Pasar al contenido principal

Héctor Silva Michelena

Breve reflexión sobre la crisis venezolana

Héctor Silva Michelena

Hagamos una breve reflexión sobre la crisis societaria actual que padece Venezuela; extraigo algunas ideas del libro titulado How Democracies Die (Cómo mueren las democracias) que describe los caminos institucionales a través de los cuales las democracias pueden colapsar.

Sostiene uno de sus autores, Steven Levitsky, profesor en Harvard, que las democracias no solo colapsan al ruido de golpes militares. De hecho, lo común hoy en día es que el colapso de las democracias sea resultado de un proceso gradual, a veces silencioso en el cual las propias instituciones de la democracia son empleadas para desmantelarlas y así imponer un régimen dictatorial. Las democracia mueren, entonces, en manos de las propias instituciones llamadas a protegerlas, sobre todo cuando permiten la elección de un líder populista que, una vez en el poder subvierte los controles de la democracia liberal e incluso la participativa y protagónica para imponer un régimen autocrático.

Destaco tres lecciones que se desprenden de la crisis venezolana. La primera, y más importante de todas, es que la consolidación democrática no es una situación inmodificable. En realidad, ninguna democracia puede darse por sentada. Venezuela tenía una democracia real que colapsó; la segunda lección es que las crisis económicas sostenidas pueden derivar en grave crisis de la democracia. La Venezuela de hoy es un ejemplo paradigmático de esta lección, por eso Levitsky deja caer esta sentencia lapidaria: la democracia en Venezuela está muerta. La tercera y última lección es que es importante tomar en cuenta cómo los mecanismos instrumentados para consolidar la democracia pueden ser un arma de doble filo. Así, el pacto de Punto Fijo, duramente cuestionado por el chavismo, fue un instrumento indispensable para consolidar la democracia, y así produjo importantes beneficios. Pero a la vez, este pacto actuó como un arma de doble filo pues en el largo plazo el pacto derivó en severas limitaciones del ejercicio realmente democrático, la participación popular, la equidad y la justicia. La partidocracia se había impuesto sobre la democracia de partidos. El Pacto de Punto Fijo se había agotado.

Tras la muerte de Chávez subió al poder Nicolás Maduro, quien desde sus inicios mostró incapacidad para ejercer un buen gobierno como lo muestra bien la carta de renuncia del entonces poderoso ministro Jorge Giordani, titulada “Testimonio y responsabilidad ante la historia”, de fecha 18/06/2014. (https://www.aporrea.org/ideologia/a190011.html). Los puntos centrales que esgrime Giordani son: que Maduro no continúa los procesos de desarrollo político y social diseñados por Chávez, que no tiene capacidad administrativa ni es un hombre de Estado, que carece de liderazgo político y que ha permitido una gran corrupción a través de Cadivi.

Yo me quedo perplejo al ver cómo una crisis económica tan profunda, que ha reducido en casi 40% el ingreso per cápita de los venezolanos en 5 años, no haya significado un cambio político. Ciertamente la oposición que había acertado en las elecciones parlamentarias del 2015, no percibió que tanto Diosdado Cabello, entonces presidente de la Asamblea Nacional, como Nicolás Maduro podían actuar descaradamente. En efecto Cabello, en una sesión de la AN celebrada el 23 de diciembre de 2015 nombró ilegítimamente un Tribunal Supremo de Justicia completamente oficialista; ese tribunal, mediante sentencia cautelar, del 30 de diciembre de 2015, suspendió la investidura de los Diputados del Estado Amazonas, 4 en total, de los cuales 3 de la oposición, con lo cual le quitó la mayoría calificada de 112 votos.

