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Américo Martín

Andrés Eloy Blanco. El mester de juglaría

Américo Martín

En mi casa de El Conde, en mi familia y en el país Andrés Eloy era venerado. Estaba en todas las cosas, todo respiraba su presencia. Seré otro de los que Andrés Eloy condujo a la política, suavemente, casi de la mano y por supuesto sin saberlo. Cada 31 de diciembre recibíamos el año comiendo las doce uvas al toque de las campanadas del reloj. O haciendo como que las comíamos, porque era casi imposible seguir el ritmo de esas campanadas teniendo que escupir las semillas. En la radio se escuchaba con quebrado sentimentalismo Las doce uvas del tiempo, el popular y algo lloroso poema decembrino del bardo cumanés.

No ignoraba Andrés Eloy las corrientes literarias de su época ni era insensible a ellas. Escribió que había bebido el último trago romántico y el primer sorbo ultraísta. Fue enormemente popular. Era de una simpatía modesta pero caudalosa, un humorista estupendo, un hombre de multitudes que se le aproximaron, no él a ellas.

No se propuso renovar nada pero interpretó el alma popular sin servilismo ni demagogia. Hay una constante en él y es la repulsa a la vulgaridad y la decencia en la expresión. Enemigo jurado del lenguaje malandro, las frases escatológicas y garrulerías desagradables.

Desde 1930 le habló a la gente sencilla. Su muy conocida maternofilia es la del venezolano en una sociedad matriarcal como la nuestra. El amor a la madre, más que un homenaje afectivo, es una necesidad de integración social: la mujer-madre y también padre es el último refugio de la unidad familiar, tan zarandeada en la explosión de los extramuros urbanos y en el desarraigo de muchos sectores opulentos. ¿Cursi? Por momentos pudo serlo y lo dice alguien como yo. Siéndolo también por momentos, lo asumo como algo natural y hasta hermoso, siempre que no se haga vicio. Pueden apedrearme, si quieren. Tengo edad para soportarlo.

Y no obstante en Giraluna, Andrés Eloy alcanza un alto nivel lírico. Mucho debió apreciar la fácil versificación de García Lorca. En el Romancero Gitano de Lorca se descubren claves para entender al poeta venezolano: colores, limones, azahares, asonancias pegajosas, vida popular enaltecida, no degradada.

Es un mérito muy grande saber relacionar la expresión poética con el gusto y el sentir populares. Ramón Palomares ha buscado con éxito hacer universal el habla de su tierra trujillana, y más aún, de su pueblo natal, Escuque. Pero hasta ahora nadie ha alcanzado a Andrés Eloy en ese muy particular sentido y por eso el poeta cumanés conserva su condición de primer juglar de Venezuela. La corriente democrática se ha beneficiado de la literatura humorística: Rafael Arvelo, Leoncio Martínez, “Job” Pim, Andrés Eloy, Miguel Otero, Aquiles, Aníbal y Claudio Nazoa, Pedro León Zapata, Rayma Suprani, Laureano Márquez y Jesús Rosas Marcano. Los autócratas no son nada amigos de los humoristas.

Respeto la libertad de expresión –dijo una vez el caudillo Joaquín Crespo- lo que no me gusta son los versitos burlones de los poetas.

Se refería sobre todo al gran Rafael Arvelo.

El humor y el costumbrismo

No es casual que a partir del triunfo de la revolución de octubre de 1945, la cultura popular avanzara incontenible. Era un león dormido a la espera de su momento. AD fue su expresión pero también reincidió sobre las fuentes. Los intelectuales comunistas no le iban a la zaga. El talento proteico de Miguel Otero, de Carlos Augusto León y de la plantilla del Morrocoy Azul iluminaban las posibilidades artísticas de la vida del pueblo.

Al lado de los poetas de esta índole proliferaron programas de radio consagrados a desvestir en forma implacable, los refinamientos de los privilegiados. Oíamos religiosamente Don Facundo Garrote en Radio Cultura, todos sentados en el suelo con la infaltable Carmen Lima, la empleada de servicio de la casa. Sus gap de graciosas situaciones populares provocaban risas ruidosas en todos los hogares. Don Facundo era nada menos que Rafael Guinand. En la serie actuaban tipos hablando con sus léxicos regionales. El andino, el oriental. Uno de ellos se anunciaba diciendo:

Lo representaba un cómico de pura cepa, Roberto Hernández. Cuando en bachillerato comencé a estudiar los filósofos presocráticos encontré que varios agregaban a su nombre la ciudad de nacimiento, como nuestro vernáculo carupanero. Parménides de Elea, Tales de Mileto, Heráclito de Efeso, Anaxímenes de Mileto. ¿Se inspirarían en ellos Guinand y Roberto Hernández?

Otros programas cómicos o no de los años 40 alimentaban el interés por la cultura “criolla”, entre ellos La Familia Buchipluma en Radio Caracas Era una burla a la forma de hablar de los encumbrados. Los actores impostaban la voz para desacreditar con más eficacia a los adinerados. Frijolito y Robustiana era de los programas más seguidos. Me llevé una sorpresa al enterarme muchos años después que el estrafalario Frijolito era Félix Cardona Moreno, un humorista educado y bien vestido, sin trazas del personaje que lo haría famoso.

Para rememorar la resistencia contra la tiranía de Gómez brillaba El Misterio de las Tres Torres. Nadie se perdía la un poco alambicada trama de la resistencia en el escenario del sombrío castillo barquisimetano. De cuando en cuando en sus pasillos resonaba ululante la voz de un fantasma que salía en auxilio de Ricardo Mirabal, el héroe de la partida. Utilizando nombres y situaciones de ficción para exponer la sordidez del gobernador Eustoquio Gómez, los autores de la impactante radionovela, modelo del género romántico, se dejaban oír por Radio Difusora Venezuela.

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Américo Martín es abogado y escritor.

El secreto de Acción Democrática

Américo Martín

AD se había convertido en un invencible partido y en una inspirada fuente cultural. En 1948, entre los actos preparados para celebrar el ascenso de Gallegos a la presidencia, Juan Liscano organizó en el Nuevo Circo un festival folclórico que difundió con fuerza tipos, ritmos, estilos y costumbres populares. Se le conoció como el Festival de la Tradición. Si el nuevo gobierno y el partido que lo alcanzó carecían de cédula de identidad precisa, aquellos actos contribuyeron enormemente a proporcionársela, y con ello a darles un perfil propio.

Fue un deslinde llamativo, signo de una acelerada maduración democrática. Los jóvenes partidos emprendieron sus respectivos caminos y los ciudadanos tomaron nota de la importancia de la institución partidista.

AD se confundió con la nación, la independencia, la democracia y la libertad. Todo eso le proporcionó una consistente raigambre popular.

