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Fernando Mires

Ese inolvidable diciembre

Fernando Mires

Si no necesitamos recurrir a Einstein para saber si el tiempo es relativo, menos lo requerimos para saber si atravesamos un tiempo histórico. A veces este último suele ser muy largo (o muy lento) cuando no está marcado por acontecimientos gravitantes como son los que aparecen en las páginas de la historia, sea esta individual o colectiva. Otras veces, en cambio, irrumpen muchos acontecimientos, y el tiempo se nos va volando. Como en ese diciembre del 2022. Señal inequívoca de que no es el tiempo el que pasa –así dijo Agustín en la Ciudad de Dios– sino nosotros somos los que pasamos en el tiempo. No existe, en verdad, ningún tiempo medible a escala no humana. Somos en el tiempo y, muchas veces, somos el tiempo.

1. Comencemos por lo más espectacular y masivo. Con ese día 18 de diciembre de 2022 cuando la selección de fútbol argentina se tituló campeón mundial con Messi a la cabeza.

Un hecho que quedará grabado en la historia del fútbol y probablemente más allá del fútbol. Entre otras razones porque fue el primer mundial jugado en territorio musulmán.

No faltarán quienes medirán el curso de sus vidas entre antes y después del mundial de Qatar. El mejor mundial de fútbol habido hasta ahora. Incluso quienes no siguen el fútbol con devoción no olvidarán jamás esa tarde cuando dos equipos estelares, Francia y Argentina, midieron sus fuerzas, imponiéndose la supremacía sudamericana después de una tarde de goles, de emociones, de movidas inesperadas, de penales dramáticos, de la lucha secreta entre Messi y Mbappé, y de la coronación del capitán argentino como el mejor jugador del mundo en estado activo. Entendimos entonces por qué el fútbol no solo es el rey de los deportes, sino, además, por qué no solo es un deporte.

El fútbol, creo haberlo dicho otras veces, es un simulacro de la vida. Allí actuamos, aunque sea imaginariamente, con los nuestros y contra los otros, haciendo uso de buenas y de malas artes, con el objetivo de vencer y, si no vemos a la eternidad, logramos al menos presentirla en el curso de esa contienda que proyectamos en 22 hombres que luchan en nuestro nombre.

Luego vendrán las discusiones en la familia, en la cafetería, en la cantina. Y las inevitables controversias inútiles, pero por eso mismo tan importantes: si Messi ha desplazado a Maradona en el imaginario popular, o si cada uno ocupa un sitial diferente en la historia, o si el gesto de Dibú Martínez al final del partido fue una grosería penable por la ley, o tantos otros temas parecidos que llevan a pensar en que, cuando hablamos de fútbol, estamos hablando a la vez de otras cosas que nada tienen que ver con el fútbol.

Dime cómo hablas de fútbol y te diré quién eres, podríamos afirmar: o eres un canalla disfrazado de buen padre de familia, o un nacionalista enfermizo, o un intelectualoide que piensa en la tragedia de la vida, o un comentarista deportivo fracasado, o miles de otras posibilidades. El fútbol y su habla es un espejo del ser. Quizás por eso nos gusta tanto. Sobre esa superficie que es el campo de juego, son proyectados deseos y pasiones, ideales y esperanzas.

2. Hay quienes prefieren vivir sobre la superficie de este mundo y no en sus alturas ni bajuras. Y a veces, como es el caso de los futbolistas, tienen buenas razones. Eso no significa que sean seres superficiales. En eso pensaba cuando los periódicos anunciaron, el 28 de diciembre, el fin de la relación entre el escritor Mario Vargas Llosa y la ya veterana diva, la periodista Isabel Priesley. Dos personas de las cuales nunca me habría ocupado si es que esta separación no hubiese sido asumida por la prensa mundial de un modo tan espectacular y tronante. Como si la Reina de Saba se hubiera separado del Rey Salomón.

Priesley dio a conocer la ruptura a través de la revista Hola. Luego vinieron las declaraciones del escritor. Enseguida los artículos de opinión. La mayoría de ellos apresurados en señalar que el conflicto de la pareja venía desde hace más de dos años, pues ambos personajes públicos compartían mundos irreconciliables. Bien, eso lo sabíamos de antemano. ¿Para qué se juntaron entonces?

El escritor lo explicó así en su ya famoso cuento titulado «Los Vientos», publicado en Letras Libres: «fue un enamoramiento de la pichula, no del corazón, de esa pichula que no me sirve para nada, salvo para hacer pipi».

Eso está claro, todos los grandes enamoramientos son con pichula. Puede haber amor sin pichula, pero enamoramiento sin pichula, no. La pregunta entonces es, ¿por qué, para darle el gusto a la pichula, Vargas Llosa abandonó a su esposa a la que en el cuento decía tanto recordar? Pues, y aquí llegamos al hueso del problema: en su enamoramiento Vargas Llosa no podía hacer otra cosa pues la pichula es la representación popular del falo, y el falo es la representación del más atávico poder de la humanidad, me refiero al ejercido por el macho alfa sobre los demás hombres del clan totémico.

Puede haber sido que Vargas Llosa, a través de la pichula, en representación del mítico falo, hubiera intentado probar que, pese a los años, de los efectos devastadores del tiempo, de su robusto bastón de madera, seguía siendo un hombre sexualmente poderoso. En cierto modo fue la misma intención que buscó simbolizar Dibú, el arquero de la selección argentina, al hacer la figura de un falo para celebrar la victoria frente a Francia. Al futbolista no le bastaba ser campeón mundial, del mismo modo como al escritor no le bastaba ser premio Nobel. En lo más profundo, cada uno anhelaba otro poder: el del macho alfa que muestra su fuerza viril sobre las hembras y los demás machos.

Un poder no solo machista pues si vemos la lista de hombres que exhibe el currículum de la Priesley, encontramos a un cantante famoso, a un conde de no sé cuánto, y a un conocido político. Vargas Llosa, en esa fila, solo fue su más reciente trofeo. Un premio Nobel, nada menos. Háganme eso amigas; ni la Ava ni la Marilyn pudieron tanto (a la Isabel solo le falta Messi en la lista, escribió un travieso tuitero)

Vargas Llosa ha demostrado de modo intrafísico que, en el fondo de cada alma, incluso de las más sublimes, habita un inquilino paleolítico dispuesto a defender sus posesiones, desafiando al público con su fálico poderío. Por eso es que en la separación de Vargas Llosa no veo una tragedia personal: pero sí veo la tragedia de la vida que, queramos o no, avanza hacia el lugar donde avanzan todas las vidas: el de la nada. En otras palabras, Vargas Llosa nos ha dado a conocer la tragedia del ser que no quiere dejar de ser lo que fue, o lo que quiso ser.

Fiel a su profesión ha hecho de su persona un personaje de novela. La de un intelectual que habiendo escrito en contra de «la sociedad del espectáculo» entró en los laberintos de esa misma sociedad, para retirarse hastiado de ella. La de un viejo que, en lugar de acogerse al tibio cobijo, decidió mostrar hasta el último su fálica voluntad de ser. Puede que Vargas Llosa, como todos los humanos, sea también un ser errático. Pero inconsecuente, no ha sido.

3. Lamentablemente, hemos de volver al fútbol. Digo lamentablemente porque un día después de la separación de Isabel y Mario, el 29, murió el Rey del fútbol, Edson Arantes do Nascimento.

Pelé tuvo el tino de morir después de finalizado el mundial. Si hubiera muerto un poco antes, habría producido un tajo profundo en medio de la algarabía. Murió justo cuando comenzaba la discusión acerca de quien había sido el mejor jugador del mundo: si Messi, Maradona –algunos agregaban Di Stéfano– o Pelé. La muerte de Pelé puso fin a la discusión. No como una señal de duelo, sino debido al hecho de que a nadie se le recuerda más y mejor que cuando ya no está.

La presencia de la ausencia es la más intensa de todas las presencias. Pelé nos obligó a mirar hacia atrás, hacia aquel mundial del 58 en Estocolmo, cuando aun siendo niño, la bajó con el pecho al muslo, dio una media vuelta y la clavó en el arco sueco a través de un ángulo imposible. Todos lo supimos: ese día había nacido un genio.

Para precisar: El título de genio era reservado en la antigua Atenas a quienes por una u otra condición estaban situados más cerca del reino de los dioses que el común de los mortales. De acuerdo a ese genio llamado Sócrates (el filósofo, no el futbolista), todo genio debía ser literalmente mediocre. Mediocre, pues está situado en el medio, entre lo divino y lo humano. Pelé, en sentido griego, habría sido un perfecto mediocre. De eso han quedado, afortunadamente, testimonios.

Me pasé media tarde contemplando no solo sus goles, también sus jugadas, sus fintas, sus pases y, sobre todo, sus cambios de ritmo. Nunca he visto a un futbolista cambiar de tantas velocidades por segundo en el transcurso de una jugada cuyo desenlace parecía adivinar antes de ser iniciada. El mismo Pelé se dio cuenta del fenómeno que él había sido: mirando algunos videos, no pudo sino exclamar: «Yo fui el mejor». «Después de mí se paró la máquina». Lo dijo como si hubiera estado viendo a otro que no era él.

De vez en cuando aparecen en este mundo los llamados genios. Puede ser un Shakespeare o un Cervantes, un Miguel Ángel o un Leonardo, un Bach o un Mozart, un Einstein y hasta un Pelé. Todos seres de este mundo pero que, por momentos, parecieran haber sido tocados por una mano que no es de este mundo.

Como si Alguien hubiera querido mostrarnos que en lo humano se esconde una potencia superior, algo más allá de lo humano. Algo que está sobre el falo y, por supuesto, mucho más más allá de la pichula.

Dios está en todas partes, y si somos en Dios, podemos ser Dios. La frase no es mía. Fue una de las más discutidas de ese pensador de Dios, el papa teólogo Benedicto XVI, alias Joseph Ratzinger.

4. El último día de diciembre y del año, el 31, murió Benedicto XVI, el primer Papa que no quería ser Papa. Probablemente dedujo que podía pensar a Dios, situado más cerca de la muerte que de la vida. Sí: digo pensar. Porque para Benedicto, el pensamiento nos lo dio Dios para que nos pusiéramos en comunicación con Él, no solo como en un acto de contemplación, o de pasividad, sino en la vida activa. ¿Fueron esas las razones que llevaron a Benedicto a aceptar el nombramiento que nunca había buscado, el de Papa?

El Papa fue durante el Renacimiento, Rey de la Cristiandad. En la era moderna, su influencia es más espiritual que terrena. A diferencia de muchos teólogos, Benedicto, calificado de conservador, asumió plenamente el legado de la Ilustración. Para vivir en el espíritu es necesario separar la lógica de la fe (del pensamiento que lleva a la fe) de la razón política. Así lo especificó en diversas ocasiones. Fue, por lo mismo, enemigo de las ideologías integristas (que hoy intentan reactivar mandatarios como Putin y Orban) pero también de quienes, amparados en la fe, intentaron convertir el mensaje del crucificado en una ideología revolucionaria.

Jesús podría haber sido Barrabás, el guerrillero que también murió en la Cruz, pero su misión era otra, escribió Benedicto. Jesús era Dios. Hecho hombre, pero Dios. Su voz nos llega fuera de este mundo, pero va dirigida al mundo en donde somos y estamos. Lo importante –repetía hablando en términos agustinos– es no «olvidar» a Dios. El mal solo aparece ante la ausencia de Dios, el mal es un producto del «olvido de Dios». (Heidegger, recordemos, nos hablaba del «olvido de ser»).

Benedicto no solo pensaba en este mundo, pero la Iglesia, su iglesia, sí era de este mundo. Reorientarla, aunque fuera en parte, hacia el reino de Dios, fue su propósito. Persiguiéndolo, estaba destinado a fracasar, como fracasó el mismo Cristo sobre la tierra. Con seguridad sabía que el ser humano solo puede llegar a la verdad fracasando, vale decir, cometiendo errores.

Pues nuestro ser es errático. Por eso, cada vida, aún la más divina, es una simple búsqueda. Después de todo vinimos a este mundo a buscar lo que nunca encontraremos pero sabemos que existe. El ser es un animal metafísico, no recuerdo quien lo dijo. No todos, por supuesto. Hay algunos que son muy intrafísicos. Pero ya escribí sobre Dibú Martínez.

5. Diciembre del 2022 fue un mes de muchas historias. Sin embargo, en Europa, no solo climáticamente, esas historias han sido ensombrecidas por una guerra criminal desatada desde el Kremlin por un malvado dictador quien, en nombre de la Santa Rusia, arrasa con una nación europea reconocida desde 1991 por las Naciones Unidas como libre, independiente y soberana.

Alucinado por un pasado imperial supuestamente glorioso, por un cristianismo anticristiano, por una concepción delirante de la vida, Putin busca anexar a un país vecino, ante el espanto de todos los seres honestos del planeta.

Rusia, la Santa Rusia es una proyección enfermiza de Putin. Cada vez que habla de Rusia, de sus derechos naturales, de sus espacios vitales, solo habla de él mismo. Como suele suceder con los dictadores, cuando escapan a todo control constitucional, Putin ha confundido a su país con su miserable persona.

Rodeado de lacayos cree ser heredero de los zares y de Stalin, a quien intenta reivindicar. Persiguiendo ese objetivo, ha conferido –gracias al apoyo de la oscurantista iglesia ortodoxa rusa– a su programado genocidio, el carácter de una cruzada religiosa. Ha logrado así catalizar en torno a su persona a la mayoría de las dictaduras del mundo.

Se muestra una vez más que la historia, en contra de lo que imaginan las ideologías positivistas y marxistas, no sigue ningún plan determinado. La historia está sujeta a la contingencia, incluyendo la aparición de dictadores que cada cierto tiempo se erigen en representantes del principio de la muerte por sobre el de la vida. Ese es precisamente el nexo que une a Hitler, Stalin y Putin. Contra la hegemonía de ese principio, lucha hoy Ucrania, apoyado por la inmensa mayoría de los países democráticos del planeta. No es todavía una guerra mundial, pero sus dimensiones son mundiales.

Ucrania es, o ha llegado a ser, la vanguardia de las democracias del mundo. Por eso mismo, los gobernantes de los países democráticos, han visto en Volodomir Zelenski, el anti-Putin.

El 21 de diciembre de 2022, Zelenski viajó a los EEUU, no a recibir órdenes de Biden, como difamaban los putinistas, sino a sellar un pacto de unidad interoccidental con el presidente de un país que, se quiera o no, ha sido un baluarte en defensa del espacio democrático mundial.

EE UU. está muy lejos de ser una nación de ángeles. Algunos de sus gobiernos han cometido pavorosos errores. Nadie puede negar que la guerra en Vietnam adquirió formas genocidas, que la segunda guerra a Irak destruyó a una nación cultural para convertirla en lo que es ahora, un nido de terroristas, que la ocupación de Afganistán fue una aventura sin pies ni cabeza (sus resultados están a la vista).

EE UU. está condenado, por su poderío militar y económico, a ser un imperio global. Pero, hasta ahora, ha seguido siendo, a pesar de todo, una nación democrática. En los tres grandes conflictos mundiales, ayer contra los imperios de Hitler y Stalin, hoy contra el imperio de Putin, los EE UU. han sido una garantía en la defensa de la democracia. No deja de ser un mérito histórico.

Hacia EE UU. viajó Zelenski el 21 de diciembre, el primer viaje emprendido por el presidente ucraniano desde la invasión rusa. No solo por eso tiene una enorme fuerza simbólica. Zelenski viajó a los EE UU. donde rige la democracia más antigua de la modernidad, en su calidad de presidente de Ucrania, donde rige la última (es decir, la más reciente) democracia de la modernidad. Pero, además, Zelenski, viajó como representante de las naciones liberadas del imperio ruso después del colapso de la URSS. Todas esas naciones, con la excepción de la Hungría de Orban, han logrado conformar el núcleo duro de la resistencia internacional a Putin, rango que seguramente será proyectado hacia el futuro. Y no por último, el encuentro entre Zelenski y Biden dio un nuevo vigor a una unidad que, bajo los tiempos de Trump, estaba en franco deterioro: la unidad política y militar trasatlántica.

Biden parece haber entendido perfectamente el mensaje de Zelenski. La guerra de Ucrania es y será decisiva para el futuro del mundo democrático. Putin no puede ni debe ganar.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

El cambio de los tiempos

Fernando Mires

En sentido literal Zeitenwende se traduce como «cambio de los tiempos», expresión que tiene cierta resonancia bíblica. La idea, sin embargo, es otra. Tiene que ver con un nuevo capítulo de esa novela interminable que es la historia universal. Punto de inflexión lo llaman otros. Como sea: la intención parece ser clara: hemos entrado a otra fase del desarrollo histórico, marcada pero no creada, por la guerra de invasión de Putin a Ucrania.

El concepto Zeitenwende ha sido usado por el canciller alemán Olaf Scholz en diversas ocasiones. No obstante, faltaba afinarlo. En un reciente artículo, titulado precisamente Zeitenwende, Scholz lo hizo. Ese artículo publicado en Foreign Office, será documento de referencia cuando llegue el momento de escribir la historia de los momentos que estamos presenciando. Como toda argumentación, la de Scholz generará controversias. Lo que nadie podrá adjudicarle es falta de claridad. De acuerdo a ese estilo, Scholz caracteriza «el cambio de los tiempos» y luego intenta ubicarlo en sus relaciones de tiempo y de lugar.

