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Lluís Bassets

Las reglas mafiosas del nuevo orden internacional

Lluís Bassets
La diplomacia de Donald Trump sigue las normas y los ritos de las organizaciones mafiosas. El objetivo es repartirse el mundo con las otras dos superpotencias autoritarias: la Rusia de Putin y la China de Xi Jinping. Y queda la duda fundamental de si la Unión Europea podrá defender los valores de un orden liberal internacional.

La Segunda Guerra Fría ya ha empezado

Lluís Bassets

El mayor peligro no radica en la repetición de una confrontación prolongada entre dos superpotencias, sino en las capacidades de unos y otros para evitar que se deslice hacia la guerra caliente por una actitud negligente de los gobernantes.

Y esperemos que no se convierta en caliente. Muchos no quieren ni pronunciar la palabra. Para evitar que se convierta en profecía que se cumple a sí misma, como si nombrarla fuera convocarla. No se parecerá a la Primera Guerra Fría, pero la rivalidad entre Washington y Pekín, la escalada militar y verbal alrededor de la hegemonía en Asia y la polarización entre democracia y autoritarismo han instalado ya la idea entre nosotros.

John Lewis Gaddis, profesor de Historia en Yale y probablemente el mayor estudioso de aquel período, no tiene dudas: “Ya no es objeto de debate que los dos tácitos aliados durante la mitad final de la última Guerra Fría están entrando en su propia guerra fría”. Lo cuenta en Foreign Affairs, la más veterana de las publicaciones sobre relaciones internacionales, que dedica a este nuevo Mundo dividido su número de noviembre, dominado más por la pesadumbre que por el alivio de tener localizado al fin al enemigo de la nueva era.

Henry Kissinger, el artífice de la alianza de cuatro décadas con China, ya advirtió del peligro hace 10 años cuando señaló que “una guerra fría entre los dos países frenaría el progreso para una generación a ambos lados del Pacífico” (China. Debate). De momento, si las relaciones entre superpotencias están a punto de convertirse en juego de suma cero, tal como temía Kissinger, todavía no sucede así con la cadena de suministros, a pesar de las tarifas impuestas por Trump y mantenidas por Biden.

Washington no está dispuesto a abandonar sus intereses y aliados en Asia, para ceder amablemente la hegemonía mundial a Pekín, mientras que el régimen chino tiene una clara estrategia para convertirse en una superpotencia a la par con Estados Unidos a mitad de siglo, con unas Fuerzas Armadas a la misma altura y un proyecto de globalización de matriz china diferenciado de la globalización occidental.

El mayor peligro no radica en la repetición de una confrontación prolongada entre dos superpotencias con sus propios sistemas de valores y modelos sociales, como se produjo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, sino en las capacidades de unos y otros para evitar que se deslice hacia la guerra caliente, gracias a una actitud negligente y sonámbula de los gobernantes, como sucedió en la Primera Guerra Mundial.

La carrera armamentística en Asia, los progresos de China en inteligencia artificial, su ampliación del arsenal nuclear, las pruebas con misiles hipersónicos y la envergadura creciente de sus Fuerzas Armadas, especialmente las marítimas, junto al espinoso contencioso sobre el estatuto de Taiwán, no son datos tranquilizantes.

Quizás no sea exactamente una guerra fría y solo lo parece, pero falta ahora que alguien tropiece con el nombre que le corresponde, como George Orwell cuando lo utilizó por primera vez para designar la “paz que no era paz” que se instaló entre Washington y Moscú a partir de 1945.

20 de octubre 2021

El País

https://elpais.com/opinion/2021-10-21/la-segunda-guerra-fria-ya-ha-empez...

Un ídolo digital caído

Lluís Bassets

Empoderamiento es la palabra, el concepto. Extraño hasta hace poco para el castellano que se habla en España, aunque al final, tal como ha explicado Álex Grijelmo en estas mismas páginas (Empoderar toma el poder, 20-11-2016), ha sido recuperado incluso por el diccionario de la RAE. La novedad de hace algo más de 10 años es el nuevo poder democrático que proporcionan, entre otras cosas, las tecnologías digitales de comunicación y especialmente las redes sociales, es decir, el empoderamiento digital.

Se trataba de una revolución democratizadora, la aparición de un nuevo medio o forma de comunicación, como ha sucedido en otras ocasiones a lo largo de la historia, aunque en este caso pretendía liquidar la mediación, la representación, y conducía a la utopía populista de una comunicación sin interferencias de las élites, ni siquiera las intelectuales y periodísticas.