En una asamblea de la Juventud de AD convocada en 1959, once años después de aquel gran evento cultural, Luis Beltrán Prieto intentó establecer una diferencia tajante y fuera del marco ideológico, con los comunistas. Prieto había sido invitado por nosotros a esa reunión. Observando nuestra fuerte deriva hacia el marxismo, ya arraigado en nosotros, nos dijo:

Acción Democrática es un partido “de” masas mientras el Partido Comunista es un partido “para” las masas

Era insuficiente y escasamente convincente, claro, pero aludía con gran precisión al significado popular original de AD, que contribuyó a darle sus perfiles nacionalistas y su importante origen folclórico-cultural. No había otro movimiento tan “venezolanizado” como ese.

Colón descubrió América, Juan Liscano a Venezuela

Liscano removió fibras ocultas. Más de quinientos folcloristas participaron. Hubo tambores, bailes venezolanos tradicionales. El país ignoraba que tenía ese potencial enorme y quedó deslumbrado. Andrés Eloy Blanco, en su plástico lenguaje, se permitió una aguda boutade:

Si, como se sabe, Colón descubrió América, Liscano descubrió a Venezuela.

Por supuesto, no fue una revelación de origen mágico. El propio Liscano había propuesto dos años antes a la Junta presidida por Rómulo Betancourt la creación del Servicio de Investigaciones Folclóricas, y el folclorismo tenía conexiones inextricables con el costumbrismo y nativismo, dos autóctonas corrientes culturales. Incluso el vocablo “folclore” fue empleado por primera vez por Arístides Rojas en el célebre El Cojo Ilustrado. Mariano Picón Salas había previsto en fecha tan temprana como 1930 la universalización de la cultura a la par de la ya visible globalización de la economía. No sería todavía aquella la hora de la universalización de nuestra cultura, pero sí la de su enraizamiento, sin el cual ni imaginar la otra.

Se dispara a los pies el que con aire de superioridad desprecia la cultura popular así sea en nombre de los grandes logros de las distintas tendencias de la vanguardia. Nikolai Gogol lo había expuesto con palabras sin desperdicio:

¿Quieres ser universal? Conoce tu aldea

Sin embargo, la gente no estaba para investigar estas cosas. El Festival de la Tradición marcó un hito y se inscribió en la marcha incesante hacia la popularización de la política y la cultura, tan inteligentemente aprovechadas por AD.

Somos el partido del pueblo, se dieron a repetir sus dirigentes.

A mis diez años lo único que se me hizo presente de la baraúnda, fue el colorido del festival, los ritmos desconocidos, el baile de los tambores. Ni siquiera retuve el nombre de Liscano y de alguna manera se me metió en la cabeza que el organizador había sido el presidente Gallegos. El festival catapultó a Liscano. Lo proyectó como intelectual creativo y original. Puso de manifiesto su condición de humanista y poeta de los más queridos.

Yo aprendí a estimarlo años más tarde, en medio de los diálogos en el liceo, cuando nos circundaba la atmósfera clandestina de la nueva dictadura. En las listas de méritos que constantemente elaborábamos, colocamos en el ranking de la poesía de esos años a Vicente Gerbasi, Otto De Sola, Paz Castillo y Juan Liscano.

Gerbasi ha permanecido en la cima y como tal se ha convertido en un clásico. Cincuenta y cinco años después de estas fantasías liceístas, escribí un libro La Espada y el Escudo, que me devolvió a ellas. Ese libro le sigue la ruta a la poesía venezolana a través de once escritores. Los dos primeros y célebres versos que dan inicio a Mi padre el inmigrante, la obra capital de Gerbasi, son majestuosos, casi operáticos:

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.

Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores.

El primero de esos versos es universal, es el misterio de la vida humana, la teología divina sobre el origen y el fatal destino de la muerte; mientras el segundo alude al terrenal mundo dejado atrás por su padre: los lagos, las nieves, los renos, los volcanes, las selvas hechizadas “donde moran las sombras azules del espanto”.

Américo Martín es abogado y escritor.

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¿Por qué diablos se dividió la FEV?

Américo Martín

Veinte años después de la clamorosa ruptura de la Federación de Estudiantes de Venezuela (FEV) en 1938, los del movimiento estudiantil perseguido por la dictadura perezjimenista procederemos a organizar, a legalizar el clandestino Frente Universitario. Fue así como concebimos la Federación de Centros Universitarios (FCU), heredera lejana de la FEV y cercana de la FCU destruida en los primeros años del régimen militar.

¿Influyó la crisis de la FEV y UNE de 1938, en el carácter unitario asumido por las flamantes FCU de 1951 y 1958?

En estos dos casos no se organizaron estructuras estudiantiles paralelas. Se volvió a diferenciar la dimensión gremial de la política y por lo tanto se dio cabida a todos los estudiantes sin separaciones banderizas. Se impuso esa importante orientación por la necesidad de enfrentar juntos en 1951 a los autócratas militares y luego, en 1958, para proyectar al esfuerzo de reconstrucción universitaria el espíritu de unidad nacional del 23 de enero.

Debido a eso, la juventud copeyana, heredera directa de la UNE volvió a la unidad con las juventudes de AD y comunista, herederas de la FEV. De 1958 a 1969 funcionó la unidad, se mantuvo la FCU pluralista, se preservó la armonía, se manejaron con ejemplar destreza las relaciones de convivencia. La dirección estudiantil trabajó unida, armónica y con mucho sentido de los altos fines comunes. Éramos rivales en las campañas estudiantiles y socios respetuosos del mandato expresado en los votos.

Sin embargo no hay felicidad eterna. Todo funcionó de manera tan plausible solo hasta la irrupción del radicalismo fundamentalista y la costosa desviación guerrillera. No obstante, la juventud copeyana, sin duda valorando críticamente la experiencia de la UNE, se limitó a separarse de la FCU sin anunciarlo en una proclama formal y sin diseñar, como en el pasado, una organización estudiantil paralela.

Mucho más tarde fue cuando vine a reflexionar con más profundidad sobre esos temas. Entendí mejor el desenlace rupturista de 1938 y el de 1961 cuando leí en 1975 (catorce años después) un ensayo de José Rodríguez Iturbe publicado en la revista socialcristiana Nueva Política, destinado a analizar ese acontecimiento. Por lo menos esos y varios otros momentos de la historia, hasta donde alcanzaba a saber, no habían sido analizados con similar densidad por nosotros, los sectores de izquierda de entonces.

Los hechos fueron muy singulares. La crisis no la protagonizaron Caldera y Betancourt, sino Caldera y Jóvito, quien curiosamente, aunque ya había renunciado a la presidencia de la FEV, conservaba intacta su enorme influencia en ella. Claro que Rodríguez Iturbe, un hombre afectuoso y muy bien formado hala, por así decir, la brasa para su sardina, pero en conjunto sus opiniones me esclarecieron no poco un incidente importante del cual, como digo antes, jamás me había ocupado con la debida seriedad.

