Humbero García Larralde
La burbuja en que se refugia Maduro
Del Estado Nacional al órgano antinacional del Madurismo
La confesión de Padrino López
Polarización, negociación y justicia transicional
Maduro, en tres y dos
Lógica perversa
La banalización del fascismo como fenómeno político
Bienes públicos, males públicos y el cambio político en Venezuela
La consideración de la situación actual del país –si en verdad empieza a “arreglarse”-- amerita repasar un concepto básico de la economía, que es el de Bien Público. Un Bien Público (puro) es aquel que, una vez producido, no puede privar de su consumo a ningún integrante de la comunidad. Otra manera de entender esto es que los beneficios que genera no pueden ser capturados (privatizados) totalmente por ninguno, en exclusión de los demás. Debido a ello, nadie se siente incentivado a financiar, por sí solo, su producción. Ésta, por tanto, depende de la voluntad colectiva, la cual suele ser asumida a través del Estado.
La producción de bienes públicos es la función principal del Estado, según enfoques ortodoxos. De la naturaleza no privativa de su consumo se desprende el problema del gorrión o free-rider: la persona que decide no contribuir para la producción de un Bien Público a conciencia de que no puede ser excluido de sus beneficios. Un ejemplo sencillo es el del vecino que se niega a aportar a la pintura del edificio donde reside o a reparar el ascensor, a sabiendas que, una vez terminada esta labor, también disfrutará de ello de todas formas. A nivel general, evade su deber ciudadano como corresponsable del manejo de la cosa pública. Se asume “masa”, pendiente de que le den, propósito de regímenes como el chavista.
A nivel nacional, los bienes públicos más conocidos son los referidos a los sistemas de salud y asistencia social, educación, seguridad y protección, así como los servicios de agua, electricidad, comunicación y transporte. Son la sustancia que define la calidad de vida de la población –atención de salud, mejor educación, seguridad personal, protección de los derechos ciudadanos, etc. A la vez, fomentan la actividad productiva y comercial, proporcionando lo que se conoce como “externalidades positivas”, que reducen los costos de transacción y amplían las oportunidades de negocio. Es decir, el disfrute de los bienes públicos por parte de ciudadanos y empresas, está en la base de su bienestar y prosperidad.
Un gobierno interesado en el bienestar del pueblo procurará que el Estado produzca con eficiencia los bienes públicos en la cuantía, calidad y variedad realmente deseada por la sociedad. Debe tomar en cuenta su costo de oportunidad, pues una propuesta excesivamente ambiciosa –sea una autopista, represa, un estadio o lo que fuera-- implica restarle recursos, por ejemplo, a la educación o la salud.
En países “normales”, en los que la producción de bienes públicos se financia con impuestos, tasas o cargos específicos, una persona podría sentirse motivada a manifestar poco interés por alguno en particular, como excusa para evadir que le pechen por ello. Esta tendencia a no revelar las auténticas preferencias por un bien público plantea el problema de cuál debe ser su oferta, si no se conoce su demanda: ¿Cuánto gastar en cada uno, sabiendo que reduce los recursos disponibles para otros? ¿Cómo no sobrepasarse o evitar quedarse corto? Los textos de economía proponen medidas para que la gente revele sus verdaderas preferencias por tales bienes, pero, más allá, subyace la necesidad central de profundizar la democracia para que la toma de decisiones se aproxime, lo más posible, a sus verdaderos deseos.
Por supuesto que el sustento de una oferta adecuada de bienes públicos reside en el funcionamiento adecuado de las instituciones. Son las normas que determinan los objetivos a proseguir, la adecuación de las organizaciones para optimizar su logro, el sistema de premios y castigos que contribuyen con ello, los mecanismos de supervisión y control para corregir las fallas y/o para ajustar los propósitos, y una cultura de servicio, de transparencia y de rendición de cuentas entre quienes tienen responsabilidades al respecto. Son propias de la democracia liberal, asentada en el equilibrio y autonomía de poderes, el imperio de la ley y la representación abierta y sin trabas de la voluntad popular.
