Miguel Henrique Otero
¿Pero de qué cansancio hablamos?
Desde hace algún tiempo –¿cinco, seis años quizás?–, de forma cada vez más insistente, se repite que el venezolano “está cansado”. El cansancio se ha vuelto una especie de recurso conceptual presente en numerosos análisis de la realidad venezolana. Por momentos, incluso, adquiere la categoría de reproche moral: ¿cómo podría justificarse ese cansancio si todavía la lucha contra la dictadura no ha finalizado?
En el razonamiento de analistas y también de algunos políticos se alcanza este extremo: el cansancio habría aparecido justo en el momento en que la dictadura estaba arrinconada. De no haber aparecido esa especie de “cansancio fuera de lugar”, sugiere esa perspectiva, las cosas serían muy distintas en la Venezuela de hoy. Si hubiésemos logrado mantener la presión, se afirma, el régimen habría caído.
No sé si, en los términos de la sociología o de la psicología social, es posible hablar de “cansancio social”. Pero sin pretenderme un especialista de la cuestión, mi percepción es que hay, al menos, tres dimensiones distintas que conviene separar y reconocer.
La primera, si se quiere la más general, sobrepasa al simple cansancio y adquiere las proporciones del hartazgo. De las tantas cosas que reporta el periodismo, de la lectura atenta de las redes sociales, de lo que indican las encuestas, de lo que hablan los testimonios, del intercambio con personas amigas que viven en Venezuela, así como de la observación directa, es posible concluir, sin lugar a error, que la sociedad venezolana está hastiada, harta del régimen encabezado por Maduro.
Es una sensación que desborda el cansancio y se mezcla con otras emociones como desprecio, rabia, impotencia, repulsión, y, por momentos, también aflicción. En el sentimiento de que el régimen se agotó, en la idea cada vez más repetida de que todo es una inmensa farsa y que Maduro en realidad no tiene nada que ofrecer a los venezolanos, confluyen muchas cosas, que pueden agruparse como un complejo y masivo sentimiento de rechazo.
Otro plano distinto, permanente y tangible, se refiere al día a día de los venezolanos, cuando el cansancio de los ciudadanos, especialmente de los padres de familia, es evidente y cada vez más acusado. La cotidianidad en Venezuela tiene un carácter infernal: no hay servicios básicos, todo en el espacio público está corrompido, los bienes son escasos o costosísimos, a menudo no es posible ni siquiera salir de casa. Ir de un lugar a otro supone un peligro extremo: una alcabala de uniformados puede convertir a cualquiera en objeto de extorsión. Las cosas más elementales, ir y volver a la escuela o al trabajo, comprar comida o medicamentos, reparar un electrodoméstico o un automóvil, asistir a una consulta médica, hacer un trámite ante cualquier organismo del Estado, todas son experiencias hostiles, sembradas de dificultades, peajes, funcionarios corruptos, costos fuera de lógica o realidades de lo imposible. La cotidianidad en Venezuela es una sucesión interminable de batallas, cuyo efecto es que supera la inmediatez del cansancio para convertirse en un estado de agotamiento crónico. Esa forma de cansancio extremo existe y está extendida en todo el país.
Paradójicamente, ese cansancio de la sobrevivencia no ha derivado, como se afirma sin demasiado fundamento, en cansancio político o cansancio social, como también lo llaman. En la edición de noviembre de 2020 de la Revista SIC, que edita el Centro Gumilla con admirable disciplina, Marco Antonio Ponce comentaba lo ocurrido en los primeros nueve meses de 2020, de acuerdo con las cifras publicadas por el Observatorio Venezolano de la Conflictividad Social: se habían producido hasta septiembre más de 7.000 protestas, protagonizadas por vecinos y trabajadores. Dice Ponce: “Al mirar en detalle estas manifestaciones encontramos algunos aspectos que nos permiten conocer qué exigen los ciudadanos, dónde y cómo lo hacen, además de la respuesta institucional. Habitantes de pequeñas poblaciones y caseríos de distintas regiones del país salieron a las calles para exigir calidad en los servicios básicos, rechazar la crisis de gasolina y un salario mínimo mensual inferior a un dólar, destacando la presencia de las mujeres en el liderazgo de las manifestaciones por servicios básicos”. Y añade dos cuestiones, relevantes en lo social y en lo político: la primera, que “una característica recurrente de la protesta venezolana es su espontaneidad, con un mínimo de organización vecinal, sin indicios de una conducción o acompañamiento, o plan organizado desde sectores o partidos políticos tradicionales. Solo en contadas excepciones líderes sociales locales, vinculados a partidos políticos, han organizado protestas”; la segunda es la presencia de las protestas combinadas: las personas utilizan una misma acción para exigir varios derechos. “Un fenómeno que se viene registrando con mayor intensidad en los últimos tres años”.
De acuerdo con el informe del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, se realizaron durante 2020 un total de 9.633 protestas, a un promedio de 26 por día. Y esto nada menos que en tiempos de pandemia y con un régimen que la ha aprovechado para impedir la movilización ciudadana. Un dato más: en 2019, las protestas fueron 16.739, a un promedio de 46 por día. Dicho esto: ¿se puede afirmar que en Venezuela hay cansancio político? ¿Se puede sostener que la voluntad de lucha ha mermado? Apegados a los hechos, ¿se puede asegurar que la sociedad venezolana se ha rendido y que es una especie de títere a merced de lo que el régimen quiera hacer con ella? Mi respuesta a todas esas preguntas es categórica: los venezolanos seguimos en pie de lucha. Las vicisitudes de lo cotidiano no han destruido sino alentado nuestras energías políticas. Nada más revelador que esto: a pesar de las dificultades diarias, cada vez más, sin apoyo ni organización previa, la gente sale a la calle y protesta. Y cada vez más, los venezolanos entienden que la solución a sus demandas está asociada a la salida inmediata del régimen de Maduro.
