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Amanda Mars

Noam Chomsky: “Yo crecí durante la Gran Depresión, pero entonces reinaba una atmósfera de esperanza”

Amanda Mars

Es uno de los mayores intelectuales vivos de la izquierda estadounidense. A sus 93 años, sigue en la brecha. En esta entrevista que concede en primicia a ‘Ideas’ habla de sí mismo, cosa poco habitual, y se muestra como un pensador pragmático.

Noam Chomsky (Filadelfia, 93 años) sigue en la brecha. Escribe, da conferencias y entrevistas, y se sitúa en la primera línea de fuego por lo que cree justo. Forma parte del movimiento progresista europeo Diem25, ha disparado las alarmas sobre los riesgos del cambio climático y se ha convertido en azote del trumpismo. Es uno de los mayores intelectuales vivos de la izquierda estadounidense, pero también padre de la lingüística moderna al haber establecido, en los años cincuenta, la teoría de la gramática generativa. Prolijo autor, filósofo reputado y activista insobornable, fue detenido por oponerse a la guerra de Vietnam, entró en la lista negra de Richard Nixon y apoyó la publicación de los Papeles del Pentágono. Insobornable, pero también pragmático, se volcó, por ejemplo, en pedir el voto para Joe Biden en las elecciones de 2020. Desde 2017 reside en Tucson (Arizona), desde donde atiende esta entrevista [que no se pudo hacer presencial, ni de la que se pudieron hacer fotos por las precauciones covid] por videoconferencia. Con puntualidad también incorruptible, la melena cana del viejo profesor aparece en la pantalla a la hora precisa. Los años han agrietado su voz, pero no su pensamiento. Se extiende en las respuestas, pero no divaga y contesta a todos los matices. Su libro Sobre el anarquismo acaba de ser reeditado en español (Capitan Swing). El viejo profesor hablará sobre ello, pero también, algo que suele costarle, sobre sí mismo.

Pregunta. ¿De verdad escribió su primer ensayo con solo 10 años y versaba sobre la guerra civil española?

Respuesta. Sí, y puedo decirle la fecha exacta porque trataba sobre la caída de Barcelona, así que fue en febrero de 1939. No era un gran artículo, pero trataba la expansión del fascismo en Europa, en Alemania, Austria, Checoslovaquia…Desde mi punto de vista de un niño de 10 años, parecía que el mundo se iba a terminar, que el fascismo era incontrolable.

P. Ese niño trabajaba en un quiosco de prensa de Nueva York que regentaba su tío y se acabó convirtiendo en un centro de reunión de intelectuales europeos que podían pasar noches enteras discutiendo. ¿Aquello sembró una semilla en usted?

R. Hay una buena dosis de trágica ironía en esa pregunta. La mía era una familia de inmigrantes, principalmente desempleados. Yo crecí durante la Gran Depresión, a principios de los años treinta, pero reinaba una atmósfera de esperanza, aspiración y expectación debido al movimiento del trabajo. Ese movimiento había sido aplastado en los años veinte, pero estaba reviviendo. Había partidos políticos radicales, había debate, discusión, una sensación de que podíamos salir de aquello juntos. En Europa, la reacción a la Gran Depresión fue el fascismo, con Franco, Mussolini o Hitler, pero en Estados Unidos la reacción fue la democracia social. El new deal de Roosevelt llevó a una era de la democracia social moderna que luego fue repetida en Europa. Si mira las crisis actuales, en cambio, Europa aún se agarra a una democracia social, pero Estados Unidos se encamina al protofascismo, lo contrario de lo que ocurrió en mi infancia.

P. ¿Y esta pandemia no brinda también una oportunidad para ese tipo de catarsis, un “podemos salir de esta juntos”?

R. Debería serlo y hay algunas señales de ello si bajas al nivel de las comunidades. Encuentras a gente cooperando y ayudándose la una a la otra. Las favelas de Brasil figuran entre los lugares más miserables del mundo y durante esta pandemia hemos visto cómo las mismas bandas criminales que las tienen aterrorizadas están organizando a la gente para lidiar con esta situación y que se ayuden unos a otros. Pero si vamos a los líderes de los principales países te encuentras que monopolizan las vacunas y piden que las multinacionales farmacéuticas mantengan el exorbitante control de las patentes, unos derechos otorgados por un régimen neoliberal que es opuesto al verdadero libre comercio.

P. Dice que Estados Unidos está encabezando el camino al protofascismo, ¿Por qué los movimientos de extrema derecha están avanzando tanto, no solo en Estados Unidos, sino también en Europa?

R. El capital privado y la riqueza privada se han puesto a la cabeza. Por supuesto, siempre han dominado el sistema, también en España, pero en los últimos 40 años han ganado un poder y una riqueza abrumadores. Rand Corporation, que es una institución muy respetada, hizo un estudio sobre la transferencia de riqueza de la clase trabajadora a la clase alta y se encontró que el 90% de la población había perdido peso en la riqueza en favor de los más ricos, en favor del 1% más rico principalmente. Y hay muchas otras formas de robar a la gente. Ronald Reagan abrió la puerta a los paraísos fiscales, por ejemplo. Ha habido una época muy destructiva para los trabajadores. En términos reales, un trabajador varón gana lo mismo que en 1979. En Europa los programas de austeridad han dañado a los pobres y enriquecido a los ricos. Esto ha llevado a un resentimiento que es terreno abonado para demagogos como Donald Trump o Viktor Orbán y lo están capitalizando.

P. Un año después del asalto al Capitolio, ¿cuáles son las consecuencias?

R. Aquello fue un intento por derrocar un Gobierno electo. Y fue muy explícito por parte de Trump: “Las elecciones han sido robadas, vamos al Capitolio”. Un intento de derribar un Gobierno electo es un golpe de Estado. Fue un intento violento de golpe de Estado. Un grupo de republicanos rechazó formar parte y evitó que triunfase. Pero ese intento ha venido seguido ahora por un golpe blando, que está ocurriendo cada día ante nuestros ojos. Los republicanos están planeándolo de forma cuidadosa para que la próxima vez tenga éxito. [A través de reformas electorales en diferentes Estados conservadores] están asegurándose de que la gente que gestiona las elecciones tenga poder para anular votos y están aprobando decenas de leyes para impedir el voto de la gente equivocada, de minorías y pobres [a través del endurecimiento de requisitos para votar]. El Partido Republicano ya no es un partido político, es un partido neofascista. Estados Unidos es una sociedad avanzada tecnológicamente, y culturalmente, pero es premoderna en otros ámbitos. Y Trump es un demagogo muy efectivo, ha sabido agitar los venenos que corren bajo la superficie de la sociedad estadounidense y los ha sacado a la superficie. Ahora hay un grupo que lo venera como a un Duce II, elegido por Dios, es la gente que asaltó el Capitolio. La democracia estadounidense corre un grave peligro.

