son más que ostensibles. El trumpismo latinoamericano avanza a paso de vencedores.

Por eso mismo, el peligro de un Milei convertido en presidente, si bien afectará a la economía y a la sociedad, puede afectar aún de modo más decisivo a la convivencia democrática, a la paz social y así llevar a la degradación de la vida cívica e incluso a la anomia política, antesala de todo gobierno autoritario. Nadie dice que eso va a pasar, pero el peligro existe.

¿Cómo pudo haber ocurrido esto? Puede que esa sea la pregunta que formularán los historiadores en el futuro. Por ahora sabemos que el sistema político «ideal» formado por las tres vertientes de la modernidad: la conservadora, la liberal, y la socialista, ya es demasiado estrecho para contener las demandas de diversos sectores sociales y culturales, excluidos o disconformes con el orden político vigente.

Lentamente comenzamos a comprender que la similitud de forma y contenido que se da entre diversos movimientos y partidos occidentales, no es casual. La que ha llegado a Argentina es una ola antidemocrática global. Así nos la describe Carlos Pagni: «En diciembre de 2001 los argentinos protagonizaron un estallido social que envolvió a todas las capas sociales. Kirchnerismo y macrismo fueron los dos instrumentos que se dio la democracia para ensayar una reconciliación entre la libertad y la política. Al cabo de veintidós años, esas dos novedades que cubrieron todo el espacio de representación disponible, emiten señales alarmantes de agotamiento».

Hemos de aceptar al fin que estamos atravesando por una crisis de representación hegemónica.

Observamos al mismo tiempo que quienes nos dedicamos a poner orden conceptual al caos de la gramática política, carecemos de los conceptos necesarios para entender mejor lo que está pasando. Hablamos por ejemplo de una nueva derecha usando el comodín llamado «populista», pero solo para diferenciarlo de las derechas que conocíamos, tanto en sus formas conservadora como liberal. Tachamos con facilidad a Milei, o a Bolsonaro, o a Trump, o a Bukele, de locos, sin preguntarnos por qué grandes masas no solo votan por ellos sino, además, por qué los siguen con un fervor rayano en lo religioso. Algunos creen que enfrentamos a un nuevo fascismo, pero al mismo tiempo observan que a estas nuevas apariciones les falta esa razón que daba vitalidad al fascismo (y al comunismo): la promesa de un orden histórico superior.

En verdad, casi ninguno de los nuevos irracionales líderes de nuestro tiempo se enreda con temas del futuro. Si tienen algo en común es el negacionismo del presente. Representan un «no» muy fuerte y un «sí» muy débil.

«No» a la clase política (incluyendo a la derecha tradicional), «no» a las instituciones, «no» a los que prueban que hay cambio climático inducido, «no» a las libertades sexuales y de género, «no» a la legalización del aborto, «no» al feminismo, «no2 al estado social, «no» a la UE, «no» a la ONU, «no» a enviar armas a Ucrania, «no» a la globalización, «no» a las instituciones judiciales, «no» a la democracia política. Incluso la lucha en contra de la delincuencia, de por sí legítima, va acompañada de llamados a los ciudadanos «buenos, justos y morales» (y en los EE UU, blancos) a portar armas, para defender el honor de sus familias y de la patria amenazada por asociales y emigrantes.

Reducir la aparición de personajes excéntricos como Bolsonaro, Milei o Trump a una consecuencia de cambios experimentados en la estructura económica del capitalismo global, como suelen hacer los analistas profesionales, es demasiado fácil. Puede ser cierto. Pero para que esos cambios se traduzcan de modo político, deben estar cruzados con otros, entre ellos los demográficos, los culturales y, por cierto, los sociales.

«La sociedad argentina está astillada» -escribe José Natanson en un artículo publicado en las vísperas de las PASO – “No explota como en 2001 porque las organizaciones sociales contienen los reclamos y porque los gobiernos (todos los gobiernos) aprendieron a sostener una asistencia estatal mínima pero masiva. Pero revienta hacia adentro, todos los días: hay una epidemia de suicidio entre varones jóvenes de los sectores populares, aumenta el consumo de drogas, alcohol y psicofármacos, el «nihilismo político crece», «los servicios públicos se deterioran».

Crisis orgánica, diría Gramsci.

En acuerdo indirecto con otros autores, he venido sosteniendo que los deterioros que se observan en los órdenes políticos tradicionales, son reacciones a un proceso de democratización que comenzó siendo político a finales del siglo pasado, pero que también –no exentos de excesos– ha penetrado en las esferas de las relaciones personales, incluyendo las más íntimas, como son las de género, las sexuales, las familiares.

Contra eso y mucho más aparecen los movimientos negacionistas. No solo en Argentina. Si usted los combina con una inflación desatada, con el aumento de la delincuencia, con el consumo desenfrenado de drogas, con una guerra cada día más mundial, y mucho más, tendremos el mundo ideal para que aparezcan trumps y trumpitos por todas partes.

La nueva extrema derecha de masas –la vamos a llamar por ahora así– es hija del miedo. Un miedo que como todos los miedos solo puede desaparecer si conocemos sus razones. No podemos pedir a los políticos que las descubran; su tarea es otra: hacer política con lo que hay, y si lo que hay es miedo, hacer política con el miedo; a lo Milei.

Descubrir y revelar las razones del miedo social (también llamado, inseguridad) es tarea para los pensadores, sean de oficio o no. Pero ¿y si ellos también capitulan frente al miedo? Y al hacer esta última pregunta, mi teléfono suena ocupado.

Referencias:

Mariano Schuster, Pablo Stefanoni – LA DERECHA DURA CAUTIVA AL ELECTORADO ARGENTINO (polisfmires.blogspot.com)

Jose Natanson – ARGENTINA EN EL ATARDECER DE LOS LIDERAZGOS (polisfmires.blogspot.com)

Carlos Pagni – Los argentinos y la democracia, o Apolo y Dafne | EL PAÍS Argentina (elpais.com)

Fernando Mires – LA INVASIÓN DE LOS EXTREMOS (polisfmires.blogspot.com)

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

https://talcualdigital.com/todos-somos-argentina-por-fernando-mires/

Paz armada

Fernando Mires

Desde que tuvieron lugar las guerras médicas (Atenas contra los persas) - y las del Peloponeso (las tres guerras entre Atenas y Esparta), pasando por las invasiones bárbaras que terminaron derribando a gran parte del imperio romano (cuyo espíritu continuó existiendo en los reinos y conventos de Europa) - hasta llegar a nuestros días, cuando las antidemocracias (en sus más diversas formas), erigen a partir de la guerra de invasión a Ucrania un muro en contra de las naciones democráticas, la brecha parece ser la misma: la que separa a las naciones políticamente organizadas de los regímenes autocráticos y dictatoriales de la tierra.

Leyendo las guerras del Pelopenoso según Tucídides es posible llegar a la conclusión de que la derrota final sufrida por Atenas se debió en gran parte a que Esparta estableció un sistema de alianzas con naciones anti-democráticas (o bárbaras) formando la Liga del Pelopeneso, algo que no intentó hacer la elitista Atenas en su bloque político-militar organizado en la Liga de Delos. La deducción general es que Atenas, como sucedería en versión ampliada con Roma después, fue derrotada por el avance de la barbarie en contra de la civilización política. Atenas fue odiada por las naciones antidemocráticas del mundo antiguo, como hoy lo son los EE UU y los países europeos por los gobiernos de las naciones más antidemocráticas del mundo moderno.

LOS TRES NIVELES DEL DESARROLLO GEO-ESTRATÉGICO

Escribo estas líneas en los momentos en que las dos principales dictaduras del siglo XXl, la rusa y la china, secundadas por un bloque de dictaduras y autocracias de diversos matices ideológicos (Irán, Corea del Norte, Arabia Saudita) y uno que otro gobierno tecnocrático de ese semi-Occidente llamado América Latina, señalan al Occidente político como enemigo fundamental al que será necesario doblegar en tres niveles: el económico, el ideológico y el militar.

En el nivel económico, los países dominantes del bloque anti-occidental (en estricto sentido, anti-democrático) han sacado del baúl de los recuerdos las alianzas tercermundistas de las que se sirvieron en el pasado reciente la Rusia estalinista y la China maoísta. El objetivo de ambas potencias apunta -tanto hoy como ayer– a movilizar a diversas naciones económica y políticamente subsedarrolladas en contra de EE UU y sus aliados, ocultos esta vez en nuevos disfraces, como “el sur global” en lo geopolítico y BRICS en lo económico. La meta del socialismo mundial que nunca iba a existir ha sido sustituida por la multipolaridad en contra de una uni-polaridad que nunca existió.

Cabe recordar que durante la guerra fría el mundo fue bi-polar (en su expresión norteamericana, “mundo libre versus comunismo”, y en su expresión ruso-china- “socialismo versus capitalismo”). Después del cisma chino, fue tri-polar. Las revoluciones anticomunistas de 1989-1990 devolvieron al mundo a una bi-polaridad expresada en dos economías capitalistas: la del capitalismo liberal euro-norteamericano y sus ramificaciones sudasiáticas, y la del capitalismo estatal, encabezado por China.

Actualmente el proyecto chino apunta a reconstruir una bi-polaridad donde naturalmente China ocuparía un lugar dominante, partiendo desde su poderosa economía, hasta llegar a influir en los países más pobres de la tierra (casi todos gobernados por dictaduras) a fin de controlar las instituciones mundiales, no solo económicas (Banco Mundial) sino también políticas, incluyendo dentro de estas a la propia ONU. No deja de llamar la atención que gran parte de los gobiernos que buscan cobijo económico bajo China, en instituciones aparentemente tecnocráticas como BRICS, han sido sancionados por la ONU por sus constantes violaciones a los derechos humanos.

