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Asdrúbal Aguiar

El poder inmoral

Asdrúbal Aguiar

Era predecible, según el catecismo de amoralidades diseñado por Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Tarek El Aissami y hasta el juez supremo Maikel Moreno, entre otros tantos, el desconocimiento por éstos de la nueva Asamblea Nacional. Y es que les disgrega el “todo” revolucionario, de estirpe bolivariana. Se empeña en reconstituir ésta una moral pública distinta de la forjada en el curso de los últimos 17 años. La más vieja y anterior, con sus falencias, al menos censura a mandatarios, castiga a ministros, expone a la miríada de funcionarios corruptos y sus cómplices ala reprobación social.

La visión “ética” de quienes integran el actual Poder Moral venezolano, a saber, el Contralor de la República, la fiscal general, y el defensor de pueblo, muestra, por ende, signos que perturban, visto el saldo de sus ejecutorias.

Me refiero, justamente, a lo que con coraje describe el Secretario de la OEA, Luis Almagro, en su Informe de actualización sobre el gobierno de Nicolás Maduro y que el Poder Moral acalla: “La implicación en actividades de narcotráfico llega a los niveles más altos del gobierno venezolano, así como al círculo familiar del presidente.”

Si se trata del contralor Manuel Galindo Ballesteros, compadre de Maduro, su empleado antes, como lo fuera de la primera combatiente y consorte de éste, Cilia Flores, y encargado a la sazón de vigilar el comportamiento y virtudes de su mismo compadre, se ocupa de perseguir a quienes desafían a la narco-aristocracia que éste comanda. Henrique Capriles, es su más reciente víctima.

Transparencia ha acusado a Galindo de la práctica de nepotismo, que despliega a profundidad y sin miramientos, pues la califica de “nepotismo positivo” al ser sus familiares, según él, competentes y eficaces a la hora de no vigilar la falta de probidad pública de su compadre.

En el caso de la fiscal general, Luisa Ortega Díaz, recién abona en su beneficio el coraje – puesto en duda por la opinión – de declarar como ruptura del orden constitucional y democrático el golpe de Estado ejecutado desde un Tribunal Supremo que dirige el ex convicto juez Moreno. Parece ser, se dice, que no acompaña a sus pares del Poder Moral en la decisión de no aceptar sean removidos por la Asamblea los jueces venales quienes participan de la felonía. No obstante, la duda sobre aquélla no se despeja, pero podrá despejarse, si asume la iniciativa penal que sólo ella tiene, para que éstos sean castigados con una pena que oscila entre 12 y 24 años de prisión. Ya se verá.

Lo de Tarek William Saab, defensor del pueblo, es de otra catadura y clama a los cielos. Se dice poeta y defensor de derechos, desde cuando me visita en mi Despacho como gobernador de Caracas, en 1994, sirviéndole al Alcalde Aristóbulo Istúriz, mi vecino de plaza.

Le dije el manido 11 de abril que lamentaba el desprecio que sufriera por sus vecinos amotinados, pues junto a él estaban sus hijos, pequeños, padeciendo sin ser responsables, sin comprender lo que ocurría. Le insistí, días después, que mirase más allá de los árboles patentes. Que en beneficio de sus hijos y también de los míos, se preguntase sobre el porqué de la severa censura social que recibiera y con rabia contenida. No me hizo caso.

De defensor del pueblo Tarek se ha hecho su represor. Algo insólito. Así lo registrará la historia, para su vergüenza. La violencia de los cuerpos armados y paraestatales contra quienes marchaban hasta su oficina para demandarle, como cabeza del Poder Moral, castigo para los jueces al servicio de un Estado transformado en asociación de criminales, quedará para la memoria de la infamia.

Habrá de escribir Tarek poemas fúnebres. Acaso llorar en silencio pasada la tormenta que sufre Venezuela, mientras, desde la distancia, le observarán entonces sus hijos, y mis hijos, y los hijos de nuestros hijos a lo largo de las siguientes generaciones, sin comprender el porqué de la hora de inmoralidades e impunidades que anegara a la república.

