Asdrúbal Aguiar
La radicalidad del bien, en Machado
La antihistoria militar
El mal absoluto, ni dialogable ni negociable
Mirando hacia atrás, para corregir el rumbo
En mis libros El problema de Venezuela (2016) y De la pequeña Venecia a la disolución de las certezas (2020) avanzo en la descripción crítica del largo y muy doloroso proceso de desmantelamiento de la nación y la república a partir de 1999. Acaso para completar mi Historia inconstitucional de Venezuela (2012), en la que identifico los 174 atentados sustantivos que sufre el texto constitucional sustitutivo de la celebérrima Constitución democrática de 1961, amplío el espectro hasta el presente. Lo hago a partir del golpe de Estado terminal que ejecutan Nicolás Maduro y Diosdado Cabello a raíz del fallecimiento de Hugo Chávez Frías en 2012, hasta el cierre simbólico que ocurre, pasados treinta años, de esa etapa de ruptura de paradigmas globales que ocurre a partir de 1989 y enlaza con el inicio de la pandemia. Esa ampliación consta en el prólogo que escribo para la obra reciente de Allan R. Brewer Carías The Colapse of The Role of Law in Venezuela and The Struggle for Democracy (2020) y lleva como título “The Constitutional Dismantling of the Venezuelan Nation and State”: El desmantelamiento constitucional de la nación y el Estado venezolano 1999-2020.
Afirmar la cabal desaparición de la nación y el Estado venezolanos es máxima de la experiencia, no algo metafórico. La primera resulta de la dispersión de un pueblo que alcanza su unidad histórica y cultural alrededor del Estado y sus cuarteles, antes de que fragüe la idea de la ciudadanía en los intersticios de civilidad que se nos vuelven excepciones. Pero, en uno u otro caso, tales identidades desplazan las raíces culturales originarias y plurales que sostienen desde antes la diversidad fundacional que somos y alcanza su primera madurez hacia la emancipación. Éramos hijos de la civilización judeocristiana y grecolatina.
De la república, nada que agregar a lo que es palmario. No existen hoy poderes constituidos o espacios públicos reales, salvo en las cárceles o en el exilio. Lo prueba la fragmentación de los órganos previstos en la Constitución: dos jefes de Estado, una constituyente, dos asambleas, tres tribunales supremos: uno en Caracas y dos en el exilio, dos cabezas del Ministerio Publico, unas franquicias partidarias dispersas y también divididas e incapaces de interpretar –es una observación– el inédito fenómeno social señalado; desapareciendo otra vez y a la par, como el siglo XIX, el monopolio militar de las armas que justifica nuestro ingreso tardío al siglo XX.
¿Por qué fue imposible que, sin solución de continuidad, la experiencia democrática y civil que conoce Venezuela a partir de 1958 se prorrogase hasta el presente siglo que ya cubre dos décadas? Bastaban y por lo visto no bastaron algunos pocos datos para confirmar la existencia de una nación que alcanzó su modernidad plena durante medio siglo.
Si el propósito es imaginar el bosque sin tropezarnos con los árboles cabe dejar atrás las simplificaciones; esas que siguen a la orden y en la práctica. Tanto que, tras dos décadas de empeño en sostener la senda decreciente de libertades ante la barbarie que avanza, el propósito revulsivo se nos ha vuelto frustración.
Si la cuestión es la ruptura de la modernidad económica ocurrida a inicios de los noventa, bastaría sacar del poder o derrocar a Maduro e implementar un conjunto de políticas públicas adecuadas, distintas de las actuantes por retrógradas. Y, si en contrapartida, lo pertinente es restablecer las políticas populistas de solidaridad abandonadas, como algunos lo predican, sería suficiente una gerencia pública competente y nada más. Pero la cuestión es de un mayor calado.
La desintegración de lo nacional y su transformación en una red de nichos humanos atados a vínculos fundamentalistas a partir de los años noventa hace que las formas de relación entre la denominada sociedad civil y la política, a través de los partidos, se hayan agotado; sea por explicarse estos en el mismo Estado, por hacerse diafragmáticos, ora por incapaces para darle tejido a una democracia de rompecabezas. Se trata de un fenómeno que no es propio de Venezuela. Se extiende por todos los países americanos y en la Europa occidental. Italia inaugura el deconstructivismo político, dando lugar al hundimiento de los partidos históricos, el socialista y el demócrata cristiano, como ocurre en Colombia con los partidos liberal y conservador y en Venezuela con sus partidos AD y Copei.