Desde entonces la conducta abiertamente autoritaria de Maduro, destruyó la Asamblea Nacional, al quitarle sus atribuciones y transferirlas al TSJ rompiendo el Orden Constitucional, denunciado tardíamente por la Fiscal Luisa Ortega Díaz, cerró las vías democráticas lo que ha debido llevar su régimen al colapso. Más aún, convocó, contra lo pautado en la Constitución, en mayo de 2017, a una Asamblea Nacional Constituyente, con bases comiciales fascistas; la Carta Magna es bien explícita: el presidente está facultado para iniciar el proceso, mas no para convocarlo, pues eso es atributo inalienable del pueblo, donde reside la soberanía. Debía hacerse un referéndum consultivo vinculante, como en 1999.

Pero eso no sucedió, por eso es para mí una sorpresa que Maduro subsista tanto tiempo en medio de una severa crisis humanitaria y sin apoyo político. Creo que la sobrevivencia de Maduro y su régimen se deben al apoyo inconstitucional e incondicional del Alto Mando Militar, quienes son los verdaderos dueños del poder, tanto político como económico. En efecto, más del 70% de los cargos públicos importantes están en manos de militares, incluida ahora PDVSA donde el Mayor General de la GN Manuel Quevedo, ajeno por completo a la industria, ejerce una verdadera dictadura interior. Bajo su corto mandato la producción de PDVSA cayó de 2 millones de b/d a 1 millón 250 mil de b/d, una verdadera catástrofe pues la divisas indispensables para el funcionamiento de la economía, han caído a pesar de que los precios del petróleo se incrementaron en 11% en 2017.

¿Qué hacer? No tengo respuesta. Veo a una oposición, no sólo carente de liderazgo y de propuestas, sino con conflictos en su propio interior y alejada de la real crisis humanitaria que padece la inmensa mayoría de los venezolanos. Doy un solo dato: de acuerdo con la pirámide de edad y sexo, de UNICEF, en Venezuela hay 6 millones de niños y niñas, entre cero y nueve años entre los cuales el 16,4 % es calificado de desnutrición severa por organizaciones tan creíbles como la Fundación Bengoa y Cáritas; hablamos de poco más de 1 millón de niños y niñas, que sufrirán daños irreversibles en su desarrollo corporal y mental.

Unas palabras finales. Venezuela es, políticamente, una insólita paradoja. Tiene un presidente reelecto con el expediente del fraude electoral estructural masivo, un delito muy grave que conlleva penas severas. Es autoritario y dictatorial, pero ejerce un populismo exacerbado, aumentando repetidamente el salario repartiendo, bolsas CLAP, bonos de todo tipo, desde Navidad hasta el 24 de julio contamos siete, asignados a quienes poseen el orwelliano “Carnet de la Patria”. Según las encuestas más conocidas y creíbles, más del 70% de la población votante lo rechaza y lo considera el responsable de la profunda y larga crisis que nos azota. El Mundo Occidental, al cual pertenecemos, lo rechaza por dictador y no lo reconoce como presidente legítimo. Lo apoyan los enormes aunque muy lejanos países orientales, como China Rusia e Irán. Maduro no cae - reitero – sólo porque lo sostienen las armas uniformadas de la Nación

En su editorial del 1º de junio de 2018, del diario argentino La Nación se lee: “El concepto más elemental de legalidad y legitimidad, como son la democracia y el Estado de Derecho, han desaparecido de Venezuela. Ni qué decir de la situación de la economía (…). Según el FMI, este año la inflación llegará al 13.864%[1] y el desempleo al 33%”.

“Un panel de expertos de la OEA presentó un informe que concluye que existen fundamentos suficientes para considerar que en Venezuela se han cometido crímenes de lesa humanidad, lo que abre la posibilidad de que altos funcionarios, incluido Maduro, pueden ser juzgados por la Corte Penal Internacional. El reporte identificó a 131 víctimas de asesinatos durante las protestas de 2014 y 2017”.

“Según el Índice de Percepción de la Corrupción, publicado por Transparencia Internacional, Nicaragua y Venezuela son los países peor clasificados. Un informe de la Unidad de Investigación de la Fundación InSight Crime y el observatorio de Crimen Organizado de la Universidad del Rosario, de Bogotá, concluye que Venezuela se convirtió en un eje del crimen de la región.”