¿Cuándo comenzaron a cambiar los tiempos?

El punto de origen de los cambios de los tiempos está puesto por Scholz en las relaciones de poder configuradas después de las revoluciones democráticas que pusieron fin a la URSS (1990) y con ello a la dualidad determinada por la existencia de dos bloques geopolíticos antagónicos. Según Scholz, ese gran acontecimiento abrió la transición que lleva desde un mundo bipolar a uno multipolar.

Desde un comienzo Scholz establece que, en ese nuevo orden, China ocupará un lugar decisivo, pero no determinante ya que tanto EE UU como China no conformarán una nueva bipolaridad, pero sí serán partes principales de una multipolaridad emergente.

Interpretando a Scholz, la que está siendo confirmada es una multipolaridad no solo económica sino, además, tecnológica, militar, digital, y no, por último, con tendencias hacia una democratización creciente al interior de diversas naciones.

Luego, la visualizada por el canciller alemán no solo sería una realidad multipolar sino, además, polifacética. En palabras que no son las de Scholz, estaríamos nada menos que frente a una revolución global de carácter multidimensional.

Pero como todo gran proceso histórico, el iniciado en la última década del siglo XX deberá contar con una reacción también mundial. Así se explica por qué el nuevo orden propuesto por Putin después de la invasión a Ucrania es visto como una reacción en contra del orden multipolar y polifacético que se avecina. Por eso no debe extrañar que Putin, más que en Rusia, sea seguido por las derechas y por las izquierdas más reaccionarias de Europa. Para las primeras, aparece como un baluarte de la tradición patriarcal, religiosa y nacionalista de la premodernidad. Para las segundas como un representante de las autocracias antioccidentales del ayer llamado tercer mundo, ya sea en Asia, África y América Latina.

Visto así, el nuevo orden de Putin, según Scholz, no sería más que un intento del gobernante ruso para revertir la, por la llamada, «catástrofe geopolítica» que llevó al fin del imperio soviético. Un intento desesperado por reconstruir el imperio ruso, aunque sea bajo otro nombre y otras formas. Scholz: «el brutal ataque de Rusia contra Ucrania en febrero de 2022 marcó el comienzo de una realidad fundamentalmente nueva: el imperialismo había regresado a Europa».

En el marco del nuevo orden mundial, Alemania, según Scholz, deberá ser un garante de la seguridad europea, incluso más allá de la guerra de Ucrania. Ese nuevo rol implica asumir responsabilidades hegemónicas no solo en los espacios económicos, sino también en los políticos y militares. ¿Por qué tardó tanto Scholz en darse cuenta de esa nueva realidad? Es una pregunta que a menudo nos hacemos quienes seguimos el día a día de los acontecimientos políticos.

Aprendiendo de la historia

Para responder a la pregunta planteada, hemos de tener en cuenta que Scholz hoy, como Merkel ayer, es un «Realpolitiker», es decir, alguien que no da un paso más allá de la realidad inmediata. Rusia, primero con Yelzin, después con Putin, aparecía como un muy confiable socio semi-europeo, a quien le fue ofrecido incluso la posibilidad de que ingresara a la OTAN. Lo que no captaron los gobernantes y políticos alemanes, Scholz entre ellos, es que en Rusia coexistían dos tendencias históricas, y esas a su vez cruzaban la mente de Putin: las llamaremos, una tendencia liberal y una tendencia despótica.

Mucho menos pudieron darse cuenta de que esas tendencias estaban inclinadas desde el primer momento hacia el lado despótico. Fue así que la toma abierta de posiciones de Yelzin a favor de la Serbia mini-imperial de Milosevic en la guerra de los Balcanes, no pareció preocupar a los geoestrategas de occidente.

Después de todo, como consecuencias del 11 de septiembre, Putin parecía respaldar la lucha en contra del terrorismo internacional y por lo mismo dio su apoyo a la guerra en Afganistán e incluso a las descerebradas aventuras de Bush en Irak. Más todavía: Putin parecía unir sus fuerzas a la campaña militar en contra del ISIS. Recordemos como Obama quiso creer que la ocupación de Siria por Rusia fue llevada a cabo en contra del extremismo islamista. Cuando los ejércitos de Putin comenzaron a arrasar Siria en defensa de la dictadura de Bashar al Assad, y convirtieron a ese país en un protectorado militar ruso, ya era demasiado tarde.

Hizo bien Scholz al recordar estos hechos. Sin ellos no podríamos entender las razones que llevaron a Putin a invadir a Ucrania el 2022. También hizo bien al recordar el inesperado discurso pronunciado por Putin en la conferencia de seguridad en Munich (2007) dirigido abiertamente en contra de EE UU y de los países del pacto atlántico. Putin, visto ahora en retrospectiva, ya había cambiado de línea. Un año después de ese discurso, Putin iniciaría una carnicera guerra en contra de Georgia a la que arrebataría importantes territorios. Y hacia el interior de su país, Putin convertía a la incipiente democracia legada por Yelzin, en una autocracia. Entre el liberalismo y el despotismo, de acuerdo a la tradición rusa, Putin ya había tomado partido por el despotismo.

Fue a partir de esos años cuando inició una sistemática campaña de aniquilamiento en contra de opositores. Muchos de ellos fueron asesinados. La mayoría, envenenados.

Las sangrientas tres guerras a Chechenia (que Scholz no menciona) y a Georgia, obligaron a las naciones que limitaban con Rusia a solicitar su ingreso a la OTAN. Fue la expansión rusa, por lo tanto, el hecho que llevó a la ampliación de la OTAN el año 2009 y no la ampliación de la OTAN la que llevó a la expansión rusa, como intentan tergiversar políticos antioccidentales de Occidente. A la vez, fue precisamente en esos años cuando la mayoría de los gobiernos europeos, sobre todo el alemán, intensificaron su dependencia energética con respecto a Rusia, creyendo tal vez que estas apaciguarían los proyectos imperiales que ya Putin ni se molestaba en ocultar. Ese fue el gran error de la política alemana, reconoce con honestidad, Scholz. Error que sería remachado el 2014 con la invasión de Rusia a Crimea y la ocupación militar de los territorios del Donbas en el Este de Ucrania.

La guerra a Ucrania comenzó el 2014, reconoce Scholz sin decirlo de modo textual. De otra manera no se entiende cuando afirma que en los ocho años que median entre las anexiones del 2014 y las del 2022, la política alemana (y europea) se orientó a impedir el escalamiento de la guerra. En ese contexto, tuvo lugar el «formato de Normandía» (2014) destinado a impedir la continuación de los enfrentamientos militares entre Rusia y la resistencia ucraniana, así como los acuerdos de Minsk (2014 y 2015), que Putin nunca cumplió. La política de contención de la UE y de los EE UU fracasó estrepitosamente. De esa verdad hay que partir.

Sin embargo, Scholz –y tal vez esta sea la diferencia que lo separa de gobernantes como Orban, Erdogan y Macron– parece haber sacado las conclusiones correctas de sus indecisiones. Scholz, en efecto intentó, al igual que Macron, un retorno al periodo prebélico. Pero más tarde comprendió que no se puede bailar en dos bodas a la vez. Que no se podía apoyar a Ucrania y a la vez pagar a Putin por el gas para que invirtiera ese dinero en armas en contra de Ucrania, que la que tenía lugar en Ucrania era el comienzo de una guerra en contra del occidente político, que Alemania debía adaptar su economía a las nuevas condiciones y que había que erigirse en un adalid de la unidad política y militar europea.

Los críticos «economicistas» al apoyo europeo a Ucrania arguyen que Alemania y las economías europeas se dispararon un tiro en el pie con las sanciones económicas a Rusia. Pero ¿cuál era la otra alternativa? ¿Financiar a Putin en contra de Ucrania? Hay que ser definitivamente muy limitado para sostener esa tesis, sobre todo cuando se hace en nombre de una paz que nunca ha buscado Putin.

La Europa democrática sabe que de la guerra no obtendrá ganancias, pero también que, si no apoya a Ucrania, las pérdidas serán inconmensurables. En razón de esa conclusión se explica la terminante decisión de Scholz: «Alemania mantendrá sus esfuerzos para apoyar a Ucrania durante todo el tiempo que sea necesario». Para los que quieran leer entre líneas, un claro mensaje a Macron.

Cuatro puntos cardinales

No por casualidad el artículo de Scholz fue publicado el mismo día en que el presidente francés, en una de sus ya clásicas jugadas en posición adelantada, abogaba por dar a Putin garantías sin especificar el carácter de esas garantías, aunque todo el mundo sabe que en una guerra territorial toda garantía debe ser territorial.

Para Scholz, el curso de los nuevos tiempos parece estar más claro que antes. Frente a esos tiempos que ya llegaron, Scholz propone una política de cuatro puntos. Sintetizando, son los siguientes:

  1. Europa ha entrado definitivamente a una época de rearme militar. Si Rusia es imperial, como la caracterizó el canciller alemán, Europa deberá protegerse frente a un imperio. Es por esa razón que los presupuestos militares han sido elevados notablemente en Alemania. En el mismo sentido, la alianza atlántica deberá ser fortalecida e incluso ampliada. La ayuda militar de EE UU es y será irrenunciable, pero Europa debe estar en condiciones de enfrentar a sus enemigos sin depender de terceros.»Crucial para esa misión» –agrega Scholz apuntado otra vez a Macron– «es una cooperación cada vez más estrecha entre Alemania y Francia, que comparten la misma visión de una UE fuerte y soberana».
  2. Alemania no puede volver a caer en una dependencia energética con países gobernados por dictaduras. En esa línea plantea Scholz una nueva política con relación a China cuyo objetivo deberá ser mantener todo tipo de relaciones económicas sin caer en una dependencia similar a la que cayó frente a Rusia.
  3. La guerra en Ucrania ha mostrado la necesidad de que Alemania reoriente su política energética, estimulando en un corto plazo, como ya lo venía haciendo antes de la guerra, las inversiones en energía solar y eólica. En plazos más largos –plantea Scholz– «(hacia) el 2030, al menos el 80 por ciento de la electricidad que usan los alemanes será generada por energías renovables, y para 2045, Alemania logrará emisiones netas de gases de efecto invernadero cero, o «neutralidad climática».
  4. Las relaciones internacionales no deben apuntar a favorecer una reedición del bipolarismo. En ese punto Scholz no comparte en su totalidad las posiciones del gobierno y de la oposición republicana en los EE UU, en el sentido de que la contradicción principal del futuro deberá ser dirimida entre China y los EE UU. China es un actor global muy importante, pero, a diferencia de Rusia, favorece a la globalidad y no a la regionalidad. La historia, enfatiza Scholz, no se repite. Los conflictos de occidente con China son de índole predominantemente económico. Eso no lleva por cierto a reeditar la «política de cerrar los ojos», practicada por Europa frente a Rusia. Occidente está formado por «sociedades abiertas» (Scholz usa la expresión de Popper) y naturalmente está obligado a solidarizar con todos los movimientos democráticos de diferentes zonas de la tierra. «Ningún país está obligado a ser el patio trasero de otro».

El valor de las palabras

Zeitenwende, Cambio de los Tiempos, artículo escrito por Olaf Scholz, un documento cuyo valor es haber surgido de las peores experiencias por las cuales atraviesan las naciones: las de la guerra. Su significado es testimonial. Pero, además, diseña una estrategia militar, política y económica en dirección al futuro inmediato. Nadie debe esperar que los puntos allí ordenados serán cumplidos de modo exacto. La historia es una caja de sorpresas y nunca se ha dejado regir por textos o por planes. Pero al menos son, las de Scholz, palabras que reflejan el propósito de un gobernante por aprender de la historia, buscando alternativas, sin perseguir un objetivo ideológico, ni una utopía, ni un fin de mundo. Deben ser por lo tanto leídas, estudiadas, discutidas y pensadas.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Cuba: ese tiempo que pasa y nunca se va

Fernando Mires

¿Son dos historias contrapuestas? Si es así, al leer «Personas Decentes» de Leonardo Padura podríamos decir que lo hacemos como si fueran dos novelas en una. Por un lado, leemos la que trascurre a comienzos del siglo XX. Por otro, la que se desarrolla en los comienzos del siglo XXI. Cada una marcada por un acontecimiento que concita la atención e incide en la vida de casi todos los habitantes de la isla. En la primera, el avance del cometa Halley (1916) que, según los astrónomos iba a terminar con el planeta Tierra, mientras los cubanos cantaban «a singar a singar, que el mundo se va a acabar». En la segunda, marzo del 2016, la visita de Obama y después la de Los Rollings Stones a la isla. Pero esta vez los cubanos no cantaban, hasta para eso habían perdido las ganas.

El primer acontecimiento trae consigo la posibilidad de «un fin de mundo». La segunda, la posibilidad del comienzo de una nueva era (mini Perestroika cubana, la llama Padura). Al final ninguna de las dos cosas. Tanto el cometa Halley, como Obama y Los Rolling Stones pasaron y siguieron de largo, sin dejar huellas detrás de sí. Dos estrellas fugaces que demuestran, de un modo no muy simbólico, que la historia de Cuba está hecha de materiales duros, a prueba de un tiempo que pasa y nunca se va, de ese pasado hecho presente que de modo subrepticio aparece en todas las novelas del ya famoso escritor.

Surgen entonces preguntas elementales ¿Por qué Padura escribió dos novelas en un solo libro? ¿Intentó jugar a Faulkner como lo han hecho casi todos los novelistas latinoamericanos? ¿O no son dos novelas ? Mi respuesta tentativa fue: depende de a quien veamos como personaje central. Y bien, desde un punto de vista narrativo, los dos «héroes» no pueden ser más diferentes.

En la primera novela (primera desde el punto de vista cronológico) el «héroe» es un proxeneta, Alberto Yarini y Ponce de León, aristocrático y multimilllonario devenido por su popularidad submundera en carismático político de masas. En la segunda es el ex inspector policial con sueños de escritor, el nostálgico y a veces depresivo Mario Conde a quien los que seguimos las novelas de Padura ya consideramos un viejo amigo.

Conde a su vez intenta escribir una novela sobre Yarini, de modo que Conde es también, de un modo muy indirecto, el narrador de la primera novela. Claro, existe también la otra mencionada posibilidad: que la narrada por Padura no sean dos historias sino dos episodios de una misma historia, la de la tortuosa historia moderna de Cuba. Bajo ese supuesto sería, la que he leído, una sola novela donde el actor principal no es ni Yarini ni Conde, sino Cuba. O podríamos también decir: Cuba en dos tiempos: el tiempo de la prerrevolución y el tiempo de la postrevolución, los dos sobredeterminados, en la imaginación de Padura, por el tiempo de la revolución, uno que se anuncia desde 1910, y que ya ha pasado sin pena ni gloria en el 2016. Si ese fue el propósito de Padura –y parece que ese fue– quiere decir que Padura procedió no solo como novelista sino como historiador. O, si usted prefiere, como un novelista-historiador.

La novelística y la historiografía son hermanas y algunas veces, gemelas. Quiero decir que la una se sirve de la otra. Una historia bien escrita –desde Homero a Orlando Figes– menos o más que una obra científica es también una obra literaria, aunque muchos historiadores que se las dan de «científicos» opinen lo contrario.

Una diferencia, aparte de los diálogos, es que en la novelística los hechos están puestos al servicio de la narración y en la historiografía la narración está puesta al servicio de los hechos. Por eso, desde el momento en que un historiador inventa un hecho, deja de ser historiador y se convierte automáticamente en novelista. No así si el novelista narra un hecho tal como ocurrió. En esa eventualidad, lo importante es que lo narre como si fuera imaginario.

Otra diferencia, quizás la esencial, es que la historiografía tiende a seguir una secuencia cronológica y la novelística suele permitirse la alteración de los tiempos. En ese sentido, aunque parezca raro, la novelística podría ser entendida como una expresión narrativa aún más realista que la historiografía. Para comprobarlo basta que nos conozcamos a nosotros mismos. ¿No nos pasamos gran parte de la vida recordando e imaginando?

Los recuerdos nos sobrevienen de repente, sin ninguna linealidad temporal. A su vez, las imaginaciones, dirigidas hacia el futuro, suelen carecer de un tiempo determinado. En efecto, pocas veces estamos situados de modo exacto en los momentos que nos otorga el presente. Como aduce el mismo Padura: «Si estás deprimido, estás viviendo en el pasado. Si estás ansioso, estás viviendo en el futuro. Si estás en paz, estás viviendo en el presente» (p.152). Entre la depresión que viene del pasado y la ansiedad que surge hacia el futuro, la paz del presente es un oasis.

Mario Conde, como cada uno de nosotros, vive en los tres tiempos partiendo del pasado. Pero además de vivir el pasado, trata de entenderlo. Ahora, solo podemos entender el pasado si entendemos al pasado de ese pasado. Esa es la razón que permite explicar por qué, esta vez con alma de historiador, Conde o Padura (da lo mismo) retrocede a un pasado ocurrido antes de que ellos hubieran nacido. Hacia esa Cuba del 1916, la del cometa Halley, la de quienes creían vivir en la Niza de América, la Isla de las Mujeres Bellas, y, por cierto, de los magnates cafiolos disputando territorios puteros como si fueran gangsters de Nueva York.