En el nivel ideológico, las dos naciones hegemónicas en la actual guerra caliente y fría en contra del Occidente político, China y Rusia, encabezan una contraofensiva cultural de carácter global, disfrazada de anti- norteamericanismo, pero dirigida en contra de valores que hoy dan vida al occidente político. Apelando a antiguas teorías occidentales (Spengler y Toymbee, reactualizadas por filósofos neofascistas como el ruso Alexander Dogin) las megadictaduras presentan la lucha en contra de las democracias bajo la forma de anti-occidentalismo cultural. En gran medida se trata de anteponer los supuestos valores sacros del no-Occidente (nunca se definen como Oriente) en contra de lo que ellos llaman decadencia de las formas occidentales de vida, expresadas en el “libertinaje sexual”, en la degradación de las costumbres, y en todo lo que sea producto de las libertades conquistadas durante el periodo de la modernidad euro-americana.

Según Xi Jinping, el ser humano no debe buscar la libertad sino la felicidad, entendiendo por ella lo que decida el PCCH como felicidad. Putin reivindica la ortodoxia cristiana, Orban el catolicismo fundamentalista. Los monjes iraníes y los príncipes petroleros saudíes, la pureza machista de un Islam ideológico. Y así sucesivamente. De una manera u otra, y no es casualidad, las principales potencias anti-occidentales apelan a los fundamentos pre-políticos de las antiguas teocracias en contra de las por ellas vista como perversa democracia occidental. Para el siniestro monje Xiril por ejemplo, el genocidio cometido por el régimen de Putin en Ucrania es un castigo a los infieles, o en sus propias palabras: una cruzada.

En el nivel militar, todos los poderes autocráticos del mundo han definido a la OTAN como el brazo armado del imperialismo norteamericano. En esa definición coinciden los sectores más reaccionarios con los harapientos restos de la izquierda “revolucionaria” occidental que sobrevivió a la gran revolución democrática y antisoviética de Europa del Este de los años 1989-1990.

Para Putin y los putinistas la guerra en contra de Occidente es una respuesta a la expansión de la OTAN, sin mencionar por supuesto que esa expansión fue la consecuencia de otra expansión: la de las democracias, en dos grandes olas europeas: la de Europa del Sur, que arrasó con las dictaduras militares española, portuguesa y griega, y la de Europa del Este, que todavía continúa en países como Ucrania y Georgia. Efectivamente, la expansión de la OTAN no comenzó, venía de antes, y con el fin de las dictaduras comunistas, solo continuó avanzando.

O de otro modo: La OTAN, desde los tiempos de Stalin frente a cuyo imperio surgió, ha vivido en permanente proceso de expansión, pero siempre a la zaga de la expansión de la democracia europea. Si no hubiera sido por la OTAN, Turquía y Grercia habrían sido partes del imperio soviético. Gracias a la protección de la OTAN, la democracia pudo renacer en los países anexados por la URSS. Pero, a la vez, los EE UU no han forzado a ninguna nación a ingresar a la OTAN, aceptando incluso la no incorporación de Ucrania a pedido de la condescendiente UE, contraviniendo las aspiraciones de tres gobiernos ucranianos.

Si Ucrania hubiese ingresado a la OTAN desde los momentos de su independencia (1991) Putin no se habría atrevido a invadirla. Los hechos hablan por sí solos: así como la OTAN nunca ha atacado a una nación europea, Putin no se ha atrevido hasta ahora a atacar directamente a ningún país miembro de la OTAN

Frente al nacimiento de la OTAN, como es sabido, surgió el llamado Pacto de Varsovia, destinado a defender al “socialismo” de las agresiones norteamericanas y europeas, aunque solo sirvió para aplastar revoluciones democráticas nacionales como en Alemania (1954) Hungría (1956) y Checoeslovaquia (1968) o, en su defecto, para amenazar a las disidencias de Europa del este, como ocurrió en Polonia.

LA GRAN COALICIÓN ANTI-DEMOCRÁTICA MUNDIAL

Hoy las naciones anti-democráticas del mundo no se han dotado de un pacto “a la Varsovia”, pero es evidente que existe una intensa cooperación militar entre cuatro dictaduras atómicas: China, Corea del Norte, Rusia e Irán. En estos mismos momentos, Rusia y China buscan, bajo el pretexto de la ampliación comercial, y contando con el visto bueno de gobiernos irresponsables (y económicamente dependientes de China, como el del brasileño Lula), una mayor relación militar con las dictaduras africanas. Rusia e Irán mantienen además, no solo relaciones económicas sino también militares con regímenes anti-democráticos de América Latina, entre ellos Cuba, Nicaragua y Venezuela.

En términos directos: Occidente enfrenta no tanto a una expansión económica de Rusia y China sino -diríamos, antes que nada- una expansión militar proveniente en estos momentos de la Rusia de Putin y apoyada con poca discreción por la China de Xi Jinping. Todo eso significa que la OTAN, nacida como alianza atlántica, se verá obligada, más temprano que tarde, a asumir nuevas configuraciones geoestratégicas, más allá del espacio originario, construido para detener la expansión soviética. En palabras simples: frente a una amenaza militar global se requiere de una nueva alianza democrática militar global, la que de hecho existe, aunque de modo extremadamente informal. No está claro cómo y cuáles serán las formas de esa nueva alianza, pero, siguiendo una lógica geográfica, podríamos decir que, si bien la OTAN puede ser el punto originario, servir como modelo, y actuar como base de coordinación, no se trata en ningún caso de una expansión de la OTAN euroamericana, sino de formaciones políticas militarmente defensivas organizadas en espacios geoestratégicos diferentes.

MÁS ALLÁ DE LA OTAN

La OTAN debe seguir cumpliendo sus tareas en el espacio atlántico, de eso no cabe duda. Pero hay otros espacios donde la OTAN no puede ni debe actuar porque simplemente no le corresponde. De eso son conscientes los gobiernos de países democráticos no afiliados a la OTAN. En esa dirección, el acuerdo trilateral de agosto del 2023 firmado por el presidente Joe Biden, el primer ministro japonés Fumio Kishida y el presidente surcoreano Yoon Suk-yeol, adquiere un carácter paradigmático. Hay y habrá más acuerdos similares, entre los EE UU, Australia y Nueva Zelandia. Incluso, si Cuba, Nicaragua, e incluso Venezuela continúan recibiendo apoyo y asesoría militar de las dictaduras rusa, china, e iraní, no está descartada la posibilidad de que los EE UU intensifiquen sus relaciones militares con los gobiernos más democráticos del subcontinente.

Naturalmente, para los representantes de la lumpen-izquierda-global, la presencia de los EE UU en las diferentes configuraciones militares defensivas, constituyen una prueba de la expansión del imperialismo norteamericano. Sin embargo, hay un hecho objetivo: así como China hegemoniza en este momento al bloque antidemocrático mundial en un sentido económico que quiere ser político y militar, el bloque democrático no puede renunciar a la hegemonía militar norteamericana, aunque sea por una simple razón: EE UU es la primera potencia económica y militar del mundo y, por el momento, una nación democrática con la que la mayoría de las naciones democráticas, no solo occidentales, mantienen vínculos históricos de larga data. Por esa razón hay que tener en cuenta otro hecho objetivo: no todas las naciones democráticas tienen los mismos intereses y luego, no todas tienen los mismos enemigos inmediatos. En ese punto no se equivoca Emmanuel Macron. Europa no puede ni debe seguir todos los pasos geoestratégicos que emprendan los gobiernos de los EE UU, más todavía si, como ya sucedió con Bush Jr., esa nación puede llegar a ser gobernada por gobiernos erráticos, como podría ser el de un impredecible Trump o el de un fanático fundamentalista cristiano como De Santis.

Hegemonía, dicho en términos gramscianos, no significa dominación sino primacía. Pero a la vez, si como piensa Macron, Europa requiere de una mayor autonomía geoestratégica de los EE UU, debe al menos cumplir con sus tareas en el plano militar. Probablemente una Europa Unida nunca será una enorme potencia militar, pero debe, por lo menos, llegar a la altura suficiente como para emprender tareas defensivas frente a amenazas como son las que provienen de la Rusia de Putin, sin requerir siempre de la ayuda norteamericana, posibilidad que han comprendido perfectamente los países bálticos, los países escandinavos, Holanda, e incluso la tímida Alemania, al aumentar notablemente los presupuestos destinados a la defensa militar.

Es lamentable decirlo: la paz es un valor supremo, pero precisamente porque lo es, debe ser también, se quiera o no, una paz armada. Eso al menos lo sabían los atenienses, maestros en el arte del pensar, pero también en el de la guerra. Nunca –es un ejemplo- hubo un ser más pacífico que Sócrates. Pero cuando llegó el momento, no vaciló en alistarse en los ejércitos de su amada polis.

Vivimos un instante de la historia muy parecido al que se dio en el mundo griego antiguo, el de la contradicción entre democracias y autocracias –en ese punto Joe Biden tiene razón– lo que no significa por supuesto que las naciones democráticas deben declarar hostilidad a todos los gobiernos no democráticos de la tierra. El desarrollo político de la humanidad es extremadamente desigual y en ese desarrollo las democracias siguen siendo minoría.

