Humbero García Larralde
La confesión de Padrino López
Polarización, negociación y justicia transicional
Maduro, en tres y dos
Lógica perversa
La banalización del fascismo como fenómeno político
Bienes públicos, males públicos y el cambio político en Venezuela
La consideración de la situación actual del país –si en verdad empieza a “arreglarse”-- amerita repasar un concepto básico de la economía, que es el de Bien Público. Un Bien Público (puro) es aquel que, una vez producido, no puede privar de su consumo a ningún integrante de la comunidad. Otra manera de entender esto es que los beneficios que genera no pueden ser capturados (privatizados) totalmente por ninguno, en exclusión de los demás. Debido a ello, nadie se siente incentivado a financiar, por sí solo, su producción. Ésta, por tanto, depende de la voluntad colectiva, la cual suele ser asumida a través del Estado.
La producción de bienes públicos es la función principal del Estado, según enfoques ortodoxos. De la naturaleza no privativa de su consumo se desprende el problema del gorrión o free-rider: la persona que decide no contribuir para la producción de un Bien Público a conciencia de que no puede ser excluido de sus beneficios. Un ejemplo sencillo es el del vecino que se niega a aportar a la pintura del edificio donde reside o a reparar el ascensor, a sabiendas que, una vez terminada esta labor, también disfrutará de ello de todas formas. A nivel general, evade su deber ciudadano como corresponsable del manejo de la cosa pública. Se asume “masa”, pendiente de que le den, propósito de regímenes como el chavista.
A nivel nacional, los bienes públicos más conocidos son los referidos a los sistemas de salud y asistencia social, educación, seguridad y protección, así como los servicios de agua, electricidad, comunicación y transporte. Son la sustancia que define la calidad de vida de la población –atención de salud, mejor educación, seguridad personal, protección de los derechos ciudadanos, etc. A la vez, fomentan la actividad productiva y comercial, proporcionando lo que se conoce como “externalidades positivas”, que reducen los costos de transacción y amplían las oportunidades de negocio. Es decir, el disfrute de los bienes públicos por parte de ciudadanos y empresas, está en la base de su bienestar y prosperidad.
Un gobierno interesado en el bienestar del pueblo procurará que el Estado produzca con eficiencia los bienes públicos en la cuantía, calidad y variedad realmente deseada por la sociedad. Debe tomar en cuenta su costo de oportunidad, pues una propuesta excesivamente ambiciosa –sea una autopista, represa, un estadio o lo que fuera-- implica restarle recursos, por ejemplo, a la educación o la salud.
En países “normales”, en los que la producción de bienes públicos se financia con impuestos, tasas o cargos específicos, una persona podría sentirse motivada a manifestar poco interés por alguno en particular, como excusa para evadir que le pechen por ello. Esta tendencia a no revelar las auténticas preferencias por un bien público plantea el problema de cuál debe ser su oferta, si no se conoce su demanda: ¿Cuánto gastar en cada uno, sabiendo que reduce los recursos disponibles para otros? ¿Cómo no sobrepasarse o evitar quedarse corto? Los textos de economía proponen medidas para que la gente revele sus verdaderas preferencias por tales bienes, pero, más allá, subyace la necesidad central de profundizar la democracia para que la toma de decisiones se aproxime, lo más posible, a sus verdaderos deseos.
Por supuesto que el sustento de una oferta adecuada de bienes públicos reside en el funcionamiento adecuado de las instituciones. Son las normas que determinan los objetivos a proseguir, la adecuación de las organizaciones para optimizar su logro, el sistema de premios y castigos que contribuyen con ello, los mecanismos de supervisión y control para corregir las fallas y/o para ajustar los propósitos, y una cultura de servicio, de transparencia y de rendición de cuentas entre quienes tienen responsabilidades al respecto. Son propias de la democracia liberal, asentada en el equilibrio y autonomía de poderes, el imperio de la ley y la representación abierta y sin trabas de la voluntad popular.
El problema fundamental de la Venezuela actual es que el desmantelamiento de tal institucionalidad en manos de autoproclamados “revolucionarios”, se ha traducido, de manera cada vez más extendida, en que el Estado produzca, no bienes públicos, sino “males” públicos. Por ejemplo, el sistema de administración de justicia, que debe asegurar la igualdad de los ciudadanos ante la ley y velar por que sus derechos sean respetados (protección), fue “privatizado” (bien público impuro) por la jerarquía chavista a través de sucesivas reformas y modificaciones en la conformación del poder judicial. Lo transformó en su propio bufete de abogados, dedicado a perseguir y penalizar a quienes disienten, en un mal público.