En el caso nuestro, la desconcentración del poder político en beneficio de las regiones y ciudades con la elección directa de gobernadores y alcaldes permitió una oxigenación coyuntural y tardía dentro de un aparato institucional en declive, ya inadecuado al cosmos emergente. Mal podían los partidos hacerse intérpretes inmediatos de realidades que les resultaban incomprensibles. Siguieron siendo presas de sus dinámicas electoralistas y clientelares. Y al haberse operado una expansión del espíritu crítico por obra misma de la modernización y expansión educativas alcanzadas hasta 1998, en el caso nuestro resultaba inaceptable el sostenimiento de la visión tutelar militar clásica y la partidaria que se construyen, ambas bajo inspiración bolivariana, a lo largo del pasado siglo. Dicho en términos coloquiales, los partidos no podían estar a la altura de la obra de desarrollo integral que propulsaron.
En suma, agotada la nación y la república, para el tiempo posterior y si la mirada de los venezolanos se quiere dirigir hacia un horizonte de libertad, el desafío reside, exactamente, en saber descubrir o construir un hilo de Ariadna que a todos nos sirva de mínimo común capaz para sostener vínculos básicos entre las retículas sociales y de vocación excluyente, nutridas de desconfianza, que se expanden como identidades caseras, de raza o de género, entre tantas. Para ello urge proveer transacciones sobre las exclusiones razonables que estas denuncian y para que puedan ser satisfechas bajo instituciones probablemente nuevas y capaces de situarse en ese espacio vacío que ahora media entre el ecosistema tribal de los internautas y el sentido globalizador de la humanidad.
La integración de necesidades y sus soluciones
Hace más de cuatro décadas hube de trillar con las cuestiones de la integración regional –así, en 1974, participamos de la fundación en el IESA, con apoyo del BID y el Intal, del primer máster latinoamericano que suma a varias legiones de extranjeros y venezolanos– y nos era inevitable aceptar que su fuente intelectual, en el caso de las Américas, procedía de una visión estructuralista sobre las relaciones asimétricas entre los países centrales y periféricos.
Era la consecuencia explicable, más allá de las elaboraciones teóricas, de unas deficiencias genéticas que tienen como su punto de partida nuestros procesos de independencia y formación como repúblicas. El “gendarme necesario” reinterpreta o intenta darnos una historia “nueva” que oculta los 300 años trascurridos bajo la influencia cultural latina e hispana, forjando a propósito culpables ajenos.
Ya desde 1949, incluso antes de iniciarse la luminosa experiencia de la integración europea con los tratados de 1951 que impulsan Robert Schuman y Jean Monnet, la Cepal, encabezada por el célebre académico y economista Raúl Prébisch, habla de los desequilibrios e injusticias que afectan al llamado capitalismo periférico apalancándose sobre la idea de nuestro desarrollo hacia adentro: la industrialización mediante la sustitución de las importaciones y un régimen de protección moderada de las economías nacionales. En esa vía se enrumban los distintos gobiernos.
Agotado tal estadio, durante los años cincuenta e inicios de los sesenta Prébisch plantea como desaguadero la formación de un Mercado Común. Propone el derrumbe progresivo de las fronteras económicas y comerciales entre nuestros países –una zona de libre comercio– a la vez que su cuidado mediante un muro virtual compartido, la unión aduanera, que otra vez nos protegiese como en la colonia de los bucaneros.
Es larga y azarosa la historia que cubre el nacimiento y la muerte por reconversión de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc) creada con el Tratado de Montevideo (1960) y la de su complemento y corrección, alimentado por la misma tesis del complejo ante los grandes, el Pacto Andino o Acuerdo de Cartagena (1969). El ensayo centroamericano es el pionero, la Odeca de 1951.
Un dato que no puede omitirse hoy es que, a pesar de esos esfuerzos y sus resultados debatibles, el soporte que los acompaña es la voluntad de los Estados y sus gobiernos, antiguallas para la globalización; más allá de que estos le hayan dado paso a la noción de la supranacionalidad y al establecimiento de autoridades comunes que les distancian de la lógica de las soberanías que rige hasta después de la Segunda Gran Guerra del siglo XX.