El momento álgido de este espejismo se produce en la confluencia de dos fenómenos fascinantes, como son Wikileaks, la máquina de filtración de secretos organizada por Julian Assange, y la caída de los dictadores de Túnez y de Egipto en un lapso de apenas dos meses, es decir, Tahrir y la revolución del jazmín, entre el otoño y el invierno de 2010-2011.

Wikileaks publicó entonces los despachos del Departamento de Estado, su mayor filtración hasta aquel momento, que dejó a la diplomacia de Estados Unidos al pie de los caballos con la revelación de una panoplia de secretos de los poderosos de todo el mundo, dictadores especialmente, desvelados en las comunicaciones secretas escritas por cónsules y embajadores de Washington. Ambos fenómenos, la primavera árabe y Wikileaks, dibujan un mundo utópico donde los Gobiernos se ven forzados a practicar la máxima transparencia y los ciudadanos tienen en sus manos los instrumentos para derrocar a los dictadores.

El espejismo duró muy poco. Las revueltas derivaron en la toma del poder por los islamistas, con sus ideas populistas, su machismo insoportable, su autoritarismo teocrático, su condescendencia con la violencia y sus conceptos excluyentes de la democracia. Y a continuación, en Egipto llegaron los militares, que liquidaron sin contemplaciones la incipiente democracia.

Otra filtración, la de Edward Snowden en 2013, con la información clasificada de las escuchas de la NSA (Agencia de Seguridad Nacional), abrió los ojos a muchos de los fascinados seguidores de Wikileaks sobre el nuevo mundo de control y vigilancia al que nos enfrentamos. Descubrimos entonces que la utopía de la transparencia se había convertido gracias a los metadata, el data mining y la inteligencia artificial en la distopía del control total por un Gran Hermano que controla nuestra vida privada, capaz incluso de prever nuestras decisiones futuras.

Esta dualidad o ambigüedad de las tecnologías no es una novedad. Toda tecnología suele tener un potencial liberador y otro potencial de signo distinto como instrumento de manipulación y de control. El problema con la inteligencia artificial es que la cara oscura es tan novedosa que por el momento parece superar de largo a la cara liberadora y dibuja la distopía de una sociedad sin libertad, en la que la deliberación y la toma de decisiones individuales y colectivas llega a correr a cargo de las máquinas.

Faltaba todavía la última oleada de escándalos. De una parte, la interferencia rusa en la campaña electoral de Estados Unidos y probablemente en otras campañas electorales y en otros escenarios de crisis política, como el Brexit; una forma de guerra cibernética en la que se usan los medios convencionales, como Russia Today o la agencia Sputnik y las redes sociales, con profusión de bots, perfiles fake y fake news, y el auxilio inestimable de Julian Assange y su Wikileaks. De la otra, el uso de los datos de 87 millones de perfiles de Facebook por parte de Cambridge Analytica, una empresa de big data y psicopolítica al servicio de la campaña de Trump.

El temor del siglo XX, expresado en la novela 1984, de George Orwell, era un Gobierno, el de la Unión Soviética o EE UU concretamente, convertido en el Gran Hermano que todo lo sabe y controla, pero resulta que cuando esto adquiere visos de realidad, ya en siglo XXI, es en forma de una multinacional digital, una empresa privada. En buena lógica, su objetivo no es el control político e ideológico, sino el negocio: controlarnos para monetizarnos.

Mientras utilizábamos las redes sociales como forma de empoderamiento, las grandes multinacionales tecnológicas (Google, Amazon, Facebook y Apple, las gafa) se apoderaban subrepticiamente de todos nuestros datos para explotarlos comercialmente e incluso políticamente. Cuando nos creíamos ciudadanos, resulta que éramos clientes, y cuando ya tomamos conciencia resignada de clientes, resulta que somos una mera mercancía, materia prima aportada voluntariamente al comercio de datos de nuestras vidas privadas.

El monstruo frío que era el Estado para Friedrich Nietzsche queda superado en frialdad y en poder por unas multinacionales tecnológicas que solo buscan el beneficio para sus accionistas. Con sus monopolios de facto, han destruido el modelo industrial del periodismo tradicional, estrechamente asociado a las democracias parlamentarias y liberales. Con el acceso gratuito, han aniquilado el valor de los contenidos periodísticos y de los derechos de autor y han despojado de publicidad a los medios de comunicación convencionales. Gracias a los paraísos fiscales y a la globalización, han eludido la fiscalidad propia de los Estados de bienestar europeos. Y con el big data, finalmente, están utilizando a los usuarios, sus datos privados, su intimidad, sus sentimientos, sus gustos, sus contactos y amigos como materia prima de su negocio, hasta el punto de que pueden venderla a los enemigos de la democracia.