P. ¿Y cree que Trump podría presentarse o incluso ganar en 2024?

R. Es muy posible. Tiene una base rabiosa de devotos que lo adoran. A los líderes del Partido Republicano los tiene aterrorizados, todos corren a Mar-a-Lago [la zona de Palm Beach donde reside Trump] para lustrarle los zapatos y obtener su bendición. Si triunfan con el actual golpe en marcha, el de controlar y modificar el sistema electoral, pueden conseguir ganar. Recuerde que tenemos un sistema electoral muy reaccionario, que otorga a las áreas blancas, rurales y conservadoras una ventaja estructural abrumadora. Por ejemplo, en el Senado, un Estado como Wyoming, de 578.000 habitantes, tiene dos votos. California, con 40 millones, tiene dos votos. Si ahora EE UU quisiera entrar en la Unión Europea, la Corte Europea de Justicia se lo tumbaría.

P. ¿El primer año de gobierno de Biden ha sido más progresista de lo que esperaba?

R. Bueno, no esperaba mucho, francamente, pero los programas nacionales han sido mejores de lo que esperaba. En buena medida fueron diseñados por Bernie Sanders, que representa al ala más progresista del Partido Demócrata. Pero han sido recortados por la oposición y no se ha conseguido casi nada. El principal [el gran plan de reformas sociales llamado Build Back Better, que supone la mayor ampliación del Estado de bienestar en décadas] es tremendamente necesario. Estados Unidos es un país rezagado en prestaciones sociales. Mire por ejemplo el permiso de maternidad, hay alrededor de seis países en el mundo que no lo tienen. Pues los republicanos se oponen [a implementarlo]. Y Joe Manchin [el senador demócrata centrista] lo ha bloqueado. Es el país más rico del mundo, pero los intentos por desarrollar unas medidas sociales simples están bloqueados por el capital privado y la ideología neoliberal.

P. ¿Usted se sigue considerando anarquista? ¿Qué significa eso?

R. Es un término que se ha usado de muchas maneras, igual que liberal, conservador, socialista o marxista. La idea básica es que cualquier forma de jerarquía, dominación o autoridad en cualquier aspecto de la vida debe justificarse y demostrarse legítima, no está justificada de por sí. Si una comunidad decide de forma democrática seguir unas normas de tráfico, como circular por la derecha y detenerse ante un semáforo en rojo, se está sometiendo a una autoridad, pero se puede argumentar que es legítima. Sin embargo, muy pocas relaciones resisten esta crítica y el trabajo de un anarquista es descubrirlas, revelarlas y hacer que la gente debata sobre ellas para ver si las legitiman o las cambian. Ni siquiera el primer paso es fácil. Si le hubieras preguntado a mi abuela si estaba oprimida, ella no hubiera sabido ni de qué hablas. Las mujeres vivían como se suponía que debían, haciéndose cargo de la casa, de los hijos y obedeciendo a su marido. No era opresión, era la vida. Descubrir que eso es opresión requiere un trabajo.

P. ¿Y en el trabajo?

R. ¿Qué es un empleo? Para la mayoría de la gente significa pasar la mayor parte del tiempo que estás despierto siguiendo las órdenes de un jefe totalitario, que puede dar órdenes de un modo que ni Stalin hubiese soñado. Stalin no hubiese podido decirle a alguien que tiene cinco minutos para ir al baño o que no puede hablar con el compañero de al lado. Quizá tengas un jefe amable que te lo permita, pero es su decisión. A eso se le llama tener un empleo, y la gente reacciona como mi abuela, pensando que es lo normal. Al principio de la revolución industrial los trabajadores se opusieron a esta forma de autocracia que les quitaba sus derechos y su dignidad. Es algo que se está reviviendo. De hecho, mucha gente está rechazando volver al trabajo con esta llamada Gran Dimisión, están diciendo eso a su propia manera.

P. Pero la economía necesita un cierto grado de organización y eso implica autoridad.

R. Claro, tiene usted un ejemplo en España. Fíjese en la Cooperativa Mondragón, ha estado ahí desde los años cincuenta y es un conglomerado propiedad de los trabajadores y gestionado en buena medida por ellos. Puede encontrarle fallos, pero en buena medida, hasta un punto infrecuente en el mundo, es un conglomerado exitoso que se basa en la idea de que los participantes en una comunidad deben controlarlo.

P. En su libro habla del consentimiento, la aceptación de la autoridad por parte de la gente aunque no esté justificada. ¿Qué es más natural en el ser humano, el hambre de libertad o la necesidad de autoridad?

R. Nuestra naturaleza como participantes del orden social tiene muchas opciones y puede creer muchas cosas. Los liberales clásicos, como Wilhelm von Humboldt, creen que nuestro instinto es la libertad. Creen que la esencia de la naturaleza humana es la libertad frente a la coacción arbitraria. El pensador liberal clásico en Inglaterra, John Stuart Mill, pensaba que una empresa debía ser propiedad de los trabajadores y debían gestionarla. Eso es el liberalismo clásico. Por supuesto, todo esto fue aplastado por el capitalismo, que tomó un curso diferente de autoridad y dominación y, en su forma más extrema y salvaje, el tipo de neoliberalismo impuesto en los últimos 40 años, con efectos devastadores en todas partes.

P. ¿Se considera un pensador pragmático?

R. Sí, deberíamos hacer lo que podemos, no buscar lo que no podemos. No tienen sentido los gestos románticos, que no solo van a fracasar, sino que van a llevar a los peores resultados. Debemos afrontar el mundo tal y como es y actuar para mejorarlo. Yo tenía amigos en los años sesenta que decidieron que querían una revolución, así que iban a una fábrica, por ejemplo, de General Electric, y empezaban a repartir ejemplares del Libro Rojo de Mao a las puertas, para organizar a la gente para hacer esa revolución. Puede imaginarse lo que pasó, ese no es el modo en el que se logra un cambio. Lo que hicieron fue fortalecer el apoyo a la reacción y el apoyo a la guerra. Tienes que afrontar el mundo como es, no como te gustaría. Tienes que intentar construir el mundo que te gustaría, pero enfrentándote a él tal y como es.

Conservador ante el cambio global

Chomsky, por extraño que suene, se define como conservador ante el cambio social. “De entre los muchos usos del término conservador, uno es el liberal clásico. El término se sigue usando, pero no en el sentido en el que sus creadores pensaban. Wilhelm von Humboldt dijo que si el artesano producía algo hermoso a la orden, admiraremos lo que ha hecho, pero despreciaremos lo que es, alguien que trabaja a la orden, no en función de lo que crece en su desarrollo interno. Eso es el núcleo del liberalismo clásico y en ese sentido soy conservador. Además, en otros aspectos, creo que nuestras instituciones básicas necesitan cambios muy sustanciales y radicales, pero no creo que se pueda hacer así como así. Tienes que construir un debate para ello”, explica.