Ahora declinan los sólidos de la Europa de la integración, un modelo que influye mucho y acaso contamina indebidamente al latinoamericano durante sus fases de avance, y puede pensarse –lo pregunta Moisés Naím– que una buena idea que todos consideran buena y loable pero que jamás se realiza es una mala idea.
No obstante, desde Guatemala, en un marco de excelencia académica y calidad en la experiencia que junta a empresarios e intelectuales con gobernantes y ex gobernantes durante la semana que recién finaliza, la Fundación Libertad y Desarrollo ha optado por marchar a contracorriente. Su conductor, Dionisio Gutiérrez, líder de experiencia transnacional y académico salmantino, plantea una vuelta a la integración económica como obligante y apropiada respuesta ante la disolución global de las certezas y la obvia incapacidad de los viejos Estados para asumir los desafíos que plantea el siglo XXI.
La cuestión no es baladí ni subalterna, menos en esta témpora mejor ganada para la experiencia de lo instantáneo y la inmediatez.
Si se admite que las solideces políticas y culturales ceden y se desmoronan y desparraman ante nuestros ojos como líquidos, las poblaciones ahora huérfanas de patria de bandera – así se sienten y copio para ello el giro de don Miguel de Unamuno–, la solución es encontrar otro hilo de Ariadna. Cabe armonizar las diferencias y exclusiones recíprocas que a todos anegan. No son un soliloquio, son máxima de la experiencia la miríada de nichos sociales o cavernas neoplatónicas que siguen a la evidente pérdida de las texturas políticas y sociales nacionales, presionadas por la supervivencia o las expectativas de bienestar.
Es aquí en donde la integración de los problemas centrales que a todos aquejan y de las soluciones comunes que a todos beneficien puede volverse una idea-fuerza innovadora –ya no estamos en los tiempos de Prébisch, hechos de espacios y de tiempos– y que mal puede encerrarse en los conventos de este neo Medioevo en curso.
Si lo dominante es la dispersión y la indignación, la “libanización” entre hombres y mujeres millonarios en informaciones y billonarios en deseos –se lo escuchamos decir a Mauricio Macri, en lúcida exposición– y que abandonan sus lares nativos para refocilarse en las indiferencias hacia los otros y las huidas, lo veraz es que todos a una tienen necesidades básicas igualmente inmediatas: transportarse, alimentarse, educarse, reposarse, sin mengua de los nomadismos y narcisismos propios al ecosistema digital.
Solo cabe resolver, pues, a través de un esfuerzo común, el de la integración de los servicios sin rostro y de sus usuarios, que es cosa muy distinta a la integración de las vanidades políticas y sus instituciones de museo, sin importancia para estos.
Las contramedidas de EE UU
Las medidas de retorsión o contramedidas –según el derecho internacional– adoptadas por la Casa Blanca contra la empresa criminal transnacional que mantiene bajo secuestro a Venezuela y destruye sus fundamentos como Estado, lleva a algunos políticos de medianía, más que a los afectados, a reaccionar con indignación. ¡Algo muy extraño!
Cada uno es libre de tener sus afectos o desafectos con el mundo exterior, que en el caso de las naciones iberoamericanas es lo propio frente a Estados Unidos –no ocurre con las de origen lusitano, como Brasil– por razones intestinas, que nos vienen desde las guerras fratricidas por la Independencia.
Con aquel opera una suerte de doble rasero intelectual –lo constato en el mismo epistolario de Simón Bolívar, quien afirma que plaga a América de “miseria en nombre de la libertad” y a la vez recomienda hablar ante los Parlamentos copiando los discursos del “presidente de Estados Unidos”– lo que bien me resume un antiguo colega de la Corte Interamericana: Ustedes mueren y no van al cielo sino a Miami.
Lo cierto es que quienes más se rasgan las vestiduras para endosar otro traje como antiimperialistas de circunstancia o fingir vergüenza de admirar a esa gran nación del norte son los que sufren si el “imperio” les reduce sus privilegios e impide disfrutar de sus mieles.
Corren los años setenta del pasado siglo cuando, al concluir un conversatorio sobre Puerto Rico en la Universidad de Pittsburg, dos dirigentes fundacionales comunistas venezolanos participantes me piden llevarlos a conocer Nueva York, antes de regresar a Caracas. No olvido sus caras, creían estar en la presencia del Dios humanado.