Como señaló Alexis de Tockeville en De la Democracia en América, las luchas por las necesidades no llevan necesariamente a la democracia sino, muchas veces –hay tantísimos ejemplos– a regímenes más dictatoriales que los anteriores. Las luchas por las libertades -como ocurrió en Europa del este- son las que pueden llevar a la democracia. El gobierno chino lo ha entendido perfectamente. Después de asegurar un núcleo de semipotencias regionales organizadas económicamente en el BRICS, China se apresta a integrar en ese bloque a naciones pobrísimas a cuyos gobiernos otorgará créditos a bajo interés a cambio de apoyo político en las instituciones mundiales (además de asegurar posesión sobre una enorme cantidad de materias primas). En el área de la política internacional –como la Esparta de ayer– China está demostrando poseer más habilidad que las Atenas de hoy, privilegiando alianzas con naciones en bancarrota, o con democracias muy precarias, a las que los griegos y después los romanos llamaban “pueblos bárbaros”.

La política internacional también es política, y la política hay que hacerla no solo con los que más nos gustan sino –sobre todo– con los que menos nos gustan. Más todavía si se piensa que el sector democrático global tiene muchos más recursos que China o Rusia para atraer hacia sí el apoyo de los habitantes de las naciones rezagadas. Las grandes migraciones de nuestro tiempo, es un ejemplo muy claro, enfilan hacia los centros democráticos, nunca lo harán hacia Moscú o Peking. Muchos solo quieren sobrevivir, y nadie puede criticarlos por eso. Pero también hay quienes se sienten atraídos por la libertad de un mundo donde todas las culturas y religiones pueden convivir; donde existe la posibilidad de decir lo que se piensa; donde el sexo, tanto el biológico como el electivo, no es monopolio de fanáticos entronizados en el poder; donde la vida es un bien y no una maldición.

La libertad de ser lo que se es o se quiere ser, nacida en occidente, es una pandemia muy contaminante. Por lo mismo, la democracia es un enorme capital político. La democracia (o sea la libertad políticamente organizada) es una forma de gobierno, pero es también un modo de vida. Eso lo saben las potencias antidemocráticas. Por eso buscan suprimirla, tanto dentro como fuera de sus naciones.

La paz deberá ser una paz política, así lo pensó Kant en Paz Perpetua. Pero también, mientras la libertad política no sea universal, deberá ser una paz armada. Hay veces en las que los tiranos -Putin es hoy uno de ellos- no entienden ningún otro idioma que no sea el de las balas.

25 de agosto 2023

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2023/08/fernando-mires-paz-armada.html

Ucrania: las razones de la solidaridad

Fernando Mires

Las guerras suelen ser populares solo en sus inicios. Por lo general se desatan olas de fervor patriótico cuando parten los primeros combatientes. Pero, si a medida que transcurre el tiempo no se observan resultados efectivos, la popularidad de la guerra, lo que es muy obvio, comienza a declinar. Esa es la razón por la que Putin y su círculo militar han llegado a la conclusión de que la población europea, acostumbrada a una vida apacible y consumidora, no iba a soportar durante mucho tiempo el mantenimiento del costoso apoyo militar a Ucrania, máxime si –y con eso también calcula el dictador– existen sectores políticos occidentales dispuestos a explotar cualquiera contingencia para desprestigiar a sus respectivos gobiernos y así aumentar sus cuotas de poder.

No enviar armas a Ucrania, por ejemplo, ha sido una de las consignas «pacifistas» de los extremos políticos en cada nación europea. Problemas existentes antes de la guerra, entre ellos las migraciones, tendencias inflacionarias, disminución del salario real, son atizados no solo por sectores fascistizados, afines ideológicamente a Putin, sino además por políticos oportunistas que culpan a la guerra en Ucrania de todos los problemas habidos y por haber. Comentarios como «esta guerra no es la nuestra» comienzan a ser escuchados por doquier. Líderes putinistas como Alice Waidel y Marine Le Pen agitan desde sus respectivos extremos en contra de la solidaridad que ejercen los gobiernos democráticos a favor del invadido país.

Es cierto que los países occidentales no han ido a la guerra, pero cual más cual menos todos están involucrados en ella, así como casi todos sus gobiernos, salvo el de Hungría, o el de Brasil (suponiendo que el de Lula sea un gobierno occidental), han manifestado su más decidido apoyo a la causa ucraniana.

¿Por qué apoyamos a Ucrania? Ha preguntado en su más reciente artículo Michael Walzer, uno de los más sensibles filósofos políticos de los EE UU. Walzer aduce tres razones: las geopolíticas o geoestratégicas, cuyo objetivo es debilitar al imperio ruso (y su aliado más estrecho, el imperio chino, podríamos agregar); las morales, cuyo objetivo es castigar a un agresor que ha hecho caso omiso de todas las resoluciones internacionales dictadas después de la segunda guerra mundial; y las ideológicas, a las que aquí llamamos, políticas propiamente tales. Walzer se detiene a analizar las últimas pues son las que tienen que ver con sentimientos, emociones y pensamientos de los ciudadanos de su país.

Y bien, según el conocido filósofo, el avance de Rusia hacia Ucrania es parte de una ofensiva general de los países antidemocráticos en contra del Occidente político. Luego, la solidaridad con Ucrania no solo debe ser simbólica pues deviene de la conveniencia práctica de todos los ciudadanos que viven en esa nación democrática llamada EE UU, la que por su potencial económico y militar está llamada a jugar un papel hegemónico a escala mundial. O como dijo Michael Ignatieff, a ser y actuar como un imperio, aún en contra de su voluntad.

Quien es solidario con su democracia, ha de serlo con todas las naciones democráticas, parecería ser, de acuerdo a la terminología de Kant, un imperativo categórico moral de nuestro tiempo. No obstante, siguiendo al mismo Kant, «para que un imperativo impere» se requiere de una razón que, enlazando con la razón pura, devenga en razón práctica, vale decir, en una razón percibida como conveniente. O como especificaba el mismo Kant en el apartado II de su Crítica a la Razón Práctica, en una que ha de llevar a la razón pura al uso práctico en donde una ampliación (Erweiterung) de «lo especulativo en sí, ya no es (más) posible». En términos menos filosóficos, cuando llega ese momento en que lo posible se convierte en necesario. En ese mismo sentido kantiano argumenta Walzer al explicar a sus lectores que la solidaridad no puramente simbólica con Ucrania conviene a los ciudadanos de su país en términos muy reales, es decir, muy prácticos

«Defender a Ucrania es tanto como fortalecer la democracia en nuestros países y en cualquier parte del mund», escribe Walzer. En ese sentido Walzer da fundamento pensante a la premisa del presidente Biden relativa a que el mundo vive una contradicción entre democracias y autocracias. Desde el punto de vista político, una polaridad.

En el marco de esa polaridad, Rusia, como China, busca aumentar el espacio de su esfera de influencia. La diferencia es que esa esfera es para Rusia predominantemente territorial y para China más económica que territorial.

Los EE UU, ese es el meollo práctico de la guerra según Walzer, apoyan a Ucrania para, si no aumentar, por lo menos defender el espacio de su propia zona de influencia. Mientras más democrático sea el mundo, mejor le irá a los EE UU, piensa Walzer. Lo que es obvio: nunca, o casi nunca, ha habido guerras entre países democráticos. No así para el polo autocrático cuya expansión depende, por lo menos para Rusia, de su poder militar, no del político y mucho menos del cultural.

Desde esa óptica, Xi necesita a Putin como aliado militar pues la invasión rusa a Ucrania, al frenar la ampliación territorial del polo democrático, colabora con la mantención del polo autocrático donde China ejerce indiscutida hegemonía económica la que, en el marco de un nuevo orden mundial –esa es sin duda la visión de Xi Jinping– podría llegar a ser política. En ese contexto, el nuevo orden mundial propagado por la izquierda antidemocrática occidental significaría en la práctica no una multipolaridad entre naciones económicamente ascendentes, sino la unipolaridad china (y en parte rusa) sobre un espacio antidemocrático en expansión.

Defender la zona de influencia norteamericana es, para Walzer, defender el espacio democrático mundial y con ello, el bienestar de los propios ciudadanos norteamericanos. La razón pura deviene entonces en razón moral y la moral en razón práctica. Cuando estas tres razones no discrepan, la razón, no solo la kantiana, será cada vez más razonable. Sobre todo lo es, si aceptamos de una vez por todas, la premisa de que la guerra que Occidente apoya en Ucrania tiene un carácter antiimperial y, por lo mismo, defensivo.

No ha sido la expansión de la OTAN la razón que ha llevado a la expansión de la democracia en Europa, sino la expansión de la democracia, sobre todo la que devino del colapso de la URSS y las correspondientes revoluciones democráticas en los países del este, la razón que ha llevado a la expansión de la OTAN.

Con un mínimo de empatía hacia los sufridos países del este europeo, podemos entender así por qué todos, todos sin excepción, han solicitado ingresar a la OTAN. Poner esta premisa al revés, como hacen los putinistas internacionales, a saber, que ha sido la expansión norteamericana a través de la OTAN el motivo que ha provocado la guerra de Rusia a Ucrania, no solo es pura ideología, es maldad pura o, para usar la terminología de Kant, es “maldad radical”.

Lamentablemente, a Ucrania – uno de los países que más luchó para obtener su independencia nacional después del desplome de la URSS, y uno de los que ha hecho más esfuerzos por consolidar una democracia estable en diferentes episodios («revolución naranja» del 2004, revolución de Maidán del 2013, entre otros)– le ha sido negado su ingreso a la OTAN por razones geopolíticas (y en el caso de algunos gobiernos europeos –en primera línea los de Schröder y Merkel en Alemania – por razones económicas). Desde ese punto de vista, Occidente arrastra una culpa moral con relación a Ucrania. Si no más fuera por eso, la solidaridad euro-occidental hacia Ucrania estaría plenamente justificada y, por lo tanto, no debería ser materia de discusión.