El problema fundamental de la Venezuela actual es que el desmantelamiento de tal institucionalidad en manos de autoproclamados “revolucionarios”, se ha traducido, de manera cada vez más extendida, en que el Estado produzca, no bienes públicos, sino “males” públicos. Por ejemplo, el sistema de administración de justicia, que debe asegurar la igualdad de los ciudadanos ante la ley y velar por que sus derechos sean respetados (protección), fue “privatizado” (bien público impuro) por la jerarquía chavista a través de sucesivas reformas y modificaciones en la conformación del poder judicial. Lo transformó en su propio bufete de abogados, dedicado a perseguir y penalizar a quienes disienten, en un mal público.
El desprecio por los derechos humanos, otra de sus responsabilidades constitucionales, ha permitido todo tipo de abusos por parte de los cuerpos policiales y militares encargados del “resguardo de la paz y la tranquilidad ciudadana”, resultando en matracas y confiscaciones en sus razzias y en una atroz ristra de ajusticiamientos –concentradas en los barrios populares—, como ha sido denunciado por Provea, el padre Infante y muchas ONGs defensoras de derechos humanos. Un mal público transformado hasta el extremo en fatalidad. Asimismo, la defensa de la soberanía nacional, objetivo básico de la FAN, ha sido vulnerada por militares traidores que han permitido que el país se someta a intereses foráneos –Cuba, Rusia—, y que sea cauce para el tráfico de estupefacientes.
La degradación del Estado para producir males públicos en vez de bienes públicos ha sido resultado, fundamentalmente, de la corrupción deliberada de quienes ejercen responsabilidades en sus órganos correspondientes. Al comienzo, también incidieron las gríngolas ideológicas de quienes creían realmente en los cantos de sirena de Chávez. Pero, a estas alturas, los clichés sólo sirven para encubrir e intentar absolver las pillerías cometidas contra el país. Hoy se afianza en la impunidad y en las complicidades compartidas entre quienes, desde el poder, se han ufanado en expoliar a la nación. Mientras, además de la inseguridad y la pobreza, los venezolanos padecen de servicios colapsados.
Es en este contexto que debe evaluarse si la situación mejora, como pretende acreditarse el gobierno. ¿Están dadas las condiciones para que la venta de cinco o diez por ciento de las acciones de algunas empresas públicas, por ejemplo, rescate su función de proveedoras de bienes públicos o se trata, más bien, de una vía para lavar dinero sucio? ¿Dónde están las reformas en su gestión, la divulgación de sus estados financieros y las garantías para motivar la inversión privada en ellas u en otras áreas? ¿Puede esperarse que el levantamiento de algunas sanciones redunde en la conversión de muchos males públicos en bienes públicos?
Lamentablemente, la reciente “reforma” del poder judicial en absoluto abona a favor de las garantías y seguridades requeridas para que podamos confiar en que vamos bien encaminados. Más bien, ahora el congreso chavomadurista asoma un proyecto de ley de cooperación internacional que restringe a las ONGs y las amenaza con sanciones diversas, pero libera al Estado de la necesidad de rendir cuentas por sus actividades de “cooperación internacional”. Es decir, cocinan otro mal público, en perjuicio de quienes se amparan en los servicios –bienes públicos—de estas ONGs.
La lucha por rescatar la institucionalidad democrática, para que impere el Estado de Derecho y se respeten cabalmente los derechos humanos, no puede descansar, por más que algunos se ilusionen con que la situación mejore. Es evidente que, en absoluto, la gestión del gobierno se traduce en un proyecto incluyente, donde todos puedan beneficiarse, y con perspectivas de prosperidad creciente y de justicia social. No puede soslayarse el cambio político. Es importantísimo, además, tener en cuenta que solo en este marco, con una reforma y un saneamiento del Estado, podrá éste dedicarse a producir los bienes públicos que requiere la población. Entre los obstáculos a tal transformación destaca la falta de independencia del poder judicial y la corrupción del mando militar. Los informes sobre la violación de derechos humanos y las indagaciones de la CPI dan fe de sus implicaciones.
La propuesta de algunos de instrumentar un mecanismo autónomo, con supervisión externa, para asegurar que el ingreso petrolero resultante de un levantamiento negociado de las sanciones sea canalizado a atender la emergencia humanitaria del país, es un claro reconocimiento de la necesidad de contar con mecanismos institucionales que eviten su desvío hacia fines perversos. Pero, con un Estado como el que tenemos, ¿puede esperarse que redunde en beneficio de los servicios públicos de salud, educación, seguridad ciudadana, transporte y en las posibilidades de recreación del venezolano?
Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela
Régimen de Fuerza: los medios de violencia
La permanencia de Maduro en el poder, no obstante las movilizaciones en su contra a partir de 2014, el repudio a sus atropellos y el desconocimiento de su “relección” por parte de la comunidad internacional, y el destrozo económico que fraguó, obedece al cultivo de militares dispuestos a violar su mandato constitucional y a traicionar los intereses de la nación venezolana, para que siga ahí. A pesar del discurso patriotero y los esfuerzos de adoctrinamiento, el instrumento principal que forjó esta perversión fue la corrupción. Fundamental en ello ha sido el desmantelamiento del Estado de Derecho desde los inicios del chavismo. Se ha promovido a militares afectos a altos cargos políticos y se les ha puesto al frente de una variada gama de responsabilidades económicas que, en ausencia de transparencia y de rendición de cuentas, les han deparado significativas oportunidades de lucro.
Notoriamente, el apoyo del gobierno de Chávez a la guerrilla colombiana llevó a facilitar el tráfico de drogas por el territorio nacional, lo cual derivó luego en el llamado Cártel de los Soles. El compromiso de garantizar la impunidad de oficiales incursos en irregularidades, siempre y cuando sostuviesen al régimen, hizo de ellos cómplices y guardianes supremos del régimen de expoliación en que devino la “revolución” bolivariana. A la par, se procuró purgar y reprimir a aquellos militares leales a su misión institucional.
El elemento distintivo de un régimen de fuerza está en su capacidad y disposición de aplicar los medios de violencia del Estado para mantenerse en el poder y aplacar la voluntad popular, por encima del ordenamiento legal. Estos medios conforman un aparato de coerción y coacción integrado por militares y policías a las órdenes de la dictadura, y por órganos jurídicos abyectos, puestos a su servicio.
Un análisis reciente de Harold Trinkunas[1] resume los elementos de corrupción y de transgresiones legales presentes en el mundo militar venezolano. Plantea la necesidad de que las fuerzas democráticas tengan una política hacia la fuerza armada, destinada a superar esta situación de manera de lograr su retorno al redil constitucional. Sin embargo, parte de considerar a las FAN actuales como una institución, lo cual es discutible. Implica la existencia de unidad de mando, de una disciplina férrea basada en la subordinación a una jerarquía estricta y centralizada, y de un carácter obediente, no deliberativo. No parece compaginarse con lo que existe en el Estado fallido chavo-madurista. Éste ha tenido que tejer alianzas con factores internos y externos variados para mantenerse en el poder, muchas al margen de la ley, lo cual ha degenerado en una situación de anomia. Militares y/o policías son, frecuentemente, el eje de tales alianzas, conformando una red de mafias dedicadas en depredar cotos particulares de lucro.
Lo anterior encuentra un ambiente propicio en la desconcentración de las FAN en REDIS (Regiones de Defensa Integral), ZODIS (Zonas de Defensa Integral) y ADIS (Áreas de Defensa Integral). Las bandas delictivas que explotan y comercializan oro, diamantes, coltán y otros minerales al sur del Orinoco se ven obligadas a establecer tratos con la REDI de Guayana. Las oportunidades que depara el tránsito fronterizo de personas y bienes caerían bajo la custodia de la REDI de Los Andes, los traficantes muy probablemente se entiendan con las REDIs de Los Llanos y de Oriente, y así sucesivamente. A nivel local, las actividades de extorsión a comerciantes, productores y viajeros en peajes, pueblos, ciudades, puertos y aeropuertos serían de usufructo particular de los integrantes de las ADI respectivas.
De ser así, se está ante una FAN desdibujada, compartimentada por “negocios” específicos, corroída por la corrupción, con pertrechos modernos que no son mantenidos y con una tropa desmoralizada que pasa hambre. Difícilmente puede entenderse como una institución. Esto plantea un desafío importante para una política orientada a desarmar el funesto papel de algunos militares en apoyo a Maduro.