Jóvito y Rómulo competían por el liderazgo, a pesar de su fuerte amistad personal. Caldera estaba aún en la FEV, pero Betancourt no. Se había salido de la órbita estudiantil para fundar un partido, ARDI, mientras Jóvito se disponía a hacer de la FEV algo como una plataforma propia para solidificar su participación en la política. Al personalizar de tal manera la FEV, ésta perdió amplitud y restringió el margen de su pluralismo. Rodríguez Iturbe atribuye a semejante viraje, la separación de los socialcristianos.

No tenían razones para acompañar a Jóvito en sus decisiones político-ideológicas. Con base en semejante premisa –concluye también Rodríguez Iturbe– la FEV de 1936 no podía ser igual a la de 1928. Nacida ésta última de y para los estudiantes sin distingos ideológicos, no podía desintegrarse por causas políticas, alejadas de la realidad. De la organización presidida por el bachiller Raúl Leoni, a la presidida por el bachiller Jóvito Villalba habría una importante diferencia a favor de la primera.

El momento más y mejor recordado de la FEV del 28 fue la celebración de la supuestamente floral Semana del Estudiante y la elección de Beatriz I. Ese programa de actividades fue directamente respaldado por la totalidad de los estudiantes democráticos.

La tesis de Rodríguez Iturbe, según pienso, pasa por alto algo fundamental: el drástico cambio político ocurrido a la muerte del general Gómez. Los estudiantes dirigidos por Leoni reaccionaban sin diferencias entre ellos contra una negra dictadura. No tenía sentido profundizar diferencias cuando solo había una opción.

En cambio Jóvito actuaba en tiempos de vida democrática, cuando el pluralismo necesitaba expresarse a través de corrientes universales envueltas en legítima y necesaria competencia. Eso obligaba a la búsqueda de cauces diferentes y muchas veces enfrentados. Para darle más cuerpo a su peculiar FEV y asociarla más férreamente a su persona, Jóvito fundó un semanario entre cuyos colaboradores estaban Juan Liscano, Carlos Augusto León, Héctor Guillermo Villalobos y otros futuros ilustres intelectuales y políticos. Seguía siendo un movimiento amplio y representativo, pero ya no tan plural como el anterior.

Si la primera consecuencia de esa especie de reducción sectaria de la FEV fue la salida del grupo dirigido por Caldera quien como he dicho se desplazará hacia la Unión Nacional de Estudiantes (UNE), la segunda tuvo relación con Jóvito mismo. Su base orgánica entró en proceso de agotamiento. Porque con todo, cualquier tipo de estructura diseñada sobre una base estrictamente estudiantil nunca podrá evitar la proliferación de criterios en pugna. En esa eventualidad su cohesión estará en duda y por consiguiente lo estará su eficacia, salvo si se convierte en una secta, en cuyo caso no hubiera guardado ni sombra de representatividad.

Como en cambio ARDI logró consolidarse, Betancourt comenzó a predominar sobre Villalba en el liderazgo democrático. La organización superaba a la emoción. Pocos como Betancourt habían percibido la entrada de los partidos en el escenario. Era su hora.

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Américo Martín es abogado y escritor.

Las elecciones generales de 1947

Américo Martín

Yo había cumplido nueve años y era, como digo antes, un adeco “de respiración” Nunca esperé pasar de ese límite.

Los antiguos jóvenes de la UNE fundaron Alianza Nacional y posteriormente una estructura desde la cual postular a Rafael Caldera. Tenía apariencia provisional pero con el correr del tiempo se consolidó como un fuerte movimiento político. Se llamó Comité de Organización Política Electoral Independiente. Semejante nombre se olvidó y hasta desapareció del recuerdo, pero sus siglas, Copei, tomaron vuelo y sustancia propia al punto que cuando son mencionadas nadie se ocupa de descifrar su primario significado. No pocos escriben Copey, suponiendo tal vez que se trate del conocido árbol, también denominado Clusia o mamey silvestre. Ciertos retóricos creen saberlo todo. Se darán a explicar que de sus hojas verdes viene el color de la tarjeta del partido fundado por Caldera.

Gallegos presidente

La victoria de AD fue abrumadora. Aunque un resultado de ese tipo se esperaba, no por eso la entrada de Rómulo Gallegos a Miraflores dejó de despertar intensas emociones. Era el triunfo de la educación sobre los cuarteles. La victoria civil, borrando profundos rastros de militarismo. El primer novelista de Venezuela, el más conocido mundialmente, limpiaba los últimos residuos de gomecismo en la sede del poder ejercido durante 35 años por tiranos bárbaros.

Digo “residuos” a conciencia, porque López Contreras, seamos justos, fue el audaz que comenzó a quitarle la espoleta a la bomba gomecista, y el presidente Medina era un hombre tolerante y progresista. Su sistema sin embargo conservaba mecanismos inaceptables para las mentalidades democráticas. Y ese detalle, “lo que le faltaba a Medina”, me permitirá con el tiempo comprender los motivos de un debate clave entre medinistas y comunistas por un lado, y adecos por el otro.

Fue una de las primeras confrontaciones políticas densas, verdaderamente de fondo, escuchadas por mí en mi temprana juventud. Las argumentaciones eran excluyentes pero interesantes. Eran dos líneas paralelas proyectadas al infinito. El debate no cesó de recoger nuevos participantes, incluso me permití hacer algunas intervenciones, seguramente jactanciosas.
Se trataba de saber si el golpe del 18 de octubre protagonizado por AD y los militares se anticipó dolorosamente a una evolución natural hacia la democracia o realmente abrió y profundizó un histórico avance hacia ella. Las especulaciones siguen abiertas.

Fue un intercambio realmente notable, una partición de aguas, una polémica necesaria extendida a terrenos más elevados. Esa confrontación política se fue relacionando con la histórica lucha entre la socialdemocracia y el comunismo. Para fortuna de los memoriosos, se cuenta con la dura discusión periodística protagonizada en 1944 por Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva. En 1980 será cuando me tocará leer completa esta vieja y notable polémica. De la forma como se relacionó con mi generación iré hablando según vayan surgiendo las oportunidades. A otros detalles sobre los orígenes de la socialdemocracia en Venezuela me referiré más adelante, a propósito de un debate público celebrado entre Carlos Canache Mata y yo.

Los militares parecían someterse al universo de lo civil. Los líderes del 28 se unían al torrente civil empalmando con personajes como José Rafael Pocaterra, con la garra viva encarnada en sus cuentos grotescos y su novela emblemática. Y estaban los dos Rómulo: el novelista venezolano más conocido en el mundo y el político cuyo talento había puesto la universidad en el Palacio de Miraflores. Por eso tanto la candidatura de Rómulo Gallegos como su victoria habían sido totalmente obvias.

Para evitar posibles intrigas, a instancia de Betancourt, todos los integrantes de la Junta Revolucionaria de Gobierno –comenzando por él– resolvieron declinar sus candidaturas. Nos hicimos el harakiri, dirá tiempo después Betancourt.