La figura o institución del poder moral, de origen bolivariano entre nosotros, tiene raíces en la llamada “costumbre de los ancestros” romanos (mores maiorum), preservada por los Censores. Es célebre el edicto de éstos que guarda Suetonio para la posteridad: "Todo lo nuevo que es realizado de manera contraria al uso y costumbres de nuestros antepasados no parece estar bien".

Bolívar, artesano de un Poder Moral que replica casi 200 años después el causante, Chávez, lo imagina distinto, centralista y totalitario; busca la forja de una ética social sin historia, que permita la fusión y amalgama del pueblo con su Estado en igual forja.

Cree que todo ciudadano debe amar a sus magistrados – léase a Nicolás Maduro y sus compinches – y a la patria, que no sería hoy otra distinta de la bolivariana: “Todas nuestras facultades morales no serán bastantes, si no fundimos la masa del pueblo en un todo; la composición del gobierno en un todo; la legislación en un todo; y el espíritu nacional en un todo”.

Es llegada, pues, la hora de enmendar el camino. Por falta de referentes moralizadores inmediatos, la trinchera de lucha ha pasado a manos de nuestros hijos y de los nietos, los estudiantes. Son ellos la esperanza segura.

correoaustral@gmail.com

La OEA, entre el cinismo y la decencia

Asdrúbal Aguiar

Desde la adopción de la Carta Democrática Interamericana hasta el momento en que el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, presenta su informe actualizado sobre la ruptura del orden democrático y constitucional de Venezuela, el Sistema Interamericano no ha vivido un momento tan dilemático como el actual. Está sobre un parte aguas, en una hora en la que debe avanzar hacia el porvenir de manos – para no exagerar con los estándares de la democracia – de las reglas más elementales de la decencia o volver atrás, hasta las líneas en la que el cinismo y la mordacidad se hacen característicos de los gobiernos de sus Estados miembros.

Pienso, a propósito, en la época en la que, orillando la dignidad humana de los pueblos que oprimen las dictaduras militares sentadas y dominantes en su seno, afirma, desde Caracas, en 1954, que el ejercicio “efectivo” y cabal de la democracia reclama, entre otras medidas de relieve “los sistemas de protección de los derechos y las libertades del ser humano mediante la acción internacional o colectiva”.

Samuel Huntington, politólogo norteamericano fallecido, describe bien las olas democratizadoras que ha vivido el mundo: una con las revoluciones francesa y americana; otra como hija de las enseñanzas de la Segunda Gran Guerra; y la que ocurre, finalmente, con la globalización, que da cuenta de los procesos democratizadores de Europa oriental. Mas antes de hablarnos de su tercera ola, hacia mediados de los años ’70, al alimón con Crozier y Watanuki, Huntington da cuenta de la crisis de la democracia por la ingobernabilidad que provocan la incapacidad sobrevenida de los Estados y sus instituciones ante las demandas exponenciales de una ciudadanía en avance social autónomo, al punto de sugerir la reinvención de aquéllos y de ésta. Como es obvio, dentro de procesos de final abierto y sirvientes del Mito de Sísifo.

Pero cabe decir que para los parteros de la democracia civil contemporánea en las Américas, a diferencia de Huntington – para quien ésta se reduce a la vigencia de métodos electorales – una cosa es el origen de la democracia y otra sus condiciones obligantes de ejercicio real; para que no se presenten equívocos o confusiones entre quienes, con fuerza de carboneros, luchan por la forja de democracias verdaderas y socialmente sensibles.

Es verdad, incluso así, que en 1948, Rómulo Betancourt, asistente a la Conferencia de Bogotá, afirma que los “regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de policías políticas totalitarias, deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica interamericana”. Hoy, la tesis de la exclusión ha cedido, pero no los principios de la democracia y menos la tolerancia hacia sus enemigos.