Pero la historia –es una novela– comienza con el futuro de ese pasado. Nada menos que con la visita de Obama y de Los Rollings Stones en marzo del 2016. A la vez comienza, no podía ser de otra manera, con un crimen. Con un crimen horrendo, con huellas de saña y odio: un cadáver con tres dedos menos y con el pene cortado.

El viejo Reynaldo Quevedo, el muerto, había sido un esbirro «cultural» del dictador al que –tal vez por algún pacto con la nomenklatura isleña– Padura nunca nombra por su nombre y, aunque no puede ni quiere ocultarlo, su fantasma aparece por todas partes determinando la biografía y el sufrimiento de muchos seres. Respetando a Padura lo llamaremos de aquí en adelante con el nombre de El Innombrable.

Bien, Quevedo fue un fiel perro de presa de El Innombrable. Un inmoral sin límites, perseguidor de artistas, literatos, entre ellos Lezama Lima, Virgilio Piñeira, Alberto Márquez, y muchos más a quienes les dio a elegir entre el exilio y el suicidio, en fin, un delincuente de tomo y lomo que actuaba, como muchos similares, en nombre de la revolución. Por si fuera poco, de una revolución que nunca hubo. Y lo que es peor, de una revolución a la que los grises dictadores de la Cuba de hoy siguen nombrando en tiempo presente en ese tiempo que pasa y nunca se va.

Hubo y hay muchos «quevedos» en la Isla, reflexiona Mario Conde. Con ello, sin proponérselo, está aplicando la teoría de la microfísica del poder según Foucault, la de ese poder atomizado que hizo decir a Adorno que el fascismo solo había sido posible debido a la existencia de “pequeños fascistas” cuyo cometido es controlar el poder desde los dormitorios de cada casa. De tal modo que, a través de sus pesquisas, el ex inspector Conde busca, si no hacer justicia –eso es imposible– mantener vivo el recuerdo de ese pasado que no se va y que no se irá mientras los cubanos sigan viviendo bajo la sombra siniestra de El Innombrable corporizado en los muchos «quevedos» que habitan en la Isla.

Sin embargo, y ahí reside la imaginación historiográfica de Padura, El Innombrable y su tiempo no llegaron de la nada. Por eso Padura retrocede en el tiempo y narra otra historia, la historia de un nombrable: Alberto Yarini, el rey de los puteríos habaneros.

El provinciano policía Arturo Saborit, convertido en sirviente personal de Yarini, narra la historia de su amo. Una historia que, igual a la de Conde, está surcada por crímenes que el inspector se encarga de descubrir de modo fácil, tan fácil como para que uno entienda que la importancia de la narración no reside en los crímenes sino en la persona imponente de Yarini: un líder sexual, ciudadano y político. Una figura erótica y avasalladora a la vez. Un personaje destinado a ser seductor, amado y odiado. Una encarnación del carisma del poder. Ante esas descripciones, que Padura nos disculpe, es imposible no pensar en el Innombrable que vendría después. Y aunque parezca insolencia a más de algún beato de esos que hoy merman en la izquierda latinoamericana, entre el cafiche Yarini y El Innombrable hay no pocos paralelos.

Ambos siguen distintos códigos y para ambos esos códigos son inquebrantables. Yarini no viene de la lucha armada, pero muere como un combatiente heroico, acribillado por los pistoleros de la mafia del proxeneta rival. El otro, después de haber vivido como un dandy revoltoso, llegó de la Sierra, pero murió en su cama. Uno se decía conservador, el otro se decía revolucionario. Y, sin embargo, comparten principios similares, entre ellos los de una Cuba libre de incumbencias extranjeras, un sentido heroico de la vida, y un moralismo cuyo objetivo es trazar la raya que separa a sus amigos, las personas decentes, de sus enemigos, las personas indecentes.

No sé si lo hizo con intención, pero cuando Padura describe a Yarini después de su muerte, no estaba hablando precisamente de Yarini: «Yarini fue la exageración, la amplificación, la hipérbole macabra de un estado social enfermo y de una condición moral en crisis profunda» (p.408) Dicho en breve, al igual que El Innombrable, Yarini fue visto y amado como un redentor que nunca fue.

Uno viene de un mundo de putas, tolerante con los homosexuales. El otro ilegalizó a las putas y persiguió a homosexuales hasta el punto de mandarlos asesinar en masa. Pero a la postre, terminó más que Yarini, emputeciendo a Cuba. Y no solo en sentido figurado: bajo otros mantos ideológicos, la isla sigue siendo lo que era en 1910, un país donde, como en el pasado, muchas mujeres a fin de sobrevivir se ven obligadas a oficiar de jineteras.

Las diferencias es que en las de hoy –acota Padura– hay algunas que ostentan título universitario, lo que las hace más interesantes para los ávidos turistas. En fin, un país en donde se sigue rindiendo culto al hombre fuerte, y cuando no hay ninguno vivo (Díaz Canel es cualquiera cosa menos un hombre fuerte) a un hombre muerto, o a uno vivo pero lejano, como a ese genocida llamado Putin, quien, ante la presencia servil de su mediocre colega tropical, hizo levantar en Moscú una estatua a El Innombrable cubano.

Y en eso llegó Obama y La Habana fue una fiesta

Conde, mientras investigaba el crimen, no tenía ninguna esperanza ni en Obama ni en Los Rolling Stones. Conoce a los de arriba, sabe que no están dispuestos a ceder ni un solo pedazo de poder. Piensa que la que vivía en la Isla con tan honorables visitas solo eran unas breves vacaciones. Presiente que después de que las visitas se vayan, seguirán hundidos en el mismo charco de siempre. Sin un Yarini, sin un Innombrable, pero bajo el peso de la noche que ambos, y otros como ellos, dejaron detrás.

Un mundo donde el envilecimiento, la corrupción y la traición son las pruebas que permiten definir a una persona como «decente».

A pesar de todo, pensaba Conde, ese momento de felicidad, de aparente distensión, de asomo hacia una libertad que no tenían, lo merecían los cubanos. Se lo habían ganado después de tanto sufrimiento inútil. Podían entonces tomar las fiestas dedicadas a las visitas como un breve descanso “de los cuentos que nos metieron y nos meten, de las promesas que se hicieron polvo en el viento (…) «nos merecemos unas vacaciones por todo lo feo, lo malo, lo jodido» (…) «Qué historia la nuestra, mira que nos han jodido. (…..) «Y si ahora mismo nos sentimos felices, vamos a disfrutarlo porque lo hemos ganado, porque somos sobrevivientes, porque no nos hemos dejado tapar por la mierda» (…) «Y ahora que vengan» esos viejos flacos que todavía dicen que son Los Rollings Stones” (p. 382)

No agrego más. Eso fue lo que pasó en la historia reciente de Cuba. Conde, como si hubiera sido un Heródoto cubano, lo dijo todo. Padura también.

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Twitter: @FernandoMiresOl

Ucrania: los orígenes de la guerra están en su futuro (notas)

Fernando Mires

Hay una frase de Karl Marx considerada, aún por sus detractores, ingeniosa: «La anatomía del ser humano es la clave para entender la anatomía del mono«. Más decisiva, en mi opinión, es la que viene después. «La indicación de las formas superiores en las especies animales inferiores solo podemos entenderlas cuando nos son conocidas las formas superiores» (Grundrisse, Einleitung, 1857, MEW 13, p.636)

A primera vista una analogía extraída de algún texto de Darwin a quien Marx admiraba. Pero si leemos la frase con atención veremos que allí hay una indicación sobre la que conviene indagar. Tiene que ver con una idea de Hannah Arendt cuando afirmaba que la aparición de un hecho da cuenta de sus orígenes (no causas).

Marx, por cierto, no era un fenomenólogo, pero entendió el dilema de todo historiador al enfrentarse a la siguiente pregunta: ¿desde cuándo comenzamos a contar la historia?

En efecto, la historia no puede ser fenomenológica cuando se trata de indagar sobre los orígenes de los hechos y no solo sobre los hechos mismos. No es tarea fácil. Los determinantes indeterminados solo existen en la teología, nunca en la historiografía. Por eso los buenos historiadores, al secuensializar los hechos, deben ajustarse a condiciones impuestas por relaciones de espacio y de tiempo, y eso supone, como hacen los comisarios de la policía en la tele, mantener la vista siempre fija en el lugar de los hechos.

Hablaremos entonces de Ucrania. ¿Cuándo comenzó la invasión rusa a Ucrania?

Hasta ahora tenemos dos respuestas. La primera, la oficial, nos dice, la invasión comenzó el 24 de febrero del 2022. Pero otra es la que ha hecho suya el gobierno de Ucrania: la invasión comenzó en marzo del 2014, cuando Rusia arrebató a Ucrania, Crimea, la ciudad portuaria de Sebastopol, y los territorios del Donezk y Luhansk en la zona del Donbás. Desde la perspectiva ucraniana estaríamos hablando entonces de dos fases de una misma invasión.

Ahora bien, determinar el punto de partida dista de ser un tema exclusivo para historiadores. Su importancia política es enorme pues tiene que ver con el probable desarrollo y fin de la guerra de invasión a Ucrania. Si partimos de la primera tesis, la del 2022, el objetivo debería culminar con la expulsión de los rusos de Ucrania, pero cediendo Ucrania a Rusia los espacios arrebatados en el 2014. Si partimos en cambio de la segunda tesis, la guerra debería culminar con la expulsión de los rusos de todo lo que fue Ucrania antes del 2014.

Quienes defienden la tesis del 2022 suponen que Rusia volvería al punto de partida que regía antes de ese año. Quienes por el contrario defienden la tesis del 2014 sostienen que esa no sería una retirada de Rusia, que Ucrania seguiría siendo un país ocupado, y que no solo Ucrania, sino todos los países que limitan con Rusia, correrían el peligro de sufrir nuevas arremetidas del imperio. Esa es la razón que explica por qué la tesis ucraniana es compartida por los gobernantes de naciones que limitan con Rusia, entre ellas Polonia, Finlandia, los países bálticos, Moldavia.

Esas son también las dos posiciones que entre líneas compiten en la UE: que Rusia no entregue a Ucrania la parte robada el 2014, o que Ucrania no entregue nada a Putin.

Probablemente no serán razones históricas sino políticas las que determinaran las conversaciones que llevarán alguna vez a la paz. No obstante, las razones históricas no dejarán de pesar en las argumentaciones políticas, de ahí que es importante tenerlas en cuenta. Esas razones históricas tienen que ver con el propio surgimiento de Ucrania como nación. Ahora bien, si retrocedemos hasta ese momento de refundación, tendremos que concluir en que la nación ucraniana nació del colapso de la URSS, vale decir, de las ruinas del imperio soviético. Ese colapso permitió, en una primera instancia, la liberación de las naciones más occidentales de ese imperio.

A la liberación de la segunda fase pertenecen naciones como Bielorrusia, Moldavia, Georgia, Ucrania. Pero tanto las primeras como las segundas, obedecen al mismo fenómeno: la desintegración de la URSS, «la mayor catástrofe del siglo veinte», en la versión de Vladimir Putin. «Catástrofe» que daría nacimiento nada menos que a un nuevo orden político mundial. A ese orden pertenece y quiere pertenecer Ucrania, nación que atravesando por convulsivos periodos, entre los que destacan la «revolución naranja» de Yulia Timoschenko (2004) y la revolución proEuropa y antiYanukovisch de Maidán (2013) ha llegado a ser, bajo el gobierno constitucional de Volodomir Zelenski, una nación occidental en forma.

Ahora bien, contra el nuevo orden mundial surgido en la Europa de 1989-1990 se ha levantado Putin. Desde esa perspectiva histórica, la misión de Putin es revertir el orden geopolítico nacido en ese periodo, comenzando por recuperar las naciones más cercanas a Rusia, entre ellas, a la que considera un reservado natural de Rusia: Ucrania. Como dijo, el muy conservador líder polaco Kaczynski en los días que Putin se hacía de Crimea: «Primero viene Georgia, después Ucrania, enseguida Moldavia, después los estados bálticos y al final Polonia».

Por lo demás ha sido el mismo Putin quien ha dado a conocer los elementos componentes de su estrategia. Al decir, en los comienzos de su mandato, que el fin de la URSS fue una catástrofe geopolítica, apuntaba desde ya hacia un objetivo: no reconstituir a la URSS sino al imperio ruso.

Para Putin, como a sus huestes, la URSS era solo una forma del imperio ruso. Luego, la catástrofe de la forma no debería ser la catástrofe del contenido: el imperio. O dicho así: el imperio debería sobrevivir a la URSS. Visto de ese modo, Putin no se diferencia de las creencias de sus predecesores, Gorbachov y Jelzin.

Recordemos que Gorbachov siempre se manifestó en contra de la formación de naciones independientes desprendidas de la antigua Rusia. Su grandeza reside en no haberlas reprimido a sangre y fuego, pero no en haberles regalado una independencia que el mismo, al fin un miembro del antiguo régimen, no quería firmar. Jelzin, por su parte, aceptó como hecho objetivo la pérdida de las naciones que ya habían declarado su independencia. Pero tendió un cerco para que otras naciones, como Chechenia y Georgia, no tomaran el mismo camino. Justamente para impedirlo llamó a su ministro Putin para que “apaciguara” a esas naciones. Lo hizo primero en dos guerras a Chechenia: los primeros genocidios del siglo XXl.

Al mismo tiempo, conviene recordar, Jelzin también dio muestras de un rotundo antioccidentalismo al haber apoyado abiertamente al dictador de Serbia, Slobodan Milosovic, durante la guerra de Kosovo. Lo documentan sus ataques de furia en contra de Bill Clinton: Lo escrito, escrito está: “Bill Clinton (según Yelzin) desea que Milosevic capitule y que toda Yugoeslavia se rinda. No lo permitiremos” (20.04.1999)

Evidentemente, pese a sus promesas de amistad a los gobiernos democráticos de Europa, Jelzin no podía ocultar que en el fondo él era un defensor de la autocracia en Rusia y en otras naciones de la era soviética. De esos lodos imperiales viene Putin.

Ya en el poder, Putin siguió el mismo camino revanchista legado por Jelzin perpetrando espantosas masacres en Chechenia y en Georgia, mientras los políticos de occidente miraban, como dijo recientemente el ex ministro de finanzas alemán, Wofgang Schäuble, «para otro lado». No así los gobiernos de países que sintieron, en sus propias cercanías, las amenazas de Putin. Estos, en caso de una avanzada rusa, no tenían como defenderse frente al proyecto revanchista que provenía de las ansias de Putin. De ahí que no debe extrañar que los gobiernos de esos países pidieran la protección de la OTAN, la única que podían tener. Y bien, justamente en ese punto topamos con una de las mentiras más groseras hechas suyas primero por Putin y después por sus seguidores occidentales, a saber: que la invasión de 2022 a Ucrania tuvo como «causa» la expansión de la OTAN. Pero desenmascarar esa mentira es fácil. Basta pensar de un modo crono-lógico.

La gran ampliación de la OTAN tuvo lugar el año 2009 con la incorporación de Rumania y Bulgaria, ya planeada desde los tiempos de Jelzin. A ellas fueron agregadas Eslovenia, los tres países bálticos y Eslovaquia. Con esa ampliación Putin estuvo completamente de acuerdo. No hizo ninguna objeción.

Una segunda ampliación de la OTAN tuvo lugar en el 2017 con Croacia y Albania, y en el 2020, con Montenegro. Como es obvio deducir, estás últimas no tenían nada que ver con Rusia sino con la seguridad de la región balcánica. Putin tampoco dijo una sola palabra en contra. Es decir, la única ampliación que podía amenazarlo fue la de 2009. Mas, Putin pudo comprobar que después de sus robos territoriales en Ucrania, el 2014, la OTAN no hizo nada para impedir su expansión. Argüir hoy, como hacen los plumarios occidentales de Putin en Occidente, que la invasión a Ucrania del 2022 fue consecuencia de la ampliación de la OTAN, no lo cree el mismo Putin.

Ni siquiera en los tres primeros meses en los que tuvo sitiada a Ucrania antes de la invasión, dijo una sola palabra sobre el rol de la OTAN. Por eso el dictador ha dado otras razones para justificar su criminal invasión. Una la encontramos en su escrito del 2021 sobre Ucrania. Ahí asegura Putin que, por razones históricas, idiomáticas y lazos sanguíneos, Ucrania es un espacio natural de Rusia (del mismo modo como Hitler afirmó que los Sudetes y Polonia formaban parte del espacio vital de Alemania).Una segunda razón dada por Putin, es futurista. La guerra a Ucrania, ha afirmado en diferentes ocasiones, es una guerra en contra de Occidente.

Más : en contra de la occidentalización del mundo. Por lo mismo no solo es para él la que lleva a cabo en Ucrania una guerra geopolítica sino, además, cultural e incluso religiosa. De la OTAN casi no ha hablado Putin. Eso se los deja a sus aliados de la izquierda occidental quienes de acuerdo a la ideología que encostra sus cabezas, imaginan que toda guerra en contra de la OTAN es una guerra en contra del «imperialismo norteamericano».

La OTAN, por lo demás, no se ha expandido por cuenta propia. Siempre lo ha hecho a petición de los países interesados. Países cuyos ciudadanos sienten miedo a un eventual zarpazo ruso. Más todavía: la OTAN, por razones estratégicas, ha negado insistentemente las solicitudes de Ucrania para ingresar. De este modo, si una crítica hay que hacer a la OTAN sería otra: la de no haber incorporado a Ucrania cuando esta nación, con los mismos derechos de otros miembros de la OTAN, así lo solicitó.