Pero además de la razón moral, existe una razón geoestratégica que conduce a una razón política. La razón geoestratégica, impedir que Rusia, y con ello China, amplíen su espacio de dominación territorial y militar en el mundo, está clara. Pero la razón política, impedir que las antidemocracias impongan su hegemonía política mundial, incluso al interior de las naciones occidentales, no está tan clara, y eso llevó a Walzer a escribir sobre el tema.

Bloquear el avance de naciones y organizaciones antidemocráticas se ha convertido en una tarea política fundamental del momento. Por eso, cada elección que tiene lugar en cualquier país de Europa, en los EE UU, e incluso en América Latina, es seguida con un interés, más todavía, con una pasión que antes no existía.

Como hemos subrayado en otro texto, lo local es hoy políticamente global y lo global es políticamente local. Sin embargo, lo que a personas como Walzer aparece muy claro, no lo es para una cantidad de políticos y gobiernos que siguen pensando en que la entrega de armas es solo un acto de solidaridad con Ucrania y no con ellos mismos. De otra manera no se explica el regateo de armas de algunos gobiernos, o los anuncios de entregas de armas hechos con ruido ostentoso, como para demostrar al mundo cuan generosos son esos gobiernos con una pobre nación agredida.

En breve, esos gobiernos no se asumen como partes de la guerra, sino como simples observadores que apoyan a un determinado bando debido a razones principalmente humanitarias y ante los cuales Zelenski no solo debería estar agradecido, sino, además, debería expresarlo todos los días. Así lo dijo el ministro de defensa británico Wallace, así lo dijo después el secretario de estado del gobierno polaco Marcin Przidacz. Tuvo que intervenir el subdirector de la Oficina del presidente de Ucrania, Andrii Sybiha para poner las cosas en su lugar: «Son los ucranianos quienes están protegiendo los valores y la seguridad de nuestra región, y también lo hacen en interés de Polonia y de todo el mundo libre». Y para que lo entendieran mejor, agregó que apoyar a Ucrania no es caridad, sino una inversión.

Pocos son los gobiernos, solamente los del este europeo, los que se atreven a decir la verdad sin ropas: la de que no estar en guerra no significa no estar en la guerra, la de que defendiendo a Ucrania se están defendiendo a sí mismos, la de que no son espectadores sino actores. Por lo demás, y como para que nadie lo olvide, Putin no se cansa de decir que la guerra en Ucrania es en contra de Occidente.

Cierto, la guerra no es en contra del Occidente de Putin (ateo, libertino, culturalmente decadente) Es algo todavía peor: es contra el Occidente político, es decir, contra los derechos humanos, contra las constituciones, contra el sistema de partidos, contra las elecciones libres, contra la libertad sexual, contra la libertad de opinión y de prensa, es decir, contra todo lo que está prohibido en China, Rusia, Irán, Corea del Norte, y otros países cuyos jerarcas imaginan ser conductores del llamado “Sur Global”, sucesor ideológico de ese Tercer Mundo “antimperialista” al que invocaban ayer Mao, Stalin y Castro.

En América Latina al menos debería saberse: mientras más abyectos son los regímenes autocráticos del subcontinente, más grande es el apoyo que estos manifiestan al régimen de Putin.

Que una guerra produce cansancio, que la visión de batallas interminables termina por aburrir a los televidentes, y que la solidaridad declina con el paso del tiempo, es algo perfectamente explicable y, además, comprensible. Probablemente el cansancio, más aún, la indignación en Rusia, es mucho más grande, sobre todo cuando aparecen las redadas que arrancan a los jóvenes de sus casas para llevarlos, por medio de un reclutamiento forzoso, a morir en los campos de batalla de Ucrania. El hecho de que cuando la rebelión de los mercenarios comandados por Prigoshyn avanzaba hacia Moscú, nadie saliera a las calles a dar su apoyo a Putin, demostró que el tiempo no solo está jugando en contra de Occidente sino también, y tal vez mucho más, en contra del régimen ruso.

Sabemos, al estudiar guerras pretéritas, que estas se ganan no solo en el frente militar sino también en el político. O para ser más claros, no solo en el frente externo sino también en el interno. Sabemos que en el primero son responsables los generales y en el segundo los políticos, sobre todo cuando son gobernantes. Sabemos que en el frente externo –y de eso no cabe duda– los generales ucranianos han cumplido perfectamente su tarea. Resistir un año y medio al ejército mejor armado y más numeroso del mundo, ya es una de las más grandes hazañas militares de las que se tiene noticia en la historia mundial. Pero también, y no por último, sabemos que en el frente interno no todos los gobernantes han estado a la altura de estadistas, entendiendo por estadistas no a los desquiciados que se preocupan del futuro lejano (a lo Putin), sino a los que saben comunicar a sus pueblos, en palabras simples y sencillas, las razones de la guerra que tiene lugar en estos momentos en Ucrania, la que involucra y seguirá involucrando más y más, a todo el mundo democrático.

Hoy la lucha por la democracia mundial se libra en la guerra de liberación nacional de Ucrania. Mañana tendrá lugar en otro país. Desde las revoluciones madres, la norteamericana y la francesa, la democracia avanza a través de una ruta marcada con sangre y con balas. No es lo que uno más quisiera. Pero es así.

Twitter: @FernandoMiresOl

Referencias:

Immanuel Kant – KRITIK DER PRAKTISCHEN VERNUNFT, Werke 3, Könemann, Köln 1995

Michael Walzer – NUESTRA UCRANIA (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires – GLOBAL Y LOCAL (polisfmires.blogspot.com)

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

La invasión de los extremos

Fernando Mires

No, no voy a escribir sobre España. Estamos recién en las puertas de lo que serán tanteos, conversaciones, guiños, negociaciones, y todo eso que forma parte del ajetreo gris pero necesario de la política cuando, dejado atrás el momento dramático de las elecciones, lo que viene es crear gobernabilidad. No voy a escribir sobre España, pero sí voy a escribir a propósito de España. Pues si mis conocimientos me alcanzan, España está en Europa y Europa está en el mundo. De modo que algo de lo que pasa por esos otros lares tiene que ver con España, y algo de lo que pasa en España nos toca a todos.

1. Como en toda democracia occidental, en España confluyeron las fuerzas de centro acompañadas cada una de su respectivo extremo: lo que quedó de Podemos en Sumar, y la que se suponía y no fue, arremetida furiosa de VOX. Pues bien, en España, si sumamos PP y PSOE, ganó el centro y ganó fácil y ganó bien. La decisión está ahora entre los dos grandes «partidos de estado», como llamó Núñez Feijoo al neobipartidismo. A un partido de estado no le alcanzan los votos pactando con su «amigo natural», VOX. Al otro partido de estado solo le alcanzan pactando con los que deberían ser sus «enemigos naturales», como los independentistas vascos y catalanes.

Y aquí nos topamos con un tema que nos hace mirar hacia fuera de España. Me refiero a la posibilidad cada vez más creciente de que los partidos de centro se vean obligados a buscar sus posibilidades de acceso al poder, cuando no lo pueden hacer por sí mismos, apelando a la colaboración de los partidos extremos. El dilema lo han vivido los países escandinavos, más Austria, Holanda y pronto comenzará a vivirlo Alemania con el ascenso espectacular de AfD. El presidente de la CDU, Friedrich Merz ya adelantó que una colaboración entre CDU y AfD (Alternativa para Alemania) es viable en niveles comunales. Por cierto, le cayeron todos encima. Pero eso es siempre así al comienzo.

Las posibilidades de reordenamiento político pasan, en la mayoría de los países europeos, aunque también de manera creciente en algunos de América Latina, por la integración de los extremos al orden político tradicional. La particularidad de España es que, mientras los demás países de la región enfrentan a dos extremos, uno llamado de izquierda, otro llamado de derecha, el país enfrenta una triada extremista: el extremismo de izquierda (Podemos o Sumar), el de derecha y el del separatismo nacionalista, cuyas ideologías van más allá de la geometría formada por los tres lados del triángulo clásico: conservador, liberal, socialista.

Lo cierto, lo inevitablemente cierto, es que en los países democráticos estamos viviendo un avance acelerado de los extremos hacia el centro, al que ocupan sin dejar de ser extremos, con lo que de paso se está diciendo que los extremos políticos no coinciden con los extremos geométricos, o lo que es igual: en política, ni el centro está en el medio ni los extremos están siempre en las puntas.

En otras palabras, los extremos en Europa y en América Latina ya no están situados en los márgenes de la política oficial. Por el contrario, forman parte, se quiera o no, del paisaje político. Hecho que nos plantea la necesidad de contar con ellos, e incluso, en determinadas ocasiones, como comienza a ser tendencia en Europa, hacer política no solo en contra de ellos, sino con ellos. En España por ejemplo las acciones concertadas ya son practicadas a nivel comunal y regional: el PP con VOX, el PSOE con la izquierda extrema y en cierta medida con los nacionalismos separatistas.

En el espacio de la política internacional habrá también que contar con países gobernados por extremos y por lo mismo hacer política con ellos. Europa, como ha detectado Timothy Garton Ash, ya no es una comunidad de democracias liberales. Italia, Turquía, Hungría, Polonia, Serbia, ya no lo son. Francia puede dejar de serlo con un triunfo no imposible del lepenismo .