En principio estos acontecimientos, si bien me llamaban la atención, tenían escasa relación conmigo, un muchacho por completo ajeno a la política cuyo ambiente se reducía a su familia, su barrio y consabidas pandillas, el estadio de beisbol, los romances con muchachas del colegio, los filmes de fin de semana en el Alameda, el Boyacá, el América, el Dorado, y los circos trashumantes que agitaban los corazones.

Pero ya he explicado que mis tíos maternos militaban en Acción Democrática. Por eso cuando este partido accede al poder el 18 de octubre de 1945 nos sentimos en alguna forma vinculados a la política, atraídos por aquel gobierno de escritores, poetas y políticos de origen universitario. El país y el mundo pudieron sentir que se habían extinguido los últimos vestigios del militarismo abriéndose una luminosa era civil.

Una tierra dominada desde la guerra de independencia por militares le daba una vuelta a la historia. De los cuarteles a las universidades. De las armas a las letras. Era un destino manifiesto, Gallegos era el árbol robusto bajo cuya sombra se agrupaban los jóvenes de la generación del 28. Rómulo Betancourt era el ídolo del momento pero en aquella emergencia juvenil despuntaban Jóvito Villalba, tenido como el mejor orador del momento, Miguel Otero Silva, entonces más poeta que novelista, el poeta Pío Tamayo, Joaquín Gabaldón Márquez, Raúl Leoni, Carlos Irazábal, Isaac Pardo, Pedro Juliac, Rafael Vegas, Israel Peña, José Antonio Marturet, para solo mencionar a los más conocidos por mí o de quienes tuve noticias cercanas.

Sus boinas vascas de color azul devinieron su marca de identidad como lo recoge el hermoso himno de la Universidad Central;

Nuestro mundo de azules boinas, os invita su voz a escuchar, empujad hacia el alma la vida, en mensaje de marcha triunfal.

No había propiamente motivaciones ideológicas en mi lento acercamiento a la política. Era cosa de símbolos flotantes y ejemplos personales. El punto de deslinde era el civilismo. Civilización contra barbarie. Santos Luzardo contra doña Bárbara y míster Danger.

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Américo Martín es abogado y escritor.

El apaleado Leoncio Martínez

Américo Martín

El estudiante Rafael Caldera fue el líder de las Juventudes Católicas Venezolanas. Muerto Gómez trabajó en la organización de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE), y en 1938 del partido Acción Electoral. En enero de 1946 fundó el partido socialcristiano Copei. Desde las filas de la UNE Caldera encabezaba una corriente socialcristiana enfrentada a la izquierda de la Universidad. A su alrededor se agruparon unos muchachos que andando el tiempo ocuparían posiciones de liderazgo nacional. Los pre-adecos (PDN), los liberales, los comunistas descargaban una ironía sangrienta contra ellos, que los irritaba. Los llamaban “efebos”, “hijos de papá”.

Enardecidos, buscaron a Leoncio Martínez (Leo) con el fin de darle una lección, tal como refiero poco más abajo. Ardió Troya. Leo era en los años del gomecismo y el lopecismo un símbolo de humor y poesía. Comenzó su ilustre carrera en La Linterna Mágica, luego en Pitorreos hasta que fundó el gran semanario Fantoches.

Se había labrado un prestigio democrático excelso como perseguido indoblegable y preso en la sórdida Rotunda de Juan Vicente Gómez. En la cárcel escribió La balada del preso insomne, un poema que yo recitaré de memoria en mi última y espero que definitiva prisión, entre 1966 y 1969.

Desde luego estaba lejos de ser un gran poeta, y la Balada… de ser un poema digno de ese nombre, pero sus versos tiernos, evasivos, pesimistas y nostálgicos expresaban como pocos las interioridades de un torturado sin esperanza de ser liberado algún día. Además, era Leo y por lo tanto la autenticidad dábase por descontada.

-Estoy pensando en exilarme, en irme lejos de aquí

¿Qué quedaba del demoledor humorista de los muñecos de Fantoches? La verdad, quedaba todo. Leo, fuera de las mazmorras y con el margen de libertades abierto paulatinamente por el gobierno de López Contreras, brillará y hará reír a los venezolanos con sus caricaturas y chistes agudos e inteligentes. Desde Fantoches su prestigio se expandió como azogue encendido. Fue, digamos, el primer Andrés Eloy Blanco o el primer Miguel Otero Silva, en una tierra de gran tradición humorística.

Era difícil para Leo dejar escapar de su mordaz radar al puñado de jóvenes de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) que en 1936 mostraban un fuerte activismo a favor de las causas anticomunistas. La UNE era una organización minoritaria de índole derechista, separada de la Federación de Estudiantes Venezolanos (FEV) a la sazón dominada por la izquierda. Leo fue excesivo con esos muchachos. Les dio con fuerza especial debido a la postura asumida por ellos contra la República española, en aquel momento hundida en una brutal guerra civil.

La UNE condenaba a la República, especialmente después de las quemas de iglesias en España, y estaba levantando fondos a favor de la Falange de José Antonio Primo de Rivera, eje del pensamiento falangista. Sin diluir su perfil doctrinario, este Movimiento se identificó con el fascismo de Mussolini al calor de las polarizaciones impuestas por la guerra.

Francisco Franco, jabonoso aliado de Hitler, Mussolini y Primo de Rivera, daba suficientes motivos para ser tomado como blanco por los jóvenes progresistas y de izquierda. Descargarán su pasión contra ese símbolo de la emergente derecha.

Los hirientes cartones de Leo generaron la reacción de la UNE. En octubre de 1936 los jóvenes Rafael Caldera, Pedro José Lara Peña, Lorenzo Fernández y otros se presentaron bruscamente en las oficinas de Fantoches; destruyeron el mobiliario y golpearon físicamente al emblema, a Leo.

Con los años las posiciones de todos se moderaron, los antiguos integrantes de la UNE asumieron un más claro perfil demócrata cristiano y enfatizaron el debate ideológico. En conjunto ganaron respetabilidad. Pero la memoria de la golpiza a Leo pervivió por más de veinte años.

Yo nací dos años después de aquel incidente y no supe de sus pormenores sino mucho más tarde, cuando en 1953 me incorporé a la juventud de AD en el Liceo Andrés Bello. Mi versión era desde luego interesada, y sin embargo, en los dos lustros siguientes confirmé, por investigación propia, que, fuera de énfasis excesivos y algún lenguaje apocalíptico, mis primeras informaciones acerca del suceso se ajustaban a la verdad. Básicamente me habían dado noticias ciertas.

Para explicarme la conducta de los apasionados estudiantes de la UNE decidí ponerme en sus zapatos. Eran unos muchachos justificadamente molestos con quienes ponían su varonía en duda. Se sintieron atropellados, abusivamente maltratados. Tenían pues buenas razones, aunque su reacción fuera totalmente desproporcionada e irracional.

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Américo Martín es abogado y escritor.

¡Pin pin cayó Berlín! ¡pon pon cayó el Japón!