Democracia liberal

Nada más preocupante, por tanto, que la colusión entre estas tecnológicas y los servicios secretos rusos, y además con los hackers libertarios y Wikileaks de por medio. Primero, por la asimetría entre las democracias liberales, con división de poderes, control judicial, libertades públicas y medios de comunicación independientes; y los regímenes autoritarios e iliberales, en los que los medios, periodistas y ONG occidentales deben someterse a controles y censuras de un poder arbitrario, con frecuencia secreto, y en todos los casos fuera de cualquier escrutinio por parte de los Parlamentos, la justicia o los medios de comunicación. Y luego por la erosión que producen estas interferencias en el funcionamiento y en el modelo de los sistemas de democracia liberal, que no otro es el objetivo que persiguen las autocracias en su competencia por demostrar su superioridad a la hora de gestionar sociedades capitalistas pero sin libertades.

El acoso digital, los comportamientos violentos o abusivos, las infinitas formas de comunicación y de conducta patológicas que están surgiendo en las redes sociales pertenecen al nuevo universo de control y de poder afilado o incisivo (sharp power), concepto acuñado para describir las prácticas de estos novísimos autoritarismos. Insultarnos unos a otros en las redes, acosarnos y maltratarnos es parte de una cultura bélica de baja intensidad en la que es el público mismo quien lo suministra todo, el odio, los mensajes, las víctimas, los héroes... Cuando entramos en este juego, no nos estamos empoderando, sino que, sin saberlo, estamos entrenándonos y a la vez participando en el nuevo mundo de las guerras híbridas, en las que siempre lleva ventaja quien no tiene controles democráticos ni límites jurídicos a su poder.

Madrid 28 ABR 2018

El País

https://elpais.com/internacional/2018/04/27/actualidad/1524845669_625059...

El regreso del emperador

Lluís Bassets

China está ya lista para convertirse en la primera superpotencia del mundo, a mitad del siglo XXI. Tiene la voluntad y cuenta con las condiciones para hacerlo, especialmente aportadas por las debilidades de las superpotencias que podían competir con ella, EE UU y la UE, corroídas ambas por la crisis de la democracia liberal y el resurgimiento fragmentador de los nacionalismos populistas. Y también tiene al líder acorde para este objetivo, el presidente Xi Jinping, al que el congreso quinquenal comunista le ha dado un segundo mandato reforzado para emprender tal tarea.

No es fácil descifrar las señales que emite la magna y secretista reunión cada cinco años de más de 2.000 delegados del Partido Comunista de China. Ni una sola de sus decisiones y debates se celebran a la luz del día, es una organización que cultiva obsesivamente la uniformidad y la opacidad y tiene auténtica alergia al pluralismo. Todo hay que deducirlo de la interpretación de los discursos, de los nombramientos e incluso de las imágenes y gestos de los dirigentes.

La conclusión unánime de los observadores del 19º Congreso que se ha celebrado entre los días 18 y 24 de octubre es que el actual líder, Xi Jinping, se ha convertido en el hombre más poderoso de China desde los tiempos de Mao Zedong, el fundador de la República Popular. Tres son los cargos señeros que acumula el líder chino: la secretaría general del partido, que es la que se dilucida en los congresos; y luego la presidencia de la República y la presidencia de la Comisión Militar, equivalente esta última a la categoría de comandante en jefe militar del presidente de los EE UU. Los antecesores de Xi también los ocupaban, pero siempre estuvieron sujetos al equilibrio entre facciones internas y a la idea de dirección colegiada, que implantó Deng Xiaoping como reacción al culto a la personalidad y a las arbitrariedades de Mao Zedong, sobre todo durante la Revolución Cultural.

Xi Jinping anula la dirección colegiada y la modestia en política exterior impuestas por Deng Xiaoping

Los signos del inmenso y excepcional poder de Xi son abundantes, pero destacan dos. De una parte, se ha inscrito su nombre en la definición constitucional del pensamiento oficial, algo que no había sucedido en vida de ningún otro dirigente que no fuera Mao. De la otra, ha quedado interrumpido el ritual oficioso de la sucesión generacional cada diez años, que obligaba a designar ahora a los dos sucesores de la sexta generación —futuros presidente y primer ministro— para su nombramiento en 2022 en el 20º Congreso, de forma que Xi podrá perpetuarse en el poder, como solo hicieron Deng Xiaoping y Mao, terminando así con la idea de dirección colegial y del equilibrio entre facciones que ha funcionado en las dos últimas décadas con los presidentes Jiang Zemin y Hu Jintao.