El desprecio por los derechos humanos, otra de sus responsabilidades constitucionales, ha permitido todo tipo de abusos por parte de los cuerpos policiales y militares encargados del “resguardo de la paz y la tranquilidad ciudadana”, resultando en matracas y confiscaciones en sus razzias y en una atroz ristra de ajusticiamientos –concentradas en los barrios populares—, como ha sido denunciado por Provea, el padre Infante y muchas ONGs defensoras de derechos humanos. Un mal público transformado hasta el extremo en fatalidad. Asimismo, la defensa de la soberanía nacional, objetivo básico de la FAN, ha sido vulnerada por militares traidores que han permitido que el país se someta a intereses foráneos –Cuba, Rusia—, y que sea cauce para el tráfico de estupefacientes.
La degradación del Estado para producir males públicos en vez de bienes públicos ha sido resultado, fundamentalmente, de la corrupción deliberada de quienes ejercen responsabilidades en sus órganos correspondientes. Al comienzo, también incidieron las gríngolas ideológicas de quienes creían realmente en los cantos de sirena de Chávez. Pero, a estas alturas, los clichés sólo sirven para encubrir e intentar absolver las pillerías cometidas contra el país. Hoy se afianza en la impunidad y en las complicidades compartidas entre quienes, desde el poder, se han ufanado en expoliar a la nación. Mientras, además de la inseguridad y la pobreza, los venezolanos padecen de servicios colapsados.
Es en este contexto que debe evaluarse si la situación mejora, como pretende acreditarse el gobierno. ¿Están dadas las condiciones para que la venta de cinco o diez por ciento de las acciones de algunas empresas públicas, por ejemplo, rescate su función de proveedoras de bienes públicos o se trata, más bien, de una vía para lavar dinero sucio? ¿Dónde están las reformas en su gestión, la divulgación de sus estados financieros y las garantías para motivar la inversión privada en ellas u en otras áreas? ¿Puede esperarse que el levantamiento de algunas sanciones redunde en la conversión de muchos males públicos en bienes públicos?
Lamentablemente, la reciente “reforma” del poder judicial en absoluto abona a favor de las garantías y seguridades requeridas para que podamos confiar en que vamos bien encaminados. Más bien, ahora el congreso chavomadurista asoma un proyecto de ley de cooperación internacional que restringe a las ONGs y las amenaza con sanciones diversas, pero libera al Estado de la necesidad de rendir cuentas por sus actividades de “cooperación internacional”. Es decir, cocinan otro mal público, en perjuicio de quienes se amparan en los servicios –bienes públicos—de estas ONGs.
La lucha por rescatar la institucionalidad democrática, para que impere el Estado de Derecho y se respeten cabalmente los derechos humanos, no puede descansar, por más que algunos se ilusionen con que la situación mejore. Es evidente que, en absoluto, la gestión del gobierno se traduce en un proyecto incluyente, donde todos puedan beneficiarse, y con perspectivas de prosperidad creciente y de justicia social. No puede soslayarse el cambio político. Es importantísimo, además, tener en cuenta que solo en este marco, con una reforma y un saneamiento del Estado, podrá éste dedicarse a producir los bienes públicos que requiere la población. Entre los obstáculos a tal transformación destaca la falta de independencia del poder judicial y la corrupción del mando militar. Los informes sobre la violación de derechos humanos y las indagaciones de la CPI dan fe de sus implicaciones.
La propuesta de algunos de instrumentar un mecanismo autónomo, con supervisión externa, para asegurar que el ingreso petrolero resultante de un levantamiento negociado de las sanciones sea canalizado a atender la emergencia humanitaria del país, es un claro reconocimiento de la necesidad de contar con mecanismos institucionales que eviten su desvío hacia fines perversos. Pero, con un Estado como el que tenemos, ¿puede esperarse que redunde en beneficio de los servicios públicos de salud, educación, seguridad ciudadana, transporte y en las posibilidades de recreación del venezolano?
Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela
Régimen de Fuerza: los medios de violencia
La permanencia de Maduro en el poder, no obstante las movilizaciones en su contra a partir de 2014, el repudio a sus atropellos y el desconocimiento de su “relección” por parte de la comunidad internacional, y el destrozo económico que fraguó, obedece al cultivo de militares dispuestos a violar su mandato constitucional y a traicionar los intereses de la nación venezolana, para que siga ahí. A pesar del discurso patriotero y los esfuerzos de adoctrinamiento, el instrumento principal que forjó esta perversión fue la corrupción. Fundamental en ello ha sido el desmantelamiento del Estado de Derecho desde los inicios del chavismo. Se ha promovido a militares afectos a altos cargos políticos y se les ha puesto al frente de una variada gama de responsabilidades económicas que, en ausencia de transparencia y de rendición de cuentas, les han deparado significativas oportunidades de lucro.
Notoriamente, el apoyo del gobierno de Chávez a la guerrilla colombiana llevó a facilitar el tráfico de drogas por el territorio nacional, lo cual derivó luego en el llamado Cártel de los Soles. El compromiso de garantizar la impunidad de oficiales incursos en irregularidades, siempre y cuando sostuviesen al régimen, hizo de ellos cómplices y guardianes supremos del régimen de expoliación en que devino la “revolución” bolivariana. A la par, se procuró purgar y reprimir a aquellos militares leales a su misión institucional.
El elemento distintivo de un régimen de fuerza está en su capacidad y disposición de aplicar los medios de violencia del Estado para mantenerse en el poder y aplacar la voluntad popular, por encima del ordenamiento legal. Estos medios conforman un aparato de coerción y coacción integrado por militares y policías a las órdenes de la dictadura, y por órganos jurídicos abyectos, puestos a su servicio.
Un análisis reciente de Harold Trinkunas[1] resume los elementos de corrupción y de transgresiones legales presentes en el mundo militar venezolano. Plantea la necesidad de que las fuerzas democráticas tengan una política hacia la fuerza armada, destinada a superar esta situación de manera de lograr su retorno al redil constitucional. Sin embargo, parte de considerar a las FAN actuales como una institución, lo cual es discutible. Implica la existencia de unidad de mando, de una disciplina férrea basada en la subordinación a una jerarquía estricta y centralizada, y de un carácter obediente, no deliberativo. No parece compaginarse con lo que existe en el Estado fallido chavo-madurista. Éste ha tenido que tejer alianzas con factores internos y externos variados para mantenerse en el poder, muchas al margen de la ley, lo cual ha degenerado en una situación de anomia. Militares y/o policías son, frecuentemente, el eje de tales alianzas, conformando una red de mafias dedicadas en depredar cotos particulares de lucro.
Lo anterior encuentra un ambiente propicio en la desconcentración de las FAN en REDIS (Regiones de Defensa Integral), ZODIS (Zonas de Defensa Integral) y ADIS (Áreas de Defensa Integral). Las bandas delictivas que explotan y comercializan oro, diamantes, coltán y otros minerales al sur del Orinoco se ven obligadas a establecer tratos con la REDI de Guayana. Las oportunidades que depara el tránsito fronterizo de personas y bienes caerían bajo la custodia de la REDI de Los Andes, los traficantes muy probablemente se entiendan con las REDIs de Los Llanos y de Oriente, y así sucesivamente. A nivel local, las actividades de extorsión a comerciantes, productores y viajeros en peajes, pueblos, ciudades, puertos y aeropuertos serían de usufructo particular de los integrantes de las ADI respectivas.
De ser así, se está ante una FAN desdibujada, compartimentada por “negocios” específicos, corroída por la corrupción, con pertrechos modernos que no son mantenidos y con una tropa desmoralizada que pasa hambre. Difícilmente puede entenderse como una institución. Esto plantea un desafío importante para una política orientada a desarmar el funesto papel de algunos militares en apoyo a Maduro.