Digamos claramente: si la OTAN hubiese incorporado a Ucrania el 2008, o por lo menos el 2014, cuando los gobiernos de ese país así lo pedían, probablemente Putin no se habría atrevido a dar el paso agresor que cometió el 2022.

Angela Merkel aduce con cierta razón que Ucrania no era una democracia estable en el momento en que hizo sus peticiones. Seguramente no lo era. Pero no podemos dejar de lado que la OTAN a diferencia de la UE no es una asociación política sino militar y como tal debe atender a objetivos estratégicos y militares. Entre los miembros de la OTAN, no lo olvidemos, hay una autocracia antioccidental como la Turquía de Erdogan y un gobierno pro- Putin como el húngaro de Orban. No ser miembro de la OTAN ha costado a Ucrania muchas vidas. ¿Ha evitado una guerra atómica? No lo sabemos. Esa será siempre una conjetura. Pero la historia se hace de acuerdo a hechos y no de conjeturas.

Volvamos ahora a la famosa frase de Marx pero en otra versión: las formas superiores de la guerra de Rusia a Ucrania nos están revelando sus formas primarias. Esa guerra, la de hoy, forma parte de una constelación iniciado en 1989 con el colapso de la URSS y la liberación de algunas de sus naciones. El nuevo orden de Putin es un proyecto de retorno al viejo orden surgido antes de ese colapso, a la Rusia Imperial de siempre, a la Madre Rusia de Stalin, escondida bajo el manto de la URSS. Esas son las razones por las que el gobierno de Ucrania exige, no la liberación parcial sino la liberación total frente al imperio ruso. O para decirlo con las palabras de la historiadora Anne Applebaum: “el imperio ruso debe morir”.

Debe, dice Applebaum. Ese “debe” es un imperativo histórico categórico. Otra cosa es que «pueda», nos dice la razón política. Probablemente el resultado final atenderá más a razones políticas que históricas.

Pero si la razón política se aleja demasiado de la razón histórica, que es la de los ucranianos, puede que ese no sea un resultado final, sino una simple tregua en una guerra sin final.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

G20: o la soledad del dictador ruso

Fernando Mires

El encuentro de los líderes de la economía mundial en Bali tuvo como nunca antes un carácter no económico sino fundamentalmente político. Ese carácter político se lo había dado, sin proponerse, Vladimir Putin cuando en repetidas ocasiones anunció que la guerra de invasión a Ucrania era solo el comienzo de un levantamiento en contra de la, por él denominada, dominación de Occidente.

Probablemente Xi, de quien se dice piensa con una calculadora en su cabeza, imaginó un nuevo orden económico con China en la vanguardia. Pero en ningún caso la destrucción económica de Occidente, como deliraba Putin. Definitivamente Putin no entendió a Xi ni tampoco al mundo que lo rodea. Pues si hay alguien que necesita de la economía occidental, como un ser vivo al aire, ese es Xi. Sin la economía occidental no existiría la China de hoy. El capitalismo chino es un producto del capitalismo occidental.

China vive y vivirá de las inversiones de Occidente en China y de las de China en Occidente. China –es lo que advirtió el ultranacionalista Donal Trump como un peligro– es el campeón de la globalización económica. Lo que no quiere ni puede aceptar Xi –y desde su perspectiva, con razón - es la dominación cultural y política de Occidente sobre China.

La doctrina china es simple: intensas relaciones económicas con todos los países del mundo, siempre y cuando estos respeten las tradiciones políticas y culturales de China sin inmiscuirse en los asuntos internos del enorme país. Doctrina que entendió muy bien el pragmático canciller de Alemania Olaf Scholz, quien no se cansó de mover la cabeza en sentido afirmativo durante su encuentro con Xi, una semana antes de que fuera iniciada la reunión del G20.

No es posible asegurarlo, pero hay sospechas fundadas de que el, al comienzo muy criticado viaje de Scholz a China, fue planeado en común acuerdo con personeros de otros países occidentales, o por lo menos con el gobierno norteamericano. Como representante de la que se supone es la economía más fuerte de Europa, Scholz fue a entrevistarse con el representante de la economía más fuerte de Asia. Y al parecer ambos llegaron a un acuerdo: Un acuerdo que sería consagrado por los gobiernos reunidos en Bali y que reza más o menos así: “los negocios son los negocios y todo lo que interfiera “nuestros” negocios deberá ser apartado de la mesa.

Bien, Putin y su decimonónica guerra contra Ucrania, interfiere en los negocios del siglo XXl. Por eso, con elegancia alcapónica, Scholz y Xi, luego Xi y Biden, lo apartaron de la mesa. En suma: no hay ni habrá un nuevo orden económico mundial a la Putin. En su lugar habrá lo que siempre ha habido pero a mucha mayor velocidad e intensidad que antes: negocios. Negocios que establecerán diversas “figuraciones” (para emplear el término sociológico de Norbert Elías) vale decir, alianzas, contratos, acuerdos. Muchos acuerdos. En esa constelación nadie necesita a Putin. Por el contrario, es un estorbo. Así debe haberse sentido Lavrov caminando a lo largo de las mesas donde compartían los gobernantes- mercaderes de oriente y occidente.

Putin llegó a ser, de actor privilegiado, un estorbo internacional. Evidentemente, en el juego ajedrecista contra Occidente, parece ser evidente que Xi intentó utilizar a Putin como alfil, o más bien como amenaza frente a la posibilidad del conflicto surgido por el estatus de Taiwan. Pero algo deben haber conversado Xi y Biden sobre Taiwan para lograr al final un “acuerdo de caballeros”. Un acuerdo tácito según el cual Xi se comprometería a no anexar (todavía) a Taiwan y Biden a no enviar más algo parecido a la señora Pilossi a armar innecesarios líos con China. ¿Y el nuevo orden económico mundial sobre el que conversaron Xi con Putin en las Olimpiadas? Pues que Putin se olvide.

Dicho en términos más politológicos: aquello que aparece como resultado de la reunión de los 20 es, en primer lugar, la coexistencia económica entre gobiernos con distintas estructuras e ideologías. Para China eso no significa ningún problema pues, reiteramos, es y será su doctrina mundial. Para Occidente, en particular para los EE UU, puede sí ser algo más problemático.

Mientras que para China la autocracia como forma de gobierno corresponde con las más profundas tradiciones históricas del país (el libro de Kissinger, “China”, una maravilla histórica y literaria, lo muestra con precisión) la democracia de Occidente es, o ha llegado a ser, un producto de exportación. La democracia tiene, aunque los presidentes democráticos no lo quieran, un carácter expansivo.

La democracia, eso no lo van a entender nunca los sátrapas y déspotas del planeta, es erótica. No estamos haciendo aquí una figura literaria. Lo que intentamos afirmar es que la democracia no tiene solo un carácter político sino algo muy difícil de ser entendido por economistas y científicos sociales. Me refiero a su inherente sentido ontológico.

En tenor filosófico hay una relación indivisible entre el ser como ser y el ser político, en este caso, el ser democrático. El ser, sigamos hablando ontológicamente, para ser, necesita ser. Y solo se llega a ser más cuando hay libertad para ser. O para que se entienda mejor: la democracia, no es en sí la libertad. Pero es un sistema político que organiza y garantiza institucionalmente a libertades no solo políticas que no existen bajo otras formas de gobierno. Sin esas libertades no puede haber democracia. De todos los regímenes de organización política, la democracia es la forma organizativa que menos niega la voluntad del ser, la mejor de todas las peores, si reinterpretamos a Churchill. Para los que vivimos en democracia, ese es un sobrentendido. Para los que en cambio no viven bajo su amparo, es un deseo que, cuando es sistemáticamente negado, puede llegar a convertirse en una fuerza de acción colectiva. A veces como consecuencia de una indignación nacional ante el caso de una muchacha asesinada por no llevar bien puesto un velo. O frente a un dictador que envía a jóvenes a pelear en una guerra de invasión por la que ellos no quieren luchar.

Los gobernantes de países democráticos son conscientes de representar un orden político que, aún en contra de su voluntad, puede convertirse en objeto del deseo para muchos habitantes de países dominados por autocracias. Las migraciones masivas que avanzan hacia los países occidentales, por ejemplo, no surgen siempre como consecuencia del hambre y la miseria, ni tampoco por razones directamente políticas sino, muchas veces, porque esas multitudes de seres casi siempre jóvenes, son atraídos por las luces de las grandes ciudades occidentales, por una promesa de vida que intuyen pero no conocen, por una realidad que imaginan como negación de las oscuridades de las cavernas del no-ser, desde donde provienen. Biden, ni ningún gobernante occidental, puede hacer algo en contra si los jóvenes de China, o Irán, se sienten atraídos por un Occidente al que, sin conocerlo, aman.

Los gobernantes autocráticos pueden apropiarse de la técnica, de la ciencia, de las finanzas occidentales, pero nunca del espíritu político occidental sin negarse a sí mismos. Esas son las razones que explican por qué, como si fuera un sentimiento que pareciera surgir de un atávico instinto de supervivencia, los autócratas del mundo odian a Occidente. Y lamentablemente no lo pueden evitar, aunque sí, cuando se trata de autócratas tan inteligentes como Xi Chinping, disimular (¡qué bien se veía en Bali con traje y corbata!)

Los gobiernos democráticos están obligados a practicar normas de autocontención cuando tienen que dialogar con los autócratas del mundo no-occidental. En muchos casos deben entender que la democracia no está inscrita en ningún programa genético de la humanidad y, por lo mismo, ninguna nación está determinada a “evolucionar” hacia un orden democrático. Los gobiernos asiáticos e islámicos son lo que son de acuerdo a sus propias historias, culturas y tradiciones.

Puede suceder incluso que nunca el mundo llegue a ser definitivamente democrático. De ahí que, por lo menos en los grandes encuentros globales, hay que dejar atrás ese misionarismo político que ha caracterizado a muchos gobiernos norteamericanos, como el de Carter, en parte el de Reagan, los de los Bush, e incluso el de Biden.

En la gran película de Martin Scorcese “Silencio” (2016) hay un diálogo intenso entre un maestro budista japonés y un sacerdote jesuita portugués, un misionero. Fue en el año 1638. En ese diálogo, el budista dijo al jesuita: “Nosotros no queremos matarlos a ustedes, pero es que ustedes vienen a predicarnos una religión que no ha nacido, crecido y madurado en nuestros huertos” El jesuita responde: “nuestra religión es universal porque Dios es solo uno”. No era tan cierto, el argumento jesuita. La religión que predicaba había nacido en huertos judíos, griegos y romanos, pero no japoneses. Si era una religión universal lo era tanto como la budista. Hoy, seis siglos después, no hay problemas en predicar el budismo en Occidente y un poco menos el cristianismo en Japón. Pero sí hay problemas para predicar filosofías democráticas en China. Tal vez un día será posible predicar la filosofía democrática occidental en China. Pero para eso hay que tener paciencia china. No es, el nuestro, tiempo de misioneros.

Xi Chinping, como buen chino, tiene paciencia. No intentó acercarse a Occidente cuando parecía que Putin iba a ganar rápidamente la guerra a Ucrania. Solo lo hizo cuando los ucranianos demostraron en los campos de batalla que Putin no iba ser el vencedor. Chinping decidió entonces reiniciar las buenas relaciones diplomáticas con Occidente. En cierto modo -ironía de la historia- la paz mundial se la estamos debiendo a los soldados ucranianos. Slava Ucraini.

Tres puntos de la declaración final, firmada por la mayoría de los gobiernos en Bali, fueron golpes muy duros para el dictador ruso. Entre ellos: 1. No al uso de armas nucleares (clara advertencia al chantaje favorito de Putin) 2. El curso de la economía mundial debe estar puesto por sobre las guerras. 3. No a la guerra en Ucrania.

Cuando Lavrov viajaba en su avión de regreso a Moscú y fue dada a conocer la declaración de Bali, Putin debe haber sentido un frío siberiano sobre sus ya no muy musculosas espaldas.

16 de noviembre 2022

Polis

https://polisfmires.blogspot.com/2022/11/fernando-mires-g20.html

El ser de la política (o la política del ser)

Fernando Mires

¿Por qué hay seres humanos que apoyan a Putin?

Es un dictador implacable, no respeta derechos humanos, manipula la información, la prensa, la radio, la televisión, gobierna sin ningún control, no se debe a nadie ni a nada, manda asesinar a sus opositores reales y potenciales, su poder reposa sobre la base de una oligarquía de millonarios corruptos, de agencias secretas, de un ejército cuyas tropas son reclutadas en zonas marginales, y de una secta “cristiana” estatal, un tirano que persigue no solo a enemigos políticos sino también a enemigos sexuales, intelectuales y religiosos, un asesino que ha cometido las más horrendas masacres del siglo XXl en Chechenia, Georgia y Siria y hoy invade y masacra a los habitantes de una nación europea jurídica y políticamente constituida como Ucrania, violando todos los acuerdos y convenciones internacionales, llevando a cabo algo que solo monstruos como Hitler y Stalin hicieron: elegir como blanco a la población civil, sobre todo a mujeres, ancianos y niños.

Y sin embargo hay seres humanos que aquí, en pleno Occidente, apoyan a Putin. Más todavía: hay gobiernos que lo apoyan. O lo que al fin es casi lo mismo: lo relativizan. En Europa son en su mayoría de derecha, en América Latina, en su mayoría, de izquierda (escribo derecha e izquierda sin comillas).

EL SER DEL NO-SER

“Criminales de guerra de segunda mano” denominó con justificada ira el legendario poeta y cantautor alemán Wolf Biermann a quienes proponen no enviar más armas a Ucrania con la ilusión de que después Putin los dejará vivir tranquilos. De un modo más objetivo los podemos ver como una parte de una revolución antidemocrática dirigida en contra de los principios y valores que algunos llaman democracia liberal, y otros simplemente democracia, a secas. Una ola antidemocrática que avanza hacia todo el Occidente político, a veces bajo la forma de antimodernidad, otras, como antinorteamericanismo, y casi siempre, como antioccidentalismo. Su forma más radical y cruel de expresión es el putinismo.

¿Cómo se llega a ser putinista? Esa fue la pregunta que me llevó a pensar en las relaciones que se dan entre el ser humano y sus representaciones (no solo) políticas. En efecto, nadie nace putinista como tampoco nadie nace demócrata. Se llega a serlo. El putinismo, como muchas otras opciones políticas es un llegar a ser, y las razones para llegar a serlo pueden ser múltiples y variadas.

Al fin y al cabo, en la vida casi todo lo que somos es porque hemos llegado a serlo. Un ser en sí mismo, es decir, alguien que es, y no un llegar a ser, no existe a escala humana. Solo a escala divina. En la Biblia la voz de Dios fue muy clara cuando al presentarse ante el atónito Moisés, desde la sarza ardiendo, dijo: Yo soy el que soy. Eso es justamente lo que no puede decir ningún ser humano. A diferencias del Ser de Dios, el del humano ha llegado a ser en el tiempo. Pues Dios, si existe, no tiene tiempo (de otra manera no sería Dios) Él, según toda teología, es el tiempo y a la vez está más allá del tiempo. Nosotros en cambio somos un siendo que llega a ser. Ser en el tiempo – esa es según Heidegger la condición humana - implica, por lo tanto, aceptar la posibilidad del ya no ser, ya sea parcialmente en la propia vida, ya sea después de la muerte.

Recuerdo que una vez, siguiendo su impulso feminista, Simone de Beauvoir escribió: “no nacimos mujeres, llegamos a serlo”. No hablaba, claro está, en un sentido anatómico sino de la incorporación de la mujer a roles cultural y socialmente asignados como femeninos. Anatómicamente se nace mujer u hombre (no hay una tercera posibilitad), quería decir de Beauvoir, pero social y culturalmente, no. Podríamos extender el ejemplo a muchas actividades que nos definen como lo que somos, ya sea por determinaciones de orígenes, ya sea por identidades adquiridas en el curso de la vida.

El ser es lo que cada uno ha llegado a ser en su vida y cada uno es, por eso, muchas cosas a la vez. Nadie se identifica con un ser puro sino con un ser formado en distintos ámbitos de la existencia, ya sea en las profesiones, en el estado civil, en la nacionalidad, en la adhesión a determinadas creencias, valores, ideas, ideologías, intereses. Cada uno de nosotros es portador de diversas identidades y esas no son idénticas entre sí. Y bien, esas identidades son las formas del ser en la vida.

Así como en cada uno habitan distintas formas de ser (formas del Ser, diría un heideggeriano) la vida en sociedad supone la coexistencia de diversas formas grupales de ser, vale decir, de grupos que se identifican entre sí por la adhesión a una determinada cultura, o religión, o política. Por eso Michael Walzer deducía que la llamada sociedad moderna debe ser multicultural (luego, multireligiosa y multipolítica) o no ser. Esas formas de ser conforman nuestras identidades, y a la vez cada uno es definido ante los demás en la escena pública a la que pertenece la política. En ese sentido podríamos diferenciar dos tipos de identidades (o modos de ser). A unas las llamaremos sólidas y a las otras, menos sólidas (para no decir líquidas como Sygmunt Baumann)

IDENTIDADES DEL SER

Hasta la primera mitad del siglo XX en Occidente, y hoy en naciones no democráticas, primaban las identidades sólidas (o inalienables). Entre estas últimas, las nacionales, las religiosas, las ideológicas, y por supuesto, las sexuales. Algunas de esas identidades conservan todavía su solidez originaria, pero lentamente sus tendencias son las de convertirse en identidades relativas.