Como consta en la Carta Democrática de 2001, los miembros de la OEA deben dar asistencia “para el fortalecimiento y preservación de la institucionalidad democrática”, “adoptar decisiones dirigidas a la preservación de la institucionalidad democrática y su fortalecimiento”, “promover la normalización de la institucionalidad democrática”. Empero, ante “una ruptura o una alteración que afecte gravemente el orden democrático”, no pueden admitir que el gobierno responsable siga ejerciendo, sin más y con desprecio por sus pares, los derechos que le confiere su membrecía dentro del club de las democracias. Así de sencillo.

De modo que se trata de una suspensión – no es una expulsión – y ha lugar cuando las gestiones para que cese la ruptura se hacen infructuosas y se mantiene hasta tanto la democracia alcance su restablecimiento.

La Carta, cabe recordarlo, no es causahabiente de un delirio de los gobiernos que la adoptan al apenas iniciarse el siglo XXI y sobre supuestos devaneos neoliberales, como lo arguyen sus enemigos socialistas de nuevo cuño. Ella se mira, como antecedente inmediato, en la experiencia peruana de Alberto Fujimori, precursor de las neo-dictaduras que luego practican Hugo Chávez, Rafael Correa, Evo Morales, Daniel Ortega, y ahora Nicolás Maduro. Llegan al poder mediante los votos, para luego vaciar de contenido a la democracia. Y es ese, justamente, el mal contra el que intenta vacunarse el Sistema Interamericano, puesto a prueba con la cuestión de Venezuela, donde al paso hasta las elecciones se han acabado.

En 1959 nuestros gobiernos democráticos forjan un catecismo que la Carta Democrática asume como una suerte de relectura. Desde Santiago de Chile, reunida la OEA, precisan, justamente, que la democracia, para ser tal y no su caricatura, exige: “Imperio de la ley, separación de poderes públicos, y control jurisdiccional de la legalidad de los actos de gobierno; gobiernos surgidos de elecciones libres; proscripción de la perpetuación en el poder o de su ejercicio sin plazo; régimen de libertad individual y de justicia social fundado en el respeto a los derechos humanos; protección judicial efectiva de los derechos humanos; prohibición de la proscripción política sistemática; libertad de prensa, radio y televisión, y de información y expresión; desarrollo económico y condiciones justas y humanas de vida para el pueblo”.

Todas las exigencias de la democracia enumeradas y como lo confirma Luis Almagro con su memorable informe de actualización, han sido pisoteadas bajo un gobierno procaz – el de Maduro – que no es siquiera capaz de disimular. El general Marcos Pérez Jiménez, con vistas a la reunión de la X Conferencia Interamericana y para quedar bien, como anfitrión, al menos puso en libertad a los presos políticos.

Asdrúbal Aguiar / correoaustral@gmail / cesarmiguelrondon.com

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La dictadura en su desnudez y el desafío de la unidad

Asdrúbal Aguiar

Vistos los años transcurridos desde la entronización hasta el despido de Hugo Chávez –ahora hecho estatua de bronce frío, símbolo de la opresión venezolana y que ha de durar mientras esta dura, mordaz testimonio en el sitio que humilla y hace correr a su heredero al golpe de las ollas vacías por la hambruna, isla de Margarita– se observa, claramente, que muerto aquel también muere su habilidosa ficción democrática. Se derrumba su régimen de la mentira, el socialismo del siglo XXI.

Beneficiario de la manipulación posdemocrática –a saber, su afirmación como líder mediante el uso exponencial de la tecnología mediática y su propaganda instantánea– explota su tiempo dionisíaco apalancado sobre una manida legitimidad electoral. No hay elección que pierda. El argumento mayoritario le basta para encubrir violaciones sistemáticas de derechos humanos y alteraciones graves del orden constitucional que provoca sin miramientos, con la complicidad de gobernantes extranjeros envidiosos con el inédito espectáculo.