En América Latina, continente de extremismos, los extremos –dícense de izquierda- gobiernan en Venezuela, Nicaragua y Bolivia, y de modo parcial, en Honduras, Colombia, Argentina (cristinismo) y Chile. A su vez, los extremos de derecha han sido gobierno en Brasil con Bolsonaro (cuyas fuerzas se mantienen intactas) y hoy lo son en el Salvador de Bukele. De modo muy perceptible ya se insinúan hacia el futuro con Milei en Argentina, con Kast en Chile e incluso recientemente con Corina María Machado en la Venezuela de Maduro. Y no por último, está aún presente la experiencia ya vivida en los EE UU con Trump, donde la historia no ha terminado.

Hoy nuevamente amenaza una reedición de un gobierno de extremos con la posible sucesión de Biden, sea con el mismo Trump, sea con Ron de Santis, o sea con cualquier otra cosa parecida. Demasiados ejemplos para hablar de tendencias aisladas. Por el contrario, hemos de admitir que la instalación de los extremos en la política occidental es parte de una realidad global. Probablemente, más de algún historiador titulará en el futuro los tiempos en que vivimos como el de “la invasión de los extremos”.

2. A primera vista, lo sé, puede parecer discordante hablar de extremos políticos al referirme a fuerzas que en muchos países están convirtiéndose en mayorías o han llegado a ser gobiernos, o a partidos que no están al margen e incluso son mayoritarios en sus respectivas naciones. Conviene entonces precisar qué entendemos aquí cuando usamos el concepto de extremos políticos:Pues bien, bajo el concepto de extremos políticos me refiero a movimientos, partidos y gobiernos cuyo propósito deliberado es romper con modos y formas de convivencia política largamente establecidas a través de consensos e incluso de leyes.

¿Nos referimos entonces a lo que otros autores llaman neopopulismo? Solo en parte. De los populismos tradicionales, los extremismos políticos han tomado la referencia al pueblo, la relación de comunicación directa entre líder carismático y pueblo, y el estilo épico o heroico de los discursos de sus líderes. Hay, sin embargo, algunos puntos que diferencian al extremismo político de los conocidos momentos populistas. Uno de ellos, quizás el más ostensible, es que, a diferencia del carácter mesiánico de los movimientos populistas del pasado, los movimientos extremistas de nuestra era, son reactivos, vale decir, han surgido como rabiosa reacción defensiva no en nombre de un nuevo orden, sino en nombre de la preservación de supuestas tradiciones perdidas.

O, lo que es parecido, en nombre de la conservación de valores en vías de desaparecer, supuestamente arrasados por una posmodernidad global que ha escapado al control de los estados nacionales (Trump dixit). Es por eso que los extremismos, sean de izquierda o derecha, son en su mayoría nostálgicos. Otros dicen conservadores. Algunos opinadores los llaman «pasadistas» (en contraposición a los progresistas).

Los extremos de izquierda usando un vocabulario correspondiente al de los movimientos obreros de la sociedad industrial, y los de derecha apelando a supuestos valores conservadores –entre ellos orden, patria y familia– coinciden en disparar hacia el mismo blanco: la democracia liberal. Mientras los primeros ven en la sociedad liberal la dominación del trabajo por el capital (neoliberalismo económico), los segundos ven en el liberalismo político (no así en el económico) la fuente de degradación de los modos tradicionales de vida, declarándose antiliberales (o, con el nombre positivamente asumido por el húngaro Orbán, i- liberales)

3. Estamos hablando de un nuevo conservadurismo, un conservadurismo plebeyo, cuyo lenguaje va dirigido no a una clase elegida sino a las masas. Así se explica por qué el extremismo de nuestro tiempo ha establecido una relación de empatía internacional con gobiernos ultra reaccionarios como es el de la Rusia de Putin.

El dictador ruso, siempre audaz, ha captado esta nueva convergencia y ha procedido a apoyar a movimientos como Agrupación Nacional (AN), AfD y a otros movimientos y partidos reaccionarios europeos a los que ofrece –en las irónicas palabras del citado Garton Ash– «una permanente pensión alimenticia». A Putin, además de la comunidad de valores con estos movimientos (nacionalismo, culto a la religión, patrioterismo y homofobia) lo cautiva el nuevo «antieuropeísmo europeo» –sobre todo anti-UE y anti-OTAN– del que hacen ostentación líderes como Marine Le Pen en Francia y Alice Waidel en Alemania, pero también propio a los movimientos de izquierda que comandan Melenchon en Francia, Pablo Iglesias en España, Sahra Wagenknecht en Alemania, y otros.

Con ojo avizor, Putin ha entendido que los neoextremistas –no importa si se llaman de derecha o izquierda– pueden llegar a ser parte de aquel fenómeno que en otros textos hemos llamado «contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo». En efecto, tales movimientos, partidos y gobiernos extremistas han logrado ser para Putin similares a los que fueron los movimientos y partidos comunistas para Stalin: caballos de Troya destinados a desestabilizar el orden democrático occidental. Pero esta vez, no en nombre de un futuro luminoso, sino en el de un pasado heroico al que –según la partitura de la derecha extremista– progresistas, liberales y demócratas intentan destruir. Por cierto, al igual que durante la URSS, Putin debe aceptar algunas disidencias.

Así como en el pasado reciente, Ceausescu en Rumania, Tito en Yugoeslavia, Hoxha en Albania, se oponían a la hegemonía de la URSS, también hay partidos extremistas que no se dejan conducir desde la Rusia de Putin, entre ellos el propio VOX de Abascal, Hermanos de Italia de Meloni (no así, Forza Italia de Berlusconi, Liga de Salvini) y Ley y Justicia del gobierno polaco. Pero a Putin eso no parece importar demasiado. Lo importante es que, con o sin su apoyo, cumplan una misión objetiva: horadar los cimientos sobre los cuales están edificadas las democracias occidentales.

4. Los partidos extremistas del presente, a diferencias de tiempos pasados, no se declaran abiertamente antidemocráticos. Más bien se declaran partidarios de un nuevo tipo de democracia. Una democracia donde –de acuerdo con Yasha Mounk– primaría una comunicación directa entre líder y pueblo, más allá de las instituciones. De ahí se entiende por qué, cuando están en el gobierno, sea en Turquía, en Polonia, en Hungría e incluso en Israel, los gobiernos extremistas practican una suerte de inconstitucionalidad desde el propio estado, esto es, en contra de los tribunales de justicia, en contra del parlamento y, por supuesto, en contra de la libertad de opinión y de prensa.

El ideal de gobierno de los extremismos ya no es, como en el pasado, una dictadura, sea fascista o «del proletariado», sino el de gobiernos fuertes y autoritarios, pero al mismo tiempo, populares.

No deja de ser interesante constatar que en Alemania, donde más ha crecido AfD ha sido en los territorios de la ex RDA, a cuya población el comunismo les inculcó un modo de pensar ligado a la obediencia del colectivo frente a una autoridad superior. Como dijo recientemente el cantante Wolf Biermann, quien fuera activo disidente durante la dictadura comunista, «el comunismo les dejo a esa gente la cabeza dañada». Seguramente no es así, pero el ideal autoritario de la política, continúa prevaleciendo ahí con una porfía digna de mejores causas.

No importa a los seguidores de partidos extremistas que el autoritarismo sea de izquierda o de derecha. Lo importante es que exista una autoridad que los libere de los supuestos males que padecen. Una autoridad que ponga coto a dos realidades percibidas como problemas: la «invasión» de los extranjeros y la disolución de la familia patriarcal frente a la “degeneración de las costumbres” provenientes de los movimientos de género como LGBTQ. La agitación de esos dos temas ha bastado a los partidos extremistas, sobre todo a los de “derecha”, para ganar muchas elecciones, sean comunales o regionales.

Naturalmente, los partidos extremistas antes de alcanzar el gobierno actúan de acuerdo con normas establecidas por el derecho constitucional. En la práctica han llegado a ser parte legal de la actual democracia occidental, hecha para quienes piensen y actúen de modo diferente al orden establecido, siempre que no contravengan la constitución y las leyes. El dilema, para las formaciones democráticas es entonces el siguiente: ¿cómo actuar en defensa de la democracia frente a fuerzas emergentes que amenazan sustituir el orden democrático apelando a medios democráticos?

Más difícil es encontrar una respuesta simple a ese complejo problema si se tiene en cuenta que, en su gran mayoría, el nuevo extremismo conservador no proviene desde fuera del paisaje político, sino desde sus patios interiores. La diferencia es que en el pasado existían dentro de los partidos tradicionales y hoy existen fuera de ellos. Muchos de los cuadros y dirigentes de AfD o de VOX, por ejemplo, provienen de las alas de la derecha de partidos como la CDU/CSU o el PP. Eso significa que mantienen vínculos con los partidos conservadores no extremistas. En cierto modo, en el caso del extremismo de derecha europeo, se trataría de un extremismo endógeno y no exógeno con respecto al orden democrático imperante.

Frente al desafío mencionado no hay por cierto una receta única. En Francia, pese a ser un partido mayoritario, el lepenismo ha podido ser bloqueado mediante la formación de agrupaciones democráticas, pero ideológicamente muy heterogéneas entre sí. En Alemania, España y otros países, hay empero comunicaciones entre «los partidos de estado» y los partidos extremistas. En Latinoamérica, en el caso chileno, observamos como las fuerzas extremas del «kastismo» (pinochetismo constitucional) no solo provienen sino, además, convergen con la derecha tradicional sobre la cual ya ejercen cierta conducción hegemónica.

En breve, el extremismo de hoy, más el conservador que el de izquierda, no está desligado del tronco histórico de la política de cada nación. Aislarlo, como ha ocurrido hasta ahora en Francia (nadie sabe hasta cuándo), no será siempre posible. Intentar prohibirlos, significaría negar los propios principios de la democracia liberal. Solo quedan entonces dos alternativas. O integrarlos o competir con y en contra de ellos.