Américo Martín

Radio Caracas, Ondas Populares, Radio Cultura, Radio Continente y Radio Difusora de Venezuela lo repiten una y otra vez. En la capital se había masificado este medio de comunicación. La gente ha salido a la calle a gritar su entusiasmo, pese a que Venezuela no comprometió soldados en la pavorosa guerra que acaba de concluir con la rendición de Japón encabezado por Hirohito, «emperador por la gracia del cielo».

Me impresionan las imágenes difundidas por la prensa y en el Noticiero para el cine de Bolívar Films. Unos diplomáticos japoneses vestidos de impecable negro, tal vez fracs, firmando el acta de rendición en el USS Missouri, bajo la mirada de su comandante el general norteamericano Richard Sutherland. La parte vencedora está compuesta por militares uniformados. La guerra mundial ha terminado.

En mi barrio El Conde, parroquia San Agustín de Caracas, me contagio de la alegría que pone en movimiento a todos. Tengo siete años y salgo a corear la victoria con mis entrañables compañeros del barrio y mis hermanos, todos mayores que yo.

¡Pin pin, cayó Berlín! ¡Pon pon, cayó el Japón! No tenía mucha conciencia, como es natural, de que Venezuela era un país musical. Las comunicaciones y las informaciones se transmitían acompañadas a veces de estrofas de guarachas, boleros y pasodobles. Tampoco estaba al tanto de los pormenores de esa guerra, pero el cine y los noticieros nos saturaban de impresiones.

Los soldados norteamericanos e ingleses eran los héroes del momento. Las películas de los combates en Europa, el desembarco de Dunquerque y MacArthur saltando de isla en isla para doblarles la mano al general Tojo y al almirante Yamamoto, nos daban valores y motivos para saber de qué lado estaba la verdad. Robert Taylor, Tyrone Power, Gary Cooper.

Las películas de guerra emanadas de Hollywood eran de masiva popularidad. El tono de gesta, los mártires, la alta factura técnica. Eran obras de calidad que aún hoy podría apreciar. Bataan, Guadalcanal, Sahara se hicieron famosas.

Hitler y Mussolini eran aborrecidos. Las fotos del Holocausto, los prisioneros sobrevivientes con la piel cubriendo tenuemente los esqueletos. Creo que por primera vez tuve noticias de los «rusos». Eran aliados, sí, pero no amigos. Casi inmediatamente de la firma de los acuerdos de Yalta y Postdam comenzó la Guerra Fría. En la perspectiva de unos muchachos de 7 y 8 años el asunto es que un tenebroso bastardo extendía sus garras por el mundo.

Stalin, con sus mostachos, eclipsaba gradualmente al derrotado Hitler. Pero allí estaban los norteamericanos para defendernos de la esclavitud. De Lenin, ni idea.

Mucho más tarde descubrí algo para mí inesperado: mi tío Víctor Estaba, el circunspecto médico, había sido el primero de sus hermanos en incorporarse a la política. ¡Y yo que lo imaginaba sumergido exclusivamente en su profesión médica, alejado de la pasión política! Estudió y se graduó en la UCV. Venía, como toda mi familia materna, de la plácida Cumaná.

Víctor me contará la mezcla de orgullo y alegría que lo envolvió al ver a su tío Miguel Ángel Blanco avanzando con los valientes del Falke, comandados por Román Delgado Chalbaud.

¿Tío pese a su apellido Blanco? ¿Cómo es eso? Fue una circunstancia de la que los menores de nuestra familia nos fuimos enterando con los años. Mi abuela, la noble, conservadora y excelente esposa del apuesto comerciante Gregorio Estaba debió llamarse Rosa Blanco pero figuraba con el nombre oficial de Acuña. De donde mis ramificaciones familiares se enredan con los Blanco y los Acuña orientales. Cuando en 1956 encontré en la cárcel a José Blanco Peñalver me llamó primo con absoluta naturalidad. Tenía la edad de mis padres y conocía perfectamente el árbol familiar. En cambio yo aún lo ignoraba.

Pero, permítanme decir algo si bien obvio no obviable. El más hondo de mis afectos, como es natural, se dirige a mis cinco hijos: Leo, Marialejandra, Iván, Víctor y Mariana. Con extraña simetría tengo cinco nietos: Luis Alejandro, Sebastián, Maximiliano, Guillermo y Ricardo. Todos me llaman abuelo con un cariño que agradecería al cielo si tuviera la buena fortuna de ser creyente. En un lugar especial, mi hija María Eugenia, muerta en accidente de tránsito. Muerta para los demás, no para mí.

A propósito de creencias religiosas, tengo entre mis afectos a católicos convencidos, a judíos, evangélicos, musulmanes y coptos. Sería pretencioso considerarme «ateo». Creer eso sería no tener presentes los infinitos misterios de la vida y la muerte, indescifrables por la ciencia y la filosofía. Es preferible decir «agnóstico»; en todo caso una condición abierta a lo desconocido.

Disponer de una fe religiosa o laica —lo sé bien— puede ser una ayuda extraordinaria en los momentos de decepción y desesperanza. En Memorias de un venezolano de la decadencia, José Rafael Pocaterra, sepultado como un verdadero varón, reducido a una condición ruinosa en un sórdido calabozo de La Rotunda, ve entrar a un jovencito confiado, arrogante, seguro de sí mismo. Es el comunista Salvador de la Plaza.

—Dichoso él –escribe— lo sostiene una fe.

Un día de 1953 me dice María, mi madre, en tono confidencial.

Vamos a ver a Gerardo y Federico –mis tíos Estaba–. Nos han permitido saludarlos un rato en La Guaira, antes de embarcarse rumbo al exilio en La Habana.

Nos llevan a un local algo ensombrecido. Me impresiona la entrada de mis tíos. Lucen altivos y alegres por el reencuentro familiar y la emoción de la partida. En medio de triviales conversaciones familiares, Gerardo, bajando la voz, le pregunta a Luis Enrique:

—¿Cómo está el partido?

Adolescente al fin, aprovecho para meter baza. Estoy estrenando mi muy reciente, mi flamante condición de militante clandestino. Completo en tono algo pomposo el informe de Luis Enrique:

—Estamos funcionando, tío. Construimos células en muchas partes.

Adeco por ósmosis

Pero en 1945 la política era para mí una atmósfera ajena, si bien presente. Era asunto de mayores. Ninguno de nosotros se hubiera imaginado en el oficio. En 1947 se realizaron las elecciones a la Asamblea Constituyente que presidiría el poeta Andrés Eloy Blanco. Las sesiones se transmitían por radio y fue inevitable saber de la existencia de Jóvito Villalba, Rafael Caldera y –creo recordar– Luis Lander.

Betancourt era presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno. Se le veía como el líder principal de la época.