Podemos cambiar de nacionalidad, de religión, de ideología, y en materia sexual, no asumir la condición anatómica con la cual llegamos al mundo, sino la representación mental de nuestro sexo. Por eso hoy se habla del género como algo diferente al sexo.

El sexo es inalienable, nacemos con sus dispositivos, y solo hay dos sexos. Hombre o mujer. El sexo anatómico, a no mediar una operación quirúrgica, es definitivamente inalienable. O como decía un reaccionario tuitero -también los reaccionarios tienen a veces razón- "es difícil que un hombre pida hora a un ginecólogo". El género, en cambio, así nos enseñan los militantes de los movimientos de género, es la representación mental del sexo. El sexo mental, o de género, es intercambiable. Más aún, en algunos casos es optativo. Eso significaría, siguiendo una ruta que va desde Platon a Freud, somos no solo lo que somos sino lo que creemos que somos.

Para los ayatolas, para Putin, para Orban, para Erdogan, la sexualidad genital debe corresponder exactamente con la sexualidad mental, pero para un gobernante democrático ambas sexualidades pueden ser sumatorias y, por lo mismo, legalmente aceptables. Así se explica por qué para los primeros el Occidente político es visto como un espacio de-generado.

De más está decir, en Occidente hay sectores que comparten la racionalidad anti-occidental, como a la inversa –lo estamos viendo hoy en Irán- hay multitudes de jóvenes de otras latitudes culturales que adhieren a la occidental. Estamos en medio de una lucha político cultural a fuego cruzado, una que tiene lugar en diversas naciones del globo.

Ahora, cuando son varios los que comparte similares representaciones mentales, la tendencia lleva naturalmente a su asociación incluyendo en ellas a las más aberrantes (pienso inevitablemente en los movimientos “anti-vacuna”). Una sociedad, para pensar de nuevo con Walzer, sería entonces un conjunto de asociaciones cuyos miembros participan de una comunidad de representaciones mentales, las que elevadas al plano de la política pueden llegar convertirse en ideologías, vale decir, en sistemas organizados de representaciones colectivas. Por eso existen ideologías de clase, ideologías nacionalistas, ideologías de género, y muchas más.

En fin, como occidentales podemos renunciar a nuestras identidades originarias e intercambiarlas por otras adquiridas. Lo que no podemos, o tal vez, no debemos, es renunciar a tener identidades. Sin identidades dejamos de ser alguien. Eso quiere decir, reiteramos, que el ser no se sostiene sobre sí mismo sino sobre su forma o modo de ser. Esa también esa la razón por la que personas que portan identidades precarias son las que más se aferran a las pocas que tienen, hasta el punto de intentar convertirlas en identidades sólidas, o duras, inseparables e irrenunciables.

Me atrevería a decir incluso que existe una tendencia predominante a transformar identidades optativas en identidades sólidas. Hay un ejemplo que podría ser ilustrativo. Me refiero al de los hinchas de fútbol. Para un seguidor del Barca, por ejemplo, sería más fácil cambiar de nacionalidad, de religión o de sexo, que convertirse en un hincha del Real. En el fútbol, una identidad que debería ser suave, convertida en identidad dura, es inofensivo (aunque a veces no tanto). Pero cuando esas identidades adquieren una solidez religiosa, nacionalista, racista, clasista, o de género, vale decir, excluyente con respecto a todas las demás identidades, ha llegado la hora de hacer sonar las alarmas.

¿Cuáles son las pre-disposiciones psíquicas o las encrucijadas biográficas o los golpes de la mala suerte que llevan a un ser humano a convertirse en fascista, estalinista o putinista? No lo sabemos. Pueden ser muchas. Lo que sí sabemos es que no son intrínsecas, sino adopciones de un ser que para ser necesita ser algo frente a sí mismo, y por cierto, frente a los demás. Sin esas adopciones, por más negativas que sean, irrumpen las fuerzas del no-ser. La psicología nos habla de depresión, de melancolía, y últimamente, de disforia: Un muy buen término.

DISFORIA POLÍTICA

El ser disfórico es el que no ha logrado insertar en sí una representación adecuada a su ser. Es el “desganado”, el que no encuentra sentido y razón a su existir y, por lo mismo, en caso extremo, el que puede llegar a pensar que ya no es. Por esa misma razón, cuando encuentra, o le es ofrecida una representación, suele abrazarla con pasión, o con una euforia que no es más que el otro polo de su disforia.

Aunque suene cínico decirlo: Un fascista, un estalinista, un putinista, es un ser que ha encontrado una “razón de ser” la que, por más detestable que nos parezca, lo protege frente a la monstruosa soledad de ser nada. Su representación mental, convertida en ideología, los salva de su disforia. Incapaz de pensar, ha decidido ser pensado por su ideología, la que para que sea efectiva, debe obedecer a un principio de programación simple.

Me explico: a diferencias de las ideas, las que al ser permanentemente pensadas no son garantías para sustentar ninguna identidad, las ideologías son construcciones cerradas y, por lo tanto, con un muy bajo nivel de comunicación con el mundo externo. Dicho en modo metafórico, las ideologías son ideas muertas, sin posibilidad de reproducción, y por lo mismo yacen petrificadas al interior de un sistema, valga la redundancia, ideológico.

IDEAS E IDEOLOGÍAS

Ahora bien, en el caso del putinismo latinoamericano su sistema ideológico se compone de tres elementos: 1) EE UU es el principal enemigo económico y militar de la humanidad. 2) Putin es el enemigo mortal de los EE UU. 3) Apoyar a Putin es ser antinorteamericano, y luego, antimperialista.

En el caso del putinismo europeo, los elementos también serían tres: 1) Occidente se encuentra en una profunda decadencia moral y cultural. 2) Putin representa el regreso del orden patriarcal, de la religión, el amor a la familia y a la patria. 3) Apoyar a Putin es defender los valores que en el pasado dieron grandeza a las naciones de Europa.

No hay, en efecto, peores enemigos para un orden democrático que los sistemas ideológicos de representación colectiva. A ellos pertenecen ideologías como la estalinista, la fascista y la putinista. Pero a la vez, cuando proliferan, podemos considerarlas como un síntoma de la crisis de un orden social que no ofrece muchas posibilidades de identificaciones racionales.

Las ideologías surgen de la carencia de ideas. Las ideas aparecen de la comunicación, primero entre uno mismo y su conciencia, y segundo, de uno con los demás (de la razón comunicativa, según Habermas). Las ideologías en cambio, de representaciones petrificadas de la realidad.

Podríamos decir entonces que en cada orden social, o en cada nación, occidental o no, hay una lucha permanente entre la irracionalidad ideológica y la razón de las ideas. La democracia, por lo tanto, no es solo una forma de gobierno, es una lucha permanente -sí, permanente- en contra de la irracionalidad política. Para oponernos a su avance nos organizamos en movimientos o en partidos y elegimos candidatos que nos representen frente al “asalto a la razón” (Así nombró Georg Lukács al fascismo de su tiempo). Por eso pensamos, discutimos, y a veces, también escribimos.

La democracia no se encuentra al final de la lucha sino en la lucha misma, y esa lucha no tiene final. Eso quiere decir, sin más ni menos, que la condición normal de la democracia es su agonía (lucha entre la vida y la muerte). O dicho en términos más pragmáticos: cada autocracia derrotada en cualquier lugar del mundo, será en última instancia una derrota para Putin. La mejor solidaridad que podemos ejercer con Ucrania -esta es la deducción- es derrotar a los autócratas y a los que quieren serlo, en nuestros propios lugares de vida (virtuales o físicos), allí donde somos, allí donde actuamos.

30 de octubre 2022

Polis

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Ha nacido una nueva nación europea: Ucrania

Fernando Mires

En el muy visto programa que dirige la moderadora alemana Anne Will (ARD) junto a conocidos especialistas en temas rusos y ucranianos, estuvo invitado el famoso escritor ruso Viktor Erofejev quien conoció personalmente a Vladimir Putin. Pese a las expectativas, Erofejev no agregó mucho a lo que ya sabemos sobre la personalidad narcisista del dictador (o sobre su crueldad o sobre su falta total de escrúpulos), pero sí produjo un impacto cuando en poético tono dijo: «Desde la sangre derramada está naciendo una nueva nación europea, Ucrania».

Después del efecto producido por el énfasis dramático impreso por el escritor fue imposible no preguntarse: ¿no nació Ucrania como nación en 1991? Evidentemente, Erofejev estaba hablando de otro nacimiento y, por lo mismo, de un distinto concepto de nación al que imperaba desde hace no mucho tiempo.

De la nación jurídica a la nación política

En 1991, a partir del colapso de la URSS —o sea desde el momento en que Ucrania fue reconocida por la UE y sobre todo por la ONU— había tenido lugar el nacimiento jurídico de una nación, o si se prefiere, el de una nación en forma. Erofejev se refiere entonces a un nacimiento al que nos atrevemos a denominar nacimiento político. Con eso queremos decir simplemente que hay una diferencia entre una nación jurídica y otra políticamente constituida. O lo que es casi igual: existe la nación jurídica y existe la nación política.

La nación jurídica es reconocida como tal por las demás naciones, en este caso por la ONU. Es, por así decirlo, la nación acreditada como nación. Para que eso suceda, esa nación tiene que estar dotada de un Estado y de un gobierno. La nación política, en cambio, aparece cuando sus habitantes, a través de sus distintas asociaciones, se reconocen como ciudadanos de una determinada nación de acuerdo a lo estipulado por una Constitución. Luego, la nación jurídica tiene que ver más con el reconocimiento externo y la nación política tiene que ver más con el reconocimiento interno de una nación. A ese reconocimiento interno se refería el escritor Erofejev.

Los ucranianos, durante la invasión ya no son solo ucranianos sino, además, se sienten ucranianos. En cierto sentido, su nación ha llegado a ser «una comunidad de destino», como definió a la nación el socialista austriaco Otto Bauer.

Los habitantes de Ucrania, a través de la guerra defensiva en contra del invasor ruso, han decidido no solo ser ucranianos en sentido demográfico sino también político y, por supuesto, militar. Por el solo hecho de defender a su nación en contra de la invasión externa, han establecido un lazo político con el gobierno que representa a esa nación. En ese sentido, la de los ucranianos puede ser vista como una guerra de liberación nacional.

Ahora bien, la definición de Ucrania como nación jurídica y política a la vez, no es por supuesto la misma de Putin, pues para Putin una nación no es una entidad jurídica ni política, sino una entidad consanguínea y cultural.

En su ya conocido ensayo titulado Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos encontramos de modo explícito el concepto de nación en la versión de Putin. Los ucranianos son, según el dictador, miembros de la Gran Rusia según determinaciones biológicas (lazos de sangre) culturales, históricas, idiomáticas e incluso, como él mismo ha afirmado en diversas ocasiones, religiosas.

De acuerdo al principio de consanguinidad, la definición de Putin se encuentra cerca de la definición nazi de nación (Putin cultiva el paneslavismo como Hitler cultivaba el pangermanismo). De acuerdo al principio de pertenencia cultural está, en cambio, más cerca de la concepción de Stalin. Ahora bien, esta última es la que aún prevalece —sin nombrar a su autor— en los círculos intelectuales y políticos de Rusia.

En su libelo El marxismo y la cuestión nacional, considerado en su tiempo por la mayoría de los comunistas del mundo como un gran aporte al marxismo leninismo, definía Stalin a la nación en los siguientes términos: [La] nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada esta en la comunidad de cultura.

Pongamos atención. En la definición de Stalin no aparece nada parecido a la relación jurídica y política de la ciudadanía con un Estado nacional. La nación, según Stalin, no necesita de ninguna Constitución para constituirse, tampoco de un Estado, ni siquiera de un gobierno que la represente ante los demás gobiernos y estados. Pues bien, esa, la estaliniana, es la misma concepción de Putin: la de una nación preestatal y preconstitucional, la de una nación puramente cultural.

De acuerdo a Stalin y Putin la mayoría de las naciones occidentales de nuestro tiempo, al ser multiculturales, no serían naciones. Por lo tanto, la definición culturalista de la nación dista de ser inocente. Todo lo contrario: hay un objetivo muy claro en la castración de lo jurídico y de lo político del cuerpo de la nación. Y es este: las naciones, al ser simples entidades culturales no requieren de un Estado, pues un Estado las convierte en independientes ante las demás naciones. Por eso las mal llamadas repúblicas soviéticas no eran repúblicas, en el mejor de los casos simples territorios culturales, subordinadas todos a la égida de un Estado central y unitario: el de la URSS.

La definición de nación, según Stalin, hecha después suya por Putin, es una noción imperial e imperialista, confeccionada a la medida del centralismo burocrático de tipo asiático (dutschke) impuesta por la tiranía comunista de la URSS. Tampoco era una federación al estilo de los EE. UU. o de la actual Alemania. Se trataba, simplemente, de agrupaciones y territorios culturales desprovistos de representación política.

La de Stalin era la definición de un conglomerado de culturas a las que el llamó naciones, subordinadas todas a un solo Estado. De acuerdo a esa definición, la URSS llegó a ser, después de que Stalin se hiciera del poder, lo que algunas izquierdas latinoamericanas llaman hoy —muchas veces sin saber lo que dicen— Estado plurinacional: es decir varias naciones culturales sin formato político.

No está de más decirlo: la concepción del Estado plurinacional de un Evo Morales, menos que indianista, es genuinamente estalinista. Afortunadamente, en Chile, donde su ciudadanía parece ser más moderna que sus izquierdas, el plurinacionalismo fue rechazado por amplia mayoría, sobre todo por las comunidades indígenas las que, con todo derecho, no querían ser convertidas en naciones de segunda clase.

El culturalismo que hasta el siglo XlX fue ideología predominante en los movimientos nacionalistas europeos, pese a su condición atávica, continúa perviviendo en algunos países de Europa. La guerra imperial de Milosevic, por ejemplo, tuvo como fundamento ideológico la eslavización promovida desde Serbia. A ese nacionalismo cultural (idioma, folclor, «mentalidad») recurren también grupos separatistas de regiones españolas como Cataluña y el País Vasco para fundamentar sus proyectos de supuesta independencia «nacional».

La arcaica idea (prejurídica y prepolítica) de la nación cultural sigue siendo vigente también para Putin. Según el dictador ruso, Ucrania —así lo dejó establecido en su ensayo del 2021— es una nación cultural, pero en ningún caso una nación jurídica y mucho menos política.

La revolución nacional de Ucrania

Como hemos reiterado en otros textos: el propósito central de Putin en Ucrania más que anexar territorios es destruir a la organización política de la nación articulada al Estado ucraniano —Estado representado en estos momentos por el gobierno de Volodímir Zelenski— y así reconvertir a Ucrania en una simple nación cultural, vale decir, en una nación sin Estado, sin Constitución y con un gobierno dependiente del exterior al estilo de las republiquetas fundadas por Putin en Donetsk, Lugansk y en los territorios sureños de Jerson y Zaporiyia. Ese sería por lo demás el destino que espera a Ucrania en caso de que su Estado nacional sea destruido: una nación sin soberanía, sin independencia, sin Estado, surgida de plebiscitos donde los votantes son apuntados con metralletas, «eligiendo» a grotescos gobernantes seleccionados a dedo por el dictador ruso.

El proceso que lleva a convertir una nación cultural en una nación jurídica, y a una nación jurídica en una política, no ha sido fácil de recorrer en Ucrania. Pero, a diferencias de Bielorrusia y otras exnaciones soviéticas, ha logrado ser transitado. Para que eso hubiera sido posible, la nación debió atravesar diversas fases o períodos. Así, a partir de 1991, mediante la declaración de independencia de Ucrania como consecuencia de la disolución de la URSS, podemos hablar de un periodo formativo.

Desde 1904 hasta el 2013 nos encontramos con un periodo de lucha hegemónica donde dos tendencias se enfrentaron continuamente. La primera está asociada al hombre de Rusia en Ucrania, Viktor Yanukóvich. La segunda a Julia Timoschenko y Viktor Yushchenko, líderes de de la llamada «revolución naranja», enfilada en contra de la corrupción, pero también en contra de la rusificación de Ucrania, ya fraguada desde el Kremlin.

Precisamente, enarbolando el estandarte de la anticorrupción y en elecciones consideradas fraudulentas, Viktor Yanukóvich llegó nuevamente al gobierno el 2010. Desde el poder, como si fuera un Lukashenko ucraniano, Yanukóvich se convirtió en simple portavoz de Putin, mientras los nacionalistas ucranianos veían con espanto cómo bajo su gobierno iba a terminar la independencia de Ucrania.

La gota que colmó el vaso fue la decisión de Yanukóvich (orden de Putin) de oponerse al acercamiento de Ucrania a la UE. Como respuesta, a fines de 2013, estalló la revolución, llamada con justeza Euromaidán. «Euro» porque su proclama más importante era la europeización de Ucrania.

Como es sabido, la revolución tuvo un origen principalmente estudiantil en la plaza Maidán (plaza de la libertad). A los estudiantes se fueron plegando partidos políticos, organizaciones civiles, confesiones religiosas, sectores del ejército, grupos nacionalistas y también ultranacionalistas (en Ucrania los hay, como en todos los países europeos). Esa auténtica revolución popular es llamada en la literatura putinista, «golpe de Estado». Por cierto, hubo enfrentamientos, violencia, muertos, heridos. Pero todos sabemos que las revoluciones populares nunca han sido bellas, como a veces aparecen en las películas.