Cuando se le pide un ejemplo, señala el movimiento de derechos de las mujeres, que data de siglos pero que obró un gran cambio en los sesenta. “¿Cómo se logró? Grupos de mujeres, jóvenes sobre todo, se reunieron, mantuvieron debates, descubrieron y pensaron en los tipos de opresión que existían, decidieron que no tenían por qué someterse, organizaron a otras mujeres y crearon un movimiento a gran escala. Con eso, antes o después tendrás cambios sustanciales. Pero no es un proceso fácil, muchos lo rechazan y dirán que quieren esa autoridad”.

El intelectual estadounidense se muestra exasperado ante la respuesta política al calentamiento global. “La destrucción medioambiental está viniendo, nos guste o no, y nuestras instituciones no están en una situación en la que pueda lidiar con ello, como vimos en Glasgow [en la conferencia del clima]. La principal decisión que tomaron fue aplazar la decisión hasta el año que viene y, mientras, la tierra está ardiendo”, explica. A su juicio, “los grandes bancos dicen palabras bonitas sobre la necesidad de hacer algo, pero lo que están haciendo es financiar las energías fósiles con billones de dólares. Esas son nuestras instituciones y, si no podemos controlarlas, estamos acabados”.

15 de enero 2021

El País

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Biden impulsa un complicado giro en la política de Estados Unidos hacia América Latina

Amanda Mars

El estatus de protección temporal que la Administración de Joe Biden ha concedido a los ciudadanos venezolanos que se encuentran en Estados Unidos debido a la crisis que vive su país constituye la primera gran señal factual de un cambio de rumbo de Washington respecto a América Latina. El giro se antoja lento y complicado ante los dos conflictos más inmediatos en la región, Venezuela y Cuba. La Casa Blanca recalca que la modificación de la estrategia respecto al régimen castrista “no figura entre las principales prioridades” de Biden y que, aunque no comparte la estrategia de sanciones del Gobierno republicano respecto a Caracas y recuperará la cooperación internacional, tampoco tiene prisa por suavizar los castigos. El mensaje sirve para mantener la presión ante cualquier negociación futura, pero también constata las dificultades. Las últimas decisiones tomadas por Trump, además, han aumentado la tensión internacional.

La doctrina del expresidente para América Latina se fundamentó en la idea de una “troika tiránica” que englobaba Venezuela, Cuba y Nicaragua. Este grupo constituía una reedición de aquel famoso “eje del mal” que George W. Bush popularizó en 2002: Irak, Irán y Corea del Norte. En Washington hay pocas casualidades y esta no es una de ellas. El último presidente republicano se había rodeado de halcones del tiempo de Bush hijo, como John Bolton, el consejero de Seguridad Nacional con el que acabaría de uñas; o Elliott Abrams, el viejo gladiador de Ronald Reagan para Centroamérica, designado por Trump como enviado especial para Venezuela.

“Tenemos muchas opciones para Venezuela, incluida la militar si fuera necesario”, dijo Trump en agosto de 2017, en mitad de sus vacaciones, desde su club de golf de Bedminster (Nueva Jersey). “No voy a descartar la opción militar, es nuestro vecino y tenemos tropas por todo el mundo. Venezuela no está muy lejos, y la gente allí está sufriendo y está muriendo”, continuó, con ese estilo suyo tan particular, capaz de vincular una acción armada a la conveniencia de la ubicación.

Pero ese ardor guerrero, para disgusto de algunos nostálgicos, no iba más allá de los discursos. Y sus palabras de apoyo al pueblo venezolano, para frustración de muchos otros, tampoco se tradujeron durante su mandato en el estatus de protección que reclamaban los opositores al régimen de Nicolás Maduro. No fue hasta el último día en la Casa Blanca, el 19 de enero, cuando aprobó una orden para diferir las deportaciones de venezolanos durante 18 meses, lo que les iba a mantener en un limbo administrativo y no les permite trabajar, a diferencia de la TPS (estatus de protección temporal) recién anunciada por la Administración demócrata. Lo que sí hizo Trump fue apretar las tuercas con las sanciones. Redobló las que iban dirigidas a los individuos y atacó el pulmón económico del país, el petróleo, con el fin de forzar a Maduro a convocar elecciones.

El actual Gobierno estadounidense subraya los escasos frutos que la estrategia ha brindado. “Hemos visto cómo el régimen y los mercados se han adaptado a las sanciones del petróleo y podemos seguir así no se sabe cuánto tiempo. No hay prisa por levantar esas sanciones, pero sí un reconocimiento de que las multas unilaterales no han funcionado para forzar la celebración de elecciones y que la anterior Administración falló en la coordinación con Europa y con los aliados a Latinoamérica”, explicó este lunes un funcionario de la Casa Blanca en una conferencia con periodistas.

Aun así, Biden “seguirá con la presión”, afirmó esa misma fuente, “hasta que Maduro se siente en la mesa y tome la decisión de convocar elecciones”. “Una vez pase eso, hablaremos con la comunidad internacional para ver qué sanciones podrían levantarse.”

No suenan los tambores de guerra ahora en la Casa Blanca y se ha concedido la ansiada protección temporal, pero Washington no está abriendo una página en blanco en la relación con Caracas. A diferencia de la Unión Europea, Estados Unidos sigue reconociendo a Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela, pese a que la Asamblea Nacional, de la que emanaba su legitimidad constitucional, ha cambiado de color político tras las elecciones de diciembre (cuyos resultados no han sido reconocidos por la UE). No ha virado un milímetro en la idea de que el de Maduro es un Gobierno ilegítimo, aunque la campaña electoral de Trump, acusando a Biden de socialista, hizo mella en el electorado latino más conservador, que ayudó al republicano a ganar las elecciones en el codiciado Estado de Florida.

“La política de presión contra Venezuela, en realidad, es bastante bipartita y es normal que Biden no tenga prisa en suavizar esa presión sin motivos claros. Tampoco va a tener prisa con Cuba, él es un moderado. Para qué buscarse esa pelea a nivel doméstico”, reflexiona Dany Bahar, experto en economía para la región de la Brookings Institution.

El camino emprendido por Trump sobre Cuba, que Biden ha prometido revisar, es uno de esos incómodos de desandar ante parte de los ciudadanos. En el crepúsculo de su presidencia, el republicano incluyó a la dictadura cubana en la lista de los países patrocinadores del terrorismo, que solo comparte con Siria, Corea del Norte e Irán, y dejó a su sucesor en la tesitura de sacarlo de ahí. La designación, que conlleva la imposición de “sanciones a personas y países” que comercian con la isla, provocó el rechazo del secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, y de políticos latinoamericanos como el expresidente colombiano Juan Manuel Santos.