La raigambre nacional de AD, simbolizada en figuras tan populares como los dos Rómulo y Andrés Eloy además del robusto hecho de que mis tíos fueran activistas de la organización, sumergían a mi familia en el área de influencia de ese partido. En la casa de mi tía y madrina Lola de Damas se acumulaban pancartas con el rostro del novelista. En lo personal sería yo tal vez un adeco por ósmosis, «de respiración», más nada.

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Américo Martín es abogado y escritor.

Para entendernos mejor

Américo Martín

Una explicación necesaria.

A mis estimados y fieles lectores les debo una explicación, quizás esperada por muchos y no dada en el tiempo debido. Me pescó el terrible covid-19. A mi edad no es cuestión pasajera. A pesar de estar vacunado, me atrapó al que en lo sucesivo llamaré el tiranovirus, con secuelas que aún me afectan. Por ello, limitado por el obligado reposo, en lugar de la acostumbrada columna dominical que sirve de reflexión en temas de interés nacional e internacional, opto por ofrecer parte de Mis Memorias publicadas hasta hoy y que espero también sirvan para mirar al futuro con el aprendizaje de lo vivido en la Venezuela por venir.

Apenas descubierta mi intención de escribir estas Mis Memorias me llovieron preguntas no exentas de inquietud. «¿Te retiras de la vida pública?». «¿Debemos excluirte del mundo de la política, las letras y en general la cultura?».

Me retiro de algo, no hay duda, pero no específicamente de esas áreas que, en rigor, no me pertenecen exclusivamente a mí y, por lo tanto, no puedo eliminar si los demás no lo permiten. Tienen todo el derecho de seguir respaldando o condenando algo que yo haya dicho o escrito y mientras así ocurra habrá alguna presencia mía, cuando menos por persona interpuesta.

Me voy de unas cuantas cosas muy importantes para mí: la militancia política, o incluso social, que siempre me apasionaron; los cargos públicos por elección, la fanfarria de las campañas alrededor de mi nombre. Pero permanezco, y ahora con más razón, en los predios de la escritura y la reflexión. Sigo atado, por supuesto, a las varias cosas fundamentales que durante tantos años me retuvieron en la acción política y humana. Estaré siempre contra la dictadura, el totalitarismo y el militarismo; me seguirán pareciendo despreciables el culto a la persona y las cortes de aduladores.

No dejaré de rechazar la momificación de personas, los estúpidos pedestales de bronce, mármol o piedra, la gigantografía de sedicentes héroes puestos en posición heroica o visionaria frente al baboso servilismo consagrado a recordarlos. El Gran Timonel, el Padre de los Pueblos o títulos parecidos.

Y estoy y estaré a favor de la condición humana, de la libertad y el pluralismo, de la dignidad de la disidencia, de la resistencia contra la opresión, la discriminación, la vejación, la tortura, la persecución.

Quiere decir que, entregados estos tomos de Mis Memorias, podré seguir escribiendo, opinando, aconsejando. Kissinger, Clinton y Hillary, por ejemplo, han seguido por años en el oficio después de escribir sus propias biografías.

Esta obra es una recreación. He pensado que cuando Goethe o Fausto —¡qué más da!— percibe las imágenes de los hermosos días transcurridos, encuentra que pierden fuerza por estar gravados por las penas que los acompañaron. La evocación será una sombra de la realidad y esta no podrá reproducirse con la lozanía de su tiempo. Yo discrepo. Creo, por el contrario, que al revivir con probidad el pasado —si no se lo tergiversa a conciencia— podemos perfilar un paisaje más vivo y rico que la realidad, porque sus perfiles están robustecidos por el recuerdo, la añoranza, la experiencia, el afecto y la sabiduría. Las memorias son, en ese sentido, no una recreación sino una creación. Una vida nueva, no un pálido recuerdo.

En una apostilla a su Bolívar y la Guerra a Muerte, Rufino Blanco Fombona decía que hoy (en 1940) no hubiera escrito ese libro como lo hizo en la primera edición, siendo un impetuoso y combativo joven.

«Entonces escribía con más exaltación combativa y pensaba con menos serenidad que ahora». «No me preocuparía, como en el tiempo juvenil, de la Proclama: pintaría la época. Pintaría a los hombres y a los pueblos. La Proclama se explicaría por sí misma».

Aún si se compartiera —no es mi caso— la tajante opinión de que la sabiduría está más en los libros que en las instituciones académicas, faltaría por considerar la sabiduría derivada de las experiencias vitales, solo en parte emanadas de libros y academias. De alguna manera la valoraban altamente en la Antigüedad cuando organizaban enaltecidos Consejos de Ancianos.

Es para reconocerla que en innumerables ocasiones se me ha ocurrido repetir este elocuente apotegma: Si la juventud supiera; si la vejez pudiera.

Estas Memorias las escribe quien aún está entre los seres vivos. No terminarán, pues, sino cuando deje de estarlo. Es una narración. Un río que va engrosando su caudal con el tiempo y las afluentes.

Cuento con la infinita paciencia del lector y con la maravillosa manera de eslabonar relatos por más de mil y una noches, exhibida por Sherezade para el cruel pero cándido rey Schariat.

Twitter: @AmericoMartin

Américo Martín es abogado y escritor.

El arte de la política

Américo Martín

Varias –muchas, diría- las oleadas y fenómenos políticos, ideológicos o de contextura personalista, que han incidido en la América española en términos de mestizaje cultural. La matriz es por sobre todo ibérica, para ceñirnos a esa relación arábigo-española que tan profundamente determinó la cultura.

Lo ocurrido fue un mestizaje profundo que debe más al latín vulgar sin menoscabo de expresiones provenientes del latín culto, del rutilante de Cicerón y Julio César. Tal idioma es reconocido como uno –si no el más– hermoso reinante en el planeta. En fin, el tiempo terminará por definir sus perfiles de modo que todas las calificaciones alcancen el rango que se les atribuye y podamos repetir con el notable filólogo español Astrana Marín, que ciertamente si no es prudente anticiparse a calificarlos en forma tan terminante Lenguas vivas y por tanto en continuo desarrollo, no creo que se aleje de la verdad quien afirme al menos que merece serlo.

La continua confluencia lingüística de la que emanaron Cervantes y los grandes autores del siglo de oro español, se encuentran, fluyen con naturalidad el pluralismo político e ideológico, para colocarnos frente a un dilema inevadible. ¿Son los partidos fenómenos ideológicos o políticos? ¿Aciertan aquellos que reprochan a los partidos haber renunciado a su esencia ideológica para caer en las garras del pragmatismo?

La experiencia acumulada por milenios en el ejercicio universal de la política y el desempeño de los partidos, en cuanto sus instrumentos principales, ha demostrado fehacientemente que la Política es una ciencia y la aplicación de sus postulados es un arte. Se trata de una ciencia-arte. Su fórmula no introduce variante sustantiva alguna. El uso contemporáneo de la expresión “ciencia de la Política” proviene de la natural propensión entre sociólogos, politólogos e historiadores de precisar los conceptos.