Al caso y en nuestro caso, la mala memoria o la ingratitud –ambas herencias europea y española– omite hechos desdorosos de nuestro recorrido y el auxilio norteamericano siempre presente para sacarnos las castañas del fuego, sin que a cambio nos invadan.
Nos tiende la mano ante un Cipriano Castro que no honra sus deudas con las potencias del Viejo Mundo por daños causados a sus nacionales durante nuestras revoluciones, por lo que media para ponerle fin al bloqueo armado europeo de nuestros puertos; o al Inglaterra intentar quitarnos nuestro costado oriental hasta más allá de las bocas del Orinoco, coludida con los rusos.
El memorándum póstumo de Severo Mallet Prevost, nuestro abogado gringo –“albino” le llamaría Bolívar–, es el que remienda, en efecto, la última situación, que permite al gobierno de Rómulo Betancourt denunciar la corrupción habida durante el dictado del Laudo de París de 1897 y al gobierno de Raúl Leoni firmar el Acuerdo de Ginebra, abriéndonos espacios para la reclamación del Esequibo a partir de 1966; logro que tiran por la borda los felones de Hugo Chávez y Nicolás Maduro.
Rafael Caldera luego denuncia el Tratado de Reciprocidad Comercial con los Estados Unidos –que lo viola este para restringir sus importaciones petroleras– sin que nos agreda el Departamento de Estado; sabiendo, incluso, que perdían los beneficios de nuestra expansión comercial hacia Latinoamérica y el mundo andino.
Las contramedidas recién impuestas contra el usurpador Maduro y sus cómplices políticos y económicos –para impedirles vender, transar y robarse los bienes y dineros que hacen parte del patrimonio nacional de Venezuela– las protesta, con inenarrable cinismo, Europa. También Michelle Bachelet, la alta comisionada de la ONU, que ayer se escandaliza por los crímenes del primero. Olvidan que en su momento los europeos las adoptan contra Polonia (1980), suspendiéndole la ayuda alimentaria; también contra la Argentina (1982); así como Francia lo hace contra Suráfrica por el apartheid, en 1985.
Estados Unidos suspende sus ayudas públicas a los Estados que expropian bienes de americanos sin indemnización, durante los años sesenta, o que no respeten los derechos humanos, como lo decide Jimmy Carter entre 1977 y 1980; pues la retorsión es una medida nacional y territorial unilateral y legítima, según el derecho internacional. La ejecuta todo Estado afectado como respuesta apropiada, provisional, y proporcional ante el comportamiento internacionalmente ilícito de otro Estado –en el caso el comportamiento criminal de lesa humanidad, más que ilícito, del régimen usurpador de Maduro– a fin de hacerlo respetar y acatar las reglas que impone el mismo derecho internacional, y para que repare los daños causados.
Los límites que impone la doctrina jurídica internacional son precisos. Se cumplen esta vez. No pueden significar uso de la fuerza, o vulnerar derechos humanos y principios humanitarios.
Las contramedidas que comentamos tienen como propósito, justamente, ponerle coto al robo de los dineros públicos venezolanos y a las violaciones sistemáticas y generalizadas de derechos humanos que ejecutan el mismo Maduro y los suyos. Tampoco pueden –como lo dice el Instituto de Derecho Internacional– destruir la economía del país afectado, o poner en peligro su integridad territorial o independencia política.
Es palmario, es máxima de la experiencia silenciada a propósito por los europeos y la Bachelet, que la economía de Venezuela ha sido destruida de raíz por el régimen sancionado; que ha enajenado, además, la soberanía territorial e independencia política, entregándosela, para su canibalización, a grupos narcoguerrilleros y organizaciones criminales, a rusos, chinos y cubanos, y sometiendo sus decisiones al escrutinio previo de los gobernantes de La Habana. Extrañan, pues, tales protestas.
La inutilidad del exilio, según Mires
Su compatriota de la izquierda, Isabel Allende, afirmaba que “el exilado mira hacia el pasado, lamiéndose las heridas”, en una suerte de descripción sobre la tragedia de quienes son vomitados por la injusticia y arrancados de su lar natural, obligándoselos incluso a perder la memoria de pertenecer a algo; con lo que solo queda reconcomio, recuerdo de lo perdido y que no volverá, y al término tristeza, abulia, que es eso, en efecto, la muerte civil y ciudadana.