La descomposición social y la anomia que ha producido el chavo-madurismo, hacen de una FAN institucional saneada un referente obligado en la estabilización de un gobierno de transición democrática. Producir este cambio cualitativo requeriría de su depuración significativa. Si el sueldo de un general de división era equivalente a USD 17 mensuales a comienzos de año, ¿Cómo esperar que no incurriera en acciones ilícitas si, además, sabe que goza de impunidad? Un proceso realista de recuperación del país deberá desmontar la dinámica de expoliación de que tanto han disfrutado los militares cómplices de Maduro. Luego, aquellos oficiales honestos, con vocación institucional, deberán contar con una remuneración digna, acorde con sus expectativas, lo cual implica superar el actual Estado fallido.
Pero el abuso de los medios de violencia para sostener a la dictadura que encabeza Nicolás Maduro implica un aparato de terror que va más allá de la simple complicidad de militares corruptos. Además de abusos de Guardias Nacionales, los informes sobre violación de derechos humanos en Venezuela mencionan irremediablemente a las FAES, la Policía Nacional y el CICPC, responsables de atropellos diversos y de ajusticiamientos arbitrarios, sobre todo en sectores populares. La DGCIM y el SEBIN se concentran más en acosar, apresar y torturar a opositores y a militares institucionalistas, bajo la acusación de que están involucrados en “actividades terroristas”. En realidad, como todo régimen fascistoide, se ha constituido desde el Estado un régimen de terror con estos cuerpos, amparado en un tribunal supremo abyecto que tuerce, como sea, el ordenamiento legal para sustentar las imputaciones tramadas desde el poder. Como lo señala Robert Conquest en su libro, El Gran Terror, que trata de los juicios de Moscú bajo Stalin, el alcance de un régimen de terror se incrementa con su arbitrariedad, pues nadie se siente seguro de que, aun “portándose bien”, no será aprehendido. En la Alemania Nazi eran los Juristas del Horror –título de un libro de Ingo Müller[2]--, cuyo encargo era fabricarle delitos a quienes habían sido apresados por oponerse al régimen. Finalmente, si a medios de violencia nos referimos, el chavismo alentó, en distintos momentos, la beligerancia de grupos paramilitares –colectivos armados, bandas delincuenciales—con el fin de atemorizar a los opositores. “Cría cuervos …”
En fin, nos encontramos ante un régimen que, ya sin poder de convocatoria y apoyo popular, apela a la violencia o a la amenaza de ella para perpetuarse, violando el ordenamiento constitucional. Se encubre, claro está, con una narrativa maniquea que invoca el combate al enemigo para absolver sus atropellos ante sus partidarios. Pero tal blindaje, de resultar exitoso, es caldo de cultivo de una crueldad extrema. Hannah Arendt lo denominó la “banalidad” del mal, en referencia a lo revelado en el juicio del nazi, Adolf Eichmann, en Jerusalén. Guardando las distancias, el régimen de Maduro tiende a promover a aquellos militares y civiles que demuestran no detenerse por escrúpulos o consideraciones morales o legales a la hora de emprender acciones a favor de la “revolución”. Las esperanzas de que el inicio del proceso negociador con representantes del régimen rinda eventualmente frutos con la apertura del país a un régimen de libertades, pasa porque comprendamos la naturaleza de este apoyo.
Quizás el país se vea en la necesidad de ofrecerles a algunos de quienes han cometido violaciones a los derechos humanos, y sobre quienes pesan sanciones y/o requisitorias por ello, un régimen de justicia transicional para alentarlos a que abandonen el poder. El dilema entre priorizar sobre todo la acción de la justicia, sabiendo que provocará una reacción defensiva de los inculpados que dificultará su salida, y un arreglo que obvie –al menos temporalmente—muchos de sus crímenes, en aras de superar cuanto antes el terrible costo social que significa la permanencia del chavo-madurismo, representa un problema moral y político sumamente delicado, pero crucial. Deberá plantearse, además, en el marco de la decisión de la Corte Penal Internacional de investigar al régimen venezolano por la comisión de delitos de lesa humanidad. Las experiencias de países que han transitado exitosamente desde dictaduras atroces a regímenes en que impera la libertad, pueden ofrecer enseñanzas provechosas. Mecanismos similares probablemente tengan que ser abordados para lograr el retorno a la democracia en Venezuela.
Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela.
[1] Wilson Center, “Venezuela’s Bolivarian Armed Force: Fear and Interest in the Face of Political Change”, July, 2021
[2] Los juristas del horror. La “justicia de Hitler: el pasado que Alemania no puede dejar atrás, Editorial Actum, Caracas, 2006.