La descomposición social y la anomia que ha producido el chavo-madurismo, hacen de una FAN institucional saneada un referente obligado en la estabilización de un gobierno de transición democrática. Producir este cambio cualitativo requeriría de su depuración significativa. Si el sueldo de un general de división era equivalente a USD 17 mensuales a comienzos de año, ¿Cómo esperar que no incurriera en acciones ilícitas si, además, sabe que goza de impunidad? Un proceso realista de recuperación del país deberá desmontar la dinámica de expoliación de que tanto han disfrutado los militares cómplices de Maduro. Luego, aquellos oficiales honestos, con vocación institucional, deberán contar con una remuneración digna, acorde con sus expectativas, lo cual implica superar el actual Estado fallido.
Pero el abuso de los medios de violencia para sostener a la dictadura que encabeza Nicolás Maduro implica un aparato de terror que va más allá de la simple complicidad de militares corruptos. Además de abusos de Guardias Nacionales, los informes sobre violación de derechos humanos en Venezuela mencionan irremediablemente a las FAES, la Policía Nacional y el CICPC, responsables de atropellos diversos y de ajusticiamientos arbitrarios, sobre todo en sectores populares. La DGCIM y el SEBIN se concentran más en acosar, apresar y torturar a opositores y a militares institucionalistas, bajo la acusación de que están involucrados en “actividades terroristas”. En realidad, como todo régimen fascistoide, se ha constituido desde el Estado un régimen de terror con estos cuerpos, amparado en un tribunal supremo abyecto que tuerce, como sea, el ordenamiento legal para sustentar las imputaciones tramadas desde el poder. Como lo señala Robert Conquest en su libro, El Gran Terror, que trata de los juicios de Moscú bajo Stalin, el alcance de un régimen de terror se incrementa con su arbitrariedad, pues nadie se siente seguro de que, aun “portándose bien”, no será aprehendido. En la Alemania Nazi eran los Juristas del Horror –título de un libro de Ingo Müller[2]--, cuyo encargo era fabricarle delitos a quienes habían sido apresados por oponerse al régimen. Finalmente, si a medios de violencia nos referimos, el chavismo alentó, en distintos momentos, la beligerancia de grupos paramilitares –colectivos armados, bandas delincuenciales—con el fin de atemorizar a los opositores. “Cría cuervos …”
En fin, nos encontramos ante un régimen que, ya sin poder de convocatoria y apoyo popular, apela a la violencia o a la amenaza de ella para perpetuarse, violando el ordenamiento constitucional. Se encubre, claro está, con una narrativa maniquea que invoca el combate al enemigo para absolver sus atropellos ante sus partidarios. Pero tal blindaje, de resultar exitoso, es caldo de cultivo de una crueldad extrema. Hannah Arendt lo denominó la “banalidad” del mal, en referencia a lo revelado en el juicio del nazi, Adolf Eichmann, en Jerusalén. Guardando las distancias, el régimen de Maduro tiende a promover a aquellos militares y civiles que demuestran no detenerse por escrúpulos o consideraciones morales o legales a la hora de emprender acciones a favor de la “revolución”. Las esperanzas de que el inicio del proceso negociador con representantes del régimen rinda eventualmente frutos con la apertura del país a un régimen de libertades, pasa porque comprendamos la naturaleza de este apoyo.
Quizás el país se vea en la necesidad de ofrecerles a algunos de quienes han cometido violaciones a los derechos humanos, y sobre quienes pesan sanciones y/o requisitorias por ello, un régimen de justicia transicional para alentarlos a que abandonen el poder. El dilema entre priorizar sobre todo la acción de la justicia, sabiendo que provocará una reacción defensiva de los inculpados que dificultará su salida, y un arreglo que obvie –al menos temporalmente—muchos de sus crímenes, en aras de superar cuanto antes el terrible costo social que significa la permanencia del chavo-madurismo, representa un problema moral y político sumamente delicado, pero crucial. Deberá plantearse, además, en el marco de la decisión de la Corte Penal Internacional de investigar al régimen venezolano por la comisión de delitos de lesa humanidad. Las experiencias de países que han transitado exitosamente desde dictaduras atroces a regímenes en que impera la libertad, pueden ofrecer enseñanzas provechosas. Mecanismos similares probablemente tengan que ser abordados para lograr el retorno a la democracia en Venezuela.
Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela.
[1] Wilson Center, “Venezuela’s Bolivarian Armed Force: Fear and Interest in the Face of Political Change”, July, 2021
[2] Los juristas del horror. La “justicia de Hitler: el pasado que Alemania no puede dejar atrás, Editorial Actum, Caracas, 2006.
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