En Maidán —visto en retrospectiva— surgió un movimiento en primera línea nacional y antimperial opuesto a la rusificación y abierto a la europeización. De ahí proviene el que hoy Zelenski llama «mandato de Maidán». En fin, con la revolución de Maidán comenzó la lucha de Ucrania por su independencia de Moscú. Como respuesta a Maidán fue iniciada en el 2014 la invasión de Rusia a Ucrania, cuando Putin se apoderó de Crimea, de Sebastopol, de Donetsk y Lugansk, declarando a esas regiones, sin antecedentes jurídicos ni históricos, territorios rusos.

¿Por qué no continuó Putin inmediatamente la guerra de anexión total de Ucrania? No es tan cierto, en el hecho lo intentó pero sin éxito.

Donetsk y Lugansk pasaron a convertirse en enclaves militares rusos y como tales fueron objeto de continuos ataques de parte de milicias patriotas y nacionalistas de Ucrania («nazis», según los putinistas). En efecto, desde 2014 hasta el 2022 tuvo lugar una guerra de baja intensidad en Ucrania, una a la que los historiadores no han prestado debida atención. También Putin utilizó ese periodo para acentuar la dependencia energética de Europa —sobre todo de su locomotora económica, Alemania— con respecto a Rusia. Y por cierto, dedicó ingresos obtenidos por el gas y el petróleo a modernizar al máximo posible a sus destacamentos militares.

Probablemente tampoco Putin había abandonado la idea de ocupar Ucrania mediante medios políticos, como intentó hacerlo utilizando a su títere, Janukóvich. Poroshenko, el presidente elegido después de Maidán, usaba un vocabulario nacionalista, pero a la vez estaba muy ligado a la oligarquía financiera rusa. Su sucesor, Volodímir Zelenski, pese a ganar las elecciones con una mayoría descomunal (más del 70%) no ofrecía un serio programa independentista, más bien parecía proclive al diálogo y al compromiso con Putin. Nadie podía sospechar que, bajo la apariencia más bien tímida del «actorzuelo», como aún lo califican con odio los putinistas, se escondía un formidable líder nacional. Menos imaginaba Putin la predisposición del pueblo ucraniano a defenderse hasta la inmolación en defensa de su país invadido, como tampoco la decisión de la mayoría de los países europeos para ponerse al servicio de las decisiones militares ucranianas. Ese momento de encuentro histórico entre Ucrania y Europa, percibido poéticamente por el escritor ruso Viktor Erofejev, hizo nacer sobre las ruinas y la sangre derramada a una nueva nación europea. Ucrania, se quiera o no, ya tenía antes de 2022 una historia política. Una muy breve, pero a la vez muy intensa.

Ucrania europea

La afirmación del ser europeo contiene, como toda afirmación, una negación. Europeo quiere decir en el contexto de la resistencia ucraniana «no queremos ser rusos», o también «no queremos ser habitantes de una provincia rusa». Europeo significa, además, «queremos ser occidentales en todo lo que signifique serlo»: ciudadanos de una nación donde sean respetados los derechos humanos; donde rija la Constitución por sobre la voz del mandatario; donde haya una clara división de poderes (ya establecidos en la Constitución ucraniana de 1996); donde haya partidos políticos, libertad de culto y de opinión. En otras palabras, donde haya todo lo que no existe en la Rusia de Putin. En ese sentido, la lucha de liberación nacional emprendida por el pueblo y el gobierno de Ucrania es también una lucha patriótica.

Patria no es lo mismo que nación, eso hay que tenerlo muy claro. Incluso en el mundo globalizado en que vivimos pueden llegar a ser dos conceptos separables. La patria hace referencia a un punto de origen, al espacio primario desde donde venimos, al lugar donde yacen nuestros recuerdos, amores y nostalgias, nuestros decires, nuestros gestos, nuestros modos de ser en la vida, pensados e incluso soñados en el lenguaje materno o paterno.

La nación, en cambio, supone una relación activa y dinámica con un Estado, el lugar donde asumimos derechos y deberes de acuerdo a las normas y leyes que provienen de una Constitución que rige para todos, más allá de nuestras diferencias culturales, religiosas o políticas. De la patria somos sus hijos, de la nación somos sus ciudadanos.

En la nación pagamos impuestos y elegimos a nuestros representantes de acuerdo a intereses e ideales. Del sentimiento patrio no puede surgir, por lo mismo, ninguna nueva nación. Pero a la inversa, de una nación, sobre todo cuando está a punto de ser perdida, sí puede surgir un sentimiento patrio. «Patriotismo constitucional» lo llamó una vez Habermas, retomando el concepto inventado por Rolf Sternberger. Efectivamente, de eso se trata. Vista así, Ucrania representa para muchos ucranianos la adhesión a una trinidad irrenunciable: es la patria originaria, es una nación políticamente constituida y es una parte de un continente occidental llamado Europa.

Desde la patria invadida ha nacido una nueva nación europea, reconocida y acogida por Europa. Eso nunca lo podrá entender el gobernante ruso. Por eso, destruya lo que pueda, y siempre será mucho, Putin está condenado a vivir y a morir en la derrota. En su derrota.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Putin y la radicalidad del mal

Fernando Mires

Uno de los más mal entendidos temas de los muchos que trabajó Hannah Arendt es también uno de los más conocidos. Nos referimos al de la «banalidad del mal». No han faltado incluso quienes imaginan que la gran filósofa de la política pensaba que el mal era de por sí banal. Quienes hemos seguido el desarrollo del pensamiento de Arendt, sabemos, sin embargo, que el concepto de banalidad es un derivado del concepto de Kant acerca de la radicalidad del mal.

El caso Eichmann

Como es sabido, la proposición relativa a la banalidad del mal fue elaborada por Arendt observando la personalidad y escuchando opiniones emitidas por Adolf Eichmann durante el juicio a que fue sometido en Jerusalén. Acerca del concepto de banalidad no faltaron quienes creyeron que Arendt intentaba minimizar los crímenes cometidos por Eichmann. Nada más falso: Arendt estaba de acuerdo con la sentencia de pena de muerte aplicada al acusado. En el último párrafo del epílogo escribió Arendt su sentencia personal: la horca. Nada menos. Vale la pena citar el párrafo en toda su extensión, pues ahí está concentrada la esencia del argumento de Arendt acerca de la banalidad del mal. Como si estuviera dirigiéndose directamente a Eichmann, escribió:

Tú mismo has hablado de una culpabilidad por igual, en potencia, no en acto, de todos aquellos que vivieron en un Estado cuya principal finalidad política fue la comisión de inauditos delitos. Poco importan las accidentales circunstancias interiores o exteriores que te impulsaron a lo largo del camino a cuyo término te convertirías en un criminal, por cuanto media un abismo entre la realidad de lo que tú hiciste y la potencialidad de lo que los otros hubiesen podido hacer. Aquí nos ocupamos únicamente de lo que hiciste, no de la posible inocua de tu vida interior y de tus motivos, ni tampoco de la criminalidad en potencia de quienes te rodeaban. Has contado tu historia con palabras indicativas de que fuiste víctima de la mala suerte, y nosotros, conocedores de las circunstancias en que te hallaste, estamos dispuestos a reconocer, hasta cierto punto, que si estas te hubieran sido más favorables muy difícilmente habrías llegado a sentarte ante nosotros o ante cualquier otro tribunal penal. Si aceptamos, a efectos dialécticos, que tan solo a la mala suerte se debió que llegaras a ser voluntario instrumento de una organización de asesinato masivo, todavía queda el hecho de haber, tú, cumplimentado y, en consecuencia, apoyado activamente, una política de asesinato masivo. El mundo de la política en nada se asemeja a los parvularios; en materia política, la obediencia y el apoyo son una misma cosa. Y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación — como si tú y tus superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el mundo—, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado».

Arendt probablemente no sabía que Eichmann poseía dotes de actor. Su estrategia fue presentarse ante el juicio como víctima de circunstancias, y no como uno de los responsables del Holocausto. Una simple pieza de un engranaje de una maquinaria de la muerte, un hombre que solo cumplía ordenes y que bajo ningún aspecto podría ser señalado como responsable del genocidio.

Arendt no conocía demasiado la vida de Eichmann, y después de su libro, historiadores como Hans Mommsen, estudiando la biografía del acusado, pudieron llegar a la conclusión de que definitivamente Eichmann era un redomado antisemita y, por lo mismo, uno de los responsables del asesinato colectivo que había tenido lugar en las cámaras de gases.

Como sea, más allá de la persona de Eichmann, intentó demostrar Arendt que de verdad hubo personas que solo se limitaron, como si fueran autómatas, a cumplir ordenes y que, bajo otras circunstancias, no habrían sido los asesinos que llegaron a ser. Frente a ese tipo de personas Arendt no fue benevolente. Lo que importaba es lo que un individuo ha hecho y no lo que pudiera no haber hecho si las cosas se hubieran dado de una manera distinta.

Cada ser es responsable de sí y de sus actos, fue el veredicto de Arendt. Hay por cierto, circunstancias atenuantes, pero según Arendt, en el caso de Eichmann, no las había. ¿Qué hubiera actuado como un autómata? Eso no importa. Cada uno es responsable si decide ser un autómata o un ser humano. ¿Dónde reside entonces la banalidad del mal? Aunque parezca tautología, la banalidad del mal reside en su banalización. Quiere decir: el mal nunca será banal, pero sí puede ser banalizado.

Para poner un ejemplo, un soldado de un ejército invasor que mata en las batallas a soldados enemigos no puede ser acusado de asesinato. Pero si ese soldado mata a personas indefensas, a soldados ya rendidos, viola a mujeres, incendia casas, ese soldado sí es un asesino. ¿Y si ha recibido ordenes para cometer esos crímenes? Igualmente, es culpable de no haberse rebelado en contra de los crímenes de guerra que cualquier soldado profesional debe conocer. Obedecer a una orden ilegal no absuelve a nadie.

La guerra es de por sí un crimen, nos diría un pacifista antipolítico. Pero hay crímenes de guerra, y frente a esos crímenes son responsables tantos los que dan como los que reciben ordenes. Decir entonces, yo maté porque así me lo ordenaron, es convertir un asesinato en el simple cumplimiento de una orden. En un acto banal. Y como la mayoría de los asesinos siempre recurrirán a argumentos para justificar sus asesinatos, casi todo asesinato podría ser banalizado pues la banalidad del mal proviene de la incapacidad de sentirse culpable. Repitamos: no hay banalidad sin banalización.

Eichmann intentó banalizar, como la mayoría de los asesinos, sus asesinatos. Mediante su coartada intentó aparecer como un inocente. En muchos casos, y este era el de Eichmann, ese intento podría aumentar incluso su culpabilidad. Primero, el hechor cometió un crimen. Segundo, intentó banalizarlo ante él y ante los demás.

El caso Filbinger

Tiempo después del caso Eichmann, en la Alemania del milagro económico y de la consolidación democrática, tuvo lugar una discusión similar a la que intentó estimular Arendt en Israel y en los EE UU. Nos referimos al ya olvidado, pero en su tiempo muy divulgado caso Filbinger

Hans Karl Filbinger (1913- 2007) fue juez durante la época nazi. Después de haber sido rehabilitado, llegó a ser como político de la CDU, ministro presidente del estado Baden-Württemberg (1966-1978).

Ante sus muchos seguidores, Filbinger representaba valores conservadores (patriarcales, autoritarios, religiosos, patriotas). Las elecciones solía ganarlas con mayoría abrumadora. Pero en 1978 el actor Rolf Hochhuth lo denunció por haber sido uno de los juristas más implacables del régimen nazi, llamándolo «jurista terrible» (denominación que en la Alemania de posguerra era aplicada a los juristas al servicio personal de Hitler). Acusación que habría pasado desapercibida si es que el mismo Filbinger no hubiera levantado una querella en contra del actor. Fue ahí cuando la prensa descubrió el tortuoso pasado del político.

Como juez de la Marina, Filbinger había condenado a muerte a marinos desertores. El proceso judicial, iniciado por el mismo Filbinger, demostraría que la denominación «jurista terrible» era perfectamente aplicable a su persona. A la CDU no quedó más alternativa que destituir al patriarca. Por cierto, no fue condenado ni a prisión ni a nada. Tuvo suerte. Durante el tiempo del juicio a Eichmann habría sido condenado a muerte.

Lo que más llamó la atención fue la absoluta incapacidad de Filbinger para hacerse cargo de su pasado. Pese a que sus propios hijos se distanciaron de él, siguió, hasta el momento de su muerte, sosteniendo que había sido una víctima de una confabulación urdida en la RDA. Con esa negación Filbinger pasó a engrosar una larga fila de posnazis incapaces de asumir la realidad vivida. La había borrado de su mente y, por ende, de su biografía.

¿Por qué rememoro aquí el ya casi olvidado caso Filbinger? Por una sola razón. Filbinger, como Eichmann, intentó banalizar el mal. Pero Filbinger no usó el argumento de Eichmann («yo solo cumplía órdenes») sino otro más refinado: «Yo solo aplicaba las leyes». Como dijera Filbinger en una entrevista a Der Spiegel: «Yo no soy responsable de las malas leyes. Mi trabajo era solo hacerlas cumplir». Con esas palabras la banalización del mal se convertía en la legalización del mal.

Efectivamente, desde un punto de vista puramente legal, Filbinger no había cometido ningún delito. Su falta era moral: obedecer ciegamente a las leyes de una dictadura sin considerar que una dictadura, por serlo, es anticonstitucional y por lo mismo ilegal. Las leyes dictadas por una dictadura solo pueden ser legales para los partidarios de una dictadura. Y aquí topamos con uno de los temas más controvertidos del derecho público y privado: la relación entre legalidad y legitimidad.

Legalidad y legitimidad

El tema fue tratado a fondo por el jurista Carl Schmitt para quien la legalidad no cubre todo el espacio de la legitimidad de modo que algo puede ser legítimo y no ser legal a la vez. Ahí, sin mencionarlo, Schmitt recurría a nociones establecidas filosóficamente por Immanuel Kant. La diferencia es que mientras para Schmitt legitimidad y legalidad eran términos contrapuestos, para Kant eran conceptos interdeterminados.

Kant, a pesar de ser un apasionado defensor de la ley constitucional, no era legalista. Las leyes, según Kant, deben ser respetadas porque provienen de la razón práctica, vale decir de las experiencias de vida. De ahí surge la moral y de la moral, la religión y el derecho. De tal modo las leyes, según Kant, se encuentran afiliadas a la razón hecha moral y a la moral hecha ley. Cuando hay discordancia entre ley y moral, quiere decir que algo anda mal en las leyes. De esa constatación dedujo Kant una de sus máximas más famosas: «Haz todo lo que las leyes prescriben, pero no hagas todo lo que las leyes permiten». Quiere decir, más allá de la legalidad hay un espacio donde nos está permitido regirnos por una moralidad que no puede ser totalmente cubierta con el manto de la legalidad.

No todo lo legal es justo ni todo lo justo es legal, podría haber dicho Kant. Hay por lo tanto en su filosofía jurídica, una sobredeterminación de la moral en el derecho público y privado. Una palabra alemana, casi intraducible a otros idiomas, expresa de modo preciso esa sobredeterminación: sitte.

Sitte es la moral que proviene de la tradición y de las costumbres. De este modo uno podría contravenir la sittlichkeit sin contravenir la legalidad. Pongamos ejemplos: no responder al saludo de un vecino, no es ilegal, pero no es sittlich. No cumplir una promesa dada a alguien, no es ilegal, pero no es sittlich. Ser elegido presidente en nombre de la paz y llevar al país a la guerra, no es ilegal, pero no es sittlich. Podríamos seguir con ejemplos parecidos.

Ahora, lo ideal es que moral, sittlichkeit y legalidad, sean correspondientes entre sí. Por eso recomendaba Kant que, no habiendo en determinadas situaciones una ley por la cual regirse, debemos actuar como si hubiera una, siguiendo máximas que condensan las formas de conducta en campos no considerados por la legalidad. Por lo mismo, hay situaciones extremas en las cuales la discordancia entre moral y legalidad es tan discrepante que no queda más alternativa sino tomar una decisión o a favor de la ley sin sustrato moral, o a favor de la moral de donde provienen las leyes.

Eichmann dijo que solo recibía órdenes. Lo que no dijo es que las recibía de una camarilla de miserables asesinos. En el caso de Filbinger, él dijo que dictaminaba de acuerdo a leyes que bien podrían ser malas, pero no dijo que esas leyes (decretos) provenían de la voluntad de un caudillo criminal que había puesto su palabra por sobre la Constitución, las leyes y la moral.

Hitler, al renunciar tanto a la legalidad como a la moral establecida fue, si seguimos a Kant, una expresión máxima del mal. De un mal imposible de ser banalizado. De un mal que no se sujeta a nada ni a nadie. De ese mal que hoy representa Vladimir Putin. El mal radical, así lo llamó Kant.

El caso Putin

El mal radical es el mal puro, radicalmente desbanalizado, imposible de ser justificado por nada. Es el regreso a una supuesta condición natural, cuando no había moral, ni ética, ni normas, ni dioses, ni leyes, ni palabras. El mismo Hitler lo sabía. Siempre ocultó el Holocausto, incluso ante ante su propia gente. Sabía por lo mismo que había pasado la raya que separa a la condición humana de otra a la que no sabemos cómo llamar.