La equiparación con Mao es la forma, es decir, el simbolismo y el folclore. No quiere decir que no sea inquietante, a la vista del terrible balance del maoísmo. Pero más lo es el contenido de la elevación a la máxima categoría del nuevo dirigente chino, canonizado en vida como el tercer emperador del imperio rojo. Después del fundador Mao y del reformador capitalista Deng, llega el emperador que quiere convertir a China en el nuevo imperio del centro, ahora global y no meramente asiático como lo fue hasta hace 200 años, y por tanto en la superpotencia global del siglo XXI.

Siendo el fundador Mao un emperador que se creía filósofo, todos sus sucesores se han visto obligados a fingir una vocación filosófica mediante una palabrería similar a la de su antecesor. El pensamiento o teoría de Deng, que abrió el país al mundo y al capitalismo, se inscribió en los principios del partido en 1997, diez años después de su muerte. Las ideas de Jiang Zemin y de Hu Jintao, consideradas menores, han merecido también su elevación a doctrina oficial pero sin mencionar el nombre, al final de sus respectivos mandatos. Xi, en cambio, recibe tal honor nominalmente, en vida y en el ejercicio del poder, como Mao.

El origen de esta operación ideológica se halla en el marxismo-leninismo, la denominación elegida por Stalin a la muerte de Lenin para convertir la doctrina política oficial y a su autor en las piezas de una construcción dogmática de una religión de Estado obligatoria y única. Mao Zedong fue todavía más audaz e inscribió su propio pensamiento en la doctrina oficial como marxismo-leninismo-maoísmo y, en buena lógica con el culto a su personalidad implantado ya en vida bajo sus órdenes, cuando murió su cadáver fue embalsamado e instalado en la plaza de Tiananmen al igual que el de Lenin fue instalado por Stalin en la plaza Roja.

El pensamiento de Xi Jinping ahora sacralizado se define como “el socialismo con características chinas para una nueva era”, y contiene en su nombre la teoría de Deng Xiaping de adaptación del mercado al socialismo, pero también la idea de una era inaugural con el horizonte para mitad del siglo XXI de una China convertida en superpotencia, incluso en el plano militar. Es el regreso en plenitud del imperio, una vez superadas las humillaciones de la época colonial y alcanzada la prosperidad que permite competir en el mundo.

Al contrario de las expectativas de hace una década, el capitalismo chino no tiene cita con la democracia liberal en un futuro cercano

En política exterior, significa el anuncio de una acción cada vez más agresiva, aunque se siga presentando como un ascenso pacífico. Taiwan está ya en la diana para los próximos años, con el fin de completar la soñada unificación china. La lengua de vaca del mar del Sur de la China, una extensa zona marítima lindante con seis países y con 200 arrecifes y peñascos donde Pekín construye puertos y aeropuertos, cuenta también como si fuera el patio trasero chino, al igual que lo fueron Centroamérica y las Antillas para Estados Unidos. En realidad, China ha construido ya su propia Doctrina Monroe (América para los americanos) por la que exige tratar bilateralmente a sus vecinos y sin interferencias ajenas al continente.

Con el emperador Xi se aclaran definitivamente tres ambigüedades que rodeaban la vía china desde el ascenso de Deng Xiaoping hasta ahora. El crecimiento económico y el mercado no conducirán a la democracia. El partido comunista no soltará jamás el control sobre la sociedad, permitiendo el pluralismo político y religioso. China no aceptará plenamente el derecho y el orden multilaterales internacionales, sino que intentará organizar en torno a su centralidad un orden internacional propio y paralelo, a semejanza o imitación de lo que ha hecho Estados Unidos en el siglo XX.

El modelo de Mao era la Unión Soviética de Stalin, que actuaba de espejo y de rival competitivo. Y no exactamente por el maxismo-leninismo, sino por la capacidad de construir un imperio mediante la dictadura de un partido fuertemente disciplinado. En su filosofía de la historia, China asciende cuando la autoridad central controla el país y se fragmenta y entra en decadencia cuando hay pluralismo y disputas civiles. Para los actuales dirigentes chinos, la República Popular es una Unión Soviética que ha triunfado.

El gran estudioso del maoísmo que fue Simon Leys ya caracterizó al pensamiento de Mao como una “mezcla de marxismo mal digerido y de taoísmo brumoso”. El pensamiento de Xi nada tiene de socialista ni de marxista, aunque mucho de confucianismo. Pretende ser en todo caso una doctrina imperial camuflada y la alternativa autoritaria y nacionalista a la democracia y al cosmopolitismo liberales de los países capitalistas.

El País. ideas

https://elpais.com/internacional/2017/10/27/actualidad/1509121825_145594.html