“El estudio, titulado Venezuela: ¿un Estado mafioso?, es el resultado de tres años de investigaciones. Entre el fuerte aislamiento y el negacionismo de la realidad por sus ilegítimas autoridades puede concluirse que nada queda ya de la democracia venezolana”.

Yo he leído, en inglés, el estudio, que consta de 84 páginas bien documentadas estadísticamente, e ilustradas con mapas en colores sobe el flujo de drogas, dinero y hombres en este gran tráfico criminal. Puede leer el estudio en www.insightcrime.org, o escribir, como lo hice yo, a info@insightrime.org.

Yo estoy persuadido, junto con numerosos analistas políticos occidentales, que en las actuales condiciones, cuando la oposición está impedida de participar políticamente, y cuando no hay ninguna vía electoral institucional disponible, de que debe pensarse en mecanismos no-electorales para lograr el cambio. Así, la combinación de protestas – que generarán represiones – con la presión del Mundo Occidental, puede llevar a un quiebre dentro del gobierno, siempre y cuando sus funcionarios, para salvar su pellejo y su dinero, decidan no seguir las ordenes arbitrarias de Maduro. Amén.

29 de agosto 2018

Virtud y democracia

Héctor Silva Michelena

Debates recientes sobre la ciudadanía, que tratan de la noción de “moral cívica”, han repuesto en el centro de la reflexión sobre la democracia una problemática que siempre le ha estado asociada. El término virtud ha estado completamente ausente, un efecto conjunto de cambios ocurridos en la lengua y en las categorías del pensamiento desde hace más de un siglo. Sin embargo, no es cierto que su evanescencia, al menos en el contexto de este término, haya significado una ganancia de claridad conceptual.

La noción de virtud tenía la particularidad de ser portadora de la idea de potencia y de poder, y no de término para evocar unilateralmente la moral individual, sino también el ejercicio de una tarea común, de una relación de comunidad. Hay un concepto político de la virtud.

En Aristóteles, es excelencia: consiste, para el ser humano, en realizar plenamente lo que es por su naturaleza. La virtud política es, por lo tanto, requerida para la plena serrealización del hombre como ser viviente de la cité, es la virtud del ciudadano. El libro III de La Política (ver texto nº 38) tiene por objeto el explicar lo que es el ciudadano, y cuál es la virtud que le conviene. La respuesta se atiene a tres enunciados esenciales: el ciudadano en sentido pleno es aquel que participa en el ejercicio del poder común; es la democracia la que mejor realiza esta ciudadanía; la doble capacidad de comandar y de obedecer es la virtud que exige la ciudadanía. Aristóteles pone así en evidencia que la virtud que necesita la democracia es una virtud política, es la que exige el ejercicio del poder ciudadano. La cité no puede pedírsela al ciudadano más que en proporción exacta al poder que la cité le reconoce.

Montesquieu, en vista de las reacciones suscitadas por las primeras ediciones de El espíritu de las leyes, tuvo que agregar una advertencia: “Lo que yo llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir amor a la igualdad. Esta no es una virtud moral, ni una virtud cristiana, es la virtud política”. En efecto, se le reprochaba al haber sugerido que la virtud es el principio de la república; mientras que el honor sería el principio de la monarquía, que entonces no habría hombres sino en una república. La lectura del capítulo III, aclara lo que realmente entiende Montesquieu. La virtud necesaria en una república (sobre todo en democracia porque la otra forma republicana, la aristocracia no practica la moderación) concierne a los que están a cargo del Estado, para que no practiquen el pillaje, así como a los ciudadanos, para que no le den preferencia a sus comodidades personales, sobre el sacrificio del rigor, indispensable al bien común. Si no es así: “la república es un despojo; y su fuerza no es más el poder de algunos ciudadanos y lo licencioso es de todos”. Para Montesquieu, la virtud política se necesita menos para el ejercicio del poder que para hacer necesaria la oposición entre interés público e interés privado.