La trampa-jaula económica que se construyó el chavismo
La reciente visita de Delcy Rodríguez a la Asamblea de Fedecámaras, como la de su hermano en enero y la declaración de Maduro de rescatar el Consejo Nacional de Economía --ahora adjetivándola de “Productiva”--, pudieran indicar un cambio de actitud del régimen ante el sector empresarial, otrora ubicado en el campo enemigo. El colapso es tal que sienten la necesidad de ir a hacerle carantoñas, en aras de salir del hueco. Como gusta decir mi esposa, “oyen campanas, pero no saben de dónde vienen”.
Cuando llegó al poder, Chávez no tenía un proyecto económico elaborado, más allá de ciertas alusiones nacionalistas y de justicia social. Tan así, que conservó por año y medio a la ministra de Hacienda del gobierno anterior, Maritza Izaguirre. Es por razones políticas, al toparse con la resistencia de los empleados de PdVSA de ver vulnerada su cultura corporativa y con el hecho de que la agenda del sector privado no tenía por qué coincidir con la suya, que desata su ofensiva contra las instituciones que resguardan la actividad económica. Más pudieron sus ansias por controlarlo todo, impulsadas por ese inmenso ego de creerse heredero genuino de Bolívar, que consideraciones racionales acerca del manejo sano de la economía. Por demás, ahí estaba el petróleo que, creía, daba para todo.
Para ponerle la mano a esta fuente aparentemente inagotable de recursos, tendió la trampa que --confesaría luego—“justificaría” el despido de los gerentes, profesionales y operarios más cualificados de PdVSA, la mitad de su nómina. A pesar de los azarosos sucesos que provocó en abril, 2002, logró finalmente ufanarse ante los suyos de que, “Ahora PdVSA es de todos”. Transmutó la misión corporativa de la empresa por una de naturaleza política: financiar el socialismo de reparto que, a instancias de su mentor, Fidel Castro, debía instaurar. Entre 2003 y 2016 PdVSA desvió más de $ 250 millardos de sus ingresos para financiar misiones y fondos de desarrollo social. Encima, fue atiborrada de empresas de construcción, alimentarias, de servicios y manufactureras. Pero no sólo le creó una carga que terminó drenando sus recursos, sino que se privilegiaron criterios políticos discrecionales para la distribución de sus proventos, instaurando una dinámica que se fue apoderando, no sólo de PdVSA, sino del sector público en general. Precios del crudo en torno a los $ 100 por barril entre 2008 y 2014 (salvo 2009), parecían permitirlo todo. Chávez pudo comprar alianzas internacionales para evitar la aplicación de la Carta Democrática a Venezuela por la OEA y subsidiar a la economía cubana. Pero, como lo atestiguan los escándalos destapados a cada rato en la prensa internacional, hubo destinos aún más turbios.
Maduro carece de la ascendencia, carisma e ideas de Chávez. Supo que su permanencia en el poder dependería de su capacidad de comprar a los mandos militares más corruptibles, haciéndolos cómplices de sus desmanes, traicionando su mandato constitucional. Además de ponerlos al frente de buena parte de las responsabilidades económicas del Estado, contratar con las empresas que ellos creaban, entregarles el control de puertos, aeropuertos y de la minería de Guayana, y otorgarles el monopolio de la importación de alimentos y medicinas, ¿qué mejor premio que entregarles también PdVSA? En 2017, nombró como su presidente al general Quevedo, sin experiencia alguna en la materia, con un resultado tan desastroso que el mismo Maduro, tres años más tarde, se vio en la necesidad de destituirlo.
El viejo John D. Rockefeller, fundador del imperio petrolero de la Standard Oil que, luego de ser desmembrada por la Ley Sherman (Antimonopolio), dio lugar a la Exxon, Socony, Mobil, Chevron y a otras empresas poderosas, solía decir que el mejor negocio del mundo era una empresa petrolera “bien administrada” y que el segundo mejor, una “mal administrada”. No vivió para apreciar la asombrosa capacidad destructiva de Chávez, Maduro y los suyos. ¡Es que hay que echarle bolas!