La Unión Europea y muy especialmente España, aguardan también que Biden dé marcha atrás en la entrada en vigor del título III de la Ley Helms-Burton, que permite las demandas de ciudadanos estadounidenses contra empresas internacionales por lucrarse con propiedades confiscadas por el régimen castrista tras la revolución. Esta norma había sido suspendida por todos los presidentes de Estados Unidos desde 1996 y Trump decidió activarla en 2019.

Sobre este asunto, la Administración estadounidense indica que nada va a ocurrir demasiado rápido. “El giro en la política hacia Cuba no figura en las prioridades del presidente, que son la pandemia, la recuperación de la economía y la reconstrucción de alianzas en el extranjero”, responde una portavoz del Consejo de Seguridad Nacional. Aun así, añade, la Casa Blanca sí va a “revisar cuidadosamente” las decisiones del Gobierno anterior. Al margen de una modificación en esos dos frentes concretos, que además le crean problemas con los aliados europeos, un proceso de deshielo como el emprendido por Barack Obama resulta improbable a corto plazo.

“Estamos comprometidos en hacer de los derechos humanos el centro de nuestra política exterior y eso incluye redoblar nuestra dedicación a los derechos humanos en el hemisferio”, explica también la portavoz del Consejo de Seguridad Nacional. En el equipo de política exterior de Biden figuran veteranos de la Administración de Barack Obama, como Antony Blinken, el secretario del Estado, que había trabajado en el departamento también durante la etapa de Bill Clinton. El director para la región latinoamericana en el Consejo de Seguridad Nacional es Juan S. González, que había ocupado ese mismo puesto y también asesoró al propio Biden como vicepresidente.

La llegada de Biden a la Casa Blanca también ha alentado grandes expectativas en el flanco migratorio. La nueva Administración ha impulsado una reforma migratoria que se centra en los motivos de la emigración de Centroamérica, con un plan de inversiones de 4.000 millones de dólares en cuatro años para dinamizar la economía de la región. También ha prometido “humanizar” el proceso de llegada y entrada a Estados Unidos, tras años de mano de hierro por parte de Trump, pero esa voluntad también requerirá tiempo y, como Washington ha querido recalcar, no se traduce en una política de puertas abiertas.

En una “visita virtual” reciente de Blinken a México, el jefe de la diplomacia lanzó un aviso claro a las personas que huyen de la pobreza y la miseria en Centroamérica: “A cualquiera que esté pensando en hacer ese viaje nuestro mensaje es: no lo haga. Estamos haciendo cumplir de forma estricta nuevas leyes migratorias y nuestras medidas de seguridad en la frontera. La frontera está cerrada para la inmigración irregular”. Pero la presión en ella no amaina. Según cifras publicadas por The New York Times este lunes, en las últimas dos semanas el número de menores migrantes no acompañados detenidos en la frontera sur de Estados Unidos se ha triplicado.

9 de marzo 2021

El País

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“España es un destino lógico para miembros del régimen chavista”

Amanda Mars

La primera vez que EL PAÍS lo entrevistó, en 1986, Elliott Abrams se encontraba enfrascado en la crisis nicaragüense. Secretario de Estado adjunto para Latinoamérica, era entonces un joven halcón de Washington que, a sus 38 años, tenía enmarcada en su despacho una página de Granma, el diario oficial del Partido Comunista de Cuba, con un gran titular que decía: “Abrams es una bestia”. Miembro de la Administración de Ronald Reagan entre 1981 y 1989, Abrams fue, en puridad, uno de los arquitectos de la política reaganiana en Centroamérica, que hoy reivindica con pasión ante las críticas. Volvió a la Administración años después de la mano del presidente George Bush hijo, para quien sirvió como asesor del Consejo de Seguridad Nacional, y se le considera uno de los muñidores de la estrategia en Irak.

Político, diplomático y abogado de formación, el pasado 25 de enero dejó el puesto de analista que ocupaba en el Consejo de Relaciones Exteriores y regresó a la trinchera. Donald Trump acababa de reconocer al opositor Juan Guaidó como nuevo presidente interino de Venezuela, exigía la salida de Nicolás Maduro y había escogido al veterano halcón como representante especial para el país. “Irónicamente, en los 80, cuando yo era secretario adjunto, Venezuela era uno de los pocos países latinoamericanos sin dictadura militar”, comenta Abrams desde su nueva oficina en el Departamento de Estado. Su nombramiento ha suscitado algunas críticas en la izquierda. En 1991 Abrams se declaró culpable de haber ocultado información al Congreso sobre el caso Irán-Contra, la venta secreta de misiles a Irán y la entrega de los fondos a la contrarrevolución nicaragüense, pero fue indultado en 1992 por Bush padre.

Ahora, en las paredes no cuelga ya aquella página de Granma, que dice tener guardada por algún cajón, pero sí una fotografía de la época de la Administración de Reagan, una placa del Consejo de Seguridad Nacional y otra, en un lugar preferencial, de “La CONTRA”, o resistencia nicaragüense, en la que se le reconoce por su “dedicación y obstinación”. Elliott Abrams (Nueva York, 1948), bestia o no, ha vuelto y en su punto de mira tiene a Nicolás Maduro, un hombre enrocado en el poder pese a la creciente presión internacional.

“Si piensa en Mubarak, Gadafi, Ben Ali, Rusia en 1991, Rusia en 1917… Nadie era capaz de predecir cuándo un cambio de esta importancia tendría lugar. Nadie predecía la caída de Ben Ali o Mubarak. Todos estos regímenes parecen sólidos y de repente dos semanas después se han ido. Así que le daría un plazo, pero no tenemos ninguno”, afirma.

Es jueves por la mañana y Abrams responde a las preguntas entre reunión y reunión, acribillado por llamadas. El martes, en una entrevista radiofónica, el ministro español de Exteriores, Josep Borrell, explicó que la Administración de Trump ha tanteado a España sobre la posibilidad de escoger a líderes chavistas con el fin de facilitar la transición.

“España es en algunos aspectos un destino lógico para algunas personas del régimen”, afirma Abrams. “¿Cuáles son los destinos lógicos? Desde el punto de vista de cuáles son sus aliados, Cuba y Rusia. Pero nadie quiere vivir en Rusia o Cuba, así que ellos presumiblemente querrían ir, algunos de ellos, a un país en el que se hable español. Y ese es un lugar maravilloso. Diría que ha habido lo que yo llamaría una conversación preliminar con España, con la idea de: ¿es esto planteable? ¿Está en el terreno de la posibilidad? Y creo que la respuesta que hemos recibido es 'Bien, deberíamos ver, ¿a quiénes? ¿bajo qué condiciones?' No lo sabemos. Pero si entramos en estas conversaciones, y creo que lo haremos, con gente del régimen que quiere salir, volveremos al Gobierno español y podemos decir: 'Bueno, este tipo dice que se irá con su familia si puede ir a España, pero no quiere ir a Moscú'. Pero no estamos ahí aún”, explica.