Lo cierto y veraz es que ni Chávez ni Nicolás Maduro, su causahabiente, menos los “montesinos” de aquel y de este, llámense Cabellos, llámense Rodríguez, creen en las elecciones.

Al apenas salir de la cárcel el primero demoniza a su conmilitón golpista, Francisco Arias Cárdenas, por someterse al escrutinio de las urnas y ser gobernador del Zulia bajo las reglas de la democracia representativa. Le tacha por traidor.

Y apenas forma su primer movimiento político, controlado por militares retirados, como paradoja bebe de la misma medicina. Sus primeros aliados civiles –Maduro y Cilia Flores– le señalan de corrupto por pensar y admitir, convencido por Luis Miquilena, sobre la conveniencia de la vía electoral para acceder al poder. La violencia, el terrorismo, el uso de las armas para imponerse sobre el colectivo quedan atrás, en la historia, “por ahora”.

Entre 2002 y 2004, cuando su popularidad se ve amenazada y la oposición promueve un referéndum consultivo sobre su gobierno, Chávez lo anula usando el Tribunal Supremo a su servicio. Y al demandársele luego, que se someta a un referéndum revocatorio, lo aleja lo más posible. Al final lo acepta a regañadientes. Se lo imponen Jimmy Carter y César Gaviria, pues la calle hierve y amenaza, y las recolecciones de firmas –rebanadas en cada oportunidad por los áulicos del régimen en el Poder Electoral– superan todo obstáculo.

“Si no hubiéramos hecho la cedulación, ¡ay, Dios mío!, yo creo que hasta el referéndum revocatorio lo hubiéramos perdido, porque esta gente [de la oposición] sacó 4 millones de votos... Entonces fue cuando empezamos a trabajar con las misiones, diseñamos aquí la primera y empecé a pedirle apoyo a Fidel. Le dije –confiesa Chávez–: Mira, tengo esta idea, atacar por debajo con toda la fuerza, y me dijo: Si algo sé yo es de eso, cuenta con todo mi apoyo”.

Informado por el CNE de los opositores que firman por su salida, los persigue a mansalva y los transforma en “muertos civiles”, y Rodríguez –auxiliado por Tibisay Lucena– se encarga de instalar el andamiaje digital que daría el puntillazo y otra vez le pondría careta de demócrata al soldado felón de La Planicie.

Chávez y Maduro, en suma, nunca han creído en elecciones democráticas competitivas y equitativas, ajenas a las meras contabilidades entre mayorías y minorías como si fuesen salchichas de ventorrillo, que no reparan en condimentos ni en su procedencia. Menos esta vez, cuando los recursos del petróleo faltan y no bastan para la democracia de utilería, obra de la astucia, esa que, a la manera del Reineke, el zorro de Goethe, practican incluso algunos opositores de mirada corta.

La desnudez de la vocación dictatorial y totalitaria agarra al último, a Maduro, en medio de la calle, aturdido por el ruido de las cacerolas de Santa Rosa. Le quedan como compañía, en burbuja protegida por esbirros, la estatua que inaugura y el Movimiento de No Alineados, club de parias creado por Cuba –la proxeneta– y cuyo último emblema es el dictador zimbabuense, Robert Mugabe.

La hora de la ficción ha finalizado. La lucha opositora pide mucho coraje; sabiduría para discernir sobre las acciones éticas pero eficaces, que hagan cesar la falacia y renueven la unidad en el sacrificio común. Exige de serenidad emocional, sintonía permanente con el dolor del pueblo, sobre todo visión de conjunto, narrativa que dibuje al país posible y a todos nos comprometa como mito movilizador posible.

La hora de las medianías políticas y de quienes juegan a la supervivencia como marqueses de Casa León se agotó. Como enseñanza y como prevención ante los sincretismos de laboratorio, diría Miranda, el Precursor, que “mal comienzo es contar con gente de mala laya en la refundación de la patria”.

correoaustral@gmail.com

20 de septiembre 2016 - 12:01 am