Es a partir de esta oposición, y de las dificultades que levanta, que partirá Rousseau para plantear la cuestión de la virtud. Pero él también manifiesta, en el marco de su teoría de la soberanía, una voluntad de retomar el modelo aristotélico. De aquí se desprende el doble estatuto de la virtud en el discurso de Rousseau. Puesto que la soberanía del pueblo es el principio, no de una forma política particular, sino de todo lazo social legítimo, Rousseau afirma, contra Montesquieu, que la virtud es necesaria a toda sociedad política: “He aquí por qué un autor célebre ha considerado a la virtud como un principio de la República; porque todas estas condiciones no podrían subsistir sin la virtud: pero a falta de hacer la distinción necesaria, a este bello genio le ha faltado con frecuencia la justicia, algunas veces claridad, y no ha visto que, siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, el mismo principio debe tener lugar en todo Estado bien constituido, más o menos, es verdad, según la forma de gobierno”. Mas, retomando las mismas fórmulas de Montesquieu, sobre la oposición entre el amor a la patria e interés particular, Rousseau orienta, como una de sus líneas de fuerza, el Contrato social hacia el examen de las condiciones que pueden forzar al ciudadano a ser virtuoso” (texto nº 29).

Podemos verlo claramente: en Montesquieu y después en Rousseau, la problemática de la virtud se encuentra con un problema completamente nuevo para la democracia: ¿cómo podemos fundar, en una sociedad que siempre se estructura según una valorización de lo privado, en la posesión de la riqueza una democracia en la cual su concepto encierre la valorización de lo público, del poder ejercido, de la igualdad? Suele decirse que desde la Revolución francesa (1789), a la que Marx designó como “la escoba gigantesca [que] barrió todas las reliquias de tiempos pasados […], y con Robespierre a la cabeza del Terror, el pensamiento político moderno no ha cesado de ocuparse de esta dificultad. Pero ya mucho antes, la Glorious Revolution inglesa (1688-1689) había puesto el asunto sobre el tapete. Así, la idea que proponen muchas investigaciones, es que los revolucionarios ingleses crearon, por medio de una revolución, la primera y auténtica revolución moderna por encima de la francesa, mucho más sangrienta de lo que se creía hasta ahora, un nuevo tipo de Estado moderno, que habría supuesto un auténtico antes y después en la historia de Europa y en la conformación del mundo moderno tal como lo conocemos hoy. Guillermo de Orange, y su esposa María se nombraron reyes luego de firmar la Declaración de Derechos (Bill of Rights), que ponía fuertes limitaciones al monarca y creaba un Poder Judicial autónomo. También se ratificó una ley del Parlamento (Triennial Act, de 1664) que obligaba a convocarlo periódicamente. Estas disposiciones dieron origen a la monarquía constitucional inglesa, y desde entonces hubo una división del poder, y por lo tanto, las fuentes de autoridades eran independientes entre sí; el Ejecutivo quedó en manos del Rey y el Legislativo en manos del Parlamento, que sería la única autoridad capaz de crear impuestos y aprobar leyes, que eran puestas en práctica por un tercer poder, el Poder Judicial.

En América, después de la guerra revolucionaria (1775-1783) James Madison declaró: “Al crear un sistema que deseamos logre perdurar por mucho tiempo, no debemos perder de vista los cambios de las distintas épocas. La Constitución, aprobada en Filadelfia en 1787, fue planeada para servir a los intereses del pueblo: ricos, pobres, los del norte y los del sur, granjeros, trabajadores y gente de empresa”. A lo largo de los años, la Constitución ha sido interpretada de acuerdo a las cambiantes necesidades de los Estados Unidos.

Los delegados de la Convención Constitucional creían firmemente en el gobierno de la mayoría, pero deseaban proteger a las minorías contra cualquier injusticia de la mayoría. Para lograr esta meta establecieron una separación y equilibrio entre los poderes del gobierno nacional. Otros objetivos constitucionales básicos eran el respeto a los derechos de los individuos y de los estados, el gobierno por el pueblo, la separación de la Iglesia y el Estado, y la supremacía del gobierno nacional. De modo pues, que esta dificultad fue enfrentada en otras partes, aunque es, hoy en día, en los tiempos que corren, cando esa dificultad ha alcanzado su cima: se llama globalización del capitalismo.