¿Y estas posibles conversaciones incluirían a Maduro? “Nuestro punto de vista es que Maduro debe irse. No podemos ver que él pueda presidir una transición democrática ni podemos ver unas elecciones libres con Maduro. Diría que espero tener esa conversación con España u otros países”, responde el diplomático.

¿Entonces existe la posibilidad de que Maduro vaya a un país como España sin problemas con la justicia? “Bueno, no, hay varias consideraciones aquí. Una de ellas es España. Qué piensa el Gobierno español, qué quiere. Otra son las sanciones estadounidenses y las acusaciones. Algunos miembros del régimen son objeto de acusaciones y está el tribunal internacional de justicia. Si su principal preocupación es esa, tendrán que ir a un lugar como Turquía o Rusia, creo, donde no los llevarán ante el tribunal internacional. Y en ese caso España no sería el lugar al que querrían ir, pero no estamos ahí aún”.

Sobre el número de personas que podrían irse, el estadounidense calcula que en lo alto de la jerarquía serían 10 o 20. "Algunos dirán que debe quedarse en Venezuela, otros quizá quieran Cuba. Otros pueden querer estar más cerca, y en Europa. Otros, por ejemplo, condenados por tráfico de drogas, querrán ir a un sitio más allá de la ley internacional, que sería Rusia", remarca.

Hay otros motivos por los que los líderes chavistas pueden querer retirarse en España. Algunos miembros del régimen, dice Abrams, “ya tienen a sus familias y su dinero en España. Así que para ellos es lógico decir que quieren unirse a sus familias y a sus cuentas bancarias”, afirma. Esta es, asegura, una vieja idea, que en los 80 ya habló con el presidente Felipe González. “Él me dijo en un momento dado: '¿Qué puede hacer España para ayudar a Latinoamérica en la transición de dictaduras militares a la democracia?' Bueno, quizá algo que podemos hacer es tomar a uno o dos de esos tipos, de esos generales que estáis tratando de sacar de allí. Quizá les ayude saber que no van a ir a prisión, que pueden venir a España y nosotros… Le recuerdo diciendo: ’Les aseguro que les vigilaremos, porque no queremos que interfieran en los asuntos del país que acaban de dejar, que traten de regresar’. Eso no ocurrió finalmente”.

No sucedió entonces, pero sí hay un precedente, como recuerda Abrams al finalizar el encuentro. El dictador venezolano Marcos Pérez Giménez, expulsado del poder en 1958, acabó recalando en España en los sesenta y falleció en 2001 en su casa de La Moraleja, en Madrid.

-¿Ha tenido conversaciones últimamente con Felipe González sobre Venezuela?

-No, no las he tenido. Es una buena idea.

-¿Y con Rodríguez Zapatero?

- Tampoco.

-¿Y sería una buena idea también?

-No me atrae tanto.

La próxima semana se cumplirán dos meses desde que Guaidó se juramentara presidente interino de Venezuela para celebrar elecciones libres. EE UU, Canadá y varias potencias latinoamericanas lo reconocieron de inmediato y a los pocos días ya había más de medio centenar de países que había dado la espalda a Maduro tras la escalada autoritaria del país. Washington no se cansa de repetir que “todas las opciones están sobre la mesa”, dejando claro que la intervención militar es una de ellas. Y el líder chavista, pese a toda la presión diplomática, económica y psicológica, resiste. El Ejército, pese a algunas bajas, sigue de su lado.

Abrams niega que la estrategia esté fallando. “No esperábamos que esta situación se resolviese de forma instantánea. Además, nuestras sanciones, que están empezando a morder, no están completamente en marcha. En las sanciones de la petrolera PDVSA damos periodos de gracia de 90 días para que la gente tenga tiempo de ajustarse, en algunos casos damos 180 días, así que su efecto crecerá”.

-¿Hay negociaciones en marcha con Nicolás Maduro?

-No, diría que Maduro continúa pensando que puede esperar, su política es: “Me quedo aquí, soy El Asad, me quedo y todos se cansarán, la oposición se dividirá, los americanos se aburrirán y se centrarán en otras prioridades…” Creo que es de los pocos que quedan en el régimen que piensan que esa política funcionará.

-¿Tampoco hay conversaciones a través de terceros?

-No hay conversaciones directas con Maduro. Lo dejaré ahí.

El País

Washington 17 MAR 2019

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Un ‘new deal’ contra el populismo

Amanda Mars

"Hay una guerra global en marcha contra los trabajadores, contra el medio ambiente, contra la democracia, contra la decencia. Una red de facciones derechistas se está extendiendo a través de las fronteras para erosionar los derechos humanos, silenciar la discrepancia y promover la intolerancia. Desde 1930 la humanidad no se enfrentaba a una amenaza así”. Con estas palabras tan directas arranca el manifiesto de la Internacional Progresista, una plataforma impulsada por el veterano senador izquierdista estadounidense Bernie Sanders y el célebre economista griego Yanis Varoufakis como respuesta a viejos y nuevos enemigos. Los viejos son las élites a las que acusan de crear un sistema económico cada vez más vez más desigual; los nuevos, unos movimientos populistas de corte conservador con los que nadie contaba hace unos años.

La victoria de Donald Trump en Estados Unidos, la de Jair Bolsonaro en Brasil o la del vicepresidente italiano Matteo Salvini en Italia les han dado la carta de naturaleza, una prueba empírica, casi una dirección postal. La Internacional Progresista busca de algún modo la suya. Se presenta como una llamada a crear una “red global” de izquierdas que contrarreste esa marea que llega por la derecha. Cuando políticos e intelectuales se reunieron entre los días 29 de noviembre y 1 de diciembre en Burlington (Vermont), el cuartel general del Instituto Sanders, para presentar la iniciativa, unos y otros llegaron a diagnósticos muy similares.

Entre los ponentes figuraba la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que en entrevista telefónica lo explica así: “Hemos visto a minorías privilegiadas que se están bunkerizando para mantener sus privilegios, por un lado, y una extrema derecha que crece con ese acento populista, pero también con un trasfondo muy establishment, que tiene mucho dinero detrás y que se está coordinando a nivel internacional, compartiendo estrategias. Si se organiza la extrema derecha, no puede ser que los movimientos sociales de cambio no lo hagan”. Cuando regresó a España de su viaje a Vermont, el partido radical Vox acababa de ganar sus primeros escaños en el Parlamento andaluz.