Lamentablemente, la acción destructiva no terminó ahí. La abundancia petrolera permitió subyugar aún más a la actividad económica privada. Los controles de precio, las expropiaciones y confiscaciones, y la sobrevaluación del bolívar oficial, junto a la ausencia de garantías de propiedad y procesales, acabó con buena parte del parque industrial y agrícola. En su reemplazo, Chávez cuadruplicó, entre 2004 y 2012, las importaciones, muchas exentas del pago de impuestos. Las empresas agrícolas, manufactureras y de servicio que confiscó fueron, en su mayoría, pasto de la depredación de sus nuevos administradores “socialistas”. La renta cubriría los faltantes. Al destruir a PdVSA y achicar la base impositiva doméstica, menguaron los recursos para sostener el gasto público. Se acudió, entonces, a la emisión monetaria del BCV, desatando una dinámica hiperinflacionaria que ha empobrecido brutalmente a los venezolanos.
Como hemos venido insistiendo, la terrible ruina de la economía venezolana no es (sólo) producto de la ignorancia y la incompetencia, aunque de estas ha habido a borbotones. Al desmantelar los resguardos institucionales que amparaban las actividades productivas y comerciales, y al supeditar lo económico a criterios políticos discrecionales --a cuenta de “revolución”-- se terminó asentando un Estado Patrimonial. Se fue conformando un régimen de complicidades, sobre todo con los militares corruptos, para expoliar la riqueza nacional, incluyendo también a bandas criminales, tanto nacionales como extranjeras. Independientemente de que Chávez y/o algunos de sus acompañantes hayan podido al comienzo creer en sus motivaciones justicieras, el “Socialismo del Siglo XXI” fue excusa para la parasitación del país por parte de los más poderosos, inescrupulosos y “vivos”. Con el canto de sirena de redimir al pueblo aboliendo las garantías constitucionales, nos construyeron una trampa-jaula que nos ha llevado a la pobreza más extrema. Lo irónico es que los chavistas se dan cuenta, ahora, que también los incluye.
La reactivación económica sólo será posible con base en la iniciativa privada. Requiere restituir al Estado de Derecho, con sus seguridades y previsibilidades, y sustituir el financiamiento monetario del gasto público con recursos externos para abatir la inflación, sujetos, claro está, a una reforma profunda del Estado para elevar la pertinencia, eficacia y eficiencia del gasto. Pero esto significa desmantelar las bases del régimen de expoliación sobre el cual descansan las alianzas mafiosas que sostienen a Maduro. ¿Cómo retornar al ordenamiento constitucional, reafirmando sus garantías civiles, políticas y económicas, y acceder a reformas que acaben con la discrecionalidad, falta de transparencia y la no rendición de cuentas si, con ello, desaparecen los privilegios que son la razón de ser de la dictadura? ¿Qué posibilidades hay de conservar el poder si la obtención de recursos para su sobrevivencia, ya sean aquellos provenientes del levantamiento de algunas sanciones y/o contratando financiamiento internacional, obliga a desmantelar el régimen de control social y de terror que mantiene sometida a la población y ampara sus desmanes? ¿Cómo sostenerse en un ambiente de medios de comunicación libres que exigen responsabilidades, que se enderecen las cuentas y se encaucen culpabilidades?
Y he ahí el conflicto existencial de Maduro y los suyos: luchar para mantenerse con un arreglo poco sostenible en el tiempo y con el riesgo de ser desalojados eventualmente del poder por cualquier medio, o acceder a las reformas requeridas para dotar a la economía de la estabilidad, confianza y viabilidad deseadas, a sabiendas que marcaría el fin de su cruel autocracia. De tanto destruir la institucionalidad para forjar el régimen de expoliación con el que se lucraron a sus anchas durante años, se encuentran ahora sin opciones. Sin percatarse, se incluyeron en la trampa-jaula que forjaron, y no saben cómo salir.
La Academia Nacional de Ciencias Económicas, como las demás academias, valiosos profesionales de la economía y especialistas de variadas disciplinas, tienen años señalándole al régimen las insuficiencias y errores de sus políticas, e instándole a corregirlas. Pero sus personeros prefirieron refugiarse en la excusa de una “guerra económica” para negar estos cambios y continuar depredando al país.
Todo apunta a la necesidad de una salida política que obligue a este régimen criminal a convencerse de que debe acceder a desmantelar sus privilegios e impunidades. ¿A qué precio?
Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela
El terrible daño de seguir cayéndose a embustes
Chávez llegó al poder proclamándose heredero legítimo de Simón Bolívar. Inventó la figura de una Cuarta República, dominada, hasta su gobierno, por una oligarquía que había traicionado su legado. Traicionó, así, al pueblo, destinatario de los anhelos de libertad y dicha del Gran Hombre. De ahí –en su imaginario--, la frustración de los venezolanos: sabiéndose amos de una nación rica, sus irradiaciones de bienestar eran apropiadas, en buena parte, por esa oligarquía. El Libertador invocado era, claro está, el militar conductor de batallas y dictador, que centralizaba en sus manos la toma de decisiones y aplastaba a sus contrincantes para asegurar el triunfo de los intereses supremos de la nación. Como su virtual reencarnación, Chávez ofreció “refundar la República” para recuperar el destino glorioso legado por la gesta emancipadora, malogrado posteriormente por las cúpulas políticas que habían gobernado. Con ello, inauguraría una Quinta República; una nueva era pletórica en atributos para el bien común.
Su narrativa grandilocuente, encontró tierra fértil en el culto a Bolívar, tan enraizado en la cultura política del país, la mitificación de supuestas epopeyas de nuestro pasado histórico y la reverencia exhibida ante quienes fueron sus protagonistas: los militares. Armado de una batería de símbolos nacionalistas que tonificaban sensiblerías patrioteras y xenófobas, procedió a desmantelar las instituciones que acotaban su ejercicio del poder y a privar a los venezolanos de los derechos y libertades en ellas consagradas. Pronto entendió, bajo la tutoría de Fidel Castro, que mitologías revolucionarias, construidas en torno al dogma comunista, proveerían pretextos aún más poderosos para proseguir con sus ansias de mando absoluto. Con la figura afortunada (para él) del “Socialismo del Siglo XXI” --acuñada por Heinz Dietrich--, acorraló a la iniciativa privada, expropió empresas sin plan ni concierto, impuso controles de todo tipo y se erigió en conductor supremo de la industria petrolera. Encontró, en la cultura estatista de los gobiernos que le antecedieron, la apología de tales desafueros. La guinda de la torta fue proyectarse como el relevo de Fidel en la “confrontación de la humanidad contra el imperialismo”, para apertrecharse de referencias a la “autodeterminación de los pueblos” que lo exoneraban de cumplir con los compromisos asumidos por Venezuela en la defensa de la democracia y de los derechos humanos.
Chávez forjó su narrativa falseando la historia, nacional y foránea, e inventándose enemigos que estarían amenazando su “revolución” redentora. Edificó para sí y para sus seguidores una “realidad alterna”, llena de referencias y lemas que reafirmaban sus acometidas y exculpaban sus abusos. Como en el fascismo clásico, su prédica populista fue expuesta como Verdad, que exigía la sumisión de la vida en sociedad al Estado. Pero, en vez de pregonar la supremacía de una nación y su destino manifiesto para dominar a otros pueblos, Chávez --inspirado en Fidel-- lo aderezó con categorías propias de la mitología comunista, dando lugar a un menjurje que me atreví a designar en mi libro[1] como fascio-comunismo.
Esa falsa realidad no se elucubró en el vacío. Consiguió sintonía con mitos y expectativas cultivadas por la cultura política venezolana al calor de esperanzas alimentadas por un ingreso petrolero que, creían muchos, todo lo podía. Cándidamente, los venezolanos se cayeron a embuste, confiados en que, con Chávez y sus proclamas, todo iría viento en popa. Y, bendecido por la providencia, el Eterno contó con los mayores ingresos petroleros conocidos por la República para nutrir esa ilusión. Pero, ya para el momento de su muerte, su adefesio mostraba claramente las costuras: inflación, escasez, represión.