Las elecciones regionales: cuáles son los requisitos indispensables
Supongamos que el régimen anuncie, en algún momento, que está de acuerdo con cambiar a la totalidad de los miembros del Consejo Nacional Electoral, para hacer posible la realización de unas elecciones regionales libres y transparentes. Eso significaría, es lógico suponer, que la facción del régimen encabezada por Jorge Rodríguez designaría a dos representantes; que la oposición democrática designaría a otros dos; y, por último, que sería necesario buscar una aguja en un pajar: un ciudadano venezolano libre de sospechas políticas. Es decir, alguien que no haya mostrado ninguna afinidad pública, conocido por su integridad a toda prueba, quien tendrá que recibir la bendición del gobierno interino de Juan Guaidó y del promotor de la válvula electoral en la estructura del régimen, el mencionado Rodríguez.
Antes de llegar a ese hipotético momento, los líderes de los partidos políticos de la oposición tendrán que salvar otro escollo: acordar entre ellos sobre quiénes serán las cuatro personas más idóneas -dos titulares y dos suplentes- para asumir una responsabilidad semejante. Ojalá que nos ahorren el lamentable espectáculo de las luchas internas, y los que ahora mismo practican un doble juego -como el de tener un cargo en el gobierno interino y atacarlo por mecanismos interpuestos- enfoquen sus baterías en el verdadero objetivo de la lucha, que no es otro que cambiar al régimen de Maduro.
Sostengo que el cambio de la directiva actual del Consejo Nacional Electoral es apenas el primero de los requisitos que sería obligatorio adelantar, para que las elecciones sean posibles, tal como proclaman sus promotores. Inmediatamente después de cambiar la directiva, habría que someter a toda la estructura del organismo a una revisión profunda, porque cualquier proceso electoral continuará siendo inviable si las oficinas y los funcionarios con poder de decisión, directamente involucrados en la facilitación y conteo de los votos, e incluyo en ello a los responsables regionales, continúan siendo los mismos que han operativizado las trampas y manipulaciones que han tenido lugar en los procesos anteriores. Quiero decir: no basta con cambiar a los cinco titulares. La reestructuración debe ir aguas abajo.
Luego está un aspecto simplemente fundamental: ¿qué partidos políticos podrán participar, si ahora mismo el régimen ha empujado a la ilegalidad o ha robado el nombre, los símbolos, las sedes y otros bienes a los partidos Acción Democrática, Copei, Voluntad Popular, Patria para Todos, Primero Justicia, Tupamaro, Bandera Roja, Movimiento Electoral del Pueblo, MIN Unidad y Podemos? ¿O es que el régimen pretende organizar otra farsa electoral como la del pasado diciembre, un torneo de ellos contra ellos mismos, es decir, del PSUV confrontado a su comparsa de alacranes? Por lo tanto, para que haya elecciones regionales hay que devolver la legalidad de los partidos a sus verdaderos dirigentes de inmediato, para que puedan reconstruir sus organizaciones, elegir candidatos y preparar las respectivas campañas. Pregunto: ¿el régimen que la semana pasada todavía perseguía a dirigentes de Acción Democrática en el estado Bolívar, tiene verdadera intención de participar en unas elecciones regionales?
Como parte de esos mínimos requisitos indispensables, ¿no es acaso imperativo liberar a todos los presos sin excepción, militares y civiles, enjuiciados o no, estén en cárceles o bajo regímenes de casa por cárcel? ¿No es fundamental dar por terminadas las persecuciones, las acusaciones, los juicios, las investigaciones y todo el conjunto de medidas que el régimen ha puesto en marcha y que mantienen a miles de demócratas venezolanos en el exilio, a los que se ha obligado a huir del país? Participar en una competencia electoral, con un ambiente adecuado y mínimas condiciones, ¿no exigiría garantizar que el activismo político podrá realizarse con total libertad de expresión y de información, sin que los esbirros que operan en todo el país, uniformados o no, amenacen a candidatos, activistas, militantes y demás?
¿Y qué decir del derecho a la información, a la libertad de expresión y del ejercicio del periodismo? ¿El poder levantará el bloqueo a medios de comunicación y portales informativos? ¿Permitirá que reporteros y equipos técnicos puedan hacer su trabajo? ¿Liberará de una vez por todas a Roland Carreño, periodista secuestrado por el régimen, a pesar de su inocencia?
Un capítulo destacado de las exigencias mínimas indispensables, se refiere nada menos que al derecho al voto, establecido claramente en el artículo 63 de la Constitución Nacional. Basta con asomarse a la cuestión del registro electoral para alarmarse: en los últimos años se ha ejecutado un sistema de trampas que ha impedido la inscripción de alrededor de 1,5 millones de nuevos votantes; se ejecutaron más de 1,8 millones de reubicaciones ilegales e injustificadas, y se impidió que más de 4 millones de electores que viven fuera de Venezuela puedan ejercer el derecho al voto. Por ejemplo: ¿los cientos de miles de personas que fueron reubicadas en circunscripciones distintas a las de su lugar de residencia, serán devueltos para que puedan votar por los candidatos que realmente les corresponden?
Hay muchas otras preguntas que todavía tenemos que formularnos. Por ejemplo: referidas al sistema de cedulación; a las máquinas de votación; a las fallas de Internet; a las fallas de la red eléctrica; a las garantías relativas a la integridad física de los votantes; a la participación politizada de la FANB en el proceso electoral a través del Plan República; al control sobre los colectivos, el ELN y las ex FARC como fuerzas de choque del régimen.
Dicho todo esto, le pregunto al lector demócrata: ¿son o no son requisitos indispensables?