Si en realidad se tratara de perfeccionar conceptos y por ese camino, de aumentar la eficacia del lenguaje, debemos aceptar que siendo muy importante la forma como se apliquen las decisiones, hallazgos y recomendaciones del liderazgo, se hablará de partidos “ideológicos”.

En Latinoamérica fueron especialmente influyentes las revoluciones mexicanas a partir de 1910 y la rusa soviética, con el triunfo de los bolcheviques, encabezados por Lenin y Trotsky en noviembre de 1917. Ambos procesos sufrieron períodos críticos y escisiones, con una diferencia fundamental, la ideología de Marx venía cerrándose sobre sí misma al calor de grandes debates, esa propensión se acentuó poderosamente con la derrota interna de Martov, Trotsky, Zinoviev y Bujarin, cuyo inocultable brillo intelectual desbordaba el simplismo teórico de Stalin quien, muerto Lenin y adueñado de la secretaria general y el gobierno del Estado, dio rienda suelta a sus complejos salvajes desatando todos los abusos y crímenes contra sus rivales.

Para revestir su viciado régimen, optó por inflar los aportes de Lenin a la doctrina de Marx, y unió el nombre del jefe bolchevique ruso y a partir de ese momento no se habló de marxismo a secas sino de marxismo-leninismo, un compendio implacablemente dirigido a aplastar con puño de hierro la más mínima disidencia. La intolerancia fue absoluta y el pensamiento de Marx, que ya se congelaba en dogmas muy cerrados, llegó al tope bajo el mando de Lenin y sobre todo de Stalin, quien fue tenido, junto a Hitler, como los autores de los peores crímenes de lesa humanidad.

Puesto que el riesgo corrido por la más tenue discrepancia, llegó a ser el tormento inaudito y la muerte, el dogma tomó caracteres trágicos. Retarlo o agrietarlo requirió la solidaridad de un poder superior, que fuere posible activar con rapidez y eficacia.

Las aspiraciones máximas de las revoluciones rusa y mexicana no alcanzaron la cima prometida o cuando menos insinuadas. La URSS fracasó en toda la línea. Si a las primeras, los jóvenes americanos leían con devoción a los líderes marxista-leninistas, memorizaban sus ideas y se dejaban arrastrar por sus mineralizados postulados, con gran emoción pregonaban igualmente las hazañas de Obregón, Zapata, Villa y Carranza y mantuvieron esos afectos cuando aquellos bravos guerreros comenzaron a discurrir sobre la necesidad de construir un cauce partidista a aquellas búsquedas. Obregón y Calles trabajaron en tal dirección, pero cuando Obregón es asesinado apareció Lázaro Cárdenas, quien fue dominando el escenario con su sólido prestigio y logros agrarios.

Mientras la fuerza de los comunistas se valía de la aceptación sin más de los folletines ideológicos, que se leían con pasión dogmática y cierto servilismo intelectual, la de los revolucionarios aztecas en el sacrificio de los luchadores, de postulados sociales y programas de gobierno, en los cuales la tierra era factor por excelencia.

Rómulo Betancourt y sus compañeros, siempre buscando fórmulas originales, resaltaron el carácter semi feudal del país y elevaron el rol del campesinado, frente al uniclasismo proletario de sus rivales e izaron el emblema de la reforma agraria, que más adelante aplicaron desde el Poder.

Con el objeto de conferirle a esa medida un sentido democrático y desvanecer cualquier sospecha de residuos comunistas que pudiera guardar en el fondo de su corazón, Betancourt invitó la celebración del primer acto de entrega gratuita de tierras, al presidente Kennedy y a su brillante esposa Jacqueline, una pareja olímpica, entonces de universal prestigio democrático. Fue un detalle que a sus brillantes amigos Jóvito Villalba y Miguel Otero Silva, quizás se les hubiera ido. A Rómulo, difícilmente.

¡Ah, el arte de la Política!

Twitter: @AmericoMartin

Américo Martín es abogado y escritor.

El ahijado de la muerte

Américo Martín

Los debates son frecuentes en los partidos políticos, aunque la opinión corriente tienda a no valorarlos. Lo cierto, sin embargo, es que no pasa mucho tiempo sin que estallen encontronazos que por lo general envuelven, abiertamente o en forma recóndita, la ácida cuestión del dominio fraccional de la dirección o poder del partido que suele acompañarse de indeseadas prácticas fraccionalistas, descalificación de los amigos en un proceso envenenado, sin tregua, retroalimentado por la perversidad y el odio.

No se trata de una fatalidad, por supuesto. No siempre semejante degradación se impone porque los excesos sean contenidos a tiempo, aunque la potencialidad de las crisis permanezca incubada.

A la hora de los balances los protagonistas de estas pugnas –tal vez inevitables– se sienten obligados a dignificar las tesis que esgrimieron atribuyéndoles un carácter «ideológico». Como nadie se siente bien cuando es estigmatizado con el cargo de ser un tosco «pragmático» sin la menor noción ideológica, ha ocurrido que una de las grandes cualidades del hacer político, es la de trazar cauces tangibles para superar peligros inminentes y proporcionar estabilidad política.

Un líder incapaz de diseñar líneas estratégicas ni elaborar programas y consignas certeras no se salvará refugiándose en las falsas coberturas ideológicas que se convierten en dogmas casi al momento de ser invocadas. Las ideologías son sistemas propios de la filosofía, no de la política, la politología y la historia, que son ciencia y arte de y para la crítica porque fundamentan la flexibilidad del pensar.

Los movimientos de avanzada serios postulan programas y estrategias, sin perderse en las nebulosas de la ideología. Allí solo cadenas los esperan. Lo que en nada significa defender la ignorancia o pobreza intelectual. ¡Al contrario! Exige más estudio y originalidad y menos copia de sagradas escrituras doctrinarias.

Pese a que atribuirse la condición ideológica suene más atractivo que asumir la ciencia-arte de la política, es esta la que resuelve los enigmas y trampas que deben vencerse en la marcha hacia la dirección del Estado, timón del barco que aspira a navegar sin naufragar.

Leonardo Ruiz Pineda, jefe de la resistencia clandestina durante la dictadura perezjimenista, es la expresión del componente de Acción Democrática sobre el que poco me habían preguntado en el 80 aniversario de ese partido. Las organizaciones políticas históricas de nuestro país hicieron gala de valentía, ingenio y sacrificio bajo las feroces dictaduras de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, sin embargo pocas alcanzaron los niveles de martirio del partido fundado por Rómulo Betancourt. Y fue Ruiz Pineda el símbolo del coraje y sacrificio de ellos y en general de todos los que, desde los movimientos clandestinos, enaltecieron las virtudes de aquel gran luchador.

Enamorada de su temple heroico, la Muerte quiso protegerlo hasta donde pudiera. No encontró mejor manera que ofrecerle su padrinazgo. Sin embargo, le advirtió que cuando viera a su lado a su madrina –solo él podría verla–, debería aplazar cualquier compromiso y permanecer fuera de peligro.

—Hablo en serio, insistió su madrina.