Fernando Mires, a quien no conozco y leo de modo eventual sus artículos, sufre su exilio durante la dictadura chilena de Augusto Pinochet en Alemania, que es como viajar a otro planeta, distante; si bien su patria de origen, en lo particular, mixtura su población con emigrantes, cuando en 1846 le abre sus puertas a más de 6.000 familias de la entonces Confederación germana. Y allí, entre lejanía y cercanía, rehace su biografía, como lo sugiere.
Cierto es que cada exiliado vive o mira su tragedia desde una óptica personal, habiendo quienes hasta asumen la postura extrema de la mujer desengañada: ¡Si te he visto, no te recuerdo!
Pero es injusta, mezquina, producto de un criterio liviano que mal habla de su alegada formación intelectual y quizás adobado por compromisos nacidos de la razón práctica, la afirmación de Mires en cuanto al exilio venezolano actual, al que busca aconsejar. “La política de y en el exilio, no existe”, escribe en su Twitter. Al término, por ende, intenta prosternar el esfuerzo que hacen centenares de miles de mis compatriotas, víctimas de la narcodictadura que dirige Nicolás Maduro, para cercarlo y ponerle término final. Más nada vale esto, según él. “Las decisiones de la dirigencia opositora en el exilio no influyen en la situación de Venezuela”, ajusta, y opone su experiencia personal.
El caso es que la verificación de su sentencia parte de premisas equivocadas, imposibles de extrapolar desde el siglo XX hasta el siglo XXI, cuando se hacen líquidas las fronteras y las informaciones, e incluso, el propio manejo del poder social y político contemporáneo. Olvida, además, que Cicerón recuerda que solo hay destierro “allí donde no hay lugar para la virtud”.
Habla, al efecto, del fracaso del exilio cubano, como si acaso hubiese sido rendidor en la lucha contra el ostracismo impuesto a los cubanos por la satrapía de los Castro la tarea de los líderes opositores internos; de quienes queda, en buena hora, es el caso de Rosa María Paya y de Yoani Sánchez, lo mismo que dejan sus compatriotas de la denostada Miami: el ejemplo, el coraje, la virtud.
Lo peor es que Mires, al decir cuanto dijo, pasa por alto circunstancias cruciales del proceso chileno que lo purga hacia el exilio. Allí hubo una dinámica endógena propia, es innegable. Que Pinochet desprecia la influencia internacional, tanto que tuvo la osadía de mandar a asesinar a Orlando Letelier en Washington, es también verdad. A mí, como embajador venezolano me espeta en 1980: ¡Nada me importa lo que piensen ustedes afuera, sino lo que piensan de mí los chilenos, adentro! Él, el general, sí despreciaba al exilio.
Entre tanto, sin embargo, Fernando Matthei, miembro de la Junta, desde Diego Portales ya me señalaba sobre sus conversaciones con la democracia cristiana bávara, pues le importaba el exterior. Enviaba mensajes a líderes en el exilio y a opositores en lo interno, para hacerles ver que se acercaba el final del régimen militar y para urgirles sobre la necesidad de una fórmula que permitiese no devolverles el poder a los responsables de la tragedia que todos ellos vivieran durante casi dos décadas.
Tengo presentes, en mi mente, los esfuerzos emblemáticos, encomiables, llenos de angustia existencial y de coraje en el compromiso, dignos de emular, que hacían Jaime Castillo (democristiano) y Aniceto Rodríguez (socialistas) desde Caracas, para abrirle camino fértil al regreso chileno sobre la senda de su experiencia histórica, la de la libertad en democracia. A buen seguro que reprocharían lo que ahora, cómodamente, sostiene Mires, para ralentizar la fuerza de la protesta internacional de los exilados venezolanos contra la narcodictadura de Maduro que toma cuerpo.