Hay casos, el italiano es uno, en los cuales se demuestra que los partidos extremistas ya no lo son tanto cuando contraen alianzas con partidos no extremistas o cuando se ven obligados a gobernar sobre una ciudadanía que no comparte mayoritariamente todas sus posiciones. Pero también hay casos que demuestran que, en cuanto se hacen del poder, como en Hungría, Polonia y Turquía, tiene lugar –a veces en cámara lenta- un desmontaje de la construcción democrática de esas naciones.

Definitivamente hemos de llegar a la conclusión de que el extremismo político existente en diferentes regiones del mundo occidental, si no es mayoritario, es un factor de poder con el que –más para mal que para bien– hay que contar.

Pero también debemos deducir que, si en algunas zonas ha logrado crecer, no es solo porque operen en base a mentiras sino porque seleccionan verdades a las que recanalizan en función de sus objetivos de poder. El crecimiento migratorio por ejemplo, es innegable, y en diversos países constituye un problema social. Lo peor que se puede hacer sería ocultarlo o, como es usual, minimizarlo. De lo que se trata es de enfrentarlo con decisión, nombrando y no callando la dimensión del fenómeno.

Del mismo modo no es lo mismo agitar las legítimas demandas de género –correspondientes a una verdadera revolución cultural y sexual del siglo XXI– en las grandes urbes, que hacerlo en zonas agrarias y semiagrarias, regidas hasta ahora por normas tradicionales de asociación familiar. Las relaciones patriarcales datan de siglos y los movimientos de género ya están aprendiendo que no pueden ser erradicadas en semanas o meses. A veces se requiere el paso de una generación a otra.

Lo peor en fin, es ocultar los problemas. En el pasado, el fascismo llegó a triunfar no porque hubiera inventado la desocupación laboral, la crisis económica, la inflación, el avance del comunismo estaliniano: Todos esos problemas y peligros existían. Pero los sectores democráticos, en lugar de explicarlos y buscar soluciones, preferían esconderlos debajo de la alfombra.

5. Me propuse no escribir este artículo sobre España. Sin embargo, lo que ha pasado en las elecciones en España tiene un innegable carácter paradigmático. De hecho nos confronta con una cantidad de preguntas que no solo tienen que ver con España. ¿Deben ser integrados a la estructura política partidos extremistas como VOX? De hecho ya están integrados. De la respuesta adecuada a esa pregunta dependerá el destino inmediato de esa nación. Sánchez, pagando un alto precio político, integró al extremismo de Podemosotorgándole espacios de gobierno que, naturalmente dilapidaron. Pero si no lo hubiera hecho, Podemos habría crecido desde la oposición mucho más de lo que creció en el gobierno. ¿Debe negociarse con autonomías antiestatales? Probablemente no. Pero no por eso sus demandas van a desaparecer del mapa político y frente a ellas hay que levantar ciertas alternativas.

¿Debe haber en una democracia partidos parias, excluidos de toda posibilidad de asociación? Probablemente sí, pero hay que aceptar que, si no rompen con la Constitución, ellos forman parte legal de la sociedad política. Al fin y al cabo uno tampoco elige a sus vecinos. ¿Debe haber tabúes cuando llega el momento de estabilizar un determinado gobierno? Quizás: la política no es la gobernabilidad, pero sin gobernabilidad no hay política. En fin, todas estas son preguntas que los actores políticos deberán responder a su debido tiempo. Y no es fácil.

La política es, en primer orden, un espacio de confrontación, pero también lo es de diálogo, de compromiso, de negociación. Cada una de estas prácticas requiere de momentos y de lugares específicos. Lo fundamental es no equivocar el momento ni el lugar. Después de todo en política –creo que en la vida también– nadie obtendrá siempre lo que quiere, solo lo que puede. Los límites del poder son los del no-poder. Pero hay que saber reconocerlos a tiempo.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

https://talcualdigital.com/la-invasion-de-los-extremos-por-fernando-mires/

La invasión de los extremos

Fernando Mires

No, no voy a escribir sobre España. Estamos recién en las puertas de lo que serán tanteos, conversaciones, guiños, negociaciones, y todo eso que forma parte del ajetreo gris pero necesario de la política cuando, dejado atrás el momento dramático de las elecciones, lo que viene es crear gobernabilidad. No voy a escribir sobre España, pero sí voy a escribir a propósito de España. Pues si mis conocimientos me alcanzan, España está en Europa y Europa está en el mundo. De modo que algo de lo que pasa por esos otros lares tiene que ver con España, y algo de lo que pasa en España nos toca a todos.

1. Como en toda democracia occidental, en España confluyeron las fuerzas de centro acompañadas cada una de sus respectivo extremos: lo que quedó de Podemos en Sumar, y la que se suponía y no fue, arremetida furiosa de VOX. Pues bien, en España, si sumamos PP y PSOE, ganó el centro y ganó fácil y ganó bien. La decisión está ahora entre los dos grandes “partidos de estado”, como llamó Núñez Feijoo al neo-bipartidismo. A un partido de estado no le alcanzan los votos pactando con su “amigo natural”, VOX. Al otro partido de estado solo le alcanzan pactando con los que deberían ser sus “enemigos naturales”, como los independentistas vascos y catalanes.

Y aquí nos topamos con un tema que nos hace mirar hacia fuera de España. Me refiero a la posibilidad cada vez más creciente de que los partidos de centro se vean obligados a buscar sus posibilidades de acceso al poder, cuando no lo pueden hacer por sí mismos, apelando a la colaboración de los partidos extremos. El dilema lo han vivido los países escandinavos, más Austria, Holanda y pronto comenzará a vivirlo Alemania con el ascenso espectacular de AfD. El presidente de la CDU, Friedrich Merz ya adelantó que una colaboración entre CDU y AfD (Alternativa para Alemania) es viable en niveles comunales. Por cierto, le cayeron todos encima. Pero eso es siempre así al comienzo.

Las posibilidades de reordenamiento político pasan, en la mayoría de los países europeos, aunque también de manera creciente en algunos de América Latina, por la integración de los extremos al orden político tradicional. La particularidad de España es que, mientras los demás países de la región enfrentan a dos extremos, uno llamado de izquierda, otro llamado de derecha, el país enfrenta una triada extremista: el extremismo de izquierda (Podemos o Sumar), el de derecha y el del separatismo nacionalista, cuyas ideologías van más allá de la geometría formada por los tres lados del triángulo clásico: conservador, liberal, socialista.

Lo cierto, lo inevitablemente cierto, es que en los países democráticos estamos viviendo un avance acelerado de los extremos hacia el centro, al que ocupan sin dejar de ser extremos, con lo que de paso se está diciendo que los extremos políticos no coinciden con los extremos geométricos, o lo que es igual: en política, ni el centro está en el medio ni los extremos están siempre en las puntas.

En otras palabras, los extremos en Europa y en América Latina ya no están situados en los márgenes de la política oficial. Por el contrario, forman parte, se quiera o no, del paisaje político. Hecho que nos plantea la necesidad de contar con ellos, e incluso, en determinadas ocasiones, como comienza a ser tendencia en Europa, hacer política no solo en contra de ellos, sino con ellos. En España por ejemplo las acciones concertadas ya son practicadas a nivel comunal y regional: el PP con VOX, el PSOE con la izquierda extrema y en cierta medida con los nacionalismos separatistas.

En el espacio de la política internacional habrá también que contar con países gobernados por extremos y por lo mismo hacer política con ellos. Europa, como ha detectado Timothy Garton Ash, ya no es una comunidad de democracias liberales. Italia, Turquía, Hungría, Polonia, Serbia, ya no lo son. Francia puede dejar de serlo con un triunfo no imposible del lepenismo.

En América Latina, continente de extremismos, los extremos –dícese de izquierda- gobiernan en Venezuela, Nicaragua y Bolivia, y de modo parcial, en Honduras, Colombia, Argentina (cristinismo) y Chile. A su vez, los extremos de derecha han sido gobierno en Brasil con Bolsonaro (cuyas fuerzas se mantienen intactas) y hoy lo son en el Salvador de Bukele. De modo muy perceptible ya se insinúan hacia el futuro con Milei en Argentina, con Kast en Chile e incluso recientemente con Corina María Machado en la Venezuela de Maduro. Y no por último, está aún presente la experiencia ya vivida en los EE UU con Trump, donde la historia no ha terminado. Hoy nuevamente amenaza una reedición de un gobierno de extremos con la posible sucesión de Biden, sea con el mismo Trump, sea con Ron de Santis, o sea con cualquier otra cosa parecida. Demasiados ejemplos para hablar de tendencias aisladas. Por el contrario, hemos de admitir que la instalación de los extremos en la política occidental es parte de una realidad global. Probablemente, más de algún historiador titulará en el futuro los tiempos en que vivimos como el de “la invasión de los extremos”.

2. A primera vista, lo sé, puede parecer discordante hablar de extremos políticos al referirme a fuerzas que en muchos países están convirtiéndose en mayorías o han llegado a ser gobiernos, o a partidos que no están al margen e incluso son mayoritarios en sus respectivas naciones. Conviene entonces precisar qué entendemos aquí cuando usamos el concepto de extremos políticos:

Pues bien, bajo el concepto de extremos políticos me refiero a movimientos, partidos y gobiernos cuyo propósito deliberado es romper con modos y formas de convivencia política largamente establecidas a través de consensos e incluso de leyes.