El compromiso debió ser muy serio para que el héroe olvidara la cautelosa previsión. Pero vio la imagen parada a su lado. Tenía oquedades en lugar de ojos y un aspecto frío y amenazante. El héroe vaciló, mas en ese momento, José Agustín Catalá le urgía entregar su prólogo para editar la obra clandestina Venezuela bajo el signo del terror, cuya reputación se anticipaba a su primera edición, con el nombre de Libro Negro de la dictadura.

—Ella comprenderá que es una tarea inaplazable —se dijo y salió adelante.

Su Madrina le hizo ver una vela sin tamaño, cuya agonizante luz estaba por desaparecer. Al comprender que nada detendría a aquel temerario luchador, la Muerte aplastó la trémula vela con sus huesudas manos, el sicario «Suelaespuma» le disparó cuando intentaba escapar y cayó muerto en seco en el Pasaje de La Cocinera, en la caraqueña parroquia de San Agustín.

Leonardo Ruiz Pineda había muerto.

¡Ay Aurelena, Natacha y Tania!

¡Ay sus compañeros de la clandestinidad, cárceles y del exilio!

«El capitán de la resistencia clandestina», lo llamó Rómulo Betancourt, «el de la fina valentía y gozosa audacia», lo llamó Rómulo Gallegos.

Leonardo murió para renacer y ahora son millones los animados por las causas más nobles y la más noble de ellas, la democracia.

Los 40 años de democracia pudieron ser recordados con el discurso de Andrés Eloy, referido a los grillos de los pies arrojados desde el castillo al mar para despreciar el salvajismo de la tiranía gomecista, al que debería seguir el de los grillos en la educación, pues de no hacerlo se alentarían los caminos de la dictadura.

Educación y dictadura son incompatibles, tanto como lo son civilismo y militarismo. Amputarle a la democracia el brazo educativo es entregarla a las más altas expresiones del salvajismo totalitario. Trabajemos, si es necesario, con héroes como los mencionados, por una democracia plena, valiente y con sus brazos completos.

Twitter: @AmericoMartin

Américo Martín es abogado y escritor.

Imaginación

Américo Martín

Las vueltas y revueltas acerca del posible destino de la negociación, que afortunadamente sigue avanzando en México, se multiplican con el correr de los días. Es una negociación con agenda previa y un par de acuerdos logrados, pero aún se nota cierta renuencia en la parte oficialista de llamarla por su nombre, y a nadie se le ocurre otra explicación de otorgarle la trascendencia que indudablemente tiene. ”Diálogo” prefieren, sin duda, para que sus eventuales acuerdos no vayan muy lejos.

Curiosamente pesa el recuerdo de lo ocurrido con la primera negociación de este tipo celebrada en Venezuela, entonces durante el gobierno de Hugo Chávez, específicamente entre el 8 de noviembre de 2002 y el 29 de mayo de 2003.

Para dejar claro que no se trataba de un diálogo abierto sino de una negociación en serio, se definió una agenda y se precisó que nada se considerará definitivamente aprobado “hasta que todo fuera aprobado”. Puesto que la OEA estaba facilitando la negociación, junto con el PNUD y el Centro Carter, se encomendó la coordinación de la Mesa a Cesar Gaviria, su secretario general. Con tantas previsiones se esperaba con buenas razones que se encontrara una salida electoral a la considerable crisis que afectaba como nunca a nuestro maltratado país. Pese a las profundas diferencias reinantes, el objetivo se alcanzó bajo la forma del Referendo Revocatorio que destituiría o ratificaría al Mandatario.

Menudearon las acusaciones de fraude y ventajismo esgrimiendo instrumentos de prueba pero Chávez, aún en el tope de su popularidad, fue ratificado y así lo atestiguaron los acreditados representantes internacionales. Tal reconocimiento proviniendo de la Comunidad Internacional, a la que la oposición había invocado y ha seguido haciéndolo, resultó decisivo, muy a pesar de las prácticas agresivas del presidente Chávez, que profundizarían el distanciamiento mundial y la desconfianza hacia los serios problemas con la mayoría de las naciones americanas.

No obstante, la oposición unida exhibe una poderosa musculatura. Por carencia de imaginación para entender el resultado, optó por negarlo sin suficiente análisis, al extremo de enfrentarse a sí misma entrando en un proceso de continuas escisiones que atentaron contra su propia fortaleza y, peor aún, contra su unidad. Debilitada, sin conducción única y fabricando enemigos en lugar de ganar más y más amigos, así vinieran de las filas contrarias en todos los grados posibles.

Al definir el significado de la guerra el célebre teórico prusiano, general Karl Clausewitz, emitió una serie de conceptos ciertamente insuperables, que en varias ocasiones me ha parecido muy pertinente citar, especialmente frente a quienes afirmen que a la guerra se va, ni más ni menos que a matar a tantos enemigos como balas llevemos en la cartuchera. Eso se llama borrarlos del mapa sin contemplaciones. Expresamente lo rechaza el gran general prusiano. En su sabio criterio, de lo que se trata es de colocar al otro en condición de no seguir haciendo lo que está haciendo. Y ese propósito, a la vez humano y político es lo que genera las más encomiables victorias.

Lograr que parte de los soldados enemigos sea persuadida de la profunda verdad de la causa democrática, permitiría vencer sin verter más sangre de la que sería inevitable. Esa justa orientación define un rasgo del manejo democrático, que consiste en encontrar la manera de ganar a cuantos se pueda y neutralizar a quienes, sin romper expresamente con sus antiguos compañeros, acepten la mano tendida que se les ofrece.

Si en nuestro país hubiera más interés en aprender las buenas lecciones que nos han dejado los líderes de la Independencia, después de la abolición del decreto bolivariano de la guerra a muerte, ya estaríamos más cerca que nunca de dejar atrás la tragedia que nos agobia.

El sorprendente viraje patriota postulaba ahora la unidad de los nacidos en el país, a sabiendas de que en su mayoría, los soldados y muchos oficiales considerados peninsulares y consecuencialmente realistas, debía tratárseles como venezolanos y esencialmente patriotas. Bolívar no mordía y soltaba la presa, al igual que los bulldog se aferraba a ella sin aflojar jamás. Esa fiera tenacidad se descubre en la cadena de hazañas que protagonizaron los grandes jefes que lo acompañaron.

Obviamente semejante viraje no puede calcarse con la esperanza de cosechar frutos similares. Bien sabido es que la historia no se repite al carbón, sin embargo, aparecen sorprendentes analogías, que la Historia, la ciencia-arte de la Política y la Politología aprovechan asiduamente en sus elaboraciones sobre el sistema democrático y el proceso que le conduce a ese destino.

¿Estoy siendo víctima de mi imaginación?

¡Ojalá así fuera!

¡Con mucha imaginación se alcanzan los mejores logros!

Y así espero que ocurra en la auspiciosa reunión que transcurre en México.

Twitter: @AmericoMartin