Hitler no se dejaba regir por nada diferente a su propia voluntad. Pero Hitler no era un ser irracional, eso sería defenderlo. Sus visiones eran irracionales, pero intentó realizarlas aplicando una sistemática racionalidad instrumental. La racionalidad del mal radical, podríamos llamarla. Precisamente a esa racionalidad se refería hace unos días el presidente de los EE UU cuando dijo que Putin era muy racional para llevar a cabo una obra irracional. Si es así, Putin no puede ser comparado con Stalin, pero sí con Hitler.

Stalin era sin duda tan o más asesino que Hitler. Pero incluso su maldad podía ser banalizada por la existencia de un partido, de una tradición leninista, por la creencia en una ciencia de la historia según la cual era necesario hacer parir el comunismo desde el vientre sangriento del capitalismo. Stalin asesinaba a seres que se anteponían a su enloquecida visión del mundo. Pero siempre perseguía un objetivo según él, necesario. No así Hitler, quien mandó asesinar a los miembros de un pueblo no por lo que hacían o no hacían sino por lo que eran: judíos. Por eso la lógica asesina de Putin se encuentra mucho más cerca de Hitler que la de su antecesor ruso. Putin es el Hitler de nuestro tiempo.

Radical ha sido desde un comienzo la maldad de Putin. Tanto en las masacres cometidas en Siria, Georgia y sobre todo en Chechenia, Putin rompió con todas las normas y leyes de la guerra. Los gobernantes europeos lo sabían. Pero para ellos las guerras de Putin pertenecían a una barbarie de la que creían estar lejos. Hasta que la guerra de Putin llegó a la europea Ucrania. Al mundo de la civilización, de las constituciones, de los derechos humanos.

Según Putin, lo escribió el mismo en su ensayo del 2021, Ucrania pertenece a Rusia de acuerdo a lazos idiomáticos y vínculos de sangre. Partiendo de esa premisa, bautizó a todos los ucranianos que no querían ser parte del estado ruso, como nazis. La invasión a Ucrania, comenzada el 2014 con la ocupación de Crimea y de los territorios del Donbás, fue realizada en nombre de una razón biologista y naturalista. Su objetivo era la rusificación de Ucrania, no combatir a la ampliación de la OTAN, como trataron de justificar algunos irresponsables académicos occidentales. Sobre eso ya casi no hay discusión.

Las acciones militares de Rusia han estado dirigidas desde el primer comienzo en contra de la población ucraniana. Como si hubiera duda, Putin acaba de confesarlo. Cuando se enteró de que ese puente simbólico y real destinado a unir Crimea con Rusia, había parcialmente explotado, dijo «hoy tenemos un sano deseo de venganza». Lo que no dijo es lo que hizo. No tomó represalia en contra de puentes ucranianos sino en contra de los habitantes de Kiev.

Los puentes son objetivos de guerra, esa es una verdad elemental de todos los manuales militares. Bombardear puentes es impedir el transporte de armas y soldados enemigos. Pero teatros, plazas, mercados, estaciones, calles, no son objetivos de guerra. Por cierto, desde que hay guerras la población civil ha sido la principal víctima. Basta recordar a Vietnam e Irak. Pero nunca la población ha sido el principal objetivo. Pues bien, Putin ha asesinado a ucranianos simplemente porque son ucranianos.

Sabemos que el Holocausto al pueblo judío es incomparable. Pero la lógica que lleva a matar a seres humanos por lo que son, es decir, por su culpa de ser, es también la de Putin.

Mamá, ¿por qué caen bombas sobre el jardín infantil? Preguntó un niño de nueve años a su madre, la periodista Nonna Stefanova. Después de vacilar, ella decidió responder con la verdad: porque somos ucranianos.

Leo de nuevo el dictamen de Hannah Arent sobre Eichmann. En una de sus frases dice, Eichmann debe morir porque se tomó el derecho a decidir cuáles pueblos deben poblar o no a la tierra. Putin también se tomó ese derecho. Los ucranianos, para él, solo deben existir como rusos. Por eso pienso y digo: si hubiera un poder supranacional, Putin, de acuerdo al dictado de Hannah Arendt sobre Eichmann, debería ser ejecutado. Por la radicalidad del mal cometido, Putin pertenece al mundo de los muertos.

Esa posibilidad, la muerte biológica de Putin, está muy lejos de nuestra voluntad. Como tantos dictadores, puede que muera tranquilamente en su cama. Incluso puede que sea santificado por ese monje degenerado llamado Kirill, quien ha dicho (textual) que Putin fue enviado por Dios a Rusia. Como sea, Occidente no está en condiciones de deshacerse de la radicalidad del mal representada por el dictador ruso; pero sí está en condiciones de defender a Ucrania y con ello, de infligir una derrota a Putin. Esa derrota sería una victoria de la razón, de la moral y del derecho internacional.

Putin, al menos, debe morir políticamente. Y para que eso ocurra, debe ser derrotado militarmente. Ojalá para siempre.

Twitter: @FernandoMiresOl

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

¿Qué es el nacionalpopulismo?

Fernando Mires

Hay cierto acuerdo tácito entre quienes nos ocupamos del no siempre simpático trabajo de caracterizar a movimientos y gobiernos políticos. Ese acuerdo es el de llamar a los nuevos movimientos sociales que se levantan en contra de la democracia que ellos llaman liberal, como nacionalpopulistas.

En un comienzo era tendencia denominar como fascistas, neofascistas o posfascistas a movimientos como los de la Le Pen, en Francia, Demócratas Suecos, Liga Norte en Italia, AfD en Alemania, VOX en España. Más difícil ha sido seguir sosteniendo el calificativo cuando estos movimientos toman la forma de gobiernos como ocurrió con el Fidesz de Orbán, Ley y Justicia de Polonia y recientemente con Los Hermanos de Italia.

Por cierto, todos incorporan elementos fascistoides, entre ellos discriminación racial en políticas migratorias, la misoginia, la homofobia, un furioso anticomunismo sin comunistas. Pero pronto fueron agregados a su repertorio otro elementos de clásico tipo conservador. Entre otros, el culto a los símbolos patrios y a la familia tradicional, agregando a la lista una tenaz lucha en contra de la despenalización del aborto, en nombre del «derecho a la vida».

Nuevo nacionalismo Morawiecki

Justamente ha sido ese acercamiento a los valores religiosos y morales de tipo conservador un obstáculo para denominar a esos movimientos como fascistas, pues, como es sabido, los fascismos «clásicos», sobre todo los de Hitler y Mussolini, fueron moralmente disolutos y radicalmente antirreligiosos. Ideológicamente un Orbán, un Morawiecki, una Meloni se encontrarían más cerca del integrismo franquista que del totalitarismo fascista al estilo de Mussolini y Hitler.

Más difícil todavía fue mantener el concepto de fascismo cuando logró percibirse que los nuevos movimientos unían a su conservadurismo demandas exigidas por las izquierdas occidentales, entre ellas la limitación de la globalización, de instituciones internacionales como el Banco Mundial en lo económico y la UE en lo político, todo acompañado con una negación, compartida por las izquierdas occidentales, a la democracia liberal. Odio o aversión que ha llevado a muchos de esos movimientos y gobiernos a identificarse con la Rusia de Putin, convertida en vanguardia de los gobiernos antidemocráticos de la tierra.

Ahora bien, intentando buscar denominadores comunes, encontramos que todos esos movimientos se declaran nacionalistas. Algunos han llegado a incorporar el nombre de sus naciones en la designación de sus partidos. Alternativa para Alemania, Patriotas por Suecia, Hermanos de Italia, entre otros. Por lo tanto, en cualquiera definición general, algo que no puede faltar es el término nacional o nacionalismo. Estamos frente a una ola antidemocrática y nacionalista a la vez. Que ese nacionalismo sea más retórico que práctico, es otro tema.

Podríamos afirmar en sentido gramsciano que los nuevos partidos nacionalistas están ganando en Occidente la lucha hegemónica al apropiarse del concepto de nación. Quizás esa es una de las varias razones que explica por qué tales organizaciones han llegado a constituirse en partidos y gobiernos de masas. Pues al presentarse como defensores de las tradiciones nacionales en contra de los demócratas globalistas y liberales y de las izquierdas internacionales, han construido una narrativa que sitúa a la nación como una entidad amenazada por fuerzas externas frente a las cuales solo cabe defenderse. Partiendo de esa base, los movimientos migratorios son para ellos destacamentos desnacionalizantes, hordas de bárbaros cuyo objetivo es robar «nuestra» identidad nacional, imponiéndonos sus culturas, sus tradiciones y hasta sus religiones, como destaca la buena pero muy tendenciosa novela de Michel Houellebeq, Sumisión. Naturalmente, siempre ha habido y habrá movimientos nacionalistas. Lo nuevo es que el nacionalismo ya no es de grupos sino de masas.

La rebelión de las masas

Uno de los secretos del éxito de los nuevos nacionalismos es que han sabido adaptarse a las formaciones sociales propias a la era de la revolución digital.

Ya sea por la desestructuración de estructuras sociales y clases que ha traído consigo el desarrollo de un capitalismo cada vez más global, nos encontramos ante el aparecimiento de una nueva sociedad de masas solo comparable a la que tuvo lugar en la Europa de fines del siglo XlX y comienzos del siglo XX, cuando la industria destruyó estructuras de origen medieval y arcaicas comunidades agrarias. El modo industrial de producción fue impuesto en contra de la resistencia de sectores laborales desplazados por la maquinaria y después por la automatización. El movimiento ludista inglés, cuyos integrantes eran llamados «destructores de máquinas», fue una de las más conocidas, pero no la única resistencia social frente a la era industrial que se avecinaba.

Por otra parte, a un nivel más bien elitista surgió el movimiento cultural romántico europeo considerado por los historiadores como una protesta intelectual en contra de la modernidad anunciada por la maquinaria industrial, El fascismo recogería parte de la nostalgia elitista preindustrial para convertirla en un relato asequible a las grandes masas. El aparecimiento de las hordas fascistas ocurrió cuando las clases se disolvieron en la masa. Tuvo así lugar, «una alianza entre las élites y el populacho» (Hannah Arendt).

Y aquí llegamos al segundo punto más característico de los nuevos fenómenos políticos: los movimientos nacionales y nacionalistas de Europa y América Latina son, en primera línea, organizaciones de masas en una sociedad de masas del mismo modo como los partidos socialdemócratas fueron en su tiempo partidos de clase en una sociedad de clases. Esta y no otra es la razón que explica por qué los movimientos y gobiernos a los que nos estamos refiriendo pueden ser denominados como nacionalpopulistas.

El populismo es la política en la sociedad de masas, hemos escrito en otros textos. Es cierto. Pero la adhesión de las masas a una organización política no la define de por sí como populista. Si así fuera todos los gobiernos surgidos de elecciones masivas serían populistas. Lo que identifica al populismo, entonces, no es solo la masificación de la política sino la relación que establecen las masas con un liderazgo populista.

Dicho en breve: no hay populismo sin líder populista. Masificación y líder son componentes insustituibles de todo movimiento o gobierno populista. Faltando uno de ellos, no hay populismo. Esa es mi tesis.

Masa y líder

Pero no todos los líderes políticos son populistas. El populismo existe cuando se da una relación de amor intenso entre masa y líder.

El populismo ha sido y es esencialmente antropomórfico. El carácter profético, mesiánico e incluso mágico de los líderes populistas solo se da en relación directa con una rebelión de las masas, como lo explicaron de modo filosófico Le Bon, Ortega y Canetti. Si extraemos al líder de esa relación, podemos contemplarlos en toda su pequeñez. Un Mussolini o un Hitler, un Perón o un Chávez, separados de su relación con la masa, pueden ser mirados como lo que fueron: personajes muy mediocres. Hasta el cine y la literatura se burlan hoy de ellos. Mussolini aparece como un chillón histriónico. Hitler, lo mostró Charlie Chaplin, como un payaso ridículo. Cuando desaparezca del todo el peronismo, Perón será visto como un gesticulador incoherente. Chávez ya es visto como un simple charlatán. Trump como un ignorante pretencioso. Y, sin embargo, todos fueron idolatrados hasta el punto de ser seguidos más allá de la Constitución, de las leyes y de las instituciones de cada nación.

Este último aspecto debe ser tomado en cuenta. El líder populista, al aparecer situado sobre las instituciones, no debe ajustarse a los imperativos que imponen las mediaciones del poder, entre ellas el parlamento. No es casualidad que la mayoría de los movimientos populistas han terminado por ser radicalmente antiparlamentarios. Y desde la perspectiva del populismo hay en esa posición suma coherencia. El parlamento es el lugar donde son hechas las leyes a través del debate. El líder populista es la institución que constituye al pueblo como pueblo sin parlamento ni debate. El pueblo del líder no es y no puede ser, por lo tanto, igual el pueblo constitucional. Así entendemos por qué los populistas, cuando llegan al gobierno o intentan dictar una nueva Constitución hecha a su medida, gobiernan simplemente sin Constitución, solo por decreto, como lo hizo Hitler.

Como su antecesor, el nacionalsocialismo, el nacionalpopulismo es la política de las masas representadas por un líder escogido por las masas. Es, si se quiere, aunque parezca paradoja, la más directa de las democracias. Tan directa que para existir no necesita mediaciones institucionales y constitucionales. El populismo, en fin, lleva a la democracia a su radicalización extrema.

La radicalización de la democracia, según Jascha Mounk, al lesionar las instituciones sobre las que se sustenta la democracia, conduce al fin de la democracia: a la dictadura del líder a través del pueblo y a la dictadura del pueblo a través del líder. En breve: conduce al fin de la política como medio de comunicación racional entre seres ciudadanos. Esa es la tónica del nacionalpopulismo de nuestro tiempo. Su ataque a la democracia liberal es un ataque a la democracia en general, hecho nada menos que en nombre de la democracia.

El retorno de los dioses

El populismo es el gobierno directo de las masas a través del líder. Ahí reside justamente su peligrosidad, pues para que el líder de masas sea tal, ha de representar un poder sobrehumano y eso quiere decir sobrepolítico, y en cuanto lo político se sustenta en instituciones, antinstitucional. Pero como lo único sobrehumano es dios o los dioses, el líder aparecerá dotado de plenos poderes, como un representante divino situado al nivel de lo terreno.

Hay en todo populismo una fuerte tonalidad religiosa, hecho descuidado por la mayoría de los autores dedicados a analizar el fenómeno. Advirtiendo ese descuido, la socióloga venezolana Nelly Arenas en un notable ensayo titulado Populismo y Religión, nos da a conocer la vinculación de los actuales movimientos populistas con el universo religioso. Escribe Arenas: «Aunque la sociedad en general pareciera experimentar una vuelta hacia el sentimiento religioso, no es posible prever todavía una reversión del proceso de secularización del Estado experimentado por Occidente. Habría que tener en cuenta, no obstante, que la inclinación manifiesta de los populismos, particularmente los de extrema derecha, es la de imponer al conjunto social una moral conservadora y retrógrada en línea con los preceptos confesionales».

El retorno de lo religioso en lo político es uno de las principales amenazas que porta consigo el avance del nacionalpopulismo ¿Estamos frente a una disyuntiva desecularizadora? Es la pregunta formulada entre otros por Garzón Vallejos. Hay indicios que hacen temer esa posibilidad.

El proceso de desecularización, muchas veces encubierto, puede tomar, y ha tomado, dos vías que bien pueden ser paralelas. Una es conferir a un gobernante poderes divinos. Esa fue una de las vías del populismo fascista de la era industrial: Mussolini, Hitler, Perón, fueron idolatrados como dioses. La segunda vía es incorporar instituciones religiosas al poder político.

Podría pensarse que el franquismo tomó esa vía, pero Franco estaba lejos de ser un líder de masas y, como hemos dicho, sin participación de masas no hay populismo. En el paisaje actual hay dos gobernantes con pretensiones populistas que tampoco han llegado a ser populistas porque no han logrado erigirse como caudillos de masas. Me refiero a Erdogan y a Putin. El primero intenta fundar una república islámica desmontando el legado secularizante del mitológico presidente Mustafá Kemal Atatürk, contando para ello con los sectores más conservadores del islamismo turco. El segundo ha llevado a la Iglesia ortodoxa al poder, hasta el punto que su pope superior, Kirill, ha otorgado a la invasión a Ucrania un carácter de cruzada.

Distinta es la situación en Polonia y en Hungría. En Polonia, aún sin ser miembro activo del gobierno, el ultracatólico Kaczynski es un líder de masas. En Hungría, a su vez, Orbán ha logrado establecer una relación directa entre gobierno, Estado, pueblo, religión y líder.

Giorgia Meloni también es religiosa y su compañero de ruta, Salvini, es un fascista de tomo y lomo. El peligro de formación de un movimiento nacionalpopulista (religioso, además) desde el gobierno es una posibilidad latente. No obstante, ese exiguo 25% que la llevó al gobierno hace imposible considerarla por el momento como una líder de masas. La suerte de la futura Italia dependerá en gran parte de la reconstitución de una oposición que, estando disgregada, continúa siendo mayoría.