¿Nos referimos entonces a lo que otros autores llaman neo-populismo? Solo en parte. De los populismos tradicionales, los extremismos políticos han tomado la referencia al pueblo, la relación de comunicación directa entre líder carismático y pueblo, y el estilo épico o heroico de los discursos de sus líderes. Hay, sin embargo, algunos puntos que diferencian al extremismo político de los conocidos momentos populistas. Uno de ellos, quizás el más ostensible, es que, a diferencia del carácter mesiánico de los movimientos populistas del pasado, los movimientos extremistas de nuestra era son reactivos, vale decir, han surgido como rabiosa reacción defensiva no en nombre de un nuevo orden, sino en nombre de la preservación de supuestas tradiciones perdidas. O, lo que es parecido, en nombre de la conservación de valores en vías de desaparecer, supuestamente arrasados por una posmodernidad global que ha escapado al control de los estados nacionales (Trump dixit). Es por eso que los extremismos, sean de izquierda o derecha, son en su mayoría nostálgicos. Otros dicen conservadores. Algunos opinadores los llaman “pasadistas” (en contraposición a los progresistas).

Los extremos de izquierda usando un vocabulario correspondiente al de los movimientos obreros de la sociedad industrial, y los de derecha apelando a supuestos valores conservadores - entre ellos orden, patria y familia- coinciden en disparar hacia el mismo blanco: la democracia liberal. Mientras los primeros ven en la sociedad liberal la dominación del trabajo por el capital (neoliberalismo económico), los segundos ven en el liberalismo político (no así en el económico) la fuente de degradación de los modos tradicionales de vida, declarándose antiliberales (o, con el nombre positivamente asumido por el húngaro Orbán, i- liberales)

3. Estamos hablando de un nuevo conservadurismo, un conservadurismo plebeyo, cuyo lenguaje va dirigido no a una clase elegida sino a las masas. Así se explica por qué el extremismo de nuestro tiempo ha establecido una relación de empatía internacional con gobiernos ultra reaccionarios como es el de la Rusia de Putin.

El dictador ruso, siempre audaz, ha captado esta nueva convergencia y ha procedido a apoyar a movimientos como Agrupación Nacional (AN), AfD y a otros movimientos y partidos reaccionarios europeos a los que ofrece -en las irónicas palabras del citado Garton Ash- "una permanente pensión alimenticia". A Putin, además de la comunidad de valores con estos movimientos (nacionalismo, culto a la religión, patrioterismo y homofobia) lo cautiva el nuevo “antieuropeísmo europeo” -sobre todo anti-UE y anti-OTAN– del que hacen ostentaciones líderes como Marine Le Pen en Francia y Alice Waidel en Alemania, pero también propio a los movimientos de izquierda que comandan Melenchon en Francia, Pablo Iglesias en España, Sahra Wagenknecht en Alemania, y otros. Con ojo avizor, Putin ha entendido que los neo-extremistas -no importa si se llaman de derecha o izquierda - pueden llegar a ser parte de aquel fenómeno que en otros textos hemos llamado “contrarrevolución antidemocrática de nuestro tiempo”. En efecto, tales movimientos, partidos y gobiernos extremistas han logrado ser para Putin similares a los que fueron los movimientos y partidos comunistas para Stalin: caballos de Troya destinados a desestabilizar el orden democrático occidental. Pero esta vez, no en nombre de un futuro luminoso, sino en el de un pasado heroico al que -según la partitura de la derecha extremista- progresistas, liberales y demócratas intentan destruir. Por cierto, al igual que durante la URSS, Putin debe aceptar algunas disidencias.

Así como en el pasado reciente, Ceausescu en Rumania, Tito en Yugoeslavia, Hoxha en Albania, se oponían a la hegemonía de la URSS, también hay partidos extremistas que no se dejan conducir desde la Rusia de Putin, entre ellos el propio VOX de Abascal, Hermanos de Italia de Meloni (no así, Forza Italia de Berlusconi, Liga de Salvini) y Ley y Justicia del gobierno polaco. Pero a Putin eso no parece importar demasiado. Lo importante es que, con o sin su apoyo, cumplan una misión objetiva: horadar los cimientos sobre los cuales están edificadas las democracias occidentales.

4. Los partidos extremistas del presente, a diferencias de tiempos pasados, no se declaran abiertamente antidemocráticos. Más bien se declaran partidarios de un nuevo tipo de democracia. Una democracia donde –de acuerdo con Yasha Mounk- primaría una comunicación directa entre líder y pueblo, más allá de las instituciones. De ahí se entiende por qué, cuando están en el gobierno, sea en Turquía, en Polonia, en Hungría e incluso en Israel, los gobiernos extremistas practican una suerte de inconstitucionalidad desde el propio estado, esto es, en contra de los tribunales de justicia, en contra del parlamento y, por supuesto, en contra de la libertad de opinión y de prensa.

El ideal de gobierno de los extremismos ya no es, como en el pasado, una dictadura, sea fascista o “del proletariado”, sino el de gobiernos fuertes y autoritarios, pero al mismo tiempo, populares. No deja de ser interesante constatar que en Alemania, donde más ha crecido AfD ha sido en los territorios de la ex RDA, a cuya población el comunismo les inculcó un modo de pensar ligado a la obediencia del colectivo frente a una autoridad superior. Como dijo recientemente el cantante Wolf Biermann, quien fuera activo disidente durante la dictadura comunista, “el comunismo les dejo a esa gente la cabeza dañada”. Seguramente no es así, pero el ideal autoritario de la política continúa prevaleciendo ahí con una porfía digna de mejores causas.

No importa a los seguidores de partidos extremistas que el autoritarismo sea de izquierda o de derecha. Lo importante es que exista una autoridad que los libere de los supuestos males que padecen. Una autoridad que ponga coto a dos realidades percibidas como problemas: la “invasión” de los extranjeros y la disolución de la familia patriarcal frente a la “degeneración de las costumbres” provenientes de los movimientos de género como LGBTQ. La agitación de esos dos temas ha bastado a los partidos extremistas, sobre todo a los de “derecha”, para ganar muchas elecciones, sean comunales o regionales.

Naturalmente, los partidos extremistas antes de alcanzar el gobierno actúan de acuerdo con normas establecidas por el derecho constitucional. En la práctica han llegado a ser parte legal de la actual democracia occidental, hecha para quienes piensen y actúen de modo diferente al orden establecido, siempre que no contravengan la constitución y las leyes. El dilema, para las formaciones democráticas es entonces el siguiente: ¿cómo actuar en defensa de la democracia frente a fuerzas emergentes que amenazan sustituir el orden democrático apelando a medios democráticos?

Más difícil es encontrar una respuesta simple a ese complejo problema si se tiene en cuenta que, en su gran mayoría, el nuevo extremismo conservador no proviene desde fuera del paisaje político, sino desde sus patios interiores. La diferencia es que en el pasado existían dentro de los partidos tradicionales y hoy existen fuera de ellos. Muchos de los cuadros y dirigentes de AfD o de VOX, por ejemplo, provienen de las alas de la derecha de partidos como la CDU/CSU o el PP. Eso significa que mantienen vínculos con los partidos conservadores no extremistas. En cierto modo, en el caso del extremismo de derecha europeo, se trataría de un extremismo endógeno y no exógeno con respecto al orden democrático imperante.

Frente al desafío mencionado no hay por cierto una receta única. En Francia, pese a ser un partido mayoritario, el lepenismo ha podido ser bloqueado mediante la formación de agrupaciones democráticas, pero ideológicamente muy heterogéneas entre sí. En Alemania, España y otros países, hay empero comunicaciones entre “los partidos de estado” y los partidos extremistas. En Latinoamérica, en el caso chileno, observamos como las fuerzas extremas del “kastismo” (pinochetismo constitucional) no solo provienen sino, además, convergen con la derecha tradicional sobre la cual ya ejercen cierta conducción hegemónica.

En breve, el extremismo de hoy, más el conservador que el de izquierda, no está desligado del tronco histórico de la política de cada nación. Aislarlo, como ha ocurrido hasta ahora en Francia (nadie sabe hasta cuándo), no será siempre posible. Intentar prohibirlos, significaría negar los propios principios de la democracia liberal. Solo quedan entonces dos alternativas. O integrarlos o competir con y en contra de ellos.

Hay casos, el italiano es uno, en los cuales se demuestra que los partidos extremistas ya no lo son tanto cuando contraen alianzas con partidos no extremistas o cuando se ven obligados a gobernar sobre una ciudadanía que no comparte mayoritariamente todas sus posiciones. Pero también hay casos que demuestran que, en cuanto se hacen del poder, como en Hungría, Polonia y Turquía, tiene lugar –a veces en cámara lenta- un desmontaje de la construcción democrática de esas naciones.

Definitivamente hemos de llegar a la conclusión de que el extremismo político existente en diferentes regiones del mundo occidental, si no es mayoritario, es un factor de poder con el que -más para mal que para bien- hay que contar. Pero también debemos deducir que, si en algunas zonas ha logrado crecer, no es solo porque operen en base a mentiras sino porque seleccionan verdades a las que recanalizan en función de sus objetivos de poder. El crecimiento migratorio, por ejemplo, es innegable, y en diversos países constituye un problema social. Lo peor que se puede hacer sería ocultarlo o, como es usual, minimizarlo. De lo que se trata es de enfrentarlo con decisión, nombrando y no callando la dimensión del fenómeno.