Dos enseñanzas, máximas de la experiencia, deberían ser apreciadas por el columnista a distancia, una que el Chile de Pinochet no es la Venezuela de Maduro. La Fuerza Armada chilena jamás pierde su vigor institucional ni se colude con el crimen del narcotráfico y la corrupción desembozada. Y tanto conserva su textura que ayuda a la transición y no impide su éxito. Hay esfuerzos de negociación entre la oposición y la dictadura, mediados por la Iglesia, pero no llegan a nada; hasta que la Iglesia se convence de que lo importante era hacer dialogar a los opositores, con vistas al porvenir, incluidos los de afuera, los exilados.
Imagino que Mires nada sabe de Plan País, que reúne a todos los venezolanos que estudian en las mejores universidades americanas para sostener sus tareas de construcción de la Venezuela a la que tienen derecho y a la que esperan volver; preocupados, sí, por la opinión que de ellos y la comprensión que de sus dolores íntimos puedan tener quienes se quedaron en el país. Su opinión, su mala opinión del exilio, en nada ayuda al respecto.
Venezuela es algo más
El primer documento o hito mediato –al que sigue el Pacto de Puntofijo– sobre el que adquiere soporte intelectual la república civil democrática venezolana y cuya armazón cede en 1999, antes de que se instale el despotismo y ocurra una regresión al tiempo en que el hambre, la ignorancia, y el vicio vuelven a ser bases del edificio de nuestra amoralidad política, es el Plan de Barranquilla, suscrito en 1931. Entonces, ocurre un claro deslinde con los seguidores del comunismo.
Al concluir su relectura, para mis adentros reparo en la actitud reflexiva y madura de los jóvenes firmantes –entre otros Rómulo Betancourt y Simón Betancourt– ante una circunstancia agonal para Venezuela no distinta de la actual: insurgencia regional, crisis económica, descontento popular, anarquía entre los servidores del despotismo por incapacitados para avenirse sobre la sucesión del dictador Juan Vicente Gómez. Hoy, qué duda cabe, aquellos serían denunciados como opositores de teclado.
El caso es que, admitiendo que el final de la dictadura vendría por uno u otro lugar, dadas las condiciones objetivas, consideran que a los opositores de vanguardia, los de afuera, los exiliados, y los de adentro, les era indigno mantenerse a la expectativa o bien empeñarse, por muy justo que les pareciese, en una condenable acción unilateral.
Acaso ¿lo vertebral o imaginable era la concertación entre los aliados tácitos o expresos o empleados del déspota y los opositores, unos desesperados por sus finales y otros urgidos del final del tiempo del oprobio, al costo que fuese? De haber sido así, como se lee en el histórico documento, todo el hecho político y la misma presencia del gendarme necesario se reduciría y explicaría alrededor de la “zamarrería” y “la ausencia de fronteras morales”.
Pues bien, por haber mirado más allá de las circunstancias y puesto de lado sus propias circunstancias, en otras palabras, por haber entendido que “hasta ahora no ha tenido Venezuela en su ciclo de república ningún hombre cerca de la masa, ningún político identificado con las necesidades e ideales de la multitud”, reza el texto; y por conscientes de que “las apetencias populares han buscado, en vano, quienes las interpreten honradamente y honradamente pidan para ellas beligerancia”, decidieron trabajar para las generaciones futuras, se empeñaron en hacer república, pues Venezuela era algo más que sus oligarquías políticas.
Optaron, así, por separarse del vicio que marcara –todavía lo hace– nuestro decurso histórico, a saber, considerar a la política como “la alternabilidad de divisas partidaristas en unos mismos grupos ávidos de lucro y de mando, identificados en procedimientos de gobierno y de administración”.
He aquí, pues, lo central que repito y escribo en anterior columna revisando la experiencia de la oposición chilena a la dictadura de Augusto Pinochet. Fracasados, obviamente, los intentos mediados de diálogo entre este y la primera, facilitados por la Iglesia, el diálogo verdadero hubo lugar – como le ocurre a los autores del Plan de Barranquilla– entre los conductores del porvenir de esa nación sureña y por el mismo motivo que anima y se señala en el histórico libelo: “Coexistiendo con la tarea concreta de acopiar elementos de todo orden para la lucha…, debe desarrollarse activamente otra de análisis de los factores políticos, sociales y económicos que permitieron el arraigo y duración prolongada del orden de cosas que se pretende destruir”; justamente, para evitar “el error de suponer que con la simple renovación de la superestructura política estaba asegurado para Venezuela un ciclo de vida patriarcal”.