A la reunión de Vermont asistieron desde el economista Jeffrey Sachs hasta el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, pasando por la actriz y excandidata a gobernadora del Estado homónimo, Cynthia Nixon, entre otros. Una de las preguntas razonables sobre esta iniciativa es en qué medida comparten características el auge populista de Brasil y el de Estados Unidos, por ejemplo, o si la tradición socialdemócrata de posguerra en Europa se puede equiparar al movimiento liberal norteamericano (liberal en el sentido estadounidense de la expresión, es decir, progresista). En resumen, si las ideas de una Internacional Progresista pueden funcionar a ambos lados del Atlántico. El caldo de cultivo que ha favorecido este movimiento, para empezar, es el mismo. Y los programas de Sanders y del nuevo partido DiEM25 de Varoufakis —elaborados de forma independiente antes de esta alianza— guardan muchas similitudes. El del estadounidense es heredero del New Deal y la Great Society, y el del griego, de la cultura del Estado de bienestar con que se construyó la Europa moderna.

Para James K. Galbraith —hijo de John K. Galbraith e integrante de esa esfera de economistas progresistas estadounidenses que incluye al citado Sachs—, el New Deal traza el mejor paralelismo histórico con la nueva Internacional Progresista, porque fue “un programa completo y muy imaginativo de acción pública con el objetivo de superar una gran crisis y servir de alternativa al fascismo, que era la gran alternativa, entonces y ahora”.

Pero el New Deal de los años treinta—cuya traducción literal es “nuevo acuerdo”— consistió en un programa económico intervencionista lanzado por el presidente Franklin D. Roosevelt para superar la Gran Depresión, la gran crisis económica que liquidó el 27% del producto interior bruto de EE UU entre 1929 y 1933 y disparó el nivel de desempleo del 3% al 25% en el país. El lanzamiento de la Internacional Progresista, sin embargo, hoy tiene lugar en un momento en el que ese mismo país tiene la tasa de desempleo más baja desde la guerra de Vietnam y atraviesa el segundo mayor periodo de expansión económica de su historia, solo superado por los 120 meses consecutivos de crecimiento en los noventa. ¿Por qué un New Deal ahora?

Tras el crash de 1929 y la II Guerra Mundial, con el impulso de las políticas keynesianas (inspiradas en el economista John M. Keynes, que defendía las políticas públicas y monetarias de estímulo en épocas de crisis), hubo tres décadas de enorme esplendor económico en EE UU que convencieron de una certidumbre a las familias: un joven podía dejar el instituto y encontrar un buen empleo en la fábrica de su ciudad, y con su sueldo comprar una casa, conducir un Ford y criar a sus hijos. Hoy, 10 años después del estallido del último crash financiero y del inicio de la Gran Recesión, aunque las grandes cifras macroeconómicas estén más que recuperadas, la clase trabajadora sigue presa de la incertidumbre.

Si la Gran Depresión demostró que la economía no se corrige sola, la Gran Recesión ha puesto fin a la idea de redistribución espontánea de la riqueza, ese llamado trickle-down (goteo) del crecimiento. En ese mar revuelto se han lanzado a pescar líderes populistas conservadores en América y Europa. Y en este contexto se explican estos llamamientos a un nuevo New Deal, de hecho un Green New Deal para ser exactos, como especifica el manifiesto de la Internacional Progresista, porque tiene un marcado acento en las políticas medioambientales.

El verdadero populismo, defiende el economista Dani Rodrik, tiene más que ver con Roosevelt que con Trump. En un artículo publicado en febrero en The New York Times, el profesor de Harvard recuerda que el populismo (término que en EE UU no tiene las mismas connotaciones peyorativas que en España) empezó a germinar a finales del siglo XIX, al calor de los movimientos de trabajadores y granjeros, y, como hoy, fue una respuesta a la ola de globalización que se vivía en aquel momento y que también causaba daños colaterales. Culminó con el New Deal. “La lección histórica consiste no solo en que la globalización y el rechazo social están íntimamente ligados”, reflexiona Rodrik, “sino que ese tipo de populismo malo engendrado por la globalización puede requerir un tipo de populismo bueno para ahuyentarlo”.

Galbraith cree que plataformas como la de Sanders y Varoufakis beben tanto de esa tradición populista de hace 100 años como del progresismo de principios del siglo XX que propugnaba una mayor regulación y control público del capitalismo desbocado. “Su objetivo es contener la Internacional Nacionalista que está prendiendo en Europa y en EE UU, que amenaza con la represión de los movimientos sociales y con la liberación del capitalismo sin control”, apunta.

El triunfo del trumpismo en EE UU ha corrido en paralelo con el auge de candidatos escorados a la izquierda en el Partido Demócrata. Políticos que no tienen problemas en definirse como socialistas en un país que suele asociar el término a la antigua Unión Soviética. John Samples, del think tank conservador Cato, en Washington, quita hierro a esta tendencia. “La gente sigue sin querer pagar más impuestos, cree que los ricos deberían pagar más, pero la mayor parte de la población cree que sus impuestos están bien así”, recalca. “Lo extraño de que se hable tanto del New Deal es que el Partido Demócrata en los años treinta no lo vio como un experimento socialista, sino como un intento precisamente de evitar el socialismo y el fascismo”. Al final, el New Deal revitalizó la economía de mercado. Según Rodrik, “salvó al capitalismo de sí mismo”.

2 de enero de 2018

El País

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Madeleine Albright: “Un fascista es un matón con ejército”

Amanda Mars

Madeleine Albright(Praga, 1937) ha sentido el totalitarismo de cerca. Huyó de él dos veces y lo ha visto frente a frente en más de una ocasión. Ha sido embajadora ante Naciones Unidas, la primera mujer en dirigir la diplomacia estadounidense (1997-2001, durante la Administración de Bill Clinton) y el primer alto cargo de un Gobierno de EE UU en visitar Corea del Norte para tratar de abrir una negociación. En el libro Fascismo. Una advertencia (Ediciones Paidós) aborda un concepto gaseoso, a menudo banalizado, del que hoy ve destellos preocupantes. Albright se encuentra en esa estación de la vida en la que uno emplea palabras gruesas con un reposo que desarma, como cuando dice que Donald Trump es el presidente estadounidense más antidemocrático de la historia moderna. O cuando asegura, en una frase ya famosa, que hay un lugar especial en el infierno reservado para las mujeres que no apoyan a otras mujeres. Lo dijo en un acto de campaña electoral de Hillary Clinton y le llovieron las críticas. “Se malinterpretó como que había que votar a otra mujer porque sí. Pero yo no hubiera votado a Sarah Palin ni aunque fuera la última persona sobre la tierra”, explica.

¿Cree que se presta poca atención al sexismo entre las mujeres? Me he encontrado que con frecuencia las mujeres no se ayudan entre ellas. Yo fui madre de gemelos y, después de eso, volví a estudiar, y quienes me lo ponían más difícil eran mujeres, que me preguntaban por qué no estaba con mis hijos. Una parte de ello tiene que ver con los celos, otra es una proyección de la propia debilidad.