Del mismo modo no es lo mismo agitar las legítimas demandas de género -correspondientes a una verdadera revolución cultural y sexual del siglo XXl- en las grandes urbes, que hacerlo en zonas agrarias y semiagrarias, regidas hasta ahora por normas tradicionales de asociación familiar. Las relaciones patriarcales datan de siglos y los movimientos de género ya están aprendiendo que no pueden ser erradicadas en semanas o meses. A veces se requiere el paso de una generación a otra.

Lo peor en fin, es ocultar los problemas. En el pasado, el fascismo llegó a triunfar no porque hubiera inventado la desocupación laboral, la crisis económica, la inflación, el avance del comunismo estaliniano: Todos esos problemas y peligros existían. Pero los sectores democráticos, en lugar de explicarlos y buscar soluciones, preferían esconderlos debajo de la alfombra.

5. Me propuse no escribir este artículo sobre España. Sin embargo, lo que ha pasado en las elecciones en España tiene un innegable carácter paradigmático. De hecho, nos confronta con una cantidad de preguntas que no solo tienen que ver con España. ¿Deben ser integrados a la estructura política partidos extremistas como VOX? De hecho ya están integrados. De la respuesta adecuada a esa pregunta dependerá el destino inmediato de esa nación. Sánchez, pagando un alto precio político, integró al extremismo de Podemos otorgándole espacios de gobierno que, naturalmente dilapidaron. Pero si no lo hubiera hecho, Podemos habría crecido desde la oposición mucho más de lo que creció en el gobierno. ¿Debe negociarse con autonomías anti-estatales? Probablemente no. Pero no por eso sus demandas van a desaparecer del mapa político y frente a ellas hay que levantar ciertas alternativas.

¿Debe haber en una democracia partidos parias, excluidos de toda posibilidad de asociación? Probablemente sí, pero hay que aceptar que, si no rompen con la Constitución, ellos forman parte legal de la sociedad política. Al fin y al cabo, uno tampoco elige a sus vecinos. ¿Debe haber tabúes cuando llega el momento de estabilizar un determinado gobierno? Quizás: la política no es la gobernabilidad, pero sin gobernabilidad no hay política. En fin, todas estas son preguntas que los actores políticos deberán responder a su debido tiempo. Y no es fácil.

La política es, en primer orden, un espacio de confrontación, pero también lo es de diálogo, de compromiso, de negociación. Cada una de estas prácticas requiere de momentos y de lugares específicos. Lo fundamental es no equivocar el momento ni el lugar. Después de todo en política -creo que en la vida también- nadie obtendrá siempre lo que quiere, solo lo que puede. Los límites del poder son los del no-poder. Pero hay que saber reconocerlos a tiempo.

28 de julio 2023

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2023/07/fernando-mires-la-invasion-de-l...

La muerte y la niña

Fernando Mires

(Alrededor de los libros)

Cuando me enteré del argumento imaginé que al comenzar a leer Limpia, el último libro de Alia Trabucco Zerán, estaba a punto de introducirme en una novela social, de esas que a menudo se escriben en Chile, un país impregnado en todos sus poros por el tema de «lo social», en donde tú no puedes conversar con alguien más o menos «progre» sin escuchar por lo menos un millón de veces la palabra «neoliberal». Nada en contra de «lo social», por supuesto. Tampoco nada en contra de las novelas sociales pues todas las novelas, desde el momento en que describen un medio o un espacio, son sociales.

Más todavía una cuyo personaje central es una asesora del hogar, una criada dicen los antiguos, una «nana» para los niños, una sirvienta como las llaman los momios, una «perla» como les decían antes los alemanes y sabe Dios cuantos nombres más. Digamos, para abreviar, una empleada. Una empleada de casa, para todo servicio. Una empleada llegada del sur chilote a buscar trabajo a Santiago: «Se busca empleada con buena presencia, tiempo completo» ( «puertas adentro», dicen en algunos países), leyó Estela en el diario. Y ahí comienza la historia.

Bien, como les cuento, me disponía a leer una novela social y en las primeras páginas me cayó la chaucha. Estaba leyendo no una narración más, sino la novela de una escritora muy sensible como hace años no ha aparecido una en Chile –creo que desde los tiempos de María Luisa Bombal–. No a una novela-denuncia, sino otra que, partiendo de la realidad cotidiana (digamos para redundar, de la realidad social), eleva sus palabras hasta hacernos ver la realidad de la existencia humana con una profundidad que bordea a la filosofía, pero expresada con palabras simples y a la vez poéticas. Quiero decir, me di cuenta de que a través de la novela Limpia estaba leyendo a un prodigio de esos que aparecen solo de vez en cuando.

No es ni con mucho la primera vez que alguien escribe sobre el oficio de la empleada del hogar. Sin necesidad de «googlear» me vienen a la mente El cuento de la criada de Margaret Atwood, Criadas y Señoras, de Kathryn Stockett, Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin. Todas muy diferentes entre sí, como muy diferente lo es también Limpia. La singularidad de Alia Trabucco, sin embargo, no reside en la descripción del oficio de la empleada, sino en los ojos de Estela. Sí, en los ojos. Quiero decir, en todo lo que ella ve y piensa en la casa donde ha sido empleada: un hogar de clase media profesional en Chile como hay muchos en Chile y en el resto del mundo.

Alia Trabucco sitúa a Estela en un lugar privilegiado, tal vez el único privilegio al que puede aspirar una empleada: enterarse de la vida de los habitantes de la casa hasta en sus últimos detalles, ser poseedora de secretos que los matrimonios no se cuentan entre sí, ser una observadora pública de las más ocultas intimidades. Nada extraordinario en la muy acomodada casa del médico don Juan Cristóbal Jensen y de su distinguida esposa, directora de proyectos urbanísticos (o algo así), doña Mara López, a la que Estela ha visto, para decirlo en chileno, como su marido se la «culiaba» sobre la mesa. A la atildada señora la conoce sin afeites, fea y desgreñada.

Al marido, derrumbado sobre sí mismo, medio borracho, sin compostura, desencantado de la vida y de su propio trabajo. Y a la niña Julia, de la que ella es su «nana», la ha criado con vocación de criada e inevitablemente, pese a los consejos de la madre de Estela, ha llegado a querer con amor materno (la primera palabra que pronunció la niña fue «nana»y no “mamá”) Sobre los tres, Estela sabe más de ellos que ellos, y parte de su trabajo es ocultar lo que sabe.

De este modo, Estela es poseedora de la intimidad de un hogar que no es el suyo y eso le da un poder que no sabe ni puede utilizar, pero al fin es su poder, su único poder. El poder de la observación, que es también el poder de Alia Trabucco Zerán.

Sin embargo, a diferencias de Estela, Alia utiliza su poder para entregarnos una narración que a la vez tiene un poder que pocas narraciones tienen: no decae nunca. Realmente asombroso, porque a la novelística – aún entre los más connotados escritores – pertenece ciertos ocasionales decaimientos, pero a la novela Limpia, no. La intensidad es mantenida por la autora de cabo a rabo, incluso en las reflexiones existenciales que se hace la empleada frente a los acontecimientos de la aparentemente monótona vida hogareña. Pues, aunque parezca a primera vista cursi, lo voy a decir: Limpia es una novela existencial.

Limpia es existencial, no solo porque narra la existencia de tres seres en el marco de un hogar «moderno», sino porque la existencia de Estela se encuentra, a lo largo de toda la historia, cruzada, interferida de modo omnipresente, o en términos filosóficos, sobredeterminada, no por la idea de la muerte, sino por la misma muerte. La muerte de la niña que llevará a la destrucción del hogar, precedida por la muerte de la madre de Estela, por la muerte de una perra amada y por la muerte de un capítulo de la vida de Estela (cuando es despedida).

Esa presencia de la muerte que no deja nunca de irrumpir en la narración de la historia que cuenta Estela a la policía. Esa muerte que anda rondando en cada uno de nosotros por la simple razón de estar vivos y que justamente por ser muerte, da razón a la vida. O al amor.

Siempre que he querido a alguien, imagino su muerte, confiesa Estela, como si nada.

Estela ama a la vida porque presiente y luego conoce a la muerte. La ama recordando a su bello extremo sur, por allá en el concho del mundo, en Chiloé y sus lluvias eternas. A su sacrificada madre, a quien alguna vez, gracias a la platita del sueldo, podrá repararle el techo de zinc. Y en el lujoso barrio de Santiago donde labora, ama a sus recuerdos y no puede jamás olvidar los árboles de su infancia: el arce, el raulí, el pehuen, el arrayán, el olmo. Y en medio de todos esos recuerdos, Estela se las arregla para amar a una pobre perra vaga. Pero sobre todo, a la muy difícil niña Julia. Y todo eso, morirá.

Pero la muerte tampoco es tan simple – Escribe Alia Trabucco – en eso sí estamos de acuerdo. Sucede con ella algo similar a lo que ocurre en el largo y ancho de la sombra. Cambia de persona en persona, de animal, de árbol en árbol. No hay dos sombras idénticas sobre la superficie de la tierra y tampoco dos muertes iguales. Cada cordero, cada araña, cada chincol, muere a su manera.

La muerte es singular y universal, diría un filósofo, si se le pidiera un corolario.
Despojada de los que más amaba, la madre, la perra y la niña, Estela será libre y se confundirá con la masa del estallido social chileno donde, media ahogada, llena de humo y agua, lanza una piedra sin saber a quién, por qué y en contra de qué, y de ahí será llevada al cuartel de policía donde comenzará y terminará su narración. En fin, una novela redonda.

Alia Trabuco Zerán: Estoy seguro que volveré muy pronto a escribir sobre ella. Estoy seguro también que vendrán nuevas novelas y serán muy bellas. Esta escritora lo tiene todo.

Twitter: @FernandoMiresOl

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