Visto lo inmediato, la final y unánime reacción compacta de toda la comunidad internacional en contra de un hecho preciso, distinto de los 140 escuderos caídos y los centenares de presos políticos que deja a la vera y como sus víctimas el régimen de Nicolás Maduro; es decir, el desconocimiento por este del principio del voto universal, directo y secreto, secuestrado para instalar, con apoyo de la Fuerza Armada, una espuria y dictatorial asamblea nacional constituyente y la coincidencia, al respecto, del claro mandato que le da el pueblo a la “vanguardia opositora” en la consulta del 16 de julio, cuando su mayoría “rechaza y desconoce” tal constituyente por nacida sin su aprobación previa. Cabe preguntarse ahora ¿cuál hubiese sido el comportamiento de los redactores del Plan de Barranquilla?
¿Qué dirían de observar que el narcodespotismo instalado en Venezuela (usó la expresión con propiedad y bajo prueba de las máximas de la experiencia], desde el día siguiente a los hechos narrados sesiona con los mandatarios del pueblo y, entre otras cuestiones, de espaldas a la orden soberana, debaten sobre el eventual reconocimiento a la constituyente dictatorial?
Dos enseñanzas del plan vienen a propósito y las transcribo sin aditamentos: “El balance de un siglo para los de abajo, para la masa, es este: hambre, ignorancia y vicio. Esos tres soportes han sostenido el edificio de los despotismos… (y) presumen espíritus simplistas, viciados de la tradicional indolencia venezolana para ahondar problemas, que “asociaciones cívicas” y otros remedios fáciles de la misma índole bastarían para promover en el país un movimiento de dignificación civil”.
Los ocho predicados del Plan de Barranquilla, cambiando lo cambiable, gozan, es lo insólito, de una vigencia increíble pasados casi 90 años: 1. Hombres civiles al manejo de la cosa pública; 2. Libertad de prensa y garantía de derechos humanos; 3. Confiscación de los bienes de los hombres del régimen y su entrega al pueblo; 4. Enjuiciamiento –tribunal de salud pública– de los responsables del despotismo; 5. Protección de las clases productoras; 6. “Desanalfabetización” de las masas: moral y luces, a fin de dignificarlas; 7. Revisión de los contratos y concesiones dadas por la dictadura; 8. Convocatoria de una verdadera asamblea constituyente, para que elija un gobierno provisional y reforme la Constitución para eliminar las razones de fondo “que permitieron el arraigo y duración prolongada del orden de cosas que se pretende destruir”, como cabe reiterarlo.
La narco-barbarie venezolana
La perspectiva épica que acompaña la gesta por la independencia en Venezuela y le domina desde la caída de la Primera República en 1812, deja oculto un hecho crucial de nuestra historia: el de la guerra fratricida que tiñe de rojo nuestro ingreso al concierto de las naciones y tiene como telón de fondo el “affaire” de Antonio Nicolás Briceño.
El mismo evoca cuanto ahora vemos y presenciamos –80 jóvenes asesinados por las huestes serviles de Nicolás Maduro y el premio que este le otorga a uno de sus sicarios: coronel Bladimir Lugo, por maltratar al presidente de la Asamblea Nacional y orinarse sobre la soberanía popular que en número de 14.000.000 de votantes se expresó en las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015.
Briceño, próximo al Libertador Simón Bolívar, mientras se organiza desde Cúcuta la invasión a Venezuela y como premio del Decreto de Guerra a Muerte, redacta la Providencia N° 9. Su texto es emblema de la barbarie: “Se considera ser un mérito suficiente para ser premiado y obtener grados en el ejército el presentar un número de cabezas de españoles europeos, incluso los isleños; y así, el soldado que presentare veinte cabezas de dichos españoles será ascendido a alférez vivo y efectivo; el que presentare treinta, a teniente; el que cincuenta, a capitán”.
La queja posterior de Bolívar frente a Briceño es que mal puede hacer lo que propone sin su previa consideración, sobre la gravedad del caso y su ajuste a las leyes. Pero nada más.