Su voz suena limpia y fuerte en su oficina de Albright Stonebridge Group, una firma de estrategia empresarial con sede en Washington, a tres manzanas de la Casa Blanca. En la chaqueta del traje azul luce uno de sus broches característicos. En una de las paredes reposa enmarcada una copia del registro de entrada a Estados Unidos de varios ciudadanos correspondiente al 11 de noviembre de 1948. Entre los nombres figura Marie Jana Korbelová, una niña de 11 años que nació en Praga cuya familia pedirá asilo político en Estados Unidos, huyendo del comunismo. Antes había escapado del régimen nazi. Es Madeleine Albright, una de las mujeres más poderosas del siglo XX.

¿Qué es el fascismo? Un fascista se identifica como miembro de un grupo tribal y dice que ese grupo encarna una nación. Un líder así hace todo lo posible por dividir a la gente en lugar de unirla. Y lo que separa a un fascista de un dictador es el uso de la violencia con el fin de conseguir o mantener lo que quiere. El modo más fácil de definirlo es como un matón con ejército.

Algunos de esos elementos suenan familiares. Recuerdan a ciertas políticas en Europa y EE UU, pero ¿cree que la vuelta del fascismo es un riesgo real en democracias consolidadas como esta? El libro se llama Fascismo. Una advertencia, y hay quien lo ve alarmista. Pero está hecho a propósito, porque si empezamos a pensar que dividir a las sociedades es normal y que es una forma de solucionar problemas, corremos un grave peligro. Un líder de tendencias fascistas es probable que mantenga las divisiones y encuentre a algún grupo como cabeza de turco. Ahora, en Europa y Estados Unidos estos son los refugiados o los inmigrantes. La mejor cita del libro es de Mussolini, quien dijo: “Si desplumas a un pollo pluma a pluma, nadie lo nota”. Y creo que en la actualidad se están quitando muchas plumas en muchos sitios. En Hungría, [Viktor] Orbán cree que lo está haciendo bien y no quiere saber nada de las minorías. Se define como democracia iliberal y eso significa, básicamente, que manda la mayoría y no hay derechos para las minorías.

Hablando de Mussolini, en su libro cuenta que Churchill y Gandhi hablaron de él como “el tipo adecuado”. Me he preguntado por qué pensaron eso. En los años treinta las sociedades estaban muy divididas, algunas de ellas debido a lo que pasó en la Primera Guerra Mundial o por la situación económica, así que quizá pensaron que era importante tener un líder fuerte en lugar de alguien que no supiera qué hacer. Mussolini venía de fuera del sistema, en un momento en el que Italia tenía un Gobierno tras otro y una crisis económica.

Pero hoy en día, ¿hay motivo para tanto enfado? Hay algunas razones. En Europa hay una insatisfacción por la situación económica. Demasiada gente se ha beneficiado mucho y de múltiples formas con la globalización, pero eso tiene un inconveniente. La globalización no tiene rostro, la gente no sabe qué identidad tiene y en Europa se plantea de veras la pregunta de qué pasa en Bruselas y cuáles son las reglas. Todos queremos saber cuál es nuestra identidad étnica, lingüística o religiosa, y eso está bien, pero si mi identidad odia tu identidad, se convierte en algo muy peligroso.

¿Radica ahí la diferencia entre patriotismo y nacionalismo populista? Sí. El patriotismo es una cosa, es bueno, pero el nacionalismo y el hipernacionalismo son muy peligrosos.

Usted y su familia han escapado dos veces de regímenes totalitarios. ¿De qué manera la ha marcado eso? De todas las maneras. Cuando los nazis llegaron hasta Checoslovaquia en 1939, yo tenía dos años, mi padre era un diplomático checoslovaco y quería estar con el Gobierno en el exilio, en Londres. Pasamos allí la guerra. Volvimos a Checoslovaquia y en 1948 se produjo el golpe comunista. Mi madre, mis hermanos y yo fuimos por un tiempo a Inglaterra y después, como la ONU estaba en Nueva York, nos instalamos allí. Mi padre llegó un poco más tarde, desertó y pidió asilo político. Todo eso ha afectado a mi vida. En primer lugar, creo en la bondad de EE UU y en ese país como modelo de buenos valores. Checoslovaquia fue traicionada en el acuerdo de Múnich, que británicos y franceses firmaron con alemanes e italianos sobre las cabezas de los checoslovacos. Y EE UU no estaba ahí. Cuando vivíamos refugiados en Londres se produjo el bombardeo y finalmente los estadounidenses llegaron a Europa para tomar parte en la guerra, y todo cambió. Así que siendo una niña noté la diferencia que marcó esa llegada de los americanos. Mi padre solía decir: “En Inglaterra la gente es muy amable, nos dice: ‘Siento mucho que tu país haya caído en manos de un dictador terrible, eres bienvenido, pero… ¿cuándo vuelves a tu casa?”. Y en EE UU nos decían: “Lo sentimos mucho, pero… ¿cuándo te convertirás en ciudadano estadounidense?”. Mi padre me decía que eso es lo que ha convertido a EE UU en un país distinto. Esto me lleva a lo que pasa ahora, y es que el número de inmigrantes que vienen a este país es el más bajo de la historia y eso, para mí, es antiamericano. Es una de las cosas que me molestan de lo que pasa hoy.

¿Qué aprendió de sus padres? Lo que más admiro de ellos es cómo convirtieron en normal lo anormal. Ambos venían de familias acomodadas y de repente estábamos viviendo en Inglaterra como refugiados. Luego volvimos y mi padre fue nombrado embajador en Belgrado y teníamos cocineros y chóferes y todas esas cosas. Luego llegamos a Estados Unidos y volvimos a no tener nada, éramos refugiados. Tenían una gran resistencia. Recuerdo que mi madre estaba preocupada todo el tiempo.

¿Por qué? Es algo que entonces no entendía y ahora sí. Vivíamos en Denver (Colorado) y no teníamos parientes. Mi madre decía que todos eran viejos y habían muerto. Cuando me nombraron secretaria de Estado, un periodista, Michael Dobbs, se puso a escribir un perfil sobre mí y descubrí no solo mi origen judío, sino también que 26 miembros de mi familia habían muerto en campos de concentración. Mis padres se habían convertido al catolicismo después. Cuando me enteré, ya habían muerto.

Desde esa experiencia vital, ¿qué piensa del enfoque no solo de Trump, sino de muchos políticos de la izquierda estadounidense, que rechazan que EE UU tenga que hacer de “policía del mundo”? Los estadounidenses no quieren ser la policía del mundo. Desde el principio de su historia, EE UU no ha sido colonialista en general. Después de la Segunda Guerra Mundial hubo una verdadera sensación de responsabilidad, pero los americanos no quieren gobernar el mundo, se lo puedo asegurar. Clinton fue el primero en decir que éramos la nación indispensable, pero “indispensable” no significa “sola”. Significa que debemos estar implicados, tener alianzas con los socios adecuados y acciones multilaterales. Lo que pasa, en parte como resultado de la guerra en Irak y en Afganistán, es que a los estadounidenses ahora hay que persuadirlos de que debemos ayudar internacionalmente. Trump juega a decir que nadie nos lo agradece, que qué tenemos que ver con países de los que no hemos oído hablar, y que somos víctimas. Pero es ridículo, somos el país más poderoso del mundo.