En Brasil, en cambio, llegando o no al gobierno, Bolsonaro, al igual que Trump en los EE UU, logró a través de elecciones consolidar su liderazgo nacionalpopulista. Incluso ha dotado a su movimiento de algo que faltaba al trumpismo: la introducción de la religiosidad. El papel que podría cumplir la incorporación de las agrupaciones evangélicas a su movilización política debe ser analizarlo con seria atención.

El nacionalismo y la religión han sido grandes inventos de la humanidad. Las dos entidades merecen el más profundo respeto. Pero cuando logran acceso al Estado y comienzan a unirse en un solo poder, surge un fenómeno que lleva a la destrucción de otra invención, muy antigua y muy moderna a la vez. Nos referimos a la llamada por el filósofo Claude Lefort invención democrática.

Probablemente, los triunfos de los nacionalpopulismos no serán totales. No es descartable que en algunos países sean domesticados por las mismas instituciones que hoy adversan. Eso, por lo demás, ya ha ocurrido en el pasado. Por ejemplo, cuando el movimiento socialista se vio obligado a organizarse en partidos socialdemócratas, o cuando los ecologistas se vieron obligados a representar sus ideales a través de partidos parlamentarios.

En otros casos los movimientos nacionalpopulistas no han sido más que antecesores de formas antidemocráticas de gobierno. Muchas de las autocracias que hoy infectan la política occidental han tenido un pasado nacionalpopulista. La mayoría de esos gobiernos autocráticos apoyan hoy a la dictadura de Putin en su guerra imperial contra Ucrania. El nacional populismo, si es que triunfa, puede ser entendido como la fase inicial de la autocracia.

Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma del nacionalpopulismo. Que ese fantasma no sea más que eso, un fantasma, dependerá del curso de las luchas democráticas que hoy tienen lugar en el Occidente político. Nada está escrito todavía.

Referencias:

Iván Garzón Vallejo, ¿Postsecularidad: un nuevo paradigma de las ciencias sociales? Revista de Estudios Sociales, num. 50, sept.-dic. 2014

Jascha Mounk, El pueblo contra la democracia, Planeta, Madrid 2020

Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.

Twitter: @FernandoMiresOl

Melonismo y putinismo

Fernando Mires

Cuando fueron dados a conocer los resultados de las elecciones de Italia, nadie quedó sorprendido. Pocas veces las encuestas habían mostrado un tan alto grado de coincidencia. No había nadie que no hubiera sabido que Giorgia Meloni iba a ganar. Por eso, conocidos los números, la atención comenzó a centrarse en otro tema: el de las perspectivas que ofrece el gobierno recién elegido. Ellas dependían de la correlación de fuerzas al interior del bloque ganador.

Meloni no es putinista

Para unos fue una buena noticia saber que Meloni dejó muy atrás a los partidarios de Berlusconi y Salvini. Los Hermanos de Italia se encuentran así en el lugar desde donde pueden dictar condiciones a sus aliados. Para los contrincantes del futuro gobierno así como para la opinión pública europea, Meloni aparece como la menos fascista y la menos putinista de los tres. Desde una perspectiva de centro-democrático, podríamos decir que Italia eligió a lo menos peor. De ahí que tampoco fue extraño que la discusión de los analistas políticos girara en torno a dos preguntas: ¿Es fascista Meloni? ¿Es putinista Meloni?

Con respecto a lo segunda pregunta, la misma candidata se ha encargado de negarla durante el curso de su campaña electoral. Sean cuales sean las razones, con su apoyo a Ucrania, su distanciamiento respecto al dictador ruso ha sido claro. No así Salvini y Berlusconi. El primero por razones ideológicas. El segundo, sabe Dios por qué oscuros negocios.

Putin —evidente— cuenta con el apoyo de la ultraderecha europea. Pero ese apoyo no es homogéneo. Dos partidos del sur europeo se han distanciado públicamente de Putin: Los Hermanos en Italia y Vox en España. Esa distanciamiento es también la principal diferencia entre Meloni y Marine Le Pen. La segunda, como es sabido, no solo ha brindado público apoyo a Putin sino que ha viajado constantemente al Kremlin. La sospecha de que Putin es un gran financiador de sus campañas electorales es cada vez menos sospechosa.

Meloni no es directamente putinista, está claro. Pero puede que lo sea indirectamente. Ese putinismo indirecto es de índole ideológica. Meloni, es innegable, comparte con Putin –para decirlo en hegeliano– un mismo espíritu del tiempo. Ambos son, o dicen ser, profundamente cristianos. Ambos creen en el destino manifiesto de las naciones. Ambos se sienten patriotas de sus patrias. Ambos adversan a la UE. Ambos defienden a la sagrada familia. Ambos se han pronunciado abiertamente en contra de la no penalización del aborto y en contra del matrimonio igualitario.

Por cierto, hay también diferencias.

Una es fundamental: Putin detesta a Occidente. Meloni no, no puede hacerlo. Italia es una forjadora de la occidentalidad política y hoy sigue siendo uno de los pilares simbólicos del occidentalismo cultural. En cierto modo, entre Meloni y Putin existen diferencias muy parecidas a las que se observan entre Mateusz Morawiecki, primer ministro de Polonia, y Viktor Orbán, presidente de Hungría. En todo lo que tenga que ver con política europea hay entre ambos mandatarios una comunidad de ideales, menos en un punto, y ese punto es, en estos momentos, decisivo: el gobierno de Polonia es abiertamente contrario a la invasión rusa a Ucrania y el gobierno de Orbán no logra disimular su apoyo a la invasión. Putin, ironía de la historia, ha creado una línea divisoria al interior de las así llamadas ultraderechas europeas.

No todo lo malo es fascismo

El tema de si Meloni es fascista o no es más complicado. Cierto es que Meloni ha sido una defensora ardiente de la memoria de Mussolini. Pero también es cierto que actualmente ella no recurre a los mitos del fascismo, independiente a que entre sus más estrechos seguidores puedan encontrarse muchos enamorados de la extravagante figura del Duce.

Por cierto, Meloni es populista, y el fascismo fue populista. Pero como hemos sostenido desde hace tiempo en distintos textos, no todo populismo es fascista. El populismo —en concordancia con Ernesto Laclau— es la política de la sociedad de masas. Quien quiera llegar al poder debe levantar una política de masas o perderá las elecciones. Más todavía en tiempos en donde las clases sociales ya no actúan como tales, sino subsumidas en heterogéneos movimientos. Durante los periodos electorales todos los políticos con aspiraciones han sido y deben ser populistas. Por eso es importante diferenciar entre el populismo como movimiento y el populismo como gobierno.

Un gobierno populista actúa como si estuviera permanentemente en elecciones hasta el punto de no tomar casi nunca decisiones que no sean populares. Y bien, si el gobierno Meloni será populista, no lo sabemos todavía. Solo cabe por ahora decir que es difícil que sea fascista. Probablemente más de alguno se asombrará con esta afirmación. Cabe por lo tanto hacer una acotación. Esta tiene que ver con el uso y abuso de las tipologías políticas a las cuales son muy aficionados no pocos analistas y académicos. Hay algunos que cultivan incluso el vicio de describir la realidad a partir de un concepto tipológico, de tal manera que para ellos el concepto termina determinando a la realidad y no la realidad al concepto.

Operando de acuerdo a la razón tipológica podemos a calificar de fascista a cualquier gobierno autoritario, a cualquiera autocracia, a cualquiera dictadura, pues ninguna de esas formaciones políticas carecen de algunos elementos que fueron propios al fascismo originario. El problema grave es que al determinar la realidad de acuerdo a un diagnóstico tipológico, terminamos por deshistorizarla hasta el punto que los actores reales pueden llegar a convertirse en simples representaciones de conceptos prefabricados.

Por cierto, en el calor de la discusión no pocas veces usamos el término fascista para descalificar a un adversario (¿quién no lo ha hecho alguna vez?). Pero si hablamos seriamente, debemos ser cuidadosos con la terminología. No olvidemos que el mundo está construido con palabras, y una palabra no adecuada puede afectar al conjunto de la construcción.

Para decirlo en modo escueto: el fascismo fue una forma específica de dominación política en el periodo de la era industrial. Pero ahora vivimos en la era digital y no podemos servirnos de la misma terminología aplicada a un periodo muy diferente. De lo que se trata entonces es de hacer lo contrario: descubrir las particularidades específicas de determinados movimientos, partidos y gobiernos. De ahí que propongo que, hasta que tengamos un concepto más preciso, usemos para referirnos a los movimientos llamados de extrema derecha, el concepto amplio de nacional-populismo, y al que encabeza Giorgia Meloni en Italia, «melonismo».

«Melonismo»

El «melonismo» pertenece a la misma familia ideológica del lepenismo, de Vox, de AFD, de los «Demócratas de Suecia». Para diferenciarlos de las clásicas derechas de los conservadores de antaño, muchos hablan de extremas derechas. Y, en parte, es cierto. Como los antiguos conservadores, esas ya no nuevas formaciones políticas son nacionalistas, familiaristas, religiosas. También del antiguo conservadurismo han heredado su antiliberalismo hasta el punto de que se declaran orgullosamente iliberales, y otras veces, antiliberales. Pero su enemigo principal no son los liberales. Tampoco son los antiguos socialistas o comunistas, en Italia en estado de extinción. Sus enemigos principales son las nuevas izquierdas, sobre todos las identitarias (las de género, las multiculturales).

Agreguemos que las derechas a las que pertenece el «melonismo» intentan librar su lucha, más que en el plano social, en el plano de la cultura y de las tradiciones nacionales. Apuntando hacia ese objetivo, todas —unas más, otras menos— han detectado como principal amenaza a los movimientos migratorios. Podríamos decir sin problemas, que la política antimigratoria es la más distintiva en los movimientos nacional-populistas.

Las masas migratorias son, según los nuevos partidos de la derecha, portadoras de culturas antagónicas. El choque de las civilizaciones tiene lugar, para ellos, no entre naciones, sino al interior de cada nación occidental. Imaginan ser, sin duda, los defensores del verdadero Occidente, al que en oposición al islam, llaman cristiano. En ese punto conectan con los fundamentalistas islámicos quienes ven en las creencias occidentales una afrenta a su orden cultural y religioso. Como ha sido visto, esa defensa de lo que los nacional-populistas llaman «nuestros valores» logra éxito en sectores que por diversos motivos han llegado a ser los perdedores de una sociedad condicionada por una digitalidad global cuyas coordenadas culturales y políticas no logran entender.

Partidos movimientistas como los Hermanos de Italia son expresiones casi lógicas de la crisis de una sociedad industrial que está muriendo y de una sociedad digital que, habiendo nacido, no logra estructurar un nuevo orden social. Sectores que al no tener futuro encuentran refugio en un pasado glorioso que nunca ha existido.

Crisis política, crisis de la política

Como el fascismo del siglo pasado, las nuevas formaciones políticas —llámense de derecha o de izquierda— son el resultado de la descomposición de estructuras sociales. Esa descomposición es también política. Así visto, los Hermanos de Italia surgieron no en contra sino gracias a una profunda crisis. Giorgia Meloni, en efecto, ha hecho su aparición en un campo surcado por dos crisis cruzadas: una es la crisis política, la otra es una crisis de la política. Creo que este punto merece una explicación.

De acuerdo al profesor de la Universidad de Nápoles Marco Balbruzzi: «De hecho, el único polo de centroderecha se enfrentó a tres variantes diferentes de centroizquierda: una de impronta populista-laborista (M5S), otra orientada al progresismo proeuropeo (Partito Democrático) y la última de carácter neoliberal formada por el nuevo partido de Renzi (Italia Viva) y la formación del eurodiputado Carlo Calenda (Azione). Si estas tres formaciones, que obtuvieron en conjunto alrededor del 49% de los votos, hubieran encontrado la manera de coordinar sus esfuerzos, el juego electoral en las circunscripciones uninominales habría sido menos previsible y la victoria del centroderecha ciertamente más incierta».

En el mismo sentido se ha expresado el filósofo italiano Lorenzo Marsil: «Los demócratas de centroizquierda, encabezados por Enrico Letta, pusieron un veto a cualquier alianza con el Movimiento Cinco Estrellas de izquierda, y los liberales centristas, a su vez, pusieron un veto a los demócratas. Este narcisismo poco cooperativo allanó el camino para la victoria de la extrema derecha».

Según los dos autores citados, Meloni logró triunfar gracias a la fractura del centro político. La explicación es clara: sin centro político, hay crisis política.

Que los adversarios del bloque de Meloni hubieran obtenido más votos y que a pesar de eso no hayan coincidido en una plataforma unitaria, es una prueba evidente de una crisis del centro político. Esa crisis es, a su vez, expresión de la crisis integral de toda la política italiana. Aquí reside justamente el problema más grave: la crisis política derivada de la fractura del centro no solo lleva al triunfo de un extremo sino a una crisis política general de una nación.

La crisis de la política se demuestra en el hecho de que detrás de Meloni no había una mayoría aplastante ni un entusiasmo político que atravesara de punta a cabo a Italia. La abstención parece haber batido todos los récords. Solo acudió a votar el 63,91% del electorado, nueve puntos menos que hace cuatro años. La abstención se ha disparado sobre todo en las regiones del sur. En Calabria solo votó el 50% y en Campania solo el 54%.

Más allá de los números, lo importante es que una nueva (y a la vez antigua) formación política que habitaba en los extremos se ha hecho del gobierno. Esa derecha de masas (la verdad es que ni siquiera sabemos si podemos llamarla derecha) está ahí. En un breve lapso ha vencido en Suecia y en Italia. Probablemente lo mismo ocurrirá en otros países europeos.

Sin embargo, tanto en Suecia como en Italia, los vencedores nacional-populistas —y esto es lo nuevo de esos sucesos— han declarado abiertamente su oposición a la guerra de Putin en Ucrania. Del mismo modo, ninguno ha cuestionado la integración de sus países en la OTAN. El tirano de Moscú no ha podido celebrar el triunfo de Meloni como esperaba hacerlo con un eventual triunfo electoral de Le Pen en Francia.

La paradoja democrática

La paradoja de la democracia es que para ser democracia debe aceptar compartir el poder con sectores antidemocráticos, siempre y cuando estos últimos no infrinjan la norma constitucional. Los nacional-populismos —sobre todo los que se sirven de una retórica de derecha— han llegado a ser, se quiera o no, parte del paisaje político y cultural europeo. Vinieron para quedarse.

Ya hemos visto que en algunos países acatar la constitucionalidad y la institucionalidad vigente es el precio que tienen que pagar los nacional-populistas para acceder al poder político. Eso les ha llevado a frenar los instintos más agresivos de sus contingentes. Por ejemplo, todos sabemos que Marine Le Pen es reaccionaria más que conservadora, pero sabemos que está lejos del fascismo declarado de su padre. Cierto también es que Meloni debió cambiar su discurso de corte mussoliniano por otro más bien de tipo democrático. Y cierto es que, aun compartiendo algunos sesgos culturales con Putin, Meloni ha mostrado abiertamente su oposición a la invasión de Rusia a Ucrania.

Puede suceder incluso que alguna vez esas derechas sean domesticadas por las mismas instituciones que dicen combatir. No sería la primera vez. Muchos de los hoy muy civilizados partidos políticos europeos de centro (pensemos en los socialistas y en los ecologistas) tuvieron una infancia salvaje. La realidad suele ser más fuerte que las ideologías.

Por lo demás, hay temas aludidos por los nacional-populismos que no son invenciones. Su agresiva política puede ser vista en muchos casos como una respuesta al antidemocratismo de determinados grupos de izquierda. Las luchas feministas, para poner un ejemplo, no solo han cuestionado estructuras patriarcales sino también han agredido sensibilidades que no se adaptan tan rápido al nuevo orden sexual que el feminismo radical quiere imponer a troche y moche. Temas como el del aborto se han convertido para los dos extremos en emblemas de movilizaciones que no se caracterizan por su extrema racionalidad.

No podemos negar que las migraciones suelen ser caóticas y que los partidos tradicionales no han encontrado todavía un paradigma migratorio que permita regular la llegada de nuevos habitantes a Europa. La convivencia con otras culturas, particularmente la islámica, no está exenta de dificultades y a veces —hay que decirlo— estas son insuperables.

Tampoco todas las críticas a la UE son injustificadas. La UE es un elefante burocrático destinado a cumplir funciones financieras más que políticas. La llegada a la UE de los sectores anti-EU podría, si se dan las condiciones, politizar a la UE. Pero para que ello ocurra son necesarias muchas reformas al interior de la UE. La ingenua idea de que para tomar resoluciones claves hay que contar con la aprobación de los 27 miembros, ha demostrado, durante el curso de la guerra en Ucrania, ser absolutamente inoperable. La unidad no pude ser forzada.

Las UE, así la concibieron sus fundadores, debería ser un escenario de discusión continental, uno en los que incluso los sectores anti-sistema deben participar. Nos guste o no, ya no podemos ignorar a los partidos de la ultraderecha. Solo porque existen, son parte del debate público.

No la polis hizo a la discusión sino la discusión a la polis. Eso quiere decir: para oponernos al «melonismo», o a otros gobiernos y movimientos de la misma familia, necesitamos de argumentos, no de insultos. De ideas, no de consignas. La pura demonización no lleva a nada.

Por ahora quedémonos con lo poco de bueno que dejaron las elecciones italianas detrás de sí: el «melonismo» no es (todavía) putinismo. Que no llegue nunca a serlo dependerá no solo de Meloni, sino fundamentalmente de esa oposición democrática y unitaria que necesita con urgencia Italia.

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Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.