Manuel del Castillo y Rada, coronel cartagenero y segundo al mando, reacciona con vergüenza republicana ante la primera baja que provoca el dispositivo: “Me ha estremecido el acto violento que Usted ha ejecutado (…); pero me ha horrorizado más el que, deponiendo todo sentimiento de humanidad, haya usted comenzado a escribir su carta con la misma sangre que injudicialmente se ha derramado”. Y concluye lapidario: “Devuelvo la cabeza que se me remitía. Complázcase usted en verla, y diríjala a quien tenga el placer de contemplar las víctimas que ha sacrificado la desesperación”.
Maduro y la corte de rufianes militares que lo mantienen alelado por lo visto se solaza como Briceño por los actos de violencia primitiva que promueve. Pero la diferencia con el pasado, sin que se justifique ese pasado, es proverbial.
A los hombres de espada de la Independencia anima, quizás, el quítate tú para ponerme yo: que salgan los peninsulares para que gobiernen los españoles criollos, sin que ello signifique la verdadera libertad del pueblo, hasta que en 1830 el catire Páez, otro general, devuelve las espadas hacia las haciendas o fundos de sus detentadores para que las luces, la ilustración civil, dibujen la república naciente. Se hace célebre, entonces, el altercado del sabio y rector José María Vargas con Pedro Carujo, otro coronel felón como Lugo: “El mundo es del hombre justo. Es el hombre de bien, y no del valiente, el que siempre ha vivido y vivirá feliz sobre la tierra y seguro sobre su conciencia”.
A la dictadura hoy imperante en Venezuela, desnuda tras los golpes de Estado sistemáticos que propina: desde el desconocimiento de la Asamblea en 2016 hasta el mamotreto de su narco-para-constituyente inconstitucional en 2017, en las antípodas de la historia comentada, apenas le importa la consolidación, a rajatabla, de su empresa colonial y cubana de narcotráfico y lavado de dineros, disimulada tras las banderas del socialismo marxista.
No hay barbarie más extrema que pueda concebirse que la cocinada en las hornillas del mal absoluto, del tráfico internacional e interno de drogas, sobre todo cuando involucra una política de Estado sistemática y coludida. Y es en este punto en el que cabe abrir los ojos de la opinión pública, para que entienda lo agonal de la tarea agónica de libertad que tiene por actores a las generaciones más jóvenes de venezolanos, a sus vidas ofrendadas en holocausto.
Solos no podrán llevar a término su propósito, que no es político sino de liberación del secuestro que sufren a manos de una delincuencia criminal hecha gobierno. Con la solidaridad de la comunidad internacional ello será posible, pronto. Y esa solidaridad crece, a pesar de los tropiezos, como el habido recién en la OEA. Allí los representantes de los países que menos representan, pues suman apenas 1,81% de la población de las Américas, impidieron por razones leguleyas que los gobiernos cuyas poblaciones suman 850 millones de habitantes se pronunciasen de manera concluyente en contra del cártel de los Maduro-Flores y Cabello-Reverol.
Los gobiernos huidizos al castigo de Maduro deben ser sometidos, por ende, a severo escrutinio. No por haber adoptado una decisión soberana, sino por la razón de fondo que la anima: ¿Acaso hacen parte de la estructura logística del negocio de la muerte los gobernantes de Bolivia, Dominica, Nicaragua, St. Kitts, St. Vicent, Surinam, Trinidad, Haití, Granada, El Salvador, Ecuador, Antigua y República Dominicana?
El narcotráfico es sinónimo de muerte. Ya suman 29.000 los homicidios promedio de cada año, que se inician de modo selectivo y por órdenes del Palacio de Miraflores desde que Hugo Chávez firma su pacto de alianza con las FARC, en 1999.
Cuando se abra la caja de Pandora el capitán Diosdado Cabello, el actual presidente del Supremo Tribunal, y ex fiscal general Isaías Rodríguez, tendrán mucho que cantar. Entonces hablarán, por boca de otros, los muertos del silencio: El fiscal Danilo Anderson (2004), Gamal Richani (2005), Arturo Erlich y Freddy Farfán (2004 y 2009), Richard Gallardo y Luis Hernández (2008), el gobernador William Lara (2010), Nelly Calles (2011), el gobernador y capitán Jesús Aguilarte (2012), la embajadora Olga Fonseca (2012), el general Wilmer Moreno (2012), el diputado Omar Guararima (2013), el capitán Eliézer Otaiza, el colectivo José Miguel Odremán y el diputado Robert Serra (2014), por lo pronto.
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