El destrozo de catorce años se desnudó brutalmente luego de descender los precios del petróleo desde los niveles extraordinarios que habían alcanzado. Corto de ideas, Maduro se aferró a las políticas de Chávez y a lo que le habían enseñado sus “coachs” cubanos, esperando que las cosas se arreglarían. “Dios proveerá”, afirmó en una alocución. Lamentablemente, como le recordó el genial Laureano Márquez, ya lo había hecho, pero la voracidad de la oligarquía militar y civil que se apoderó del Estado había dejado al país en la inopia. Venezuela entró en caída libre, sin freno ni paracaídas. Siete años después de que asumiera Maduro la presidencia, la economía es apenas la cuarta parte, en tamaño, que la de entonces, la pobreza y la miseria campean por doquier, los servicios públicos están colapsados, se muere en Venezuela de hambre y por la precariedad de los servicios de salud, y millones han tenido que migrar para sobrevivir. El régimen, para mantenerse, terminó de corromper a integrantes de la cúpula militar, convirtiéndolos en cómplices y principales interesados en el sistema de expoliación que implantaba. Con las “armas de la República”, fueron aplastadas protestas, asesinados centenares de manifestantes y sembrado el terror en la población por los aparatos de seguridad del Estado. Maduro montó, sin empacho, sendas farsas electorales para una asamblea constituyente que usurpó funciones de la Asamblea Nacional legítima, en manos democráticas; para reelegirse al margen de la voluntad popular; y, recientemente, para votar una nueva Asamblea Nacional. Todo ello “legitimado” en la burbuja ideológica fascio-comunista que construyeron Chávez y sus socios antillanos.
Pero ya nadie comulga con estas fabulaciones. Los EE.UU., junto a Canadá, países del llamado Grupo de Lima y la UE, han desconocido estas supuestas elecciones. Por violación de derechos humanos y corruptelas con dineros públicos, han impuesto sanciones a unos 200 funcionarios de alto nivel, muchos de ellos militares. Y, buscando debilitar al régimen y forzarlo a negociar con las fuerzas democráticas una salida pacífica a la tragedia del país, han vedado transacciones financieras con papeles del Estado y con petróleo venezolano. Ahora, a través de las ruinas “socialistas”, ha irrumpido una dolarización silvestre y el régimen se ha visto en la necesidad de hacerse el loco con sus controles de precio y de tipo de cambio, totalmente fracasados. No obstante, Maduro sigue aferrado a la retórica de antes.
Reconociendo que va a tener que incrementar las tasas de los servicios, alega que, por ocurrir en “socialismo”, será menor que si el país fuera capitalista. Al anunciar con bombos y platillos una política para raspar el fondo del barril exportando chatarra de la industria petrolera --¿lo que quedó de PdVSA?--, denuncia por enésima vez la “guerra económica” y el “bloqueo” a su “revolución”. En esta veta, huye de nuevo hacia delante de las dificultades, anunciando la inhabilitación para cargos políticos de 28 diputados demócratas, la expulsión de la embajadora de la UE por las nuevas sanciones impuestas por la Unión a funcionarios del régimen y un juicio por “traición a la patria” a un infeliz ingeniero gringo que laboraba para las compañías petroleras. Se inflama con arengas contra España, creyéndose librar otra batalla por la independencia, a cuenta de la visita de la Canciller de ese país a la frontera Colombo-Venezolana en apoyo a los refugiados. Saltan sus reflejos fascistas, en momentos en que se intenta avanzar en la creación de condiciones para una negociación que resulte en comicios confiables.
Al hacerse agua su mundo de fantasías, Maduro continúa cayéndose a embuste, con un terrible costo, para el país. Al rechazar nuevas ideas, ignorar la realidad e inventar conspiraciones para culpar al “imperio” de sus desaciertos, hunde a Venezuela más y más en la descomposición fraguada desde el poder. Sin duda que la ideología sectaria, al cerrarse frente al mundo y limitar las opciones a sopesar, embrutece. Las fuerzas democráticas se enfrentan al reto de cascar un duro nuez en la concertación de una negociación fructífera para acordar una salida pacífica. ¿Cómo lograrlo? A diferencia de mi amigo, Trino Márquez, creo que la UE hizo lo correcto al aumentar la presión al régimen, ampliando las sanciones para incluir a más criminales. Jerarcas de un régimen fascista, enajenados por una falsa realidad que absuelve sus atropellos, no van a negociar su salida de buena fe. Es menester forzarlos a ello, convenciéndolos de que no tienen otra opción. Intentar apaciguarlos solo les da más beligerancia
[1] Venezuela, una nación devastada. Las nefastas consecuencias del populismo redentor, Ediciones Kalathos
Economista, profesor (j), Universidad Central de Venezuela.
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