La democracia requiere el recate de la virtud como concepto activo, y la virtud que requiere la democracia es inseparable de la idea de ciudadanía como poder y de la exigencia de hacer compatibles la igualdad y la libertad. Después de la Gran Guerra (1914-1918) vinieron los “años dorados”, y la humanidad, o una parte no tan pequeña de ella, creyó alcanzar un cierto ideal posible de felicidad. Pero la Gran Depresión (1929- 1939) y la Segunda Guerra mundial, mostró que las palabras de T.S. Eliot eran ciertas “Human being cannot bear too much reality” (El ser humano no puede soportar tanta realidad). La Revolución bolchevique de octubre de 1917, abrió los ojos al sueño de una nueva sociedad donde, al fin, los hombres podrían convivir como humanos, despojados de la codicia del lucro y de la locura del mercado que enriquece y empobrece de la noche a la mañana. La ilusión se vino al suelo, vuelta añicos por los mismos que trataron de erigir ese mundo mejor. Stalin hizo la increíble hazaña de destruir lo que Rousseau juzgaba indestructible: la voluntad general.

En conclusión, si queremos avanzar con firmeza en el concepto y acción de la democracia, hoy en día, es necesario investigar y pensar cuidadosamente, con hondura, las relaciones sinérgicas entre cuatro pares de “elementos”, que se han venido discutiendo, pensando y poniendo en obra, con errores y rectificaciones, desde hace 2.700 años en Occidente. Estos “elementos son:1) Las relaciones, los problemas (¿hay fines comunes?) y la unidad de República y Democracia; 2) las relaciones y problemas entre Soberanía popular y Estado de Derecho; 3) Las relaciones y tensiones entre igualdad y libertad: y, 4) las relaciones y la ponderación entre comunidad e individuo.

La prevalencia o imposición del trío soberanía popular-igualdad-comunidad, nos lleva al comunismo o al socialismo autoritario. Se afirma que la soberanía popular es un poder constituyente, que es supra-constitucional. Pero, ¿se puede vivir sin instituciones, públicas y privadas bien establecidas, que den seguridad al individuo? Pero sabemos que sin instituciones firmes y de pautas y objetivos claros, la sociedad organizada no puede existir. Sería un retorno al hombre de las cavernas. El poder constituyente tiene límites, no sólo en los derechos humanos, sino también en su duración, pues termina con la aprobación, en referéndum, de la nueva constitución, que sólo ahora entra en vigencia, cuando remplaza a la anterior. Negri no estaría de acuerdo con estas reflexiones, mas nos preguntamos: ¿a dónde conduce el ejercicio de un poder constituyente permanente, concebido como primum ontológico? ¿No es esto otra forma de revertir a las utopías totalitarias del siglo XX?

Por otra parte, Rawls ha demostrado terminantemente, que la igualdad debe de ser equitativa, noigualitaria, una tabla rasa que elimine la irrevocable heterogeneidad y diversidad del mundo real, entre los hombres y a Naturaleza. El Estado de Derecho es irremplazable, aunque las constituciones puedan ser reformadas o cambiadas. Finalmente, entre individuo y comunidad no tiene por qué existir una tensión permanente. Todo lo que se necesita es reconocer que el individuo debe gozar de la máxima autonomía, lo que le permite actuar en su familia y unirse libremente, o no, a una comunidad, de la cual puede salirse si así lo desea.

Sólo nos quedan, pues, las memorias del desolvido y la voluntad de establecer la sinergia entre democracia y república: pensar la unidad de la soberanía y del estado de derecho, la del individuo y la comunidad, de la libertad y la igualdad. Puede que así escapemos a las tenazas que forman el totalitarismo por una parte, y la sociedad corporativa, por la otra.