¿Qué aspectos del Gobierno de Trump le preocupan más? No creo que Trump sea un fascista, creo que es el presidente estadounidense más antidemocrático de la historia moderna. Él no creó las condiciones que le llevaron a ser elegido. Ya había divisiones en nuestra sociedad, algunas basadas en las crisis o en avances tecnológicos que llevaron a la gente a perder su empleo. Trump no respeta las instituciones, se cree por encima de la ley, llama a los periodistas enemigos del pueblo y culpa a los inmigrantes. Hay aspectos muy preocupantes. Lo que lógicamente no ha hecho Trump es usar la violencia.

¿Qué espera de las negociaciones para la desnuclearización de Corea del Norte? La cumbre de Singapur del pasado junio ha sido de momento una victoria para Kim Jong-un. Trump ya ha dado algo, ha dejado de realizar ejercicios militares con nuestros aliados. Pero no está claro lo que Corea del Norte ha dado a cambio. Es difícil de predecir. Yo fui el primer miembro de un Gobierno estadounidense en visitar Corea del Norte y las negociaciones con sus dirigentes son muy duras. No sabemos cuál va a ser el papel de China. Queríamos que nos ayudaran con todo esto, pero Trump los está castigando con aranceles. Resulta todo confuso, pero es mejor hablar con Kim que llamarle “hombre cohete”.

¿Teme efectos a largo plazo por el distanciamiento de Estados Unidos respecto a sus socios tradicionales o de la ONU? Sí. Vivimos tiempos muy complicados. Soy una gran defensora de la ONU, aunque algunos aspectos deben mejorar. Hay un buen secretario general, António Guterres, pero es difícil [que mejore la organización] si Estados Unidos no paga lo que se supone que debe pagar. Estoy muy preocupada por el lugar hacia dónde va la Unión Europea, defiendo la OTAN y creo que todo el mundo debe pagar su parte, pero el modo en que Trump ha hablado sobre el tema me inquieta.

¿Cómo ve esa química que Trump parece sentir con Vladímir Putin? Está más allá del entendimiento. Conozco a Putin, es muy inteligente y ha jugado una baza débil muy bien jugada. Es un agente del KGB, sabe cómo usar la propaganda, ha menoscabado no solo las elecciones estadounidenses, sino a Europa, pero también es muy interesante ver lo que ha hecho en Oriente Próximo, donde los rusos se han convertido en una especie de grandes actores. Hay mucho debate en Estados Unidos sobre cuál es la base de esa relación y parte de ella es que Trump halaga a Putin y Putin halaga a Trump. Eso es lo que la gente quiere que se investigue.

¿Cuáles han sido el mayor éxito y la mayor frustración a lo largo de su carrera? Mi principal frustración fue como embajadora ante Naciones Unidas en un momento en el que había acabado la guerra del Golfo y Clinton había dicho que éramos indispensables. No estábamos haciendo lo suficiente en Bosnia ni lo bastante pronto, y tampoco hicimos nada con Ruanda, y parte de ello tuvo que ver con que no tuvimos la información correcta. Lo que considero mi mayor éxito es Kosovo. Entonces era secretaria de Estado. Dije: “Está bien, esta vez vamos a hacer algo”. Primero tuve que convencer al Gobierno estadounidense, el secretario de Estado puede decir muchas cosas, pero no tiene ejército, así que debe convencer al Pentágono y al presidente. Y llegó el punto en que decidimos usar la fuerza en Kosovo.

Y hace 20 años, ¿cómo era vivir todo eso siendo una mujer? Volvamos a Bosnia: seguí lo que ocurría con mucha atención. Pensé que debíamos usar la fuerza para detener la limpieza étnica. Colin Powell era el jefe del Estado Mayor Conjunto. Ambos éramos nuevos en el cargo y Powell era ese hombre grande y guapo que venía en uniforme con medallas de lado a lado, que explicaba muy bien las cosas que podían hacerse y que nunca quería usar la fuerza. Y al final le dije: “General Powell, ¿para qué está reservando todo este Ejército?”. Y se enfadó mucho conmigo. Yo era una mera mujer mortal, una civil discutiendo con un héroe. Tiempo después escribió un libro en el que dijo que había tenido que “explicarle con paciencia” a la embajadora Albright que nuestros soldados “no eran de juguete”. Le llamé y le pregunté por qué mencionaba “pacientemente”. Me respondió que porque yo no entendía nada. Luego me envió un ejemplar firmado con una dedicatoria: “Con cariño y admiración, etcétera. Pacientemente, Colin”. Y yo le envié una nota de agradecimiento diciendo “con admiración, etcétera. Enérgicamente, Madeleine”. Es un ejemplo de lo que era ser mujer. Era la única en aquella sala. Yo no paraba de insistir en aquellas conversaciones que no podíamos dejar morir a aquella gente y me decían: “No seas tan emotiva”. Aprendí a discutir de forma diferente.

“Soy feminista; las sociedades son más estables cuando las mujeres tienen poder político y económico. Pero no es fácil. Se necesitan más mujeres en la sala”

Ante esta ola de feminismo, ¿cree que el cambio es real? No lo sé. Lo importante es no permitir que ahora se produzca un rechazo. Fui la primera secretaria de Estado en poner los asuntos de la mujer en el centro de la política exterior, y no solo porque soy feminista, sino porque las sociedades son más estables cuando las mujeres tienen poder político y económico. Pero no es fácil, se necesitan más mujeres en la sala. Cuando era embajadora en la ONU, había 180 países miembros y solo otras seis mujeres. Ahora hay muchas más embajadoras, ministras de Exteriores, de Defensa…Y es interesante el número de mujeres que se están presentando a las elecciones al Congreso estadounidense.

¿Es usted feminista desde que recuerda o ha sido un proceso? Ambas cosas. Cuando fui a la Universidad creía que las mujeres eran capaces de hacer lo que quisieran, pero en la siguiente generación el proceso fue más incisivo. Para mí, que tengo 81 años, se trataba de intentar averiguar cómo crecer haciendo cosas interesantes. Soy feminista. Hay a quien no le gusta esa palabra, pero no es una mala palabra. No creo que el mundo deban dirigirlo solo mujeres. Quien lo crea se ha olvidado de cómo era el instituto, con todas aquellas chicas mandonas diciendo a todo el mundo lo que había que hacer… Es importante que haya una colaboración entre hombres y mujeres. 

El País

20 de septiembre de 2018

https://elpais.com/elpais/2018/09/20/eps